Capítulo 15

La mañana siguiente amaneció fría y gris; las calles, los edificios y las nubes tenían el color de las lápidas sepulcrales. Cuando Mutti le sacudió el hombro para despertarla, el cuarto estaba tan oscuro que Christine creyó que se encontraban en plena noche y no había oído la sirena antiaérea. Pero entonces recordó que debía levantarse temprano porque había prometido ir a trabajar en los huertos con su hermana. El granjero Erkert las había contratado, junto con otras mujeres del pueblo, para recolectar manzanas a cambio de quedarse con dos Scheffel. Había perdido dos hijos en la guerra, y ahora él y su esposa intentaban seguir llevando la pequeña granja solos, sin ayuda de un prisionero de guerra ni de las muchachas que cumplían el año de servicio rural.

Si por ella hubiera sido, Christine se habría quedado acostada. A esas alturas a Isaac ya se lo habrían llevado, metido en un camión con el resto de su familia y conducido quién sabía adónde, y al pensar en que tal vez ya no volviera a verlo, le daba lo mismo no levantarse más de la cama. Pero no tenía elección, de modo que se incorporó y suspiró al tiempo que se frotaba los hinchados ojos y le hacía una seña con la cabeza a su madre para indicarle que estaba despierta. Cuando Mutti se fue de la habitación, Christine salió con esfuerzo del cálido nido del edredón de plumas y se vistió. El cuerpo respondía a su estado de ánimo con movimientos apáticos, como si sus miembros no fueran de carne y sangre, sino las empapadas cuadernas de un buque naufragado, hundido mucho tiempo atrás.

Antes de las ocho ella y Maria estaban en lo alto de la ladera cogiendo manzanas del mismo huerto donde Isaac la había besado aquel soleado día en que Christine creyó que el mundo no podía ser más perfecto. Ahora, junto con todo lo demás, hacía mucho que las ovejas habían desaparecido, comidas por sus dueños o robadas por ladrones hambrientos. En lugar de sol había una ligera neblina, y arriba las nubes flotaban bajas y amenazadoras. Otras diez mujeres recogían manzanas aquella mañana pero, aparte del canto de algún pájaro de vez en cuando, el huerto estaba en silencio. No había charlas, ni risas, ni chismorreos entre las jóvenes. En vez de eso trabajaban como máquinas, concentradas en acabar el trabajo antes de que la sirena antiaérea sonara o se presentara el Tiefflieger.

El saco de arpillera pesaba en el hombro de Christine. Apenas podía alargar la mano y arrancar las manzanas de las ramas sin desplomarse en el húmedo suelo convertida en un desvalido guiñapo. La noche anterior había tenido unos sueños espantosos; no recordaba ninguno pero la habían dejado con una sensación de enojadiza aprensión, junto con un peso físico que hacía que sus piernas parecieran de plomo y su cuerpo se moviera a cámara lenta. Hasta el turbulento cielo gris parecía aplastarla.

La neblina se disipó antes de las diez, pero manchas de niebla se quedaron flotando sobre los mojados campos sin cultivar de debajo de los huertos, creando la impresión de que las mujeres miraban la tierra desde lo alto de las nubes. En menos de una hora habían avanzado poco a poco hasta el último huerto, situado al pie de la colina. Christine no veía el momento de que terminaran para volver a casa.

Cuando oyó el familiar estruendo de un tren de vapor que iba hacia ellas, ni siquiera se molestó en mirar. Su mente estaba centrada en recoger el último racimo de manzanas escondido dentro de las húmedas hojas. Pero cuando Maria interrumpió su tarea y miró fijamente hacia el fuerte golpeteo de la locomotora que se aproximaba, Christine se volvió por fin. Al ver el tren se quedó petrificada.

