Capítulo 13

Durante el invierno, el miedo al Tiefflieger vació los campos de los hambrientos civiles que cavaban la dura tierra por si encontraban patatas, o que buscaban carbón por las vías del tren. Dentro del pueblo, la gente aún tenía que hacer colas para el racionamiento e ir a pie a las granjas a hacer trueques para conseguir mantequilla o huevos, aunque todos mantenían la vista puesta en el horizonte, listos para correr a esconderse a la primera señal de un avión.

La mayoría de los ataques de Tiefflieger tenían lugar en la base aérea, pero el día de Nochebuena un nuevo incidente de civiles ametrallados en la calle, al otro lado de la ciudad, desencadenó el nerviosismo general. Las Juventudes Hitlerianas se apostaron en los chapiteles y en los tejados más altos por todo el pueblo, y establecieron turnos para vigilar los cielos de día. Cada vez que se sabía que algún vecino del pueblo había resultado muerto, Christine pensaba en Isaac y rezaba para que estuviera bien.

La noche del 24 de enero de 1943 la Atlantiksender difundió la noticia de que, pese a la orden de Hitler de luchar hasta la muerte, el Sexto Ejército se había rendido a los rusos. Christine no estuvo segura de cómo interpretar la expresión del ajado rostro de su madre cuando el locutor dijo que, antes de que los atraparan, millares de soldados alemanes se habían suicidado.

—Por lo menos han terminado de luchar —susurró Christine—. Quizá ahora Vater tenga más posibilidades de sobrevivir.

—Si es que un prisionero de guerra tiene alguna posibilidad —contestó Mutti, mientras sacaba un arrugado pañuelo del bolsillo del delantal y se sonaba la nariz—. Si es que aún está vivo.

—Pues claro que está vivo —repuso Christine, y volvió a preguntarse si no estaría diciendo aquellas palabras porque sabía que era lo que debía decir.

La situación se parecía a la del día anterior, cuando su madre había estado tranquilizándola respecto a Isaac. Pero ¿cuánto hacía que Christine no lo veía? ¿Años ya? Para ella era como si hubiera sido la semana anterior, y confiaba en que a él le pasara lo mismo. Aunque ya ni siquiera sabía si Isaac seguía estando en Alemania, por no hablar de si seguía vivo. Y cuanto más duraba esta insensata guerra, menos esperanzas tenía de volver a verlo. ¿Ocurriría eso con su padre? ¿Iba Christine a debatirse entre períodos contrapuestos de pena y optimismo, semana tras semana y mes tras mes, para acabar agotada y al final tener que darlo por perdido para siempre?

Para aumentar su inquietud, y por mucho que Christine la animaba a comer, desde que se enteraron de que al Sexto Ejército lo habían atrapado en Stalingrado, Mutti había perdido más peso. Antes le decía a Christine que la idea de comer mientras su marido estaba helándose y pasando hambre en el frente ruso, o tal vez muerto y olvidado bajo la nieve, hacía que se le revolviera el estómago. Ahora, desde la rendición del Sexto Ejército, Christine se preguntaba si la falta de apetito de Mutti no iría a empeorar.

Al cabo de unas cuantas semanas Christine descubrió lo flaca que estaba su madre en realidad bajo las capas de ropa de invierno. Como de costumbre, todos se habían bañado en la bañera metálica en la cocina antes que Mutti, porque, ahora que la leña estaba racionada y era ilegal calentar agua suficiente como para bañarse más de una vez por semana, Mutti siempre insistía en ser la última. Christine sabía que, además de querer dejarles a todos los demás el agua más caliente, su madre apreciaba los pocos minutos tranquilos de que disponía para quedarse en el baño. Pero aquel día lo que Christine tenía en la mano no podía esperar: había llegado carta de Vater. Subió corriendo la escalera y llamó a la puerta de la cocina, conteniendo las ganas de irrumpir de forma intempestiva.

—¿Qué pasa? —respondió Mutti en voz alta.

—¡Una carta de Vater! —gritó Christine con la boca pegada a la pintada puerta.

Oyó un fuerte chapoteo e imaginó a su madre irguiéndose de golpe en la bañera.

—Tráemela —contestó Mutti.

Christine abrió de un empujón la puerta y, al entrar en la cálida cocina, el aire le humedeció los brazos y el rostro; dos ollas de agua hervían en los fogones, llenando la habitación de vapor. Tardó un segundo en notarlo, pero enseguida se dio cuenta de que Mutti no había añadido más agua caliente a la bañera. Las ventanas estaban cerradas y el vaho se deslizaba por el vidrio en diminutos ríos, exactamente iguales que las lágrimas que corrían por la cara de su madre, pero el vapor de la habitación procedía de las ollas que estaban en la hornilla, no del agua de la bañera.

