A principios de 1941 las encarnizadas batallas de la guerra aún no habían llegado al pueblo de Christine, pero todo el mundo sentía que se acercaban, como una lejana tormenta que retumbaba y crecía entre las nubes.
Durante el mes de enero las cercanas ciudades de Wurzburg, Karlsruhe y Pforzheim fueron bombardeadas. Ahora la gente se miraba en las calles con una expresión angustiada que decía: «¿Te has enterado? ¿Crees que seremos los siguientes? ¿Será esta noche?».
Desde la ventana del segundo piso, en el pasillo que llevaba a su dormitorio, Christine veía el vacilante resplandor de las ciudades en llamas como rojas y palpitantes setas en el horizonte nocturno. Con la ventana abierta, según de donde soplara el viento, oía caer las bombas con un hueco y sordo golpeteo que resonaba en la tierra como si un dios airado la golpeara con sus gigantescos puños.
En los primeros días de febrero por los muros de piedra y las fachadas enlucidas de las tortuosas calles pusieron nuevos carteles, que advertían a la gente de que los traidores (es decir, quienes escucharan una emisión radiofónica enemiga, leyeran periódicos enemigos o dieran crédito a la propaganda enemiga) serían enviados a la horca. En las diarias colas del racionamiento, donde a veces Christine se pasaba horas para encontrarse al final con que ya no quedaba nada, todo el mundo echaba un vistazo por encima de los hombros antes de cuchichear con la persona que tuviera al lado. Christine se sorprendió cuando oyó a la gente repetir la última rima cómica: «Oh, Gott, hazme mudo y así no terminaré en Dachau».
La primera carta de su padre llegó a mediados de marzo, y Mutti se la leyó a la familia con voz temblorosa.
Queridísimos Rose y familia:
No tengo palabras para expresar cuánto os echo de menos a todos. Le pido a Dios que estéis bien. Quiero que sepáis que yo estoy bien de salud. La instrucción es fuerte, pero nos dan mucho de comer. Aunque todavía me parece saborear el bocadillo de Leberwurst y Griebenschmalz que me preparaste para el viaje en tren a Stuttgart. Ahora que mi período de instrucción ha terminado, me enviarán al frente oriental a tender cables de comunicaciones para el avance del Sexto Ejército, que va con el Cuerpo de Ingenieros porque han de cambiar el ancho de las vías del tren para que puedan llegar nuestros trenes de abastecimiento. Me he inscrito en un plan obligatorio de ahorro, que nos han dicho que nos dará buenas ganancias al término favorable de esta guerra. Cuidaos unos a otros. Escribiré siempre que pueda. Os quiero, y pronto os veré de nuevo.
Heil Hitler,
Dietrich
Estaban sentados en torno a la mesa, tomando la insípida comida que se había convertido en la base de su dieta invernal: diluida leche de cabra, patatas hervidas y sopa de nabo. Aunque resultaba imposible de creer, echaban de menos los tiempos en que Mutti dejaba una vasija de barro llena de leche de vaca en la escalera del sótano durante tres días, hasta que se agriaba y adquiría la consistencia del budín. Cuando estaba a punto, se sentaban todos en torno a la mesa, con la vasija en el centro, y tomaban cucharadas de aquella crema, alternándola con bocados de patatas hervidas con sal. Antes los niños se quejaban y protestaban, pero ahora que hacía más de un año que no tomaban leche de vaca, Christine estaba segura de que la leche cuajada les habría parecido un lujo.
—¿Por qué ha firmado Vater «Heil Hitler»? —preguntó Maria.
—Ha tenido que hacerlo —contestó Opa—. Las cartas de los soldados las leen antes de que las echen al correo.
—¿Cuándo va a volver? —preguntó gimoteando Karl.
—Volverá en cuanto pueda —respondió Mutti.
—Mutti —dijo Christine—, nos han robado el gallo. Anoche estaba, pero ahora ha desaparecido.
Mutti metió la carta en el sobre y lo deslizó en el bolsillo de su delantal con los labios apretados.
—Pues entonces —repuso— no habrá pollitos nuevos esta primavera, ni caldo de pollo ni carne hasta que compremos otro.
Mientras el invierno se convertía en primavera, Mutti miraba todos los días el buzón que estaba en la fachada de la casa, esperando que hubiese otra carta de Vater. Con el tiempo empezó a mirar sólo cada tres días, hasta que por fin le encargó a Christine que lo hiciera ella, porque no soportaba la decepción de no encontrar nunca nada.