La máquina, negra como la pez, surgía a través de una zona de niebla como un gigantesco animal; su gruesa chimenea redonda lanzaba una ola de humo plomizo y tiznado de hollín que chocaba a cámara lenta con el bajo cielo y cubría los vagones con un oscuro manto. Las banderas nazis tremolaban en los mástiles que sobresalían como antenas de los grasientos costados de la locomotora, y una descomunal pancarta se aferraba a la parte delantera del cilíndrico cuerpo de la máquina, con una enorme esvástica negra abriendo camino. Detrás de la locomotora seis vagones de ganado avanzaban traqueteando por las vías; todos llevaban pintadas unas letras blancas que decían «Propiedad del Tercer Reich», y dentro de una corona de hojas de roble aparecía el águila con las alas desplegadas de pie, encima de una esvástica. Cada vagón tenía dos ventanucos cubiertos de alambre de espino y, visibles a través de las aberturas, aunque atrapados dentro de los vagones, había rostros grises, ojos muy serios y manos humanas que arañaban buscando la libertad.

Christine creyó oír gritos, aunque era difícil estar segura. Todos los sonidos quedaban ahogados por el tronar de la máquina, el furioso bombear de los pistones y el tableteo de las ruedas de hierro. Desde debajo de los árboles, las demás mujeres del huerto clavaron la mirada en el tren tapándose la boca con las manos, mientras las bolsas de manzanas les resbalaban por los hombros.

Dejando caer la mitad de las manzanas de su bolsa, Christine se dirigió a toda velocidad hacia el tren hasta llegar al sendero que había junto a las vías.

—¡Cójanlo! ¡Es comida! —chilló, corriendo junto a los furgones y lanzando manzanas hacia las manos extendidas.

Casi todas las manzanas volvían a caerse y le golpeaban en la cara y la cabeza, pero unas cuantas las atraparon aquellas manos manchadas de barro y sangre, que se apresuraron a meterlas por entre el alambre de espino. Las delgadas y pálidas manos le recordaron a Christine un dibujo que había visto de unas morenas capturando pescados en una cueva submarina.

Christine trató de no quedarse atrás, pero el tren ganó velocidad y dobló una larga y amplia curva, hasta que por fin el tupido bosque se lo tragó, un vagón tras otro. Entonces cayó en la tierra de rodillas, jadeando, con manzanas volando por todas partes y las manos apoyadas en el suelo lleno de piedras que le apuñalaban las palmas. Vio cómo el último furgón desaparecía en la oscuridad del bosque dejando una espiral de arremolinadas hojas tras él.

—¡Christine! —gritó Maria, que había echado a correr tras ella—. ¿Qué haces?

—¡Isaac y su familia quizá vayan en ese tren! —exclamó Christine a gritos, y golpeó la tierra con los puños—. ¿Qué van a hacer con esa pobre gente?

Maria la ayudó a ponerse de pie, al tiempo que le quitaba guijarros y tierra de las rodillas.

—¿Estás bien?

—¡No estoy bien! ¡Nunca voy a estar bien!

Christine se secó las mejillas, mezclando barro y lágrimas, intentando entender lo que acababa de ver. No era capaz de hilvanar dos ideas. Maria recogió las manzanas y volvió a llenarle la bolsa sin dejar de observar a su hermana, que seguía con la mirada clavada en el túnel de árboles, aún susurrantes, mientras el retumbar de la locomotora se apagaba cada vez más. Por fin Christine se encaminó de nuevo hacia el huerto, con un agrio resquemor en el revuelto estómago.

—A lo mejor Isaac no iba allí —dijo Maria.

Christine no respondió nada y fue con Maria a la última hilera de manzanos. Intentó seguir recogiendo, pero como no podía dejar de llorar, se quedó al pie de la escalera de mano en forma de A mientras Maria le pasaba manzanas para que llenase la bolsa, tratando de convencerse de que Isaac no estaba en aquel tren. Pero su mente no dejaba de presentarle la imagen de él allí, abrazando a su madre y a su hermana, subiendo la cara bruscamente al reconocer su voz que chillaba al otro lado del ventanuco de alambre de espino. «No puede estar dentro de uno de esos furgones», pensó. «Es demasiado listo y demasiado hermoso para que se lo lleven como un animal. Su padre es abogado y su madre, aristócrata. No tiene sentido». Pero, por mucho que se resistía, una y otra vez se figuraba a Isaac y a su familia esperando en la estación de tren con las maletas en la mano, Nina y Gabriella con la cabeza y los hombros envueltos en sendos chales, pensando que viajarían en un vagón de pasajeros con destino a un lugar desconocido, para verse metidos a empujones en un furgón como si fueran los bultos del equipaje.