—Dame una toalla para que me seque las manos —le dijo Mutti con un temblor en la voz.

Estaba de cara a Christine, con las rodillas pegadas al pecho, el cabello recogido en lo alto de cabeza y unos cuantos mechones mojados pegados a las delgadas mejillas. Las líneas gemelas de las clavículas sobresalían por encima de las costillas, sus codos eran huesudas protuberancias y sus piernas, apoyadas en una silla, parecían dos husos.

Intentando no quedarse mirándola, Christine le pasó una toalla y después tocó la fría y opaca agua de la bañera.

—¡Esta agua está casi helada! —exclamó.

—Se me olvidó echar más cuando acabó Karl —respondió Mutti, alargando la mano para coger la carta.

Christine fue a la hornilla y cogió una de las humeantes ollas.

—¿Por qué no te has levantado a echar el agua caliente? —le contestó, incapaz de ocultar su enfado—. ¿Quieres ponerte mala?

Vertió el agua en la bañera con cuidado de evitar las piernas de su madre que mientras tanto, impaciente, abrió el sobre desgarrándolo.

—Es que iba a lavarme deprisa —respondió Mutti. Los dientes le castañeaban—. Además tengo ropa por lavar y así me ahorraba gastar más leña.

Tiritando, desdobló la carta con manos temblorosas. Christine cogió la segunda olla de agua caliente, la vació en la bañera y observó a su madre leer la carta en silencio. A cámara lenta, en el rostro de su madre apareció una expresión de pena, y Christine sintió un nudo en el estómago mientras esperaba a que la leyera en voz alta. Por fin, Mutti leyó:

Queridísimos Rose y familia:

Le pido a Dios que estéis bien. Pienso en la casa y en nuestros preciosos hijos a menudo, y estoy deseando que llegue el día en que pueda volver a veros a todos. El enemigo dispara desde el bosque cercano, y muchas veces me pregunto si esos hombres piensan en sus esposas e hijos día tras día, igual que yo. No sé qué aspecto tengo, pero los demás de mi unidad están muy mal: tienen las manos y las caras hechas una pura mancha de barba sin afeitar, barro y picaduras de insectos.

Ojalá hayáis pasado una Navidad tranquila. En el frente todas las navidades son tristes. En Nochebuena intentamos mantener la moral alta cantando canciones y contando chistes en torno al fuego. Después estuvimos relatándonos nuestros recuerdos preferidos de Navidad en la patria. Recordamos los pueblos cubiertos de nieve y las habitaciones llenas de risas y alegría. De vez en cuando un soldado se levantaba y se marchaba, y nos lo encontrábamos solo, llorando bajo la fría luna rusa.

La rutina de la vida diaria se vuelve insignificante comparada con esto. Aquí no tenemos más que la idea y el recuerdo de la familia y el hogar. Con eso lo soportamos todo. No os preocupéis, nada más puede ocurrirme. Quiero que sepáis cuánto os quiero a todos. Y, si está en mi mano, haré cuanto pueda por veros de nuevo.

Heil Hitler,

Dietrich

Mutti alzó la mirada hacia Christine con los ojos inundados de lágrimas.

—Se ha dado por vencido —susurró.

Nein —repuso Christine, cogiendo la carta—. Al final decía que hará todo lo posible por vernos de nuevo.

—Pero tantos hombres han muerto… —respondió Mutti.

—Sólo podemos esperar que la situación no sea tan mala como dice la radio —replicó Christine—. Seguro que el enemigo exagera. ¡Al menos sabemos que está vivo!

De pronto, inesperadamente, Mutti se animó.

—Hablaba de la Navidad —dijo—. Si las cosas están tan horribles, ¿cómo es que ha mandado una carta desde entonces?

—Exacto —contestó Christine—. ¿Ves?, es una buena noticia.

Christine volvió el sobre a un lado y miró el matasellos. 10 de enero de 1942. La carta era de hacía un año. Tragó el agrio regusto que le subía por el fondo de la garganta, volvió a meter la carta en el sobre y se la guardó en el bolsillo del delantal.

—Lo siento —respondió su madre—, tienes razón. La envió después de que los rusos los apresaran, de modo que eso quiere decir que les permiten mandar cartas. Y eso quiere decir que es probable que también estén dándoles comida y ropa.

