Capítulo 9

A mediados del tercer largo invierno del conflicto, los Estados Unidos ya se habían sumado a la guerra contra Alemania y los rusos habían lanzado un brutal contraataque. Por el pueblo circulaban rumores de que Hitler había estado tan seguro de que obtendría una victoria rápida que los soldados no tenían provisiones adecuadas ni ropa para sobrevivir al invierno ruso. En lugar de morir en combate, sucumbían al tifus, el frío, el hambre y la congelación.

Perder a los seres queridos en la guerra era una cosa pero ¿perderlos porque a los dirigentes les importaban tan poco que no les ofrecían lo necesario para sobrevivir? Y pensar que Vater se había marchado sólo con lo puesto, pese a la insistencia de Mutti para que se llevara una muda de ropa, la ropa interior larga, el gorro bueno y los guantes de invierno… El ejército no proporcionaba noticias y la madre de Christine, por instinto de conservación, optó por aceptarlo como una buena señal y esperó que su familia hiciera lo mismo.

Mutti llevó a la cocina «la Radio del Pueblo» para oír las noticias del Frente Oriental mientras trabajaba. Por la noche la dejaban encendida y así ocultaban las voces de la Atlantiksender, la emisora de radio enemiga que transmitía avisos en alemán y que sintonizaban en el aparato de radio viejo; este seguía escondido en el piso de arriba, bajo la cama de Mutti y Vater. Christine, Mutti y Maria se sentaban el suelo para escuchar la onda corta ilegal, con la espalda apoyada en la pared, una manta por los hombros y el volumen bajado. Tras una música militar alemana y las emisiones de tono oficial, el locutor, en perfecto y alto alemán, decía que Hitler le mentía a su pueblo, que el Tercer Reich estaba perdiendo la guerra y que a los soldados alemanes, que se rendían a millares, los enviaban a trabajar a Norteamérica donde ganaban grandes sueldos. A la Kriegsmarine que iba en los U-boote la animaban a salir a la superficie y rendirse, ahora que aún podían. Lanzándose miradas con los ojos muy abiertos y ensombrecidos, Christine, Maria y Mutti escuchaban en silencio hasta que terminaban los noticiarios.

Antes de que pasara un mes, la transmisión clandestina encontró el modo de emitir sobre frecuencias alemanas, y los nazis se apresuraron a contrarrestar sus esfuerzos comenzando todas las emisiones con una notificación especial: «El enemigo difunde instrucciones espurias en frecuencias radiofónicas alemanas. No se dejen ustedes engañar. A continuación, un aviso oficial de la autoridad del Reich».

Con la llegada de los días más calurosos, junto a los demás carteles aparecieron otros, esta vez antinorteamericanos, que mostraban en blanco y negro el dibujo de un gigante de seis brazos hecho de piezas de aviones, con remachadas piernas metálicas. Debajo de unas letras mayúsculas que formaban las palabras «KULTUR-TERROR», la cabeza del monstruo era una puntiaguda capucha blanca que a la altura del cuello llevaba estampadas las letras KKK. Uno de los brazos era de presidiario y cogía una metralleta. Sobre una de las alas que tenía a la espalda, una figura femenina agarraba la bandera estadounidense puesta al revés. El torso era una jaula de pájaros que contenía una pareja de negros bailando, en cuya base ponía «JITTERBUG». Un bombo formaba la pelvis, y una bandera judía colgaba entre las piernas, que eran bombas manchadas de sangre que pisoteaban el pintoresco paisaje de un pueblo alemán. Christine se preguntó si los norteamericanos pondrían carteles que pintaran a los alemanes como monstruos.

Una cálida mañana de principios de abril, Christine cogió la cesta de los huevos y salió hacia el gallinero. Las semanas anteriores había encontrado tres huevos morenos en los amarillos nidales de paja, pero ahora el tiempo había templado y sabía que encontraría media docena o más. Estaba deseando sorprender a todo el mundo con un huevo pasado por agua para cada uno, un estupendo desayuno nada usual tras el largo invierno de escasez. Pero cuando abrió la puerta trasera y salió, se quedó paralizada. La tierra parecía vibrar bajo sus pies. Desde el centro de la ciudad llegaba un estruendo lejano y retumbante, marcado por un metálico rechinar, crujidos entrecortados y chirridos mecánicos. En lugar de ir a recoger los huevos, Christine se apresuró a entrar de nuevo, dejó la cesta y salió por la puerta principal.

