Capítulo 14

A mediados de septiembre la radio anunció que se había detenido a millares de ciudadanos del sur de Alemania para preservar la seguridad pública y como sospechosos de actividades hostiles al Estado. El lugar de destino de estos criminales era Dachau. Opa comentó que, con todos los criminales que habían detenido los nazis, probablemente Dachau estuviera más poblada que Stuttgart.

A la mañana siguiente a Christine se le aceleró el corazón al darse cuenta de que en la cola del racionamiento no había nadie con una estrella amarilla. Los judíos habían desaparecido.

—¿Sabe usted algo? —le susurró a Frau Unger.

—Nada con seguridad —le respondió Frau Unger cuchicheando—. Pero vi a los Klein salir de su casa en mitad de la noche con las maletas. Fueron a buscarlos en un Mercedes negro. Y cuando pasé esta mañana por delante de la casa de los Leibermann, la pequeña Esther descorrió la cortina para verme pasar. Ella y Frau Leibermann casi siempre están ya en la cola cuando yo llego. Algo está pasando.

Allí mismo y en ese preciso instante, Christine tomó la decisión de ir a casa de los Bauerman después de recoger las raciones de su familia. Si las sirenas empezaban a sonar, o si aparecía el Tiefflieger, no sabría adónde ir, pero no le importaba. Si la casa estaba vacía, le quedaría la pequeña esperanza de que ya se hubieran marchado y de que Isaac estuviera a salvo. Por otra parte, si le parecía que los Bauerman aún vivían allí, llamaría a la puerta. Si Isaac estaba allí, quería verlo. Ya no soportaba aquella situación.

Más tarde, mientras caminaba hacia la otra parte de la ciudad, se le ocurrió pensar que tal vez de la casa de Isaac sólo quedara un montón de ruinas. Al imaginárselo, la respiración fue volviéndosele más superficial a cada paso. Junto con las zonas del pueblo elegidas al azar que los bombardeos habían reducido a escombros, pasó al lado de casas intactas que estaban vacías y descuidadas; las aceras de delante estaban cubiertas de tierra y hojas, y tenían las cortinas corridas y los maceteros llenos de hierbajos. Algunas personas se habían marchado por su cuenta, pero ahora Christine se preguntó si no serían ciertos los rumores de que la Gestapo se había llevado a familias enteras. Se figuró las habitaciones vacías, resonando con los recuerdos de los hijos, madres, padres y abuelos cuyas vidas se habían visto cambiadas para siempre o interrumpidas.

En lugar de rodear la manzana cuatro veces como había hecho antes, Christine subió los escalones de piedra y se quedó ante la puerta principal de la casa de Isaac, con el corazón latiéndole fuerte en el pecho y la garganta reseca. Cruzadas sobre parte de la entrada principal y en una ventana había manchas, restos de pintura amarilla. Aún pudo descifrar lo que se había escrito: «Juden».

Llamó a la puerta suavemente al principio, luego más fuerte cuando nadie acudió. «Me iré justo después de ver a Isaac», pensó, al tiempo que se pasaba el pulgar y el índice por la trenza, arriba y abajo. Por fin el pomo giró y la puerta se abrió muy lentamente. Una porción de pálida mejilla se hizo visible, y un ojo castaño echó una ojeada por la oscura rendija.

—¿Christine? —Era Frau Bauerman—. ¿Qué haces aquí?

—¡Tengo que ver a Isaac!

—No está. ¡Más vale que te marches!

Bitte! —le rogó Christine—. ¡Déjeme entrar, sólo un momento!

Más asustada allí fuera en los escalones de lo que estaría dentro, Christine decidió pasar a la acción y empujó el pomo. De repente la puerta se abrió, alguien la agarró por el brazo y la metió de un tirón. Era Isaac.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, al tiempo que cerraba de un portazo—. ¡Si te pillan, te detendrán!

—¡Tenía que verte! —respondió Christine, intentando recuperar el aliento.

De pronto se quedó paralizada en mitad del vestíbulo y echó una mirada alrededor, sorprendida por los cambios que había experimentado la casa desde la última vez que había estado allí. De las ventanas y en los vanos de las puertas colgaban unas andrajosas mantas que dejaban las habitaciones oscuras y tenebrosas como el interior de una caverna. El tenue resplandor amarillo de unos candiles iluminaba el vestíbulo y la zona de estar, pero el final del pasillo y lo alto de la escalera estaban ocultos en las sombras. Más allá del amplio arco de la izquierda, en los suelos de mármol no había nada; sólo dos colchones de paja junto a una vieja hornilla y un montón de leña menuda, que consistía en ramas, trapos y desparejadas patas de muebles. Al lado de la hornilla había una inclinada mesa, hecha con una puerta vieja y unos cajones, y cuatro sillas deshermanadas que alguien había reforzado y arreglado con bramante y trozos de madera. Construidos con recortes de madera, ladrillos y bastos maderos, una hilera de toscos estantes contenía cabos de vela, desconchados platos llanos y una colección de ollas y sartenes abolladas. ¿Cómo era posible que los Bauerman vivieran en semejantes condiciones?

