Antes de finales de mayo los norteamericanos se habían sumado a los ingleses en la campaña de bombardeos; en consecuencia la sirena antiaérea aullaba durante el día también. Mientras florecían las lilas y los pájaros construían sus nidos en los árboles, la impotencia y el desánimo parecían haberse adueñado de todo el mundo. En las colas del racionamiento y por las calles la gente apenas hablaba, con los ojos hundidos por la inquietud y el hambre y con el rostro demacrado de sufrimiento. El miedo se había vuelto parte de su naturaleza, y eso se manifestaba en los encorvados hombros y el paso apresurado.
Durante el resto de la primavera y hasta bien avanzado el verano, los aviones de combate entraban y salían zumbando del valle con tanta regularidad como los trenes que llegaban y partían. Sin la sirena antiaérea que los avisaba, habría sido imposible que los vecinos del pueblo distinguieran entre aviones enemigos y la Luftwaffe.
Los abuelos de Christine querían creer que las bombas iban destinadas a la base aérea, pero cada ataque dejaba casas y tiendas en ruinas. En las zonas de la ciudad que no habían sufrido daños tras un ataque aéreo, la ropa lavada colgaba hecha jirones por la metralla, y árboles y huertos quedaban negros y carbonizados. En las afueras de la ciudad, los campos aparecían marcados con hoyos de cráteres, se veían árboles arrancados y quemados, y por los chamuscados pastos había ovejas y vacas muertas.
Karl y Heinrich se quejaban de dolores de oídos y por la noche se escondían bajo la cama de Heinrich, con los edredones de plumas sobre la cabeza y las piernas encogidas junto al pecho como bebés. La primera vez que Mutti entró en el cuarto y vio las camas vacías, salió corriendo al pasillo chillando, fuera de sí al pensar que los hubieran raptado o que hubieran huido. Cuando vio que los niños salían gateando de debajo de la cama, se sintió tan aliviada que cayó de rodillas entre sollozos.
Para finales de verano rara era la noche en que la sirena antiaérea no los sacaba de su sueño, sobresaltados. La mayoría de las noches el aviso sonaba dos o tres veces, en ocasiones más. Los niños estaban tan agotados que Mutti y Christine tenían que despertarlos a la fuerza y sacarlos a tirones de la cama para, medio en brazos medio a rastras, llevarlos por las oscuras calles. A Mutti le preocupaba cómo iban a levantarse a tiempo para la escuela cuando esta empezara, pero por entonces se anunció que la escuela seguiría cerrada hasta nuevo aviso, pues en sus edificios no había refugios antiaéreos.
Cuando comenzaron los ataques aéreos, al oír sonar las sirenas en la familia de Christine se vestía todo el mundo. Al cabo de unas cuantas semanas se limitaban a ponerse a toda prisa los abrigos sobre la ropa de dormir, pero a medida que el verano se convirtió en otoño y el número e intensidad de los ataques nocturnos aumentó, se acostaban vestidos y, a veces, hasta con los zapatos puestos. A pesar de las protestas de Christine, Mutti seguía siendo inflexible: los hijos tenían que adelantarse corriendo, mientras ella ayudaba a Oma y a Opa a bajar la cuesta, atravesar la callejuela y entrar en el refugio. Daba la impresión de que cada vez tardaban más en presentarse ante la puerta, sin aliento y desgreñados.
Con el tiempo Karl empezó a tenerle miedo a la propia sirena. Aunque fuese en pleno día, el primer ascendente lamento hacía que comenzara una aterrorizada búsqueda de su madre. Además, a estas alturas lo había despertado tantas veces de su inquieto sueño que empezó a oírla en sus pesadillas. Se dirigía al refugio antes de estar despierto del todo y, descalzo, bajaba la escalera dando traspiés. Dos veces en una semana Mutti llegó hasta él justo a tiempo de evitar que saliera por la puerta principal. A partir de entonces dejó que los niños durmieran en su cuarto para tranquilizarlos cuando echaban atrás las mantas, aterrorizados y dispuestos a lanzarse a correr.
