A las siete en punto de la mañana siguiente los primeros aviones de la Luftwaffe despegaron de la base aérea con un grave retumbo que parecía el gruñido de una bestia que cruzara pesadamente el valle. Christine estaba en la cocina con Mutti, poniendo la mesa y cociendo huevos en el fogón, mientras esperaban a que el resto de la familia fuera llegando a desayunar.
Sentada en el borde del banco de la cocina, su madre cortaba las cuatro últimas rebanadas de Roggenbrot, el pan de centeno, en ocho trozos iguales, con el ceño fruncido y los labios unidos en una enérgica línea. Christine no soportaba ver a su madre así, con las arrugas de la cara acentuadas por el agotamiento y los ojos apagados de preocupación. Mutti había adelgazado; tenía las mejillas pálidas y hundidas, y la parte posterior del vestido le caía floja sobre el cuerpo. Christine sabía que probablemente su madre estuviera comiendo menos para que sus hijos dispusieran de más comida, pero en adelante iba a tomar nota. Y cuando le expusiera a su madre los hechos, apelaría a su lado práctico. Mutti tenía que cuidarse también, porque sin ella, ¿cómo iba a sobrevivir ninguno de los demás? Ella era la que sabía cultivar acelgas entre las tomateras, la que sabía que las caléndulas eran buenas para repeler las plagas del huerto, la que sabía regatear con el molinero para conseguir un gramo más de aceite de cocinar, la que sabía estirar la harina para hacer con ella la mayor cantidad de pan y la que sabía si las gallinas necesitaban más proteína o menos verdura sólo con mirar las yemas de los huevos. Ella era la clave de la supervivencia familiar y el último hilo que los conectaba con lo conocido y lo normal. Desde la comida que comían hasta la ropa limpia y los baños calientes, su madre les proporcionaba las únicas briznas de comodidad a su alcance.
Justo cuando se le ocurrían estos pensamientos, los pesados aviones de la Luftwaffe pasaron volando sobre el pueblo y todo comenzó a vibrar: los cubiertos en el cajón, los platos en los armarios de la cocina, las ventanas, los muebles y la casa. Karl y Heinrich entraron como una exhalación en la cocina y se refugiaron atropelladamente en el regazo de Mutti, hundiendo el rostro en su delantal. Maria llegó corriendo tras ellos, aún en camisón de dormir, con las trenzas despeinadas y medio deshechas.
—¡Creía que iba a haber una sirena de aviso! —dijo a gritos, tapándose las orejas con las manos.
—¡Son nuestros aviones que despegan! —chilló Mutti, y les frotó los hombros a Karl y Heinrich—. No pasa nada. Es que suenan muy fuerte porque están justo encima de nosotros.
Oma entró con paso torpe y pesado en la cocina, con Opa de la mano. Todos se miraron, esperando, y cuando por fin aquello se acabó, Opa fue el primero en hablar.
—¡Eso sí que va a sacudirnos el polvo! —exclamó, y todos se echaron a reír.
Christine se preguntó si alguno de ellos estaría riendo la semana siguiente o dentro de un mes o de un año.
Durante el resto del día y hasta bien entrada la noche se oyó el retumbar de los aviones volando por encima del pueblo. Al tercer día Christine y su familia empezaban a acostumbrarse. Al principio era el bajo gruñido sordo; luego el sonido se hacía cada vez más fuerte hasta que por fin, cuando el estruendo sonaba como una gigantesca máquina de vapor a punto de atravesar a toda velocidad las paredes de la casa, todos dejaban lo que estuvieran haciendo y se agarraban a un mueble o ponían una mano sobre los temblorosos platos y esperaban a que aquello pasara. Hacia el final de la semana, durante dos días ningún avión voló sobre sus cabezas, y en el relativo silencio Christine notó que le zumbaban los oídos cuando intentaba dormir.
