Capítulo 10

Aquel anochecer cuatro soldados armados de las SS empezaron a chillar órdenes desde la calle ante la casa de Christine. Más soldados vociferaban en la calle de al lado. Los megáfonos hacían que las voces se superpusieran y reverberaran en las estrechas avenidas y en las casas de piedra, con lo que resultaba difícil entender sus secas instrucciones.

¡Achtung, ciudadanos! —gritaban—. ¡Salgan de sus casas! ¡Está verboten quedarse en las viviendas! Deben asistir a la concentración política de la plaza mayor a las ocho en punto.

A las ocho menos cinco, cogidos de la mano, Christine y su familia siguieron a sus convecinos hasta la plaza; todos miraban a su alrededor preguntándose qué estaban a punto de ver. A medida que llegaban, los soldados metían a gritos a la multitud de ancianos, mujeres y niños detrás de las vallas metálicas hasta que el pueblo entero quedó hombro con hombro, ocupando todo el espacio disponible. Maria tomó del brazo a Oma y Opa, y Mutti cogió en brazos a Karl y se lo apoyó en el cuadril. Por su parte, Christine se subió a Heinrich a la espalda y le pasó los brazos por las corvas, como si lo llevara a caballito. Se esforzaron por permanecer juntos, entre los empujones y empellones de centenares de personas desconcertadas que se llamaban sin oírse, aturdidas por el martilleo de las botas militares, los tambores y la música militar. Un mar de antorchas iluminaba con luz vacilante la concurrencia, mientras que las llamas anaranjadas de dos hogueras lamían el cielo iluminando las banderas nazis, rojas y blancas que cubrían los edificios de detrás del tablado.

Una vez lograron adelantarse todo lo posible, el acelerado corazón de Christine se precipitó aún más al leer el panfleto que les habían dado a cada uno al entrar en la plaza. En la portada amarilla y negra decía: Wenn du dieses Zeichen siehst, «Cuando veas este símbolo», sobre una amarilla estrella de David. Dentro, página tras página, se explicaba que los judíos habían desencadenado la guerra que sufrían los alemanes y que la Wehrmacht se aseguraría de que el terrible plan mundial del pueblo judío jamás llegara a hacerse realidad. Luego pasaba a aclarar que los judíos eran una organización criminal, y que el peligro sólo se eliminaría cuando los judíos de todo el mundo hubieran dejado de existir.

—¿Qué es eso? —le preguntó Heinrich al oído.

—No es nada —contestó Christine.

«Es un libro lleno de mentiras», pensó. «Nada más que mentiras nazis».

Su madre tenía el panfleto doblado en la mano aunque todavía no lo había leído, y Maria agarraba el suyo, junto con los de Oma y Opa, enrollado en el puño. Christine echó una ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie miraba, y después retorció el odioso papel entre las manos y lo dejó caer al suelo, donde lo aplastó con el tacón del zapato. Luego alargó la mano hacia su madre, pero se quedó completamente inmóvil cuando la música paró de repente, como si alguien hubiera visto lo que había hecho. Miró a su alrededor esperando que uno de los soldados se abriera paso a empujones por el gentío para llevársela, pero no sucedió nada. Entonces el tañido de una pesada campana sonó en el aire.

La muchedumbre se quedó en silencio, escuchando las pesadas campanas de San Miguel dar las ocho, mientras cada tañido resonaba en la abarrotada plaza. Al sonar el último, una banda militar comenzó a tocar la Horst-Wessel-Lied; las trompetas tronaban, y un coro de masculinas voces de barítono cantaba, potente y orgulloso. En ese momento millares de soldados de casco negro, armados con fusiles de punta plateada y banderas nazis, entraron en la plaza desfilando al paso de la oca y haciendo vibrar el empedrado bajo los pies de Christine como si se tratara del fuerte y sordo golpeteo del pulso del planeta. Con milimétrica precisión, se alinearon delante del estrado, alzando el mentón y saludando brazo en alto. Los remates de los cascos quedaban a la misma altura, como una sucesión de hileras de idénticos soldados de hojalata. Christine se preguntó si no serían una unidad especial, perfectamente proporcionada para ofrecer aquel impresionante despliegue.