A medida que se acercaba a la plaza del pueblo, los gruñidos y ruidos aumentaron hasta convertirse en un confuso estrépito sobre el que destacaba el rítmico golpeteo de botas y martillos. Por aquel lado de la ciudad dos calles desembocaban en la plaza desde la cumbre de una colina; entre ambas se encontraba la iglesia gótica de San Miguel, que dominaba la plaza con sus vidrieras en forma de arco, sus altísimos barrotes con pinchos y un empinado tejado de tejas color naranja. Christine entró en el atrio trasero y fue por la acera, siguiendo los imponentes muros de piedra arenisca, hasta llegar a la fachada de la iglesia, donde una cascada de cincuenta y cuatro escalones de granito llevaba hasta los adoquines dispuestos en abanico de la plaza del mercado.

En lo alto de los escalones Christine se tapó los oídos con las manos y contempló el caos de abajo. Entre un torbellino de nubes de polvo, la zona abierta estaba atestada; en ella serpenteaba un enjambre de Panzerkampfwagen, o carros de combate acorazados, camiones, motocicletas, soldados con fusiles y bayonetas, y Panje, carros de tracción animal que transportaban cañones antiaéreos. Una descomunal bandera roja y blanca con una esvástica negra en medio tapaba las tres plantas centrales del ayuntamiento, y había una bandera más pequeña a cada lado. Los motores se aceleraban, las ruedas del carro iban dando porrazos por el irregular empedrado y el golpeteo de los cascos de los caballos no se acompasaba con el ritmo de las botas de los soldados, que marchaban en negras columnas por la plaza. Los tanques retumbaban y vibraban, mientras sus gigantescas orugas chirriaban y se estremecían como pesadas cadenas que se sacudieran e intentaran agujerear el suelo.

Christine quería mirar pero el ruido le resultaba insoportable, de modo que dio media vuelta y entró rápidamente en la iglesia. Las puertas de madera eran tan altas y gruesas como troncos de antiquísimos árboles, y cuando las cerró de un empujón, la discordante confusión de la plaza quedó reducida a un sordo rumor. Dentro, los abovedados techos de piedra parecían una inmensa red de pintadas telarañas, sostenida por innumerables hileras de esbeltas columnas grises de cuatro pisos de altura. La cavernosa iglesia olía a incienso y a piedra mojada, y estaba fresca y en silencio como las recónditas profundidades de una húmeda gruta.

Aquel aroma le evocó a Christine recuerdos de su niñez, cuando ella y Kate se metían en la iglesia para escapar al calor del verano. Entonces deambulaban por el colosal edificio de piedra, alzando la vista hasta sus altas paredes y explorando las dependencias laterales; especulaban sobre las personas, muertas hacía muchísimo tiempo, que habían esculpido y pintado la piedra para transformarla en santos y ángeles, y que también habían fundido el negro hierro hasta convertirlo en calaveras que gritaban y en retorcidas serpientes. Detrás del altar, en el suelo de piedra había una fosa descubierta llena de huesos, procedentes del cementerio que se había cambiado de sitio para construir la iglesia; los cráneos, fémures y clavículas estaban apilados en pulcros montones pardos.

Christine torció a la derecha por una puerta muy baja en forma de arco que había justo al lado de la entrada principal, y subió por una escalera de madera. A mitad de subida, la escalera se estrechaba al rodear las campanas y el mecanismo del enorme carillón. Sin separarse de las paredes de piedra, porque no había barandas, Christine subió cada vez más deprisa, confiando en que las campanas no repicaran antes de que llegara a lo alto. Por fin, en el último peldaño salió por una estrecha puerta a una pasarela octogonal cercada con una barandilla, el punto más elevado del pueblo. Hacía años que no subía allí, aunque había sido uno de sus lugares preferidos en los calurosos días de verano para disfrutar de las frescas brisas que soplaban por encima de los apiñados edificios y las angostas y asfixiantes calles del pueblo.