Desde la concentración política, los carros de combate y los camiones militares se volvieron una presencia constante en el pueblo. Los oficiales cogían panecillos y pan de la panadería, carne de cerdo y embutido de las carnicerías, y ciruelas y manzanas de los árboles. Los nazis nombraron un nuevo alcalde, y todos los civiles levantaban el brazo y se saludaban con un «Heil Hitler». A los letreros que decían «Bienvenido» en las ventanas del Krone, en la panadería, en la tienda del sastre y la del zapatero, los sustituyeron unos avisos donde se leía: «JUDEN VERBOTEN!». Un aviso colgado en el tablón de anuncios del ayuntamiento exponía que, a fin de preservar la seguridad y el orden públicos, y, bajo sospecha de realizar actividades de alta traición perjudiciales para el Estado, la Gestapo se había llevado en «detención preventiva» a varios funcionarios y pastores protestantes del pueblo, entre ellos el de la iglesia de Christine.
La primera vez que alguien le pidió permiso para estrecharle la mano porque había tocado al Führer, Christine no comprendió lo que ocurría; se detuvo en seco, dispuesta a huir de la persona que corría hacia ella. Cuando al fin entendió lo que pretendían aquellas personas que la miraban con ojos brillantes y amplias sonrisas, fingió sentirse orgullosa de haber visto a Hitler frente a frente, confiando en que no le notaran los arañazos en carne viva y la piel descamada donde se había restregado las manos y la cara. En su mayoría eran chicos de las Juventudes Hitlerianas, aunque también había muchachas, que soltaban risas tontas y le hacían una reverencia como si ella fuera su enlace particular con el hombre que habían visto sobre el estrado. Pero también había personas, sobre todo ancianos y mujeres de mediana edad, que ya no le sonreían ni la saludaban al pasar.
Dos semanas después, a la una de la madrugada, a Christine la arrancó de su sueño un apagado y lamento de angustia. Antes de despertarse del todo, una imagen le cruzó la mente como un relámpago: Mutti estrechando un telegrama contra el pecho y gritando porque su esposo había muerto. El corazón de Christine se le agarrotó bajo la caja torácica. Miró por el oscuro dormitorio mientras el resonante lamento se volvía más agudo y más fuerte, subiendo y bajando, como el gemir de un millar de plañideras. Y entonces cayó en la cuenta: era la sirena antiaérea.
Se puso a toda prisa la ropa, sin que el continuo y ululante aullido de la sirena dejara de sonar ni un momento. Parecía estar lejos y, sin embargo, increíblemente cerca, como si saliera de dentro de su habitación. Christine oyó la puerta del cuarto de su madre cerrarse de un portazo, y a sus hermanos llorando en el pasillo. Sus dedos trataron torpemente de abrocharse los botones de la pechera del vestido mientras se ponía los zapatos. La sirena se le metía poco a poco bajo la piel y se le instalaba en los huesos, como el viento helado de una repentina ventisca. Por fin echó mano al abrigo y salió corriendo al pasillo.
Mutti esperaba cerca de lo alto de la escalera, con el pelo suelto sobre los hombros y la cintura del vestido torcida a un lado. Respiraba con dificultad y tenía cogidos de la mano a los niños. En ese momento Maria salió por la puerta de su dormitorio, con un zapato puesto y otro quitado. Christine la sujetó mientras terminaba de ponerse el zapato y le sacó las trenzas del cuello del abrigo.
—¡Cuando lleguemos a la planta baja —chilló Mutti—, vosotras coged a los niños y adelantaos corriendo! ¡Yo ayudaré a Oma y a Opa!
—Ya los ayudo yo —gritó Christine—. ¡Ve tú con Heinrich y con Karl!
—¡Haz lo que te digo! —le ordenó Mutti.
Christine fue a cogerle la mano a Karl, pero él negó con la cabeza y se inclinó hacia su madre.
—Es demasiado difícil que los tres bajéis juntos —le dijo Christine—. Será más rápido si vienes conmigo.
El niño miró a Mutti, que hizo un gesto afirmativo, y, tímidamente, alargó la mano para coger la de Christine. Entonces oyeron el zumbido de los aviones que se aproximaban, y la aterradora certeza del peligro unida al puro pánico los obligaron a bajar la escalera. En la planta baja, Oma y Opa salían en ese instante del dormitorio. Maria agarró la mano de Heinrich, y ella y Christine echaron a correr con los niños y salieron a la oscura calle, invadida por el ensordecedor y fluctuante plañir de la sirena antiaérea.