Otra docena de soldados andaba por los acordonados pasillos entre los espectadores, alzando el brazo y asegurándose de que todo el mundo hiciera lo mismo. Christine apretó la mandíbula e hizo el saludo también. De pronto al final de su fila se produjo un alboroto y una mujer soltó un grito. Christine vio que un soldado agarraba a un hombre por el cuello de la chaqueta y lo sacaba a rastras de la multitud, aunque una mano femenina trataba de impedírselo y le arañaba la manga. No estaba segura, pero la cabeza de la mujer tenía una delicada aureola de trenzas grises que le recordó a la pobre y desconsolada Frau Schmidt del café.

Cuando la última nota del himno nazi fue apagándose, cuatro oficiales y otra docena de soldados vestidos con pantalones ajustados a la pantorrilla y botas altas aparecieron en la tarima. Las llamas de las hogueras se reflejaban en los racimos de medallas que adornaban la pechera de los oficiales, dando la ilusión de ser sangrantes corazones que latieran fuerte. Los oficiales giraron sobre sus talones y saludaron brazo en alto, y entonces una achaparrada y encorvada figura de bigote oscuro salió al centro del tablado.

Sieg Heil! Sieg Heil! Sieg Heil! —gritó la multitud.

A Christine se le erizó el vello en los brazos. Apenas daba crédito a lo que estaba viendo: el hombre del estrado era Hitler. El clamor del gentío se convirtió en un distorsionado zumbido que crecía y menguaba, como el aullido del viento en una furiosa tormenta. Hitler era más bajo de lo que ella había imaginado e, incluso desde donde estaba, Christine veía el gesto severo de su boca. Los soldados de los pasillos aplaudían y gritaban, animando a todo el mundo a imitar su ejemplo, mientras sus ojos escudriñaban las masas por si distinguían a alguien que no obedeciera. A medida que avanzaban por el borde de la multitud, un mar de brazos bajaba y la gente rompía a aplaudir al tiempo que se ponía de puntillas y estiraba el cuello para ver mejor al Führer, aunque a Christine le pareció oír abucheos entre los aplausos y los vítores. Arriba en el tablado Hitler inclinó la cabeza y apoyó el puño en el centro del pecho; luego se quedó de pie, inmóvil, esperando a que el público se callara. Sólo cuando se hizo un absoluto silencio alzó la vista y comenzó a hablar.

—¡Queridos compatriotas alemanes y alemanas, camaradas! Ahora los tres grandes desposeídos se han aunado, y ahora veremos quién se beneficia en esta lucha, si quienes no tienen nada que perder y todo que ganar, o quienes tienen todo que perder y nada que ganar. Pues, ¿qué quiere conseguir Inglaterra? ¿Qué quiere conseguir América? —Hitler agitó el puño en el aire—. Ellos tienen tanto que no saben ni qué hacer con lo que tienen. Nosotros nunca les hemos hecho nada a Inglaterra ni a Francia. ¡Nosotros nunca le hemos hecho nada a América! —Hitler hizo un amplio movimiento con el brazo por encima de los que se encontraban en la plaza—. Sin embargo ahora llega la declaración de guerra. Y ahora, por toda mi historia, debéis entenderme. Una vez dije una cosa que los países extranjeros no comprendieron. Dije: si la guerra es inevitable, prefiero ser yo quien la dirija. No porque yo ansíe esta fama; al contrario: yo renuncio a esa fama, que a mi juicio no es fama en absoluto. Mi fama, si la Providencia me conserva la vida, se derivará de las obras de paz que aún pienso desarrollar. Pero creo que, si el destino ya ha dispuesto que yo haga lo que debe hacerse conforme a la voluntad inescrutable del hado, al menos he de pedirle a la Providencia una cosa: que me confíe la carga de esta guerra, que la cargue sobre mis espaldas. ¡Yo la llevaré! —gritó, golpeándose el pecho con el puño.

Christine nunca había estado en la ópera, pero se figuró que era así como se representaban las tragedias. Echó una mirada alrededor para observar las caras de quienes la rodeaban, mientras se preguntaba si alguien más veía cómo la maligna alma de Hitler se traslucía en sus autoritarias palabras y en sus ademanes exagerados. Sombras rojas y negras bailoteaban sobre el mar de rostros vueltos hacia arriba, haciendo imposible distinguir los rasgos faciales. A Christine le parecieron una horda de almas perdidas que estuviera a las puertas del infierno. Hitler prosiguió.