Aunque Heinrich ya tenía nueve años, durante el día Mutti le mandaba quedarse en el huerto o en el jardín trasero con Karl para saber dónde estaban si las sirenas empezaban a sonar. Les permitía jugar a la pelota en la calle, pero sólo si no se movían de delante de la casa, donde ella pudiera verlos mirando por una ventana delantera. Heinrich le suplicaba a su madre que lo dejara correr con sus amigos, jugar a la guerra o ir a coger ranas en los cráteres de las bombas llenos de agua de lluvia, pero no había forma de convencerla. Y además Mutti no se andaba con rodeos a la hora de decirle a todo el mundo que las otras madres estaban locas al dejar que sus hijos corrieran sueltos por el pueblo ahora que estaban en guerra. El alcalde contribuyó a dar peso a sus argumentos cuando las Juventudes Hitlerianas repartieron unos avisos escritos que advertían sobre las bombas sin explotar, con órdenes de dar parte de cualquier objeto que resultara extraño.
Un soleado día de principios de septiembre las normas de su madre y la nota del alcalde ocupaban la mayor parte de los pensamientos de Christine mientras caminaba junto a Heinrich por una zona bombardeada, al otro extremo del pueblo. En tres manzanas y media sólo había paredes melladas, mitades de suelos colgados en el aire, resquebrajadas escaleras que no llevaban a ninguna parte y ventanas vacías. Se le revolvió el estómago al imaginarse los huesos carbonizados que habría en las ruinas y la ceniza. En la última casa de la manzana, los chamuscados restos de un visillo azul ondeaban en la brisa de una oscura ventana de la primera planta. Ordenó a Heinrich que caminara por el centro de la calle y siguiera andando, incapaz de apartar los ojos de las ruinas que ocupaban toda la acera como una hilera de cariados dientes negros.
Iban camino de la granja Klause, situada justo más allá del límite septentrional del pueblo, con el preciado tapiz austriaco de su madre enrollado en brazos como un enorme cigarro. Heinrich llevaba una punta y Christine la otra. Christine podía haber manejado la colgadura sola, pero Heinrich le había rogado a Mutti que le dejara acompañarla, gritando que estaba harto y cansado de estar encerrado en el jardín. Su hermana entendía cómo se sentía, pero ahora que iba con el niño, sus planes de pasarse por la casa de Isaac al volver se habían venido abajo.
A primera hora Mutti le había pedido a Christine que se subiera al sofá para ayudarla a descolgar el tapiz. Al principio Christine creyó que su madre pretendía ponerlo en el pasillo de la planta baja, con las dos maletas repletas de ropa extra, papeles importantes y las pocas pertenencias con valor sentimental que tenían, para que Christine y Maria los cogiesen cuando la sirena sonara. Se encaramó en el sofá y quitó de los clavos las presillas de las esquinas, aunque le pareció extraño que su madre quisiera cargar con un objeto tan incómodo en la huida al refugio. La reciente decisión de llevarse las maletas tenía lógica, pues el contenido sería lo único que les quedara si arrasaban la casa, pero cargar con el tapiz era demasiado complicado. ¿Quién lo acarrearía? Christine y Maria ya tenían de sobra con un hermano en una mano y una maleta en la otra, y Mutti tenía que ayudar a Oma y a Opa. Pero justo cuando Christine se disponía a sugerirle que quizá Herr Weiler le dejase guardarlo en el almacén, a su madre se le descompuso la cara.
—Frau Klause siempre ha comentado lo precioso que era.
—¿Qué ocurre? —preguntó Christine.
Al instante pensó en su padre; se preguntó si su madre se lo contaría enseguida a la familia, o si les ocultaría la mala noticia todo el tiempo que pudiera.