Las calles estaban llenas de personas que corrían, algunos todavía en ropa de dormir, todos con los ojos muy abiertos y levantando la mirada hacia el cielo. A mitad de la cuesta Christine echó un vistazo por encima del hombro y vio que su madre y sus abuelos bajaban por la calle, entre andando y corriendo, arrastrando los pies. La medio calva cabeza de Opa se bamboleaba arriba y abajo mientras se apresuraba a ir detrás de su esposa tan rápido como le permitía su anciano cuerpo. Sin dejar de correr, Christine cruzó la calle con sus hermanos y fue por detrás de las tiendas, impulsada por el golpeteo del fuego antiaéreo y por los primeros agudos silbidos de las bombas que caían. A lo lejos los haces de los reflectores exploraban y se movían por el cielo, apresando en círculos de brillante luz los aviones y las ráfagas de estallidos del fuego antiaéreo. Christine vio las bombas caer de las panzas de los aeroplanos como semillas que se desprendieran de la mano de un granjero. Con el cuello estirado para ver si el resto de su familia se acercaba, abrió bruscamente la puerta del refugio antiaéreo y metió de un empujón a su hermana y a sus hermanos.
—Ahora mismo vuelvo —le dijo a Maria.
Maria abrió la boca para protestar, pero Christine dio la vuelta y corrió de nuevo por la callejuela. Su madre y sus abuelos aún se encontraban al otro lado de la calle, Opa encorvado y sin aliento. Un par de huecos golpes sordos seguidos de repetidas explosiones sacudieron la tierra. Oma vaciló al borde de la acera. Christine se acercó corriendo y la cogió de la mano, y Mutti retrocedió para ayudar a Opa.
—¡Vamos! —gritó Christine—. Aún tenemos tiempo. Están sobre la base aérea.
Cuando llegaron al centro de la calle, una hilera de aviones volaba justo por encima de sus cabezas. Christine y su familia se detuvieron y alzaron la vista, paralizados. Christine vio las oscuras panzas de los bombarderos, como enormes peces preñados que atravesaran nadando el cielo nocturno. El estruendo de los motores hacía daño en los oídos, y todos esbozaron una mueca y agacharon la cabeza. Los aviones se marcharon tan rápido como habían llegado y desaparecieron en la emborronada mancha gris y negra del cielo nocturno. Christine tomó del brazo a Oma y la ayudó a cruzar el empedrado y a recorrer la callejuela.
En el interior del refugio antiaéreo, un silencioso grupo de indefinidas figuras aguardaba en la penumbra, algunas sentadas en bancos, algunas de pie, otras en cuclillas junto a las paredes. Dos faroles de petróleo colgaban del techo, proyectando temblorosas siluetas en las curvas paredes. Todo el mundo se miraba sin hablar; los ojos, muy abiertos y llenos de pánico, lo expresaban todo. Un puñado de personas se desplazó en el banco, haciendo sitio para que Oma y Opa se acomodaran. Christine fue hacia la parte trasera del refugio, donde Heinrich y Karl, junto a un grupo de niños, estaban sentados en unos colchones puestos sobre los arcones de patatas. Echó una ojeada hacia la pared del fondo del almacén, detrás de la tablilla del último cajón, pero el pico del mantel suyo y de Isaac ya no se veía.
Maria estaba allí, apoyada en la pared, rodeándose la cintura con los brazos y con la mirada clavada en los zapatos.
—¿Estás bien? —le preguntó Christine.
Maria alzó la vista y meneó la cabeza, con los ojos inundados de lágrimas.
—¿Cuánto tiempo crees que tendremos que quedarnos aquí dentro?
—No sé, no mucho.
Maria apretó los labios, y Christine la atrajo hacia sí y le susurró al oído:
—No te preocupes, no va a pasarnos nada.
Maria le apretó el brazo con ambas manos y se apoyó en su hombro, con la cabeza baja y los ojos cerrados, como si intentara empequeñecerse. Christine la sentía temblar.
—Pronto se acabará —le dijo, y le pidió a Dios que fuera cierto.