Isaac y su madre estaban uno junto al otro, con sus pálidos y delgados rostros flotando por encima de los oscuros abrigos y la amarilla estrella de David cosida a las solapas. Nina parecía haber envejecido veinte años; tenía unas marcadas ojeras y el canoso pelo peinado hacia atrás en una enmarañada y apelmazada trenza. A Isaac le había crecido el cabello varios centímetros desde la última vez que Christine lo había visto; se le rizaba tras las orejas, y lo llevaba alisado hacia atrás bajo el sombrero de fieltro gris. Pero, aunque estaba más delgado y tenía los ojos ensombrecidos de preocupación, Christine casi no pudo soportar la visión de su hermosa cara. Al verlo fue como si el peso muerto de todas las emociones que llevaba años aguantando, pena, cólera, impotencia y miedo, le atravesara el pecho de repente hasta salirle por la caja torácica, arrebatándole el aliento de los pulmones y tratando de arrancarle las palpitantes cavidades del corazón. Dio un paso hacia él, esforzándose por no correr a abrazarlo, y entonces se fijó en las cuatro maletas que aguardaban junto a la puerta principal.

—¿Se marchan ustedes? —le preguntó.

En ese momento Herr Bauerman y Gabriella aparecieron al final del pasillo; la vela que Gabriella llevaba iluminaba sus tensos rostros y las estrellas amarillas de sus abrigos. Cuando la niña vio a Christine, le dio la vela a su padre, cruzó corriendo la habitación y le echó los brazos a la cintura. Herr Bauerman apagó de un soplo la llama y se sentó en la escalera con la cabeza gacha. Christine le frotó los hombros a Gabriella y le acarició la cabeza, la chiquilla estaba temblando.

—Van a deportarnos —dijo Frau Bauerman.

—¿A deportarlos? —preguntó Christine, y una oleada de pánico le subió por la garganta—. ¿Adónde?

—No lo sabemos —contestó Isaac—. Vienen a por nosotros hoy, más vale que te vayas.

Christine sintió que le brotaban lágrimas de los ojos.

—¡Ven conmigo! —le suplicó—. Quitaremos la estrella. Les diremos a todos que eres mi primo.

Nein —respondió Isaac, al tiempo que iba hacia ella—. Tienen nuestros nombres. No saldrá bien. No deberías haber venido.

Desenredó los brazos de Gabriella de su cintura y, suavemente, empujó a Christine hacia la puerta con gesto serio. Ella intentó cogerle las manos tratando de sujetarlas, tratando de que Isaac dejara de echarla a un lado, pero el joven las apartaba de un tirón como si Christine sufriera una grave enfermedad. Cada uno de los esquivos gestos de Isaac abría un enorme agujero en el corazón de la muchacha.

Bitte, déjame ayudarte —le pidió con voz temblorosa—. Ven a mi casa y escóndete. No dejes que se te lleven así, sin más.

—No nos pasará nada —respondió él sin dejar de hacerla retroceder—. Sólo será por poco tiempo. Van a ponernos a trabajar en una fábrica de municiones. Tú y yo nos veremos cuando esto se acabe, ¿recuerdas? Ahora mismo tu familia te necesita, y mi familia me necesita a mí. Si no hacemos lo que nos dicen, nuestras posibilidades de sobrevivir serán todavía más escasas. Vuelve a casa y no corras riesgos.

Habían llegado a la puerta, y Christine estaba apoyada en ella, negando con la cabeza mientras las lágrimas le corrían por la cara. Por su parte, Isaac se miraba los zapatos, miraba a su madre, a la pared, a todos lados menos a los ojos de la muchacha. Pero de pronto la tomó en sus brazos, le apretó los hombros con sus fuertes músculos y escondió el rostro en su cuello. Inspiró un hondo y tembloroso aliento, soltó despacio el aire y la tuvo abrazada mucho tiempo.

—Sigo amándote —le susurró al oído—. Siempre te amaré.

Entonces la soltó y se apartó. Christine se sintió flaquear, como si Isaac le hubiera robado la fuerza del cuerpo. Se acercó a él con los brazos extendidos, deseando que la abrazara de nuevo… pero en vez de eso, él la agarró por el brazo, abrió la entrada principal y la echó de un empujón a los escalones. Luego cerró la puerta.