—Nada —respondió Mutti—. Si no me importa. Sólo es un objeto, una posesión material, nada más.
—Pero ¿por qué lloras? ¿Porque te hace pensar en Vater?
Mutti puso el enrollado tapiz sobre la mesa y miró a Christine.
—Necesitamos un gallo —contestó—. Hablé con Frau Klause ayer. Ella tiene tres.
—¿Vas a cambiar el tapiz por un gallo?
—Me quedan los recuerdos de mi luna de miel con tu padre. Esos no me los quita nadie.
—Pero tiene que haber otra cosa que podamos usar —repuso Christine—. ¿No querrá ciruelas o medio kilo de patatas?
Christine echó una mirada a su alrededor intentando encontrar algo que intercambiar, cualquier cosa que no fuera el tapiz de su madre. Pero, aparte del reloj de pared de su Ur-Ur Grossmutti, no había nada de valor.
—Frau Klause ya tiene un huerto y árboles frutales. Un adorno es un lujo. Sobreviviremos sin él. Es más importante que tengamos pollitos nuevos. Hemos de hacer planes pensando en lo peor, Christine. No puedo permitirme sentimentalismos.
Christine se ofreció a llevarle el tapiz a Frau Klause; en parte por ahorrarle a su madre el sufrimiento de darlo, en parte porque Karl se ponía malo de terror si su madre se marchaba un solo instante y en parte porque pensó que a la vuelta iría a la casa de Isaac. Ahora, al pasar por delante de las casas reducidas a cenizas y los montones medio fundidos de llaves, cubiertos, marcos de cuadros y demás efectos personales recuperados, dispuestos para que los recogieran las Juventudes Hitlerianas, deseó haber obligado a Heinrich a quedarse en casa también. Por el rabillo del ojo observó su pálida cara y sus ojos, muy abiertos.
—Estoy segura de que todo el mundo estaba en un refugio —le dijo.
—Ya lo sé —respondió Heinrich.
Por suerte, las casas y tiendas que había en lo que les quedaba de camino aún seguían en pie. Con la relativa tranquilidad del día, Christine casi se imaginó que no estaban en guerra. Recorrieron otras seis manzanas, atravesaron un puente cubierto y luego caminaron siguiendo una larga hilera de tilos hasta llegar al desvío que serpenteaba por los campos sin cultivar de la granja Klause.
Una vez allí, Christine se alegró de que Heinrich hubiera ido, porque tuvieron que acorralar al gallo entre la casa y la cuadra. El ave era rápida y asustadiza y, al cabo de media hora persiguiéndola, a Christine le entraron ganas de volver a llevarse el tapiz de su madre. Lo menos que Frau Klause podía haber hecho era tener el gallo dentro del gallinero. En vez de eso, se había metido el tapiz bajo el brazo y había señalado la cuadra con una torcida mano artrítica, diciéndoles que no cogieran el gallo leghorn ni el de la alta cola negra.
Ahora Christine y Heinrich estaban allí fuera, sudando y resbalando en el barro, persiguiendo una plumosa y aleteante ave que no quería dejarse atrapar. Entre Christine, Heinrich y una de las chicas del año de servicio rural, tardaron más de una hora en arrinconarlo. Entonces, Heinrich se lanzó al suelo y lo atrapó por una pata mientras el gallo chillaba, aleteaba y se revolvía como si ya notara el calor de una cazuela hirviendo. Por fin Heinrich se puso de pie, con el ave colgando boca abajo en una mano y los pantalones completamente manchados de barro y gallinaza. Christine cogió las escamosas patas del gallo entre los dedos, le dio la vuelta a la pesada ave de corral, que no dejaba de agitarse, y le rodeó las alas con los brazos. Después se lo pegó al costado, con una mano aún agarrándole fuerte las patas, lo meció y empezó a arrullarlo y a hablarle en voz baja para tranquilizarlo.