—Justo —convino Christine, conteniendo las lágrimas.

Se dirigió a la mesa del desayuno y empezó a sacar los cubiertos del cajón. «Aunque la carta sea de hace un año», se dijo, «eso no significa que haya muerto. Pero ¿de qué serviría decírselo, sobre todo si eso significa que se negará a comer? Emborronaré la fecha con un trozo de carbón, y así ella no lo sabrá».

—Probablemente tenga más de comer que nosotros —comentó, esforzándose por no alterar la voz—. Bueno, y ahora que sabes que Vater está bien, ¿qué te parece si terminas tu baño y dejas que te prepare el almuerzo?

Ja —contestó su madre—. Vamos a celebrarlo. Diles a todos que vengan y abriremos el último tarro de mermelada de ciruela.

En febrero el Gobierno anunció por fin de forma oficial que el Sexto Ejército se había rendido. Se izaron banderas a media asta, y en las colas del racionamiento las mujeres lloraban. Al principio Christine creyó que se preocupaban por sus maridos que estaban en el frente ruso, pero luego se enteró de que estaban reclutando a todos los hombres de hasta sesenta y cinco años y a los chicos incluso de dieciséis para una división del ejército llamada la Volkssturm, recién formada y sin uniformar. A los niños de doce a quince años iban a enviarlos a manejar cañones antiaéreos en Frankfurt, Stuttgart y Berlín. Dio gracias a Dios de que sus hermanos aún fueran demasiado pequeños.

Al cabo de unas cuantas semanas los periódicos anunciaron que las tropas alemanas estaban consolidando sus posiciones y realineándose en el Frente Oriental, pero Opa dijo que en realidad eso quería decir que estaban retirándose y que Iván, es decir, el ejército ruso, se encaminaba hacia ellos. Herr Weiler lo había informado de que los Volksdeutsche, o habitantes de origen alemán, abandonaban sus hogares de Ucrania y Prusia, y ahora esos refugiados se dirigían hacia Alemania. Christine oyó por casualidad a Opa contarle a su madre que los soldados rusos se dedicaban a violar y matar brutalmente a mujeres y niños alemanes. Al principio no lo creyó pero cuando, con las cartillas de racionamiento, les repartieron unas octavillas que mostraban a soldados rusos de pie junto a los cuerpos de mujeres y niños alemanes muertos, Christine sintió que el frío temor de otra amenaza tomaba forma en su estómago. El mensaje era claro: esto es lo que les ocurrirá a nuestras mujeres y niños si no protegemos nuestra patria. Christine no se imaginaba qué sentido tenía distribuir las hojas de propaganda en el pueblo, porque no quedaba nadie para defenderlos; los hombres se habían marchado. Quemó las octavillas en el fogón para que sus hermanos no las vieran.

En mitad de la noche del primer día de marzo, con las prisas por bajar la escalera durante un ataque aéreo, Heinrich se cayó. A diferencia del antiguo y estoico Heinrich, fue cojeando y llorando todo el camino hasta el refugio, convencido de que se iba a morir. Sus heridas consistían únicamente en un codo magullado y unos rasguños en la rodilla, pero eso no hizo sino aumentar la sensación general de trauma que les producía salir huyendo a escape. Para colmo de males se vieron obligados a quedarse tres días metidos en el refugio, pues cada vez que creían que el ataque aérero había acabado por fin, las bombas comenzaban a caer de nuevo. Los arcones de patatas y los toneles de vino hacía mucho que estaban vacíos, y sólo unas cuantas personas, entre ellas la madre de Christine, tenían la previsión de llevar comida cuando las sirenas empezaban a sonar. Mutti siempre dejaba una bolsa que volvía a llenar cada vez junto a la puerta principal, y en esta ocasión contenía un bote de huevos en salmuera y un pan de centeno.

Los ocupantes del refugio juntaron todos los alimentos y dividieron el pan, la mermelada, los huevos, los arenques en bote, los trozos de queso de cabra y las manzanas pasas en minúsculas comidas para las más de treinta personas que se encontraban allí. Los hombres hicieron un agujero en la pared de cemento del refugio y excavaron un túnel hasta el exterior, por el que se arrastraba el muchacho más menudo para coger agua del riachuelo. Al final del tercer día, cuando por fin sonó el final de la alarma, salieron todos sucísimos y hambrientos, seguros de que el pueblo estaba reducido a escombros. Para sorpresa general, los alrededores del refugio seguían en pie.