Desde allí, por encima del tejado del ayuntamiento y de las casas de cinco plantas con tejado a dos aguas que cercaban la plaza, divisó la sucesión de colinas verdes y azules que se extendían como un inmenso mar ondulado. A pesar de la masa de tierra y polvo que se arremolinaba abajo, allá arriba en el chapitel el aire estaba limpio, y Christine veía muy lejos. Hacia el oeste el bosque bajaba derramándose desde las colinas y por el valle hasta llegar a las afueras del pueblo, donde crecía y se extendía como una verde y frondosa ola. El terreno arbolado se elevaba justo lo suficiente para que se viera por debajo de las copas de los árboles, y Christine distinguió soldados que trabajaban en armazones de aeroplanos e inacabables hileras de paneles de alas y hélices. Estaban montando aviones bajo el tupido manto de camuflaje del bosque.

Por el sur una larga fila de carros de combate y vehículos militares zigzagueaba hacia el extremo abierto del valle, como una temblorosa serpiente negra rodeada de penachos de humo amarillo grisáceo. La cola de la serpiente desaparecía detrás de la última colina, pero su oscura cabeza se movía hacia la ciudad, y un embotellamiento iba formándose en el puente Haller. Christine vio la antigua base aérea en mitad del valle y una hilera de oscuros aeroplanos dispuestos en una larga faja de césped aplanado. Hombres del tamaño de insectos descargaban de unos diminutos camiones algo que parecían unas letras X de madera y construían con ellas una cerca en torno a la base, como una línea de negro punto de cruz sobre la hierba.

Abajo en la plaza, un grupo de soldados armados con martillos y serruchos construían una tarima de madera que salía de los escalones del ayuntamiento. Otro puñado de ellos levantaban metálicas astas de bandera coronadas por águilas y esvásticas, los Hoheitsabzeichen, la insignia nacional, en la parte delantera del tablado. Más soldados apilaban montones de madera a ambos lados. Las bocacalles y algunas partes de la plaza estaban acordonadas con cuerdas y vallas metálicas. Tras quedarse mirando unos cuantos minutos más, Christine bajó a toda velocidad los escalones y volvió corriendo a su casa. Su esperanza de que la guerra se hubiera olvidado del tranquilo pueblo había quedado hecha añicos.

Mientras avanzaba rápidamente por las aceras, se sorprendió al ver que la gente seguía ocupándose de sus cosas, como si los carros de combate y los soldados no estuvieran adueñándose del pueblo. «¿No saben que lo siguiente serán bombas y balas?». Hasta ahora Christine no se había dado cuenta de que esperaba que se desencadenase el pánico: personas que corrieran por las calles, que cubrieran con tablas ventanas y puertas, que cargaran sus pertenencias en carretones y maletas y huyeran de la ciudad.

Entonces se acordó de Heilbronn. Aflojó la marcha y se puso a caminar; sentía que cada respiración le abrasaba el pecho. «No se marcha nadie porque no hay adónde ir», pensó. Ya habían atacado todos los pueblos y ciudades de los que había oído hablar; Heilbronn era el pueblo más próximo. Después de que Christine y su familia vieran los papeles quemados cayendo del cielo, la radio anunció que los bombardeos habían dejado sin hogar a cincuenta mil personas, y que siete mil habían muerto. Christine se abrazó mientras que, con las piernas temblando, rodeaba a los demás transeúntes por la acera.

En su casa la puerta estaba abierta, y dos soldados descollaban sobre su madre, con las anchas espaldas vueltas hacia la calle. Entre ellos flotaba el rostro de Mutti: un óvalo blanco flanqueado por dos estatuas negras como la noche, con metralletas y pistolas Luger. Christine fue acercándose por la valla hasta ver el corte ceñido de sus uniformes negros y el reflejo del sol en los cascos metálicos y en las botas de cuero.