En ese preciso instante una bomba cayó cerca, y todos agacharon la cabeza. Unos trozos de cemento se desprendieron del techo. Maria se sobresaltó e hincó las uñas en la piel de Christine. Heinrich y Karl se taparon los oídos con las manos y cerraron muy fuerte los ojos. Varias personas gritaron. Algunos niños empezaron a gimotear y a llorar, mientras hundían las caras en los hombros de los demás. Los faroles oscilaron de acá para allá, como péndulos que llevaran la cuenta atrás de los segundos que les quedaban por vivir.
—Intenta no preocuparte —le dijo Christine a su hermana. Un destello de puro pánico le subió por la garganta—. Están bombardeando la base aérea, no a nosotros.
—Pero ¿y si fallan? —respondió Maria con las mejillas cubiertas de lágrimas.
Se las secó y lanzó una mirada a los chicos, que las miraban con el ceño fruncido, abrazándose las rodillas como si quisieran hacerse un ovillo y desaparecer. Las hermanas alargaron las manos y los niños se bajaron de un salto de los colchones, corrieron atropelladamente hacia ellas y hundieron las caras en sus faldas.
—No fallarán —le aseguró Christine, tratando de evitar que se le entrecortara la voz.
—¿Y cómo lo sabes?
«No lo sé», pensó Christine, y comprendió que no podía decir nada que aliviara los temores de su hermana. «Aunque, a lo mejor, si lo digo se hará verdad». Maria cogió en brazos a Karl, cuyas pequeñas extremidades se estremecían de miedo.
En ese momento llegó Mutti; las comisuras de los labios se le contraían en un gesto nervioso mientras intentaba sonreír. Uno por uno, acarició las mejillas de sus hijos, y Karl prácticamente saltó a sus brazos. Christine pensó en el amor y el cuidado que su madre había puesto en criarlos: gorritos de bebé para protegerlos del sol, jabón y besos en las picaduras de abeja y en las rodillas rasguñadas, manos cogidas al cruzar las calles… Qué impotente debía de sentirse ahora, esperando a ver si la guerra de Hitler acababa con sus hijos.
—Mandaré que arreglen eso mañana —le dijo Herr Weiler a la gente mientras señalaba las nuevas grietas y agujeros del techo.
—Mañana no estaremos aquí —repuso una mujer con un hilo de voz.
—Claro que estaremos —afirmó Herr Weiler, que rodeó con el brazo a su llorosa esposa—. Y además…
Otra bomba estalló muy cerca, interrumpiéndolo a mitad de frase. Después se oyó el fragor de los bombarderos que volaban por encima, tan cerca que parecía que fueran a precipitarse con gran estrépito y atravesar el techo en cualquier instante.
Durante la siguiente media hora nadie habló. Con las cabezas gachas y los hombros encorvados, escucharon el fuego antiaéreo y las explosiones a lo lejos. Christine contenía el aliento a cada bombazo, alguno de los cuales sonaba justo sobre sus cabezas. Al principio intentó contar las detonaciones, pero luego las explosiones se volvieron demasiado numerosas y seguidas, como si Dios tuviese un berrinche y diera fuertes pisotones en la tierra. Dentro del refugio un espeso olor a azufre, el humo y el acre tufo a sudor y miedo humano invadieron el aire.
Ahora ahí, en el almacén convertido en refugio antiaéreo, era imposible creer en los planes llenos de esperanza que Christine e Isaac habían hecho cuando se veían. Por aquel entonces, el aroma a tierra húmeda se entremezclaba con el olor a toneles de roble, vino viejo y patatas, para crear una intensa fragancia terrosa. Ahora, el suelo olía como una sepultura putrefacta, las paredes de hormigón le recordaban a Christine a una tumba. Se le secó la boca y clavó la mirada en el tonel de vino que Isaac y ella habían usado como mesa, preguntándose si sería lo último que viera antes de morir.
Finalmente, las retumbantes explosiones fueron espaciándose cada vez más, y las personas del refugio empezaron a hablar en voz baja. Para sorpresa de Christine, un par de viejos levantaron la cabeza y empezaron a hacer chistes.
—Vaya con el bueno de Goering —dijo uno de ellos—. Al comienzo de la guerra se jactó de que la capital del Reich jamás tendría que aguantar ni una sola bomba enemiga. «Si una bomba enemiga alcanza la capital, dijo, no me llamo Hermann Goering, ¡podréis llamarme Meier!». Bueno, Reichsmarschal Meier: pues ha habido ciento nueve ataques aéreos sobre Berlín desde principios de año, ¡así que ahora a la sirena antiaérea tendremos que llamarla los trompeteros de Meier!