Cuando iba a recoger las raciones de la familia, Christine tomaba un camino distinto cada día y aprovechaba para echar un vistazo por los jardines y por las puertas abiertas de los gallineros por si descubría el gallo desaparecido. Le costaba creer que lo hubiera cogido alguno de los vecinos aunque, por lo visto, durante la guerra las antiguas normas no se aplicaban.
Para finales de mayo más de la mitad de los campos que rodeaban el pueblo seguían sin arar y sin sembrar, pues los únicos hombres a quienes no habían llamado a filas para ir a la guerra eran demasiado viejos para andar tras los caballos de labranza o cargar con los pesados sacos de semillas durante mucho tiempo. Unas cuantas esposas de granjeros hacían todo lo posible por seguir llevando las granjas, con el único caballo que les permitían tener y la ayuda de un Kriegsgefangener polaco, un prisionero de guerra, o una muchacha de catorce o quince años de las del campo de servicio laboral situado a las afueras de Sulzbach.
A Christine le daban pena las jovencitas que iban y venían en sus bicicletas desde el campo de trabajo con sus vestidos de faena azules, los ojos bajos y las manos y las caras llenas de rasguños y manchadas de barro. Pertenecían a la Bund Deutscher Mädel de Stuttgart, la Liga de Muchachas Alemanas: un grupo nazi que agrupaba a muchachas solteras de edades comprendidas entre los catorce y los diecisiete años. A aquellas chicas de ciudad se las llamaba «muchachas en año de servicio», y se les exigía pasar parte de la primavera y todo el verano realizando servicios gubernamentales. Las más pequeñas trabajaban en las granjas y vivían en campos de trabajo dirigidos por mujeres que pertenecían al Partido Nazi, mientras que las mayores se convertían en vigilantes antiaéreas o bomberos auxiliares.
Había un pequeño grupo de la Bund Deutscher Mädel en Hessental que se reunía en el instituto de enseñanza secundaria, pero como el padre de Christine había nacido en Italia, a ella y a su hermana no les permitían apuntarse. Las muchachas reclutadas llevaban uniformes y una vez a la semana celebraban reuniones en el instituto; allí preparaban paquetes con comida, ropa, tabaco o jabón para los soldados y hacían zapatillas de paja para enviar a los hospitales. Christine y Maria estaban de acuerdo en que no les importaría ayudar a los soldados, aunque se sentían aliviadas al no cumplir los requisitos necesarios para afiliarse, pues las muchachas de la BDM estaban obligadas a jurar lealtad a Hitler y al Partido Nazi.
A veces Christine veía a los Deutsches Jungvolk, la organización juvenil nazi que agrupaba a niños de diez a catorce años, y a las Juventudes Hitlerianas, para los chicos mayores de catorce años, ponerse en fila para el acto de pasar lista en el patio del colegio, vestidos con camisas pardas, corbatas oscuras y brazaletes con la esvástica. Entre sus funciones se encontraban despejar de nieve las calles en invierno, llevar el correo, cantar canciones patrióticas, hacer excursiones a pie, jugar a la guerra y, una vez alcanzada determinada edad, ser reclutados para la Wehrmacht. A los padres se les avisaba de que si sus hijos cumplían los requisitos para afiliarse a uno de los grupos juveniles hitlerianos y no lo hacían, los ingresarían en un orfanato.
En junio Hitler invadió Rusia y, antes de que pasara una semana, aparecieron carteles que representaban a los rusos como hombres gordos y desaseados, con un botella de vodka en una mano y un látigo en la otra. A principios de verano el Gobierno anunció que daría una exigua paga mensual a las alemanas por remendar uniformes militares. Una vez por semana Christine y Maria iban a la estación de tren a recoger canastas de mimbre llenas de guerreras, sobretodos, camisas y pantalones destrozados; cuando llegaban a su casa con la pesada carga les dolían los brazos y las piernas. Las mujeres se sentaban juntas en la sala y se pasaban horas y horas arreglando los pantalones hechos trizas, las camisas desgarradas y las acribilladas guerreras. Los tipos y colores iban desde el negro hasta el verde y el pardo, con distintas variantes de corte y diseño. Pero la mayoría de los uniformes que precisaban arreglo eran verdes, el color del Heer, o ejército regular, y de los Frontkämpfer, los soldados del frente. Opa comentó que no había uniformes de los Goldfasane, o faisanes dorados, el término despectivo con que los viejos se referían a los miembros de alta graduación del Partido Nazi, que vestían uniformes pardos y rojos y pasaban la guerra en relativa paz y lujo en su patria.