Christine se dio la vuelta y aporreó la puerta con los puños, pero fue inútil, Isaac no quiso dejarla entrar. En ese preciso instante el chirrido y el retumbar de un motor que doblaba la esquina al final de la calle la hizo volverse. Un camión militar con cubierta de lona se dirigía hacia ella, y los estribos estaban llenos de soldados de las SS con metralletas. Christine se apresuró a bajar los escalones y luego corrió por la acera, con la vista enturbiada por las lágrimas. A dos manzanas de distancia aflojó el paso y se puso a andar, incapaz de recobrar el aliento.

Al ver que otro camión militar lleno de soldados avanzaba por la calle empedrada hacia ella, se secó la cara y siguió andando, temerosa de que redujeran la velocidad o se detuvieran si la veían llorar. Sin apartar la vista de la acera, se metió por la siguiente calle a la izquierda, dobló a toda prisa la esquina de una casa de piedra y chocó con un Hauptscharführer, un subteniente de las SS. Era como una pared negra, y la calavera con las tibias cruzadas y las plateadas runas que ostentaba en el negro cuello de la guerrera brillaban al sol. Christine dio un traspié hacia atrás y él le agarró la muñeca, dispuesto a llegar a las manos, pero al darse cuenta de que era una chica quien había tropezado con él, aflojó su agarrón y sonrió. Christine lo miró con la cabeza embotada; los latidos del corazón le vibraban en las sienes.

—Pequeña Fräulein —le dijo el de las SS—, ¿a qué viene tanta prisa?

—Eeeh… perdone, Herr Hauptscharführer —respondió Christine, intentando no alterar la voz—. Siento haber chocado con usted.

En un gesto automático, levantó el brazo y empezó a decir el saludo obligatorio, pero él la interrumpió tocándole el codo con una enguantada palma. La miró con ojos azul acero, moviendo la angulosa mandíbula mientras le echaba un vistazo. Junto a él, un gordo Untersturmführer, alférez de las SS, le dirigió a Christine una sonrisa de gruesos labios y dientes grises y torcidos.

—¿Pasa algo? —preguntó el Hauptscharführer—. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarla?

Nichts, Herr Hauptscharführer, señor —contestó Christine—. Danke, estoy bien.

—Una bonita muchacha alemana como usted no debería estar llorando.

—Perdone, pero tengo que ir a casa —repuso ella, rodeándolos—. Mi madre me espera.

Durante una fracción de segundo le pareció que uno de ellos alargaba la mano para cogerle el brazo, pero Christine avanzaba ya, escapándose por la acera.

Fräulein? —la llamó el gordo Untersturmführer en tono cantarín.

Christine aflojó el paso sin dejar de andar, pero entonces él chilló: «Fräulein!», y esta vez Christine se detuvo.

—Venga aquí, bitte —le ordenó el Untersturmführer.

Christine se cogió las manos bajo la cintura y dio la vuelta; luego retrocedió despacio hasta donde estaban los dos militares, con el corazón latiéndole fuerte en el pecho.

Herr Unterstrurmführer? —dijo.

—Dígame, Fräulein —respondió él con los brazos a la espalda—, ¿cómo se llama usted?

—Christine.

Tras mirar al oficial alto y sonreír, como si aquel nombre fuese una broma entre ellos, el Untersturmführer extendió la mano y rozó los botones del abrigo de la joven.

—¿Y tiene usted novio, Christine? —le preguntó.

Ja.

—Bueno, pues no sé si está al tanto de esto, pero en las SS necesitamos mujeres alemanas fuertes y hermosas como usted para que tengan a nuestros niños. ¿No está informada? Es su sagrada obligación extender la raza aria.

Ja —contestó Christine, sacando a la fuerza las palabras de su tensa garganta—. El Führer ya me lo dijo.

El gordo Untersturmführer echó atrás la cabeza y rompió a reír.

—¡El Führer ya se lo dijo! —exclamó a gritos, mientras el vientre le rebotaba. Le dio un codazo al otro oficial—. ¡El Führer ya se lo dijo! ¿Y qué más le dijo nuestro Führer, Fräulein? ¿Le ha contado su próxima estrategia para ganar la guerra?

Nein —respondió Christine—. Me dijo que debía hacer que nuestra patria se enorgulleciera de mí. Por eso mi novio y yo pensamos casarnos lo antes posible.

—Pero su novio es soldado de la Wehrmacht, ja?

Christine asintió con la cabeza.

El oficial gordo alzó la papada y se acarició los rayos gemelos de la solapa.