Finalmente el gallo dejó de resollar y de sacudir las patas y se apaciguó bajo el tranquilo pero firme agarrón de Christine, mientras sus ojos ribeteados de rojo parpadeaban en un gesto de sometimiento. Al fin, Christine y Heinrich partieron de vuelta con la agotada ave medio dormida en brazos de Christine. Berta, la pecosa muchacha del año de servicio rural, había terminado su turno, de modo que se montó en su bicicleta y fue junto a ellos, demasiado tímida como para responder a los intentos de charla de Christine con algo que no fuera asentir o negar con la cabeza. Al cabo de unos minutos siguieron en relativo silencio, salvo por el ruido de la cadena de la bicicleta de Berta y el chirrido de los pedales al girar. A lo lejos se veía subir el calor de la tierra; jirones de reluciente vapor flotaban sobre los campos como revoloteantes fantasmas.
A mitad de camino vieron que el granjero Klause se dirigía hacia ellos desde el pueblo en su carro bien cargado de heno. A la izquierda, con bolsas al hombro, dos chiquillos cruzaban los campos abiertos; se encontraron con Christine, Heinrich y la chica del año de servicio al borde de la carretera, impacientes por hacer alarde de lo que tenían en los sacos de arpillera. Christine tocó en el hombro a Heinrich y le hizo señas para que no se apartara de ella mientras que los niños se adelantaban, sacando casquillos de bala, metralla y grandes pedazos de hierro quemado de las bolsas.
En ese preciso instante a Christine le pareció oír una especie de zumbido. Echó una mirada a su alrededor, sorprendida, porque las noches de otoño eran demasiado frías como para que hubiese avispas o abejas. Entonces se fijó en un solitario avión que se aproximaba desde un extremo del valle y se dirigía hacia donde estaban, y una fría sensación de vulnerabilidad le oprimió las entrañas. Al principio se dijo que era uno de los suyos, porque los bombarderos aliados nunca iban solos. Pero cuanto más se acercaba, más se le aceleraba el corazón. No se parecía a ninguno de los que había visto. Puso una mano en el hombro de Heinrich, sintiendo la necesidad de decirle que corriera, pero ¿adónde? Estaban demasiado lejos del pueblo para poder llegar a un refugio. El avión descendía en el cielo, cada vez más bajo, y de pronto se lanzó en picado directamente hacia ellos. Christine agarró a Heinrich por los hombros, mientras el gallo le aleteaba en la cara al escapársele de los brazos, y lo empujó hacia la honda cuneta del lado de la carretera.
—¡Cuidado! —gritó, echándose encima de él.
El chillido del motor del caza y el tableteo de las ametralladoras que disparaban desde lo alto llenaron el aire. Las balas volaban por encima, desgarrando la hierba y la carretera, y su sordo golpeteo en la tierra parecía el apagado taponazo de las escopetas de juguete. El avión pasó retumbando sobre sus cabezas, y una fuerte ráfaga de aire caliente revolvió el pelo de Christine y le agitó la falda, lanzándole tierra y hierba en la cara. Y luego, tan rápido como había llegado, el gruñido del motor se alejó cada vez más, hasta quedar reducido a un furioso zumbido en la lejanía. Christine levantó la cabeza para ver si veía más aeroplanos, pero el cielo estaba tan vacío como hacía tan sólo unos segundos. Entonces se incorporó y le palpó a Heinrich los hombros, la espalda, los brazos y las piernas. El niño no se movió.
—¡Heinrich! —chilló.
Heinrich dio un gemido y se aupó sobre los codos, con un tiznón de tierra húmeda en la mejilla.
—Estoy bien —contestó.
Después se tocó el cuerpo y las extremidades, como para asegurarse, e hizo amago de ponerse en pie. Pero en lugar de levantarse, se quedó completamente inmóvil, con la cara pálida e inexpresiva, paralizado por algo que había detrás de Christine. Esta se dio la vuelta y al instante se puso la mano en la boca, sintiendo un repentino impulso de vomitar. Los dos hermanos se arrodillaron en la cuneta, mirando fijamente la carnicería que había en la carretera.