En menos de una hora las mujeres habían terminado de recolectar, y Herr Erkert llegó con su carro de bueyes para llevarlas de nuevo a la ciudad. Las agotadas mujeres amontonaron las bolsas y los Scheffel de manzanas en el carro de la granja y después se subieron, mirando el horizonte que se despejaba. Cuando ya empezaba a auparse, Christine cambió de opinión.

—Voy a volver andando —le dijo a Maria—. Necesito estar sola un rato.

Maria meneó la cabeza.

Nein! —contestó, con una expresión de súplica en los ojos—. ¡Bitte, ven conmigo! ¡Necesitamos que nos ayudes con las manzanas, y no es seguro andar por ahí sola!

—No me pasará nada —replicó Christine. Lo cierto era que en realidad le daba igual que llegara el Tiefflieger y pusiera fin a su sufrimiento, aunque no podía decírselo a su hermana—. En el bosque no hay peligro. Daré un paseíto nada más y volveré derecha a casa, te lo prometo.

Maria frunció el ceño.

—No tardes mucho. Mutti se preocupará y se enfadará conmigo por dejar que te marches.

—Tendré cuidado, te lo prometo. Dile a Mutti que no he querido hacerte caso.

Los bueyes avanzaron, y Christine se quedó mirando el carro de ruedas de radios, sobrecargado de manzanas y mujeres cansadas, que se alejaba bamboleante por el camino de tierra. Maria iba sentada en la parte trasera, mirando a su hermana, con las delgadas piernas colgando y un gesto asustado en la cara.

Christine le tiró un beso y dio la vuelta para regresar a pie hacia las colinas. Una vez en el lindero superior del huerto más bajo, fue por caminos de carro llenos de baches y bordeados de hojas doradas hasta llegar al banco donde ella e Isaac se habían sentado uno al lado de otro. Se sentó un instante en la vieja madera, pero enseguida decidió proseguir. Dejando atrás pilas de leña cortada entre los árboles, continuó a paso ligero hasta un camino de tierra. Este se estrechaba luego hasta convertirse en un empinado sendero forestal que serpenteaba entre raíces de árboles cubiertas de apelmazadas capas de agujas de pino. Christine se esforzó por ir lo más rápido posible y, sin dejar de subir, se internó en los bosques de abetos; allí el aire era fragante, calmo y silencioso, y un manto de ramas ocultaba el cielo de mediodía.

En el lugar más elevado del bosque, junto a los árboles más viejos y más altos, una enorme cornisa de granito liso asomaba de la ladera como la joroba de una ballena gigantesca. Christine se subió al borde más grueso de la curvada cresta, donde siempre se figuraba que estaba el orificio nasal de la ballena, y se sentó. Hacia el oeste veía Comburg, el Castillo del Grial, una abadía medieval rodeada por altos muros y enclavada en la siguiente serie de colinas pintadas con los colores del otoño, como un palacio de cuento de hadas. Sintió alivio al ver que aún seguía en pie y de pronto, como un relámpago, se le ocurrió una idea. ¿Podrían llenarse de judíos escondidos las dependencias, los túneles y los secretos aposentos del antiguo monasterio? «Debería haberlo pensado», se dijo. «Debería haberle dicho a Isaac que llevara a su familia allí. Debería haber hecho algo, cualquier cosa, en vez de limitarme a esperar a ver qué ocurría».

Desde allí arriba el pueblo parecía estar igual, aunque Christine sabía que no era así. Los niños apenas jugaban ya en las empedradas callejuelas o en las aceras. Soldados, tanques y motocicletas cruzaban con gran estruendo las calles. Faltaban casas enteras, que habían quedado reducidas a escombros. La gente desaparecía tras una llamada a la puerta en mitad de la noche. Se preguntó cuántas personas se ocultarían debajo de las escaleras y detrás de los roperos, o dentro de habitaciones secretas y túneles normalmente empleados para conservar las verduras. Pero desde aquel alto lugar Christine no veía nada de aquello, lo único que veía era la aguja de la iglesia que estaba frente a su casa y el mar de tejados con tejas de barro color naranja.