Christine se concentraba en dar perfectas y diminutas puntadas en cada uniforme, tratando de no pensar en el hombre que lo habría llevado puesto. Pero cuanto más se esforzaba por centrar la mente en otra cosa, más difícil le resultaba evitar que los rostros sin nombre se le aparecieran en la cabeza. «¿Qué ha sido de este pobre soldado? ¿Está tan deteriorado y hecho pedazos como esta manga o estos pantalones? ¿Ha muerto? ¿Saben su madre, su hermana o su esposa lo que le ha ocurrido? ¿Será este el uniforme de mi padre?». Antes de que anocheciera Oma se quedaba dormida con la boca abierta y las manos en equilibrio a mitad de una puntada. Al principio un solo furgón de cada formación de vagones iba lleno de uniformes necesitados de arreglo; para finales de verano había cuatro furgones llenos en cada tren.
Una mañana gris de principios de septiembre, con una fina llovizna flotando en el aire, Christine se dirigía hacia el final de la cola de racionamiento del pan, entornando los ojos para que no se le metieran las frías gotitas que se quedaban en las pestañas y las cejas. Con las prisas por llegar a la panadería antes de que se acabara el pan no se había molestado en echar mano al abrigo, porque los cuatro días anteriores habían sido tibios y soleados para esa época del año; los últimos esfuerzos de un verano caluroso. Se cerró el jersey bajo el cuello con una mano, avergonzada al ver que todos los demás llevaban largos abrigos y paraguas, pero otra cosa le llamó la atención y se le olvidó que tenía frío. En las colas del racionamiento había personas con una tela amarilla cosida a la ropa; todos, ancianas y niñas, adolescentes, niños de pañales y pequeños que comenzaban a andar agarrados a las manos de sus madres, tenían estrellas amarillas en el lado izquierdo de la pechera. Christine fue deprisa al extremo de la cola y le dio un golpecito en el hombro con el dedo a la esposa del zapatero, Frau Unger.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué llevan estrellas en los abrigos?
—¿No oíste el aviso de anoche? —respondió Frau Unger—. Desde hoy la ley prohíbe que los judíos alemanes estén en lugares públicos sin llevar la estrella de David.
—Pero ¿por qué? ¿Qué significa?
Frau Unger se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo? No hay manera de estar al día de las normas. Hay demasiadas. A mi pobre marido han estado a punto de detenerlo por cazar un pato salvaje. ¿Te imaginas, meter a un anciano en la cárcel por intentar buscarse la cena? Por lo visto, a Himmler le gustan los patos salvajes.
Christine se imaginó a Isaac y a su familia en una fila de racionamiento al otro lado de la ciudad, con estrellas en los abrigos. Echó un vistazo a la larga cola que tenía delante: por detrás todas las personas eran iguales.
—No sabía que los Klein y los Leibermann fueran judíos —dijo.
—Ya es demasiado tarde para ellos —contestó Frau Unger, meneando la cabeza.
—¿Qué quiere decir?
—Que ya no pueden salir del país. Un día Hitler dice que va a deshacerse de los judíos, y al día siguiente dice que no pueden marcharse.
Christine recordó la carta de la tía de Isaac que vivía en Polonia y un duro nudo se le formó en el estómago. Después de las estrellas venían los ghettos. ¿Era ese el plan de Hitler para los judíos alemanes también? Ya tenían prohibido hacer negocios con los pequeños comerciantes arios, tenderos, carniceros, médicos, zapateros remendones y barberos. Los nazis incluso habían llegado al extremo de decretar la obligación de que entregaran las maquinillas para cortar el pelo, tijeras y peines. Se había reducido la cantidad de víveres para los judíos y, al mismo tiempo, era ilegal que almacenaran alimentos. Hitler estaba haciendo imposible que sobrevivieran. ¿Y ahora no iba a dejarlos marchar?