Frau Bölz —dijo uno de los soldados con voz firme—, cuando suene la alarma debe usted buscar refugio inmediatamente para su familia. Tenga cubos de arena y agua en la escalera por si su casa se incendia. Debe tapar todas las ventanas con tela negra e impedir que pase la luz para que los aviones enemigos no vean el pueblo desde el cielo. Los vigilantes realizarán inspecciones de noche, y la desobediencia de esta orden tendrá como resultado un duro castigo. Esta noche hay una concentración Nacional Socialista y se requiere la asistencia de todos los ciudadanos. Habrá soldados en las calles para asegurarse de que todos los vecinos salgan de sus casas. ¡La falta de colaboración por parte de usted tendrá como resultado su detención! Heil Hitler!

Antes de que Mutti pudiera contestar, los soldados dieron media vuelta al unísono y se encaminaron a la casa de al lado. Christine corrió hacia su madre.

—¿Qué más han dicho? —le preguntó.

—Han venido a avisarnos —respondió Mutti, sin poder apartar los ojos de los soldados que llamaban a la puerta del vecino—. Están usando la antigua base aérea de detrás del pueblo, y los aviones enemigos no tardarán mucho en empezar a bombardearla. Tenemos que buscar un lugar para escondernos cuando suene la sirena antiaérea.

—¿Adónde iremos? —preguntó Christine.

«Y si Isaac y su familia aún están aquí, ¿dónde se esconderán?», se dijo.

Mutti se quedó pensando, con los antebrazos cruzados sin fuerzas sobre el pecho, al tiempo que se rascaba la muñeca y miraba fijamente la acera.

—El sótano es demasiado pequeño para que quepamos todos —contestó con voz apagada—. Deberíamos hablar con el carnicero, Herr Weiler. Su sótano de las patatas es grande y es el que está más cerca. —Entró en el vestíbulo y fue deprisa hacia el pie de la escalera—. ¡Maria! —gritó mirando hacia arriba—. Christine y yo tenemos que ir corriendo al centro. Ten cuidado de Heinrich y Karl, ¿quieres?

Christine y su madre se dirigieron a toda prisa hacia las tiendas que estaban en la parte más baja de la calle, donde por fin la gente empezaba a actuar como si hubieran cambiado las cosas. Los empleados de los cafés metían las mesas y las sillas de exterior, dos ancianos estaban cubriendo con tablas los escaparates de la panadería y Frau Nussbaum recogía los tiestos de geranios al tiempo que su marido fijaba con clavos las contraventanas. Dos soldados ponían carteles mientras que la gente se apiñaba en torno a ellos para ver lo que decían. Christine y Mutti se pararon a mirar.

En letras dentadas, el cartel negro y gris advertía: Der Feind sieht Dein Licht! Verdunkeln! «¡El enemigo ve tu luz! ¡Apágala!». Entre ambas frases un enorme esqueleto, con una mueca maligna en el descarnado rostro, atravesaba una noche tormentosa montado en un avión aliado y con una bomba en una huesuda mano, listo para arrojar muerte y destrucción sobre el pueblo alemán que se veía abajo. A Christine le dio un vuelco el estómago. Jamás en su vida había visto nada tan aterrador. Mutti le agarró la mano, la apartó y la llevó por la acera casi corriendo.

Cuando Christine y su madre llegaron al almacén que Herr Weiler tenía en la ladera de la colina, unos cuantos dueños de tiendas ya estaban dentro, disponiendo bancos y colocando colchones sobre los arcones de patatas.

Grüss Gott, Frau Bölz y Christine —exclamó Herr Weiler en voz alta. Era un anciano corpulento, de rubicunda cara ancha y aplastada, pero siempre estaba de buen humor, y el hecho de montar un refugio antiaéreo no era una excepción—. ¡Usted y su familia son bienvenidas aquí! ¡Hay mucho sitio! Creemos que podemos meter a bastantes personas, y nadie debería esconderse solo en el sótano de su casa. ¡En momentos así nos necesitamos unos a otros!

Danke, Herr Weiler —respondió Mutti, retorciéndose las manos.

Christine no oyó el resto de la conversación. En lugar de eso se quedó mirando hacia el fondo del refugio, hacia un trozo de tela que parecía estar empezando a escurrirse de su escondite, detrás del último arcón de patatas. Los ojos se le llenaron de lágrimas al tiempo que clavaba la vista en la polvorienta y arrugada punta del mantel rojo y blanco, que era suyo y de Isaac.