Casi podía imaginar que nada había cambiado, pero lo que sus ojos reconocían como un paisaje familiar y lo que sentía en lo hondo del corazón y del alma eran dos cosas muy distintas. Inspiró hondo, tratando de aspirar el perfume de los pinos y el aire fresco, que antes le levantaba el ánimo y la hacía sentirse tan viva, pero no surtió efecto. Se quedó allí viendo sin sentir, existiendo sin vivir. Cerró los ojos e intentó imaginarse el rostro de Isaac.

En ese momento el sol salió de detrás de una nube y le calentó la frente y las mejillas. Christine dio gracias por sentir algo, lo que fuera, incluso un simple cambio de temperatura. Sólo se oía el sonido de las ardillas y los pájaros, y el viento susurrando por las copas de los pinos: un suave murmullo parecido a un arrastrar de pies que sonaba como un rumor de olas lejanas, como si el océano estuviera al otro lado de la colina. Pero al momento Christine abrió los ojos, se puso derecha y ladeó la cabeza para escuchar con atención. El ruido, bajo al principio, aumentaba de volumen cada vez más. Su corazón empezó a acelerarse, y el conocido sabor a cobre del miedo le subió por la garganta. Aquel era el inconfundible lamento de la sirena antiaérea que llegaba del pueblo. Se quedó completamente inmóvil, sin saber qué hacer. Apenas pasados unos minutos, el monótono rugido de los aeroplanos que se acercaban llenó sus oídos. Se puso atropelladamente de pie. Los aviones estaban encima de los árboles, detrás de ella, y se imaginó que la mataban a tiros y caía por la ladera, chocando con los árboles de abajo en medio de una lluvia de balas y madera hecha astillas. Volvió corriendo al amparo de las ramas y se escondió detrás de un gran abeto. Las siluetas de centenares de bombarderos llenaban el cielo, volando sobre su cabeza en formación de ataque, como una enorme bandada de libélulas prehistóricas dispuestas en capas.

Cada vez aparecían más. Los árboles y la tierra temblaban. Horrorizada, Christine vio cómo el primer avión soltaba la mortífera bengala sobre la base aérea, y cómo el fuerte viento la hacía retroceder hasta el pueblo. En cuestión de segundos las plateadas monedas de centenares de bombas brillaban al sol de la tarde mientras caían sobre tejados y chapiteles como casquillos de bala usados de la recámara de un arma automática. Se le ocurrió que tal vez las bombas fueran producto de su imaginación, porque no oía su silbido al atravesar el aire. Entonces recordó que alguien le había dicho que sólo se oía el estridente sonido si las bombas estaban encima. Aquí Christine estaba casi a la misma altura que los aeroplanos y veía sus hinchadas panzas dar a luz su mortal carga explosiva. De pronto se acordó de la historia que el sobrino de Herr Weiler había contado en el refugio sobre el ataque a Hamburgo, y el cuerpo se le quedó rígido. Tal vez fueran otro tipo de bombas, tal vez por eso no las oía, tal vez fueran de aquellas bombas que derretían los edificios de piedra y convertían a los humanos en cenizas.

Abrazó fuerte el tronco del árbol como si fuera a quedarse sin tierra bajo los pies, esperando la primera explosión. El hueco y sordo golpeteo de las detonaciones vibró en sus plantas, y los estallidos la hicieron sobresaltarse. Sucesivas reverberaciones fueron resonando por el valle mientras su pueblo desaparecía tras unas negras paredes de fuego y humo. Ahora las bombas que caían pesadamente desaparecían a mitad de bajada; sus plateados destellos se los tragaban aquellas agitadas nubes de destrucción, que subían cada vez más alto. Las piernas de Christine parecían de agua a punto de derramarse por el suelo. Cuando la primera línea de aviones dio la vuelta en el cielo y se alejó volando, la siguiente escuadrilla atacó la base aérea. Al ver aparecer una tercera hilera de aviones que lanzó más bombas sobre el pueblo, Christine se quedó sin fuerzas; se desplomó hasta quedarse arrodillada y se sujetó al árbol para sostenerse.