—No flaquearé ante ninguna responsabilidad. En todo momento tomaré esta carga sobre mí. Asumiré todas las obligaciones, igual que siempre las he asumido. Cuento con la máxima autoridad entre el pueblo. La gente me conoce. Saben que he tenido infinitos proyectos en los años anteriores a la guerra. Perciben por todas partes las muestras de los trabajos comenzados y a veces, también, las pruebas de la labor concluida. Yo sé que el pueblo alemán confía en mí, y me alegra saberlo. Pero el pueblo alemán también puede estar convencido de una cosa: ¡que, mientras yo viva, el año 1918 no volverá jamás! —Miró hacia el cielo, dio un paso atrás en el estrado y bajó la cabeza, con la mano de gesticular cautiva bajo el brazo, mientras escuchaba los gritos del gentío. Después hinchó el pecho y dio un paso hacia delante, con el puño levantado por encima de la cabeza—. Si los ingleses y los americanos atacan nuestras ciudades, nosotros arrasaremos sus ciudades. Si ellos lanzan tres mil kilogramos de bombas, ¡nosotros, en un solo ataque aéreo, lanzaremos trescientos mil! Ahora a vosotros, los ciudadanos de Hessental, se os llama al deber militar…

Maria clavó la mirada en su hermana con los ojos muy abiertos; los brazos de Heinrich se tensaron en torno al cuello de Christine, y sus piernas le apretaron la cintura. Christine deseó decir algo para confortarlos, decirles que no tenían por qué preocuparse de las bombas, pero no lograba recordar las palabras tranquilizadoras. «¿Tres mil kilogramos de bombas? ¿En un solo ataque?». Pensó en la puerta de madera del almacén subterráneo, en los pocos metros de tierra con raíces de árboles que separaban la parte superior del refugio y el cielo abierto. «¿Cómo vamos a sobrevivir?». Agarró fuerte las piernas de Heinrich, mareada de pronto y temiendo que fuera a dejarlo caer.

En el estrado, Hitler había cambiado de tema.

—Ante cada decisión que toméis —decía—, pensad: ¿cómo actuaría el Führer? ¿Es compatible esto con la conciencia Nacional Socialista del pueblo alemán? El joven judío espera hora tras hora, espiando a la ingenua muchacha alemana a quien planea seducir. Busca contaminar su sangre y sacarla del seno de su propio pueblo. Los judíos odian a la raza blanca y quieren rebajar su nivel cultural para que lo judío domine. ¿Acaso existe alguna obscenidad o delito donde no intervenga un judío? Pero sólo los miembros de la nación serán ciudadanos del Estado, y sólo aquellos que tengan sangre alemana son miembros de la nación. De ese modo no es preciso alertar al frente civil, y la oración de ese sacerdote del diablo, el deseo de que Europa resulte castigada con el bolchevismo no se hará realidad, sino que más bien se hará realidad nuestra plegaria. Señor Dios, danos fuerzas para conservar la libertad de nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos, y no sólo para nosotros sino también para los demás pueblos de Europa, pues esta es una guerra que esta vez hacemos todos, no sólo por nuestro pueblo alemán. Es una guerra por toda Europa y a la larga, en consecuencia, por toda la humanidad.

Christine sintió la temblorosa mano de su madre deslizarse en la suya y se volvió a mirarla. Mutti tenía los ojos empañados de lágrimas.

—¿Podemos irnos ya a casa? —preguntó Karl—. No me gusta este sitio.

En ese instante alguien le dio un golpecito a Christine en el hombro. Al principio no hizo caso, pensando que era Heinrich. Pero cuando una fuerte mano le agarró el brazo, miró hacia atrás. El soldado de las SS era mucho más alto que ella, y su rostro estaba desprovisto de toda emoción. Una ráfaga de pánico se abrió camino por el pecho de Christine. Se volvió para lanzarle una mirada a su madre, que a su vez la miraba fijamente, con los ojos muy abiertos en la pálida cara.

Fräulein? —le dijo el soldado a Christine—. Tiene que venir conmigo.

—¿Por qué? —respondió ella, tratando de interpretar la mirada del soldado bajo la oscura sombra del casco—. ¿Qué he hecho?

Heinrich soltó las manos con que se le agarraba al cuello y bajó deslizándose por la espalda de su hermana. Mutti le apretaba el brazo tan fuerte que Christine estuvo a punto de lanzar un grito.

—Se la ha elegido para una tarea especial —contestó él—. Volverá con su familia tan pronto como haya terminado.

Christine miró por detrás de él a la hilera de personas embelesadas. Otros dos soldados estaban con un grupo de muchachas en el pasillo abierto; la mayoría vestía uniforme de la Bund Deutscher Mädel, y todas eran rubias.