Berta estaba de lado, con la bicicleta aún entre las piernas y las ruedas girando; tenía un brazo extendido sobre el camino, delante de ella, y unos hilos de sangre le manaban de la sien y de una mejilla. Los dos chicos estaban boca abajo, con las bolsas de chatarra bélica hechas un guiñapo a los pies; unos charcos color granate oscuro iban creciendo y teñían la tierra que había entre ellos. Siguiendo la carretera, el caballo de tiro del granjero Klause resoplaba y se esforzaba por levantarse, con una pata delantera torcida en una postura extraña y el carro inclinándose hacia la derecha tras de sus ijares. El granjero Klause yacía desplomado en el camino; tenía la boca abierta como si estuviera a punto de dar un grito de advertencia, y sus ensangrentadas manos aún agarraban las riendas del caballo.
Tras ayudar a Heinrich a ponerse de pie, los dos hermanos salieron trepando de la cuneta. Al final de la carretera, soldados y civiles corrían hacia ellos desde el pueblo. Christine rodeó con el brazo los hombros del niño y lo llevó por medio del camino, entre el cuerpo de la muchacha a la izquierda y los dos chiquillos muertos a la derecha. El caballo había dejado de luchar y estaba tumbado de costado en un charco de sangre; tenía los ojos en blanco mientras la vida se le escapaba por los ollares en temblorosos, fuertes e irregulares gruñidos.
Christine quiso acercarse a él, arrodillarse y acariciarle el tibio y musculoso cuello, hablarle y tranquilizarlo hasta que muriera… pero tenía que sacar a Heinrich de allí, alejarlo de aquellos cadáveres. Se dirigieron a la derecha para rodear al granjero Klause y su agonizante caballo y, de pronto, Christine se detuvo. A unos cuantos metros, en el pardo campo y en medio de un diseminado estallido de plumas rojas y negras, con la cabeza levantada, yacía el gallo; le faltaba la mitad del cuerpo.
La noche siguiente, Christine y su madre estaban sentadas en el suelo del dormitorio de Mutti con una manta en torno a los hombros, preparándose para escuchar la Atlantiksender. Ni Heinrich ni Karl querían apartarse del lado de su madre. Tumbados sobre la cama y vestidos con varias capas de ropa, las observaban con ojos soñolientos.
Heinrich no había dicho ni una palabra desde el día anterior, y esta noche, durante la cena, se había sentado a la mesa reacio a todo lo que no fuera mordisquear una rebanada de pan de centeno. Cuando volvieron después del ataque, Christine insistió en que se encontraba bien y pasó el resto del día con un contradictorio estado de ánimo. Dado todo lo que había visto, debería haber estado hecha un ovillo junto a Heinrich, llorando hasta quedarse dormida en brazos de su madre. Pero mientras Heinrich dormía el resto del día en el sofá, ella insistió en tender la colada, arrancar los últimos puerros que quedaban y preparar la cena para que su madre se quedara al lado del niño. Hasta le chocaba sentirse un poco mareada, como si el hecho de que ella y su hermano hubieran sobrevivido le provocara una especie de euforia sólo de pensarlo. La sensación, sin embargo, fue efímera, y más tarde se desmoronó y pasó la noche llorando en su cama.
Horas antes de que fueran al dormitorio de Mutti a oír la Atlantiksender, las Juventudes Hitlerianas habían repartido un aviso advirtiendo de la presencia de Tiefflieger, aviones enemigos que volaban bajo y disparaban a todo y a todos. Para evitar que les pegaran un tiro, afirmaba el papel, la gente debía esconderse y no correr. Christine sintió ganas de decirle al chico que se lo entregó en la puerta: «Quizá si lo hubierais repartido un día antes, cuatro personas aún estarían vivas… Y yo no habría llevado a mi hermano pequeño. Y sus ojos no se habrían convertido en los de un viejo». Les enseñó la nota a Oma, Opa, Maria y Mutti, y luego la quemó en el fogón de la cocina.