Durante horas, o al menos eso le pareció a ella, la joven vio caer bombas con la mirada fija, incapaz de reaccionar, mientras el valle se llenaba de llamas y de humo. El chamuscado olor de las casas que ardían le produjo náuseas. Le dieron arcadas, y su estómago vacío hizo que la bilis le subiera por el fondo de la garganta. Finalmente, los aviones desaparecieron y el crepitar del fuego y los gritos lejanos sustituyeron al retumbante rugir.

Aturdida y mareada, Christine apartó con esfuerzo las manos del árbol y emprendió el camino de regreso, dando traspiés colina abajo. Las ramas y los espinos le arañaban los brazos al chocar con la maleza, pues no iba por el camino de siempre, sino en línea recta. Sus brazos y sus piernas parecían no tener conexión con su cerebro; era como la patilarga muñeca de trapo que llevaba a todas partes siendo niña, cuya cara no era más que una tela lisa. De algún modo la mente, sumida aún en un vértigo de terror, le mandaba al pasmado cuerpo de trapo que la llevara de vuelta a casa.

Media hora después, Christine entraba en el pueblo lleno de fuego y humo, con las piernas temblonas, el pecho palpitante y la cara cubierta de tierra y sudor. El carbonizado hedor de los edificios ardiendo y el olor ácido y dulzón a carne humana quemada le provocó arcadas. Se puso una mano sobre la boca y echó a correr, obligada a desviarse para rodear calles llenas de llamas y edificios derrumbados. Había gente que corría, gente que llamaba a sus seres queridos y que escarbaba en los montones de escombros con las manos. Algunos vecinos, paralizados, mascullaban con la mirada fija mientras hilos de sangre les manaban del pelo o les caían por los brazos o las piernas, con la ropa chamuscada y desgarrada. Niños sin zapatos deambulaban por las calles con la cara cubierta de hollín, donde el blanco de los ojos brillaba como si fueran luminosas lunas. Un hombre con el rostro escaldado y los brazos quemados alargó la mano para agarrar a Christine, que estuvo a punto de caerse al intentar esquivar su abrazo.

Por fin Christine encontró la esquina de la Schellergasse Strasse y se detuvo. Una densa pared de humo de un negro parduzco llenaba la calle, y sólo se veía hasta mitad de la cuesta. A pesar del calor que llegaba del pueblo en llamas, Christine estaba tiritando, y el helado puño del terror le hacía difícil poner un pie delante del otro. Se quitó el delantal, lo dobló entre las manos y se tapó con él la nariz y la boca. Luego siguió adelante, evitando tejas esparcidas, ladrillos rotos, vigas quemadas y vidrios hechos pedazos. Un gato salió como un rayo del humo y cruzó chillando por delante de ella, con el pelaje chamuscado y humeante. A su izquierda, el humo comenzaba a disiparse al fin dejando ver la fachada de la iglesia; su aguja era un montón de escombros y rescoldos en el césped delantero, y por dos vidrieras asomaban llamas. Entonces Christine vio el establo del vecino, desplomado y ardiendo. El viento se llevaba el humo en dirección contraria, y el aire de la calle empezó a despejarse. Un telón se levantaba. Christine contuvo el aliento, esperando a ver qué horror se le revelaría. Por fin lanzó un grito. Su casa seguía en pie. Los cristales de las ventanas delanteras se habían roto y los ciruelos tenían las ramas más altas quemadas y resecas, pero el tejado estaba intacto y las paredes no parecían haber sufrido daños. Sintió que le caían lágrimas por las mejillas y, corriendo, subió el resto de la cuesta, entró por la puerta abierta de la casa y subió la escalera.

—¿Mutti? ¿Oma? ¿Maria? —gritó, cruzando a toda velocidad los pasillos.

Nadie respondió. Entonces volvió a bajar deprisa, salió y vio a Oma de pie cerca de la leñera, llorando y agarrándose el brazo. El aliento de Christine se le enganchó en la garganta. Oma estaba demasiado cerca del establo que ardía, y su menudo cuerpo se recortaba en un alto muro de llamas color naranja; tenía la piel de la muñeca y la mano derecha en carne viva y cubierta de ampollas.