Los meses siguientes pasaron con la repetida rutina de unos días dedicados a plantar el huerto, arrancar malas hierbas, ponerse en las colas del racionamiento, limpiar, ir a buscar comida y correr hacia el refugio antiaéreo. Christine empezaba a preguntarse cuánto tiempo aguantarían antes de perder el juicio. «¿Así va a ser el resto de mi vida?», se decía. «¿Cuánto puede vivir una persona temiendo la muerte hasta que ese temor resulte insoportable? ¿Cuánto tardaré en enterarme de si mi padre está vivo o muerto? ¿Cuánto tardará Isaac en renunciar a nuestra relación?». Cansada de sentirse impotente, decidió concederse hasta otoño, hasta el mismo día de finales de septiembre en que él la había besado por primera vez. Luego, pasara lo que pasase, iría de nuevo a casa de Isaac para ver si aún estaba allí.

A finales de julio volvían a encontrarse en el refugio, sudando en mitad de la noche mientras esperaban el final de la alarma. Había sido un verano caluroso, y dentro del almacén el aire estaba húmedo y cargado. Había una persona nueva en el refugio: un sobrino de Herr Weiler; un flaco soldado que había vuelto de la guerra sin un ojo y parte de la mano izquierda. Había llegado a Hessental desde Hamburgo, donde dos semanas antes su familia había muerto en un ataque aéreo. Todos se sentaron formando un semicírculo para escucharlo, en silencio y mirándose unos a otros con ojos preocupados.

—Edificios de pisos de ocho plantas, iglesias, museos, escuelas, tiendas, teatros y vehículos —dijo, mientras el sudor le brotaba en la frente—. Todo quemado bajo una lluvia de fuego. Lanzaron las bombas normales sobre los barrios más densamente poblados, Hamburgo, Billwerder, Ausschlag y Barmbek, para reventar los edificios; luego tiraron las bombas incendiarias. Al final, seis kilómetros cuadrados de la ciudad desaparecieron sin más. Yo estaba cruzando el puente sobre el Elba, de vuelta a casa después de haberme quedado hasta tarde con los amigos. Las bombas que lanzaban los aliados no se parecían a nada que yo hubiera visto nunca. Al explotar, los productos químicos se esparcían por todas partes, convirtiendo barrios enteros en un mar de fuego.

Bitte —intervino una mujer—, que lo oyen los niños.

El soldado compartió un cigarrillo liado con su tío, pasándoselo con los dedos que le quedaban en la mano izquierda, y el humo de acre olor le hizo entornar los ojos. Christine se acercó lentamente para oír mejor.

—Todos los fuegos se unieron, formando hogueras que se calentaron cada vez más y subieron con estruendo a una altura de centenares de metros, aspirando el aire de alrededor. De repente sonó un espantoso bramido, y la tormenta de fuego lo chupó todo, incluidas las personas que intentaban huir. El fuego volvía líquidas las piedras, y los pies de las personas quedaban atrapados en las calles que se derretían. Vi cuerpos ardiendo saltar al río, para inflamarse de nuevo cuando salían del agua arrastrándose. Vi mujeres que corrían con niños en brazos y de pronto se incendiaban, caían y ya no volvían a levantarse. Mis amigos y yo entramos rápidamente en un edificio y bajamos al sótano. Las personas que había dentro nos dijeron que por lo general distinguían qué clase de bombas estaban lanzando al escuchar los distintos sonidos que hacían: el susurro de una bandada de pájaros posándose eran las bombas incendiarias más pequeñas que caían juntas, agrupadas; un súbito chasquido, una bomba incendiaria; un fuerte chapaleo era una bomba llena de caucho líquido y benceno, pero jamás habían oído nada que se pareciera a aquellas.

—Entonces, ¿están empleando una nueva clase de bombas? —preguntó alguien.

—Eso es lo que ha dicho —contestó Herr Weiler.

—No me lo creo —intervino una mujer—. Está usted inventándoselo.

—Se lo aseguro —respondió el soldado—. No me lo invento.

—Entonces, ¿por qué no las han usado aquí?

—No lo sé —contestó el soldado—. Quizá sólo las usen en las grandes ciudades porque hay más personas. Quizá, después de ver lo terribles que eran, hayan decidido no volver a usarlas. Quizá fuese una prueba. Fue sólo hace dos semanas, así que tal vez estén fabricando más. ¡Yo no sé cuáles son sus estrategias!

—Ya he oído suficiente —dijo la mujer que lo había acusado de mentir.