—Pero si yo… —empezó a decir.

—Es mejor que haga usted lo que le digo —repuso el soldado—. Sígame.

La mano de Mutti cayó cuando Christine fue detrás del uniforme negro por entre la multitud. Los vecinos del pueblo retrocedían para abrir paso, con los ojos fijos en ella, llenos de curiosidad y lástima. En el pasillo, Christine reconoció a dos chicas de los tiempos escolares de Maria, una que vivía en una granja a las afueras del pueblo y otra que había visto en la estación de tren recogiendo uniformes. Los soldados condujeron a las muchachas por los pasillos hacia el muro de militares alineados ante el estrado.

—¿Qué pasa? ¿Por qué nos han elegido? —le preguntó Christine a la chica de delante.

—¿No lo sabes? —contestó la joven con la voz llena de emoción—. Fíjate en nosotras. ¡Somos ejemplos perfectos de la raza aria!

Un soldado apareció al instante junto a ellas.

—¡Nada de charla!

Camino del estrado, Christine vio un fogonazo de cabello rojo en una chica que estaba al otro lado de la cuerda. Al acercarse, la pelirroja se volvió y Christine le vio bien la cara: era Kate, que sonreía y agitaba una banderita. Cuando Kate se fijó en el grupo de muchachas que llevaban hacia el Führer, sus cejas bajaron y su rostro se ensombreció. Se cruzó de brazos y miró a cada muchacha de arriba abajo, como para averiguar por qué las habían seleccionado y a ella no. Al ver a Christine se apresuró a mirar bruscamente hacia delante, aunque a Christine le dio tiempo de ver que se había quedado boquiabierta.

Los soldados pusieron en fila a las chicas delante del estrado y les mandaron que se mantuvieran derechas y sonrieran, con los pies juntos y la barbilla en alto. Christine era la última de la fila. Por detrás de ellas, Hitler hizo otra declaración.

—Las muchachas arias que veis delante de mí son puros tesoros del Estado alemán. Debéis salvaguardarlas de los criminales que buscan hurtarles su pureza alemana. ¡Ellas son las futuras madres de la raza superior!

La muchedumbre aplaudió, y los soldados se pusieron firmes al instante y gritaron: «Heil, Hitler!». Cuando la banda comenzó a tocar otra marcha militar, Hitler bajó por la escalera lateral del estrado, saludando con la mano y sonriendo a su público, que lo miraba con adoración. Los cuatro oficiales condecorados lo siguieron. Después, empezando por el otro extremo de la fila, fue estrechándole la mano a cada chica y acariciándole la mejilla. A Christine le latía con fuerza el pulso en el cuello, sentía las llamas de las hogueras tan cerca que parecía que le chamuscaran la parte posterior de la cabeza. Buscó a su familia entre el gentío, pero fue inútil; desde allí era imposible reconocer una cara en la multitud.

Ahora Hitler estaba a menos de un metro de distancia. Christine no pudo evitar clavar la vista en sus pálidas mejillas y en su descolgada sotabarba, que se le meneaba como un cuenco de nata cuajada al estrechar las manos. Su boca de labios finos le recordó a un arenque enrollado mientras avanzaba por la fila, mascullando la misma frase repetida a cada muchacha. Su aspecto no se asemejaba en nada al de los carteles, donde aparecía con la piel tersa y un ancho mentón. En todos los dibujos o fotografías que ella había visto parecía medir un metro ochenta de estatura, pero en persona era igual de alto que las chicas, con el pecho estrecho y los hombros redondeados.

A Christine se le secó la boca cuando Hitler se le puso delante y le tendió la mano. Durante una fracción de segundo no pudo moverse. Los ojos azules de Hitler se fundieron con los de ella, y Christine se fijó en que uno era mayor que el otro, como si la mitad izquierda del cerebro se le abombara en la cuenca, sacando a empujones el globo ocular del párpado. Los labios de Hitler se crisparon y su sonrisa fija vaciló al ver que la joven seguía sin reaccionar. Christine se dio cuenta de que uno de los oficiales iba hacia ella con las manos extendidas, dispuesto a llevársela enseguida por su delito, pero por fin recordó lo que tenía que hacer y extendió rápidamente el brazo. Hitler le cogió la mano y Christine sintió su caliente palma mojada en la piel. Una súbita impresión nauseabunda le recorrió el cuerpo, y tuvo que esforzarse para no retirar la mano. Cuando Hitler alargó el brazo para acariciarle la mejilla, Christine procuró no estremecerse.