—¡Quítate de ahí! —le dijo Christine a gritos por encima del crepitar y el silbido del fuego, y la condujo hacia el otro lado de la casa—. ¿Dónde están todos?

—Maria ha llevado a los niños a la tienda —respondió Oma con voz monótona, sin apartar ni un momento los ojos del establo—. Se marchó antes de que sonara la sirena. No sé dónde está tu madre. Creo que fue a buscarte.

Christine sintió una opresión en el pecho. Si le había ocurrido algo a su madre porque ella no había vuelto de recoger manzanas cuando debía, su conciencia no la dejaría vivir tranquila.

—¿Dónde está Opa? —preguntó, al tiempo que examinaba el brazo herido de Oma.

—Allí dentro. —Oma señaló el incendio—. Trató de apagar las llamas porque temía que se nos quemase la leñera, pero la pared del establo se le cayó encima.

Con el estómago revuelto, Christine miró la construcción que ardía. Para entonces ya se había presentado un grupo de las Juventudes Hitlerianas y había formado una cadena de cubos de agua para terminar de sofocar las llamas más próximas a la leñera. Christine abrazó a Oma, parpadeando para contener las lágrimas.

—Lo siento muchísimo —le dijo al oído.

En ese preciso instante Mutti acudía corriendo hacia ellos por la calle llena de humo; tenía las manos y las piernas cubiertas de hollín, y un hilo de sangre le goteaba de la frente. Christine se sintió desfallecer de alivio.

—¿Estáis todos bien? —chilló Mutti, con la cara desencajada de miedo.

—No sabemos dónde están Maria y los niños —le respondió Christine gritando. Luego le puso una mano en el brazo, preparada para sostenerla cuando le diera la noticia—. Lo siento, Mutti —le dijo—. Opa ha muerto.

Por un momento no estuvo segura de lo que su madre iba a hacer. ¿Gritaría, se derrumbaría y se echaría a llorar, caería de rodillas, se quedaría conmocionada? Christine contuvo el aliento, esperando a que asimilara las palabras. Durante lo que pareció una eternidad, Mutti clavó la mirada en ellas, con la cara convertida en un espacio en blanco. Luego, poco a poco, sus llorosos ojos cambiaron de expresión. Inspiró hondo, apretó los labios, decidida, y respondió:

—Voy al refugio a buscar a Maria y a los niños. Quédate con Oma.

Antes de que Christine pudiera protestar, Mutti se alejó deprisa por la calle. Christine llevó a Oma adentro, la hizo tenderse en el sofá de la sala y la tapó con una manta. Ninguna de las dos habló mientras Christine le lavaba cuidadosamente el brazo quemado y se lo vendaba con un paño limpio. Oma apretó los labios y cerró los ojos, negándose a quejarse aunque debía de dolerle. Christine trató de mantener el pulso firme, procurando no hacer caso a los sonidos de los edificios que se caían, la gente que chillaba y gritaba y el metálico estrépito del coche de bomberos, tirado por caballos, de las Juventudes Hitlerianas, cuyo campanilleo, anuncio de falsas esperanzas, sonaba por encima del caos general.

Cuando la casa se llenó de humo y del sulfúrico olor del pueblo en llamas, Christine abrió las ventanas traseras y las puertas de las habitaciones para crear una corriente de aire. Luego se subió a una silla de la cocina, cogió la botella de Schnaps de ciruela de Vater, que estaba escondida en la parte de atrás de un alto armario, y se tomó un largo trago, intentando no toser cuando el alcohol le quemó la garganta. Después llevó la botella a la sala y convenció a Oma de que se incorporase y bebiese dos dedales enteros del líquido transparente, el único medicamento que tenían para aliviarle el dolor. Tras guardar la botella, Christine barrió del suelo los terrones de barro y las esquirlas de vidrio caídas de las ventanas, limpió la capa de cenizas que cubría la mesa y, por último, puso una silla junto al sofá para sentarse al lado de Oma.

—Más vale que te limpies esos arañazos de los brazos —dijo Oma.

—Chitón… No te preocupes por mí —contestó Christine, acariciándole la mejilla—. Intenta descansar.