El primer pensamiento de Christine fue salir de la cola y correr al otro lado de la ciudad para averiguar si Isaac y su familia aún vivían allí, o si el padre por fin había convencido a la madre para que abandonaran el país. Pero tenía que conseguir pan para su familia, porque la semana anterior la panadería y la tienda habían estado cerradas. A pesar de todo se sintió una cobarde, porque no había ido al otro lado de la ciudad desde que viera a los oficiales de las SS en el café. «Los Bauerman deben de haberse marchado ya», se dijo. «Con todo lo que ha estado pasando, estoy segura de que la madre de Isaac por fin se ha asustado lo suficiente como para hacer caso». Con esa idea, el nudo de miedo de su estómago se desenrolló y fue reptando hasta sus pulmones, donde se enroscó en torno a su corazón formando una fría y apretada bola de punzante angustia.
A los pocos días llegó otra carta de su padre. Esta vez Mutti se la leyó a todos en el rincón del desayuno, en la cocina.
Queridísimos Rose, Christine, Maria, Heinrich, Karl, Oma y Opa:
Siento no haber escrito, pero hemos estado avanzando durante meses y por fin hemos acampado para unos cuantos días. Le pido a Dios que todos estéis bien y tengáis la moral alta. ¿Habéis tenido una cosecha abundante en el huerto este año? Ojalá estuviese ahí para ayudar a coger las peras y las ciruelas. Qué no daría por una rebanada de pan negro untada con tu mermelada de ciruela recién hecha. Si todavía no lo has hecho, no te olvides de decirle a Herr Oertel que aún te debe dos Scheffel de leña por el trabajo que le hice el año pasado. Dile que la necesitarás para aguantar el invierno.
Ahora mismo estoy metido en una trinchera antitanque con otros quinientos hombres. Esta tarde hemos cavado la zanja, que tiene kilómetro y medio de largo, y aquí dormiremos. Estamos en lo más hondo de Ucrania y nos dicen que las tropas del norte tomarán Moscú antes del invierno. Aquí todo el mundo espera que la guerra termine pronto para que podamos volver a Alemania antes de que el invierno ruso llegue. Con un poco de suerte, para la primavera la guerra habrá acabado y estaré con vosotros. Muchos besos para todos.
Heil Hitler,
Dietrich
Mutti le pasó la carta a Maria, quien la leyó de nuevo y se la pasó a Oma, que, a su vez, se la pasó a Christine. Christine puso el pulgar en un oscuro borrón que había en la esquina inferior izquierda, imaginó que era la huella del pulgar de su padre, por donde la había cogido, y la releyó antes de doblarla y ponerla en el sobre. Se lo figuró metido allí, a miles de kilómetros de su patria, apoyado en la roja tierra rusa, agotado y nostálgico. El dolor de echar de menos a alguien amado le resultaba tan familiar como el hambre y el frío, pero no concebía el tormento de que la apartaran de su familia y no supiera si moriría antes de poder verlos de nuevo. Parpadeando para no llorar, leyó otra vez la carta.
—¿Qué es eso? —preguntó de pronto Heinrich, al tiempo que señalaba las puertas acristaladas del balcón y fruncía la nariz como si oliese a podrido.
Todos se volvieron. En el vidrio cubierto de rocío había un blanco pegote de papel, extendido y mojado. Mientras miraban, un segundo y arrugado fajo se estampó contra otro vidrio más arriba. Luego, media docena de hojas de papel salieron de la nada y se quedaron aplastadas en el vidrio formando un caprichoso diseño, como las hojas otoñales que Christine pegaba antes en la ventana de su dormitorio. Mutti se levantó y abrió la puerta justo cuando un torbellino de papeles salía flotando del cielo y aterrizaba en el balcón, como una extraña tormenta de copos de nieve gigantes. La familia se apresuró a salir a coger los papeles que caían por el aire. Algunos estaban en blanco, pero casi todos tenían letras; otros estaban negros y quemados por los bordes, como si hubieran tenido cerca un fuego.
—Este es de Heilbronn —dijo Mutti, tendiendo la hoja para que todos la vieran—. Dice: «Del despacho del Bürgermeister de Heilbronn».
—Este también —añadió Maria, con la mitad superviviente de una chamuscada página en la mano—. Es de la escuela.
—Mirad —dijo Karl señalando hacia abajo, a la calle.
Centenares de papeles chamuscados cubrían el empedrado, mientras que aún más papeles caían flotando del cielo. Un remolino de páginas se quedó enredado en la brisa, atravesó rápidamente la calle y fue a dar con la cerca del huerto en un movedizo montón de papel y ceniza.
—¿A qué distancia está Heilbronn? —preguntó Christine.
—A unos cincuenta kilómetros —contestó Opa—. Si es que aún sigue allí.