Ahora, sentadas en el suelo del dormitorio y esperando a que los niños se durmieran, Christine le susurró a su madre:
—¿Dejará Frau Klause que cojas otro gallo?
—A lo mejor, pero voy a esperar un poco antes de pedírselo. No voy a sacar el tema mientras que está llorando la muerte de su marido.
Christine fue lentamente hacia la cama para encender la radio, segura de que los niños se habían dormido por fin. En ese momento Heinrich dijo:
—Yo creía que Vater había quemado la radio vieja.
Christine alzó la vista hacia él con la mano inmóvil en el dial. El niño la miraba por encima del borde de la cama, con sus ojos de anciano vidriosos y enrojecidos. Mutti se levantó y se sentó a su lado acariciándole la frente.
—Pero cambió de opinión —le contestó—. Aunque es un secreto. Y es importante que no se lo digas a nadie. ¿Te sientes mejor?
—Vais a escuchar al enemigo, ¿verdad? —preguntó Heinrich—. ¿Los que nos dispararon ayer?
Mutti dejó caer los hombros y miró a Christine, que ahora estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo.
—Vamos a escucharlo porque intentamos enterarnos de todo lo que pasa —respondió Christine—. Porque todas las historias tienen dos caras.
—¿Por eso nos disparan y nos bombardean? —preguntó Heinrich—. ¿Porque creen que hacemos algo malo, pero no saben nuestra cara de la historia?
—Algo así —repuso Christine—. Ellos tratan de que Hitler acabe con la guerra.
—¿Porque a él le importa lo que nos pasa a nosotros? —preguntó Heinrich.
—Chitón —intervino Mutti, subiéndole las mantas por los hombros—. Duérmete ya. Pondremos la radio baja.
—Mutti —le dijo Heinrich—, ¿nosotros los bombardeamos también? ¿A los ingleses y a los americanos?
Mutti vaciló, y luego respondió:
—No pienses en eso, Liebchen. Anda, duérmete, yo te protejo. —Siguió frotándole la frente, de acá para allá, de allá para acá, hasta que el niño se quedó dormido. Después se levantó a cámara lenta, se sentó en el suelo, se apoyó en la pared y suspiró—. ¿Cómo puedo explicárselo si yo misma no lo entiendo?
Encogiéndose de hombros y meneando la cabeza, Christine encendió la radio. Luego tapó a su madre con la manta mientras escuchaba sólo a medias los avisos.
—A Hitler le da igual que nos muramos de hambre. ¿Por qué iba a importarle que nos bombardeen? —preguntó.
—Pero no servirá de nada decirle eso a Heinrich —contestó Mutti.
—Lo sé, pero es la verdad.
De pronto su madre abrió mucho los ojos y se llevó un dedo a los labios.
«Las condiciones en el Frente Oriental son desesperadas —afirmó el locutor—. Las tropas alemanas se quedan sin municiones, no tienen donde guarecerse y carecen de comida y suministros médicos. Según una noticia de última hora, los rusos han cazado al Sexto Ejército en Stalingrado».
Mutti se tapó la boca con ambas manos y clavó la mirada en Christine. «El Sexto Ejército. La unidad de Vater. Cazado por los rusos». Durante la hora siguiente se quedaron paralizadas escuchando la terrible verdad sobre lo que sucedía en Rusia, mientras los niños dormían, felizmente ajenos a la suerte de su padre. Christine no había dado más crédito a los carteles que pintaban a los rusos como bárbaros que antes a la propaganda contra judíos y norteamericanos, pero ahora no pudo por menos que pedirle a Dios que no fueran ciertos.