—Eres la esencia del pueblo alemán —le dijo Hitler, y su acre aliento llenó la nariz de Christine como si alguien hubiera abierto a sus pies una bolsa de patatas podridas—. Quiero invitarte personalmente a que te unas a nuestro programa Lebensborn. El Tercer Reich no reparará en gastos para ayudar a que las muchachas alemanas cumplan con su deber de extender la raza superior, junto con los excelentes hombres de nuestras SS. Haz que tu patria se sienta orgullosa de ti. Libramos esta guerra por ti y ganaremos, de eso puedes estar segura.

Al principio, lo único que Christine quería era que Hitler le soltara la mano pero ahora le estrechó la suya más fuerte, mientras contenía las ganas de acercárselo de un tirón para escupirle a la cara. Él clavó la vista en ella, mirándola sin ver, y terminó su ensayado saludo. Pero cuando ella se negó a soltarlo, sus turbios ojos se animaron y entonces la miró de verdad. «Ha arruinado usted las vidas de millones de personas», pensó Christine mirándolo fijamente. «Y ojalá lo pague. Hay un lugar para los asesinos que se llama el infierno». Los hombros de Hitler retrocedieron y su barbilla subió, como si hubiera oído los pensamientos de la muchacha. Entonces dejó escapar un sonidito, como el gruñido de un animal que se acurrucara en su madriguera, y se echó a reír, al tiempo que le estrechaba la mano con más vigor.

—Agradezco su admiración, Fräulein —le dijo—. Pero he de marcharme. Soy un hombre importante, ¿sabe?

Se rio entre dientes de nuevo y miró al oficial que tenía al lado, quien se rio con él.

Christine soltó la mano de Hitler y bajó la mirada; detrás de él, la muchedumbre lanzaba vítores de entusiasmo. Un Mercedes-Benz descapotable de color negro, adornado con banderas nazis, se detuvo, y el chófer se apeó y abrió la portezuela. Tras sonreír a la fila de muchachas, Hitler dio la vuelta y se subió al coche, donde se quedó de pie en el asiento delantero, con el brazo muy por encima de la rugiente multitud. Cuando el coche salió de la plaza y desapareció por una estrecha bocacalle, un oficial les indicó a las chicas con un gesto que ya podían irse, y Christine fue deprisa por el pasillo para buscar a su familia. La banda militar siguió tocando mientras los soldados salían desfilando de la plaza y la multitud se dispersaba. Christine vio que Oma, Opa, Mutti y Maria corrían hacia ella, seguidos de Karl y Heinrich.

—¿Estás bien? —preguntó Mutti.

—Estoy muy bien —respondió Christine—. Sólo quiero irme a casa.

Maria la tomó del brazo y Karl fue a cogerle la mano derecha, pero Christine se estremeció y se apartó.

—No me toquéis —dijo, y siguió andando.

Más tarde, cuando todos se habían acostado, Christine bajó a hurtadillas a la cocina en camisón de dormir, con un jersey de lana encima y un par de calcetines gruesos en los pies. Después de la concentración se había desencadenado una tormenta, y daba la impresión de que volviera a empezar el invierno. Las ráfagas de viento rugían haciendo vibrar los postigos, y la lluvia repiqueteaba en los cristales como si en ellos llamaran las uñas de unos helados dedos. Tras encender una vela y ponerla cerca del fregadero, Christine fue al fogón y tocó el hervidor del agua; aún estaba caliente, aunque no lo bastante. Abrió la puerta del horno y metió otro leño, confiando en avivar la mortecina lumbre. Luego registró el armario buscando un cepillo duro y una pastilla de jabón de sosa. Una vez encontrados, llenó el fregadero con unos centímetros de agua y se puso a pasear de un lado para otro de la habitación, esperando.