—Y Hitler dice que sólo bombardea Inglaterra porque Churchill lo ha llamado débil —comentó otro.
—La mañana siguiente del día que termine la guerra voy a ir de excursión a pie por Alemania —intervino un hombre—. Pero aún no he decidido lo que haré después de comer.
Unas cuantas personas se rieron en voz alta, aunque la mayoría se limitó a soltar una leve risilla o no dijo nada. Al principio Christine temió que aquellos hombres corrieran peligro al expresar abiertamente sus opiniones pero luego se dio cuenta de que en el refugio no había nadie de las Juventudes Hitlerianas. Por otra parte, acaso el aislamiento del refugio antiaéreo y el electrizante miedo a una muerte inminente les hubiera dado aquella repentina sensación liberadora. El que había hecho el chiste sobre Goering se puso de pie; llevaba una estrella amarilla en la chaqueta.
—Los nazis dicen que los problemas de Alemania se deben a los judíos —dijo—. Pero ¿a quién le echarán la culpa cuando se hayan deshecho de nosotros?
—Siéntese, anciano —contestó una mujer—. Ya tiene usted bastantes dificultades.
Entonces Herr Weiler se levantó del banco y echó una mirada a su alrededor; su lustrosa cara relucía al débil resplandor amarillo de los faroles.
—Este es mi sótano de las patatas —dijo, mientras escudriñaba a la gente—. Aquí dentro no somos más que alemanes. Si no les gusta a ustedes esa norma, búsquense otro sitio para esconderse.
Después de eso, todo el mundo se quedó callado de nuevo. Un esporádico cañoneo y unos gritos lejanos interrumpían a veces el silencio de fuera. Herr Weiler y el judío se quedaron junto a la puerta de madera, dos viejos dispuestos a defender el refugio lleno de mujeres y niños. Tras una hora entera de calma, marcada por el sordo golpeteo de distantes bombas que daban en el blanco, un prolongado toque de sirena anunció el final de la alarma. La familia de Christine y los demás vecinos del pueblo salieron con cautela del refugio, parpadeando y con expresión recelosa.
Sobre algunas zonas alejadas del pueblo se elevaba un humo negro y, en dirección a la base aérea, el caliginoso resplandor de los incendios enrojecía el oscuro cielo. Pero la parte de la ciudad donde ellos se encontraban parecía no haber sufrido daños.
Tras darle el brazo a Oma y coger la mano de Karl, Christine siguió al resto de su familia por las calles sembradas de papel quemado y tejas por todas partes. Una ahumada luna en cuarto creciente iluminaba con su tenue brillo el acribillado enlucido de las casas más próximas, así como las puertas de madera y los maceteros que el fuego antiaéreo y la metralla habían acribillado.
Cuando llegaron a mitad de la cuesta, Mutti se detuvo en medio de la calle y bajó la cabeza en una silenciosa plegaria. La casa no había sufrido daño. Al acercarse más, vieron metralla en los postigos, pero el tejado y las paredes estaban intactos, igual que los establos y las casas de los alrededores. Una vez dentro, Mutti encendió la lumbre en la hornilla de la cocina mientras la sombría familia se reunía en torno a la rinconera. Después de beber una taza de leche de cabra para tranquilizarse, todos volvieron a sus cuartos.
Una hora más tarde Christine seguía despierta y con la vista clavada en el techo, rezando para que Isaac y su familia hubieran sobrevivido al ataque aéreo. Intentaba olvidar las últimas horas pasadas en el refugio: las opresivas paredes, el frío helador, el implacable miedo. En su lugar, trataba de recordar el día de la colina con Isaac; se imaginaba el calor de su mano en la de ella, la suave piel de sus labios. Intentó relajar los músculos y respirar despacio y profundamente. Por fin empezó a quedarse dormida, y en su cabeza aparecieron sueños de soleadas praderas y rebaños de ovejas. Isaac la perseguía… Y Christine abrió de golpe los ojos. La sirena antiaérea sonaba de nuevo.