Oma se volvió a mirarla con sus ojos azules empañados; los finos y arrugados labios le temblaban mientras trataba de contener las lágrimas. Christine pensó que no soportaría verla llorar, y se sintió aliviada cuando la agotada anciana cerró los ojos y se quedó dormida.

Una brisa cada vez más fuerte despejó casi todo el humo de la habitación. Christine cerró las ventanas de la parte trasera de la casa y la puerta de la sala, y colgó mantas en las rotas ventanas delanteras. En la sala casi a oscuras le dio al interruptor de una lámpara. No ocurrió nada. Probó con otra, pero obtuvo la misma respuesta. Entonces fue a tientas a la cocina, buscó el candil, lo encendió y volvió deprisa a la sala; lo puso en medio de la mesa y se sentó de nuevo junto a Oma. Ya no había nada más que hacer, salvo esperar.

Por fin Mutti regresó con Maria, Karl y Heinrich en una explosión de voces agitadas y ropa muy sucia, que olía como el interior de un fogón lleno de basura. Maria lloraba con el pelo alborotado y los ojos hinchados. Karl y Heinrich se sentaron lloriqueando en el extremo del sofá; en sus caras los tiznones de hollín se mezclaban con las lágrimas.

—No estábamos cerca de nuestro refugio cuando empezaron a sonar las sirenas —explicó Maria entre sollozos—. Fuimos a uno distinto. ¡No me dio tiempo de volver a por Oma y Opa! ¡Tenía que cuidar de los niños!

—No te preocupes —dijo Mutti—. ¿Quién sabe lo que os habría ocurrido si no hubierais llegado a un refugio a tiempo?

—Iba a dejar allí a los niños y a volver aquí —continuó Maria, llorando—. ¡Pero el refugio empezó a llenarse de humo, y me dio demasiado miedo salir!

—Hiciste lo correcto —intervino Oma—. Podían haberte matado y entonces, ¿qué habríamos hecho nosotras? Vuestro Opa tuvo una vida buena y larga. La habría dado por cualquiera de vosotros.

Christine clavó la mirada en su traumatizada y desconsolada familia; apenas entendía qué había sido de su vida. Ella vivía en un temor constante de que las bombas cayeran sobre la casa mientras dormía, pero mientras tanto la guerra se había llevado a su padre, los nazis se habían llevado a Isaac y ahora un enemigo oculto había matado a Opa; un enemigo que lanzaba fuego y muerte desde los cielos. Se levantó y se dirigió a la cocina.

—¿Adónde vas? —le preguntó Mutti.

—Nos vendrá bien comer y beber algo —contestó Christine. Le dio la espalda para que su madre no viera que estaba a punto de venirse abajo—. Haré un poco de té y cortaré pan.

—Te ayudo —dijo Mutti, poniéndose de pie.

—Quédate aquí —respondió Christine—. Te necesitan.

En la cocina, Christine cerró la puerta y fue hasta el fregadero. Allí se refrescó la cara y clavó la mirada en la blanca porcelana, dejando que el agua fría recorriera por la frente y le goteara por la barbilla. Entonces cometió el error de lamerse los labios, y la boca se le llenó del sabor a humo y cenizas. Le dieron arcadas y escupió en el fregadero muchas veces, cogiendo agua del grifo con la mano y enjuagándose la boca sin cesar.

Cuando por fin se le fue el penetrante regusto a muerte, empapó un paño y lo retorció una y otra vez, escurriéndolo tan fuerte que le dolían las manos. Parecía hielo al contacto con su caliente piel, y le entumeció la quemazón de los ensangrentados arañazos que tenía en los brazos y las piernas. Después se mordió el labio, echó el paño en el fregadero y se agarró al borde de la encimera, intentando luchar contra la pena y el pánico. Pero era inútil, estaba ahogándose y no veía el fondo. Entonces se soltó y se metió en un rincón, encogiéndose entre la pared y los armarios como un gatito asustado. Los hombres de su vida habían desaparecido, y ahora no podía evitar preguntarse si los aliados lograrían su objetivo de borrar Alemania de la faz de la tierra. Era lógico pensar que Heinrich y Karl, y por último ella misma, Maria, Mutti y Oma, fueran los siguientes.