Al cabo de unos minutos del pitorro del hervidor brotaron chorros de vapor. Christine se quitó el jersey y se subió las mangas del camisón. Vertió la mitad del agua caliente en el fregadero, se humedeció las manos y la mejilla, y luego, con el jabón de sosa y el cepillo duro, se dedicó a hacer una espuma de fuerte olor en su piel. Se había lavado las manos y la cara en cuanto había llegado a casa de la concentración, y otra vez antes de cambiarse y ponerse la ropa de dormir, pero con eso no bastaba. Aún sentía la mojada mano de Hitler en la suya, sus viscosos dedos tocándole la mejilla, y le parecía como si se hubiera infectado, como si de algún modo se hubiera envenenado a través de sus secreciones, a través de su corrompido roce. Christine no hacía más que figurarse que el sudor de Hitler se mezclaba con el suyo, que la ruin esencia de Hitler invadía su sangre hasta contaminarle el cuerpo y el alma. Era como si el mismo diablo le hubiera puesto la mano encima y ahora estuviera condenada a una perdición segura. Cerró los ojos e hizo una mueca sin dejar de restregar todo lo fuerte que podía, mientras las lágrimas se le acumulaban tras los párpados. El cepillo de cerdas le arañaba la piel y el jabón de sosa le quemaba las diminutas abrasiones. Pasados unos minutos, fue a la hornilla a por el hervidor y volvió al fregadero.

Justo cuando se disponía a verterse el agua hirviendo sobre la mano, Maria entró en la cocina.

—¿Qué haces? —preguntó, con los ojos como platos. Inmediatamente le arrancó el hervidor de las manos—. ¡Quieta! ¡Vas a quemarte!

Bitte —dijo Christine—. Casi he acabado. No te preocupes.

Nein! —repuso Maria. Volvió a poner el cacharro en la hornilla—. ¿Has perdido el juicio?

—Es que necesito lavarme. Tengo que esterilizarme la piel.

—No es más que un hombre —contestó Maria, con voz severa—. Un malvado, desde luego, pero un hombre de todas formas. ¡No puede hacerte daño tocándote la mano! ¡No tiene poderes especiales!

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Christine. Los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡Les ha lavado el cerebro a muchísimas personas! ¿Cómo, si no, sigue teniendo tantos partidarios, haga lo que haga?

En el momento de pronunciar estas palabras Christine ya supo que eran un disparate. También supo que su hermana era la única persona a quien podía decírselas.

Maria la tomó por la muñeca y la llevó hacia el fregadero.

—Ven, yo te ayudo —dijo—. Pero no vas a echarte agua hirviendo encima. —Dejó salir el agua jabonosa del fregadero y volvió a llenarlo en parte, añadiendo la suficiente agua caliente del hervidor como para templarla; luego, con cuidado, le enjuagó la mejilla y las manos a Christine—. Te has herido la piel en unos cuantos sitios —comentó, con la frente fruncida.

—Apenas me la siento —respondió Christine, dejando que Maria le enjuagara la espuma de la irritada piel—. Perdona por haberte asustado, es que…

—Lo entiendo —la interrumpió Maria—, Hitler no sólo actuó como un loco allá arriba en aquel estrado, sino que quiere matar al hombre que amas. Probablemente yo haría lo mismo si me tocara a mí.

Danke por ser una hermana tan buena —contestó Christine—. No sé qué haría sin ti.

—Bueno, pues yo tampoco sé qué haría sin ti, así que más vale que empieces a cuidarte mejor. ¿Y si te hubieras hecho una quemadura grave y hubieras pillado una infección o algo así? ¡Sabes que los civiles no tienen derecho a las medicinas! ¡Sabes que todo va para los soldados del frente!

Maria sacó de un cajón un paño de cocina limpio y le secó las manos y la cara con suavidad; se le humedecieron los ojos.

—Lo sé —dijo Christine—. Ha sido una estupidez. No pensaba con claridad.

Maria apretó los labios y las lágrimas le cayeron por las mejillas.

—¿Por qué lloras? —preguntó Christine—. ¡Estoy bien, de veras!

—Lo sé —respondió Maria, y se pasó una mano bajo la nariz—. Es que tengo miedo, nada más. No hago más que esperar y preguntarme qué va a ocurrir ahora.

Christine le rodeó los hombros con los brazos, mientras se reñía por recrearse en sus tontos temores. ¡Pues vaya con las secreciones maléficas que le invadían la sangre! ¿Cómo se le había ocurrido aquello? Su familia, sus hermanitos y su hermana pequeña la necesitaban. Tenía que ser fuerte, por muchas locuras que se le pasaran por la cabeza.

—Todo va a salir bien —le aseguró—. Siempre me tendrás a tu lado. Lo aguantaremos juntos, todos.

—¿Me lo prometes? —preguntó Maria con un hilo de voz.

—Te lo prometo.

—¿Se lo prometes a Dios, todos incluidos, nada cuenta?

—Se lo prometo a Dios, todos incluidos, nada cuenta —respondió Christine.

Pero, mientras lo decía, se preguntó si no era un error hacer un juramento que no tenía ni idea de si podría cumplir.