Retrocedió hacia el fondo del almacén, y unas cuantas mujeres más la siguieron.

—Cuéntales lo que ocurrió después —le indicó Herr Weiler a su sobrino, devolviéndole el cigarrillo.

—Al cabo de un rato la temperatura del sótano empezó a subir. El aire se llenaba de humo. Oíamos edificios derrumbándose por todas partes. Decidí salir, aunque todos me dijeron que no me fuese. Abrí empujando la puerta del refugio y todo estaba rojo, como el interior de un horno. Un viento seco me soplaba en la cara, tan caliente que me quemaba la tráquea. El aire ardía, pero vi un camino despejado que volvía hasta el puente, así que eché a correr. A mitad de camino un muro de fuego se dirigía hacia donde yo estaba, de modo que me metí de cabeza en un refugio subterráneo y abrí con esfuerzo la puerta. El refugio estaba a rebosar de gente, y tendidos por todo el suelo había heridos que pedían agua a gritos. Entonces se oyó un bombazo y el refugio dio una sacudida de acá para allá. Una pared empezó a desplomarse, y por las grietas empezó a entrar fósforo líquido. La gente se puso histérica, y yo me di la vuelta y salí corriendo. No sé cómo, pero llegué a las afueras de la ciudad y me quedé allí, viéndola arder. Al día siguiente regresé para ver si mi familia aún vivía. Los supervivientes estaban quemando enormes pilas de cadáveres por las calles.

—¿Por qué hacían eso? —preguntó alguien.

—¿Qué otra cosa iban a hacer? —contestó Herr Weiler—. ¿Enterrarlos uno por uno?

—Tenían que quemarlos —afirmó un hombre— para evitar la propagación de enfermedades.

—Exactamente —repuso el soldado.

—Termina la historia —lo animó Herr Weiler.

—El edificio donde me había escondido yo había desaparecido. Las calles estaban llenas de cuerpos carbonizados, con las manos extendidas y las mandíbulas abiertas en gritos silenciosos. Algunos estaban tan quemados que era difícil saber si eran adultos o niños. La gente deambulaba con cubos y sacos, recogiendo trozos de cuerpos. Dentro de los sótanos encontraron cadáveres resecos, quemados o nada más que cenizas. A veces encontraban a las víctimas en fila en los bancos, apoyados unos en otros como si estuvieran dormidos, asfixiados porque los incendios habían sacado el aire de los refugios. Cuando me puse a buscar la casa de mis padres, ni siquiera sabía dónde me encontraba. Nada me resultaba familiar. —Se calló y agachó la cabeza. Al cabo de un instante carraspeó y alzó la vista con los ojos húmedos—. Entonces vi la esquina carbonizada de la biblioteca que había al final de mi manzana y fui hacia nuestro edificio. Pero no quedaba nada. No encontré a mis padres ni a mis hermanas. Ayer oí que se había visto arder Hamburgo a más de ciento ochenta kilómetros de distancia.

—¿Había una fábrica de armas allí? —preguntó alguien.

—En esa parte de la ciudad, no. No había ninguna base aérea, ninguna fábrica, nada militar.

—¿Crees que fue un error? —quiso saber Herr Weiler.

—No fue un error. Aquello duró tres horas, pero regresaron y volvieron a hacerlo dos noches después, y otra vez al cabo de otras tres noches. Calculan más de cuarenta y cinco mil muertos. En Hamburgo vivían millones de civiles, ahora tres cuartas partes de la ciudad se han borrado de la faz de la tierra.

Rodeándose con los brazos, Christine se apartó y fue hacia la parte posterior del refugio, mientras un bloque de hielo se le formaba en las entrañas. Maria y sus hermanitos dormían en un arcón de patatas vacío. Los adultos habían aprendido que si les daban a los niños tela o algodón para que se los metieran en los oídos, eso los ayudaba a relajarse, a veces tanto que hasta se dormían. Christine se preguntó si ya estaban acostumbrados a las explosiones, o si es que era más fácil hacer frente a la interminable garra del miedo durmiéndose, sin más; de ese modo, si una bomba entraba como una exhalación por el techo y los mataba a todos, ni se enterarían. El sueño era una huida, y deseó poder hacer como ellos. Entonces recordó que de vez en cuando, alguien llevaba Schnaps casero para que los niños tomaran unos sorbos y se tranquilizaran. En aquel preciso instante Christine deseó tener una botella entera, porque se la bebería toda hasta olvidar lo que acababa de oír.