—Pero ¿ve usted esto? —le preguntó—. Yo soy de las SS. ¿Sabía que para estar en las SS es preciso acreditar que nuestro linaje alemán se remonta al siglo pasado? ¡A las mujeres que están con los de las SS las cuidamos! Hitler hasta les da medallas por tener hijos: bronce por tres, plata por cinco y oro por seis o más. ¡Cuando ganemos esta guerra, seremos la élite!

Se inclinó hacia delante y le olisqueó el cuello, metiéndose el olor de Christine en las narices como un oso hambriento olfatea un conejo dentro de un tronco hueco. Christine se quedó inmóvil, aunque las rodillas se le movían arriba y abajo y las piernas le temblaban.

—Tendrá usted todo lo que siempre haya deseado —insistió él, alargando la mano para acariciarle el pelo.

—Perdone, Herr Untersturmführer —dijo ella—, pero debo volver a casa enseguida. Mi madre no está bien y necesita que yo cuide de mis hermanitos y de mi hermana pequeña. Temo que tenga el tifus.

Al oír la palabra «tifus», el oficial dio un paso hacia atrás y se limpió la mano en la pernera de sus pantalones ajustados a la pantorrilla.

—Andando, pues —contestó.

Christine dio media vuelta y corrió sin mirar hacia atrás.

Fue a toda prisa el resto del camino, mientras la mente se le desbocaba intentando calcular qué podía hacer para ayudar a Isaac y a su familia. Frau Unger le había dicho que los Klein se habían marchado en plena noche. Tal vez fueran a esconderse. Tal vez ella pudiera averiguar adónde habían ido los Klein, y luego los Bauerman pudieran ir allí también. Si es que ya no era demasiado tarde. Si es que los camiones que había oído subir rugiendo por la calle no se los habían llevado. Hiciera lo que hiciese, no podía hacerlo sola. Aunque sabía que su madre se enfadaría con ella por ir a casa de los Bauerman, tenía que contarle lo que estaba ocurriendo.

Cuando llegó a su casa, entró precipitadamente en la cocina, donde su madre envasaba los últimos tomates para el invierno venidero con un manchado paño de cocina al hombro y las manos mojadas de zumo rojo.

—¡Mutti! —exclamó Christine, sin aliento—. He ido a casa de los Bauerman hoy…

Su madre levantó inmediatamente la cara. Antes de que Christine pudiera terminar la frase, soltó el cuchillo y se secó las manos en el paño mientras iba hacia ella.

—¿Por qué? —le respondió—. ¿En qué estabas pensando? ¿Sabes lo que te habría pasado si llegan a cogerte?

—Sé que era peligroso, pero necesitaba ver a Isaac. No iba a entrar, pero entré, y van a deportarlos. ¡Tenemos que hacer algo! ¡Están sentados allí, esperando a que lleguen los nazis a llevárselos!

—Lo siento —repuso Mutti, poniéndole las manos en los hombros—. Sé que quieres ayudarlos, pero nosotras no podemos hacer nada. Se han llevado a los judíos de todo el pueblo. No podemos detenerlos. Si lo intentáramos, se nos llevarían a nosotros también. Sé que sientes afecto por Isaac, y yo siento afecto por él y por su familia también. Pero me preocupáis más tú, y Maria, y Karl, y Heinrich. Mi deber es proteger a mi familia.

Christine se sintió desfallecer, de pronto su cuerpo parecía de plomo.

—¿Qué va a ocurrirles?

—No estoy segura —contestó Mutti—. He oído decir que van a un campo de trabajo.

—¿A Dachau?

—No sé. Espero que no.

—¿Por qué? —preguntó Christine con voz débil—. ¿Qué te han contado?

Mutti la miró directamente a los ojos, con la frente fruncida.

—Me he enterado de que la gente se muere en Dachau.

El negro espacio que había en el corazón de Christine se dilató con una dolorosa sacudida que la hizo marearse. Fue a la rinconera y se sentó.

—No creo que vayan allí —replicó, con la vista clavada en los botes de tomates alineados como soldados sobre la mesa—. Isaac dijo que iban a ponerlos a trabajar en una fábrica de municiones.

—Ojalá tenga razón —respondió Mutti—. Porque yo ya no sé qué creer. Los nazis nos dicen que estamos ganando la guerra y que pronto dominaremos el mundo, pero a mí no me interesa dominar el mundo. Yo sólo quiero que mi familia tenga comida suficiente y un techo para cobijarse. Sé que quieres salvar a Isaac y a su familia, pero ¿cómo? Ahora mismo tenemos que preocuparnos por nuestra familia. Si hacemos lo que nos dicen, no nos pasará nada.

—Eso es lo que Frau Bauerman decía también —susurró Christine. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Y ahora mira lo que les está pasando.