Capítulo 7

En junio el locutor de la radio anunció con voz enloquecida que Francia se había rendido. Cuando después sonó el himno nazi, la Horst-Wessel-Lied, Christine se imaginó la torre Eiffel cubierta con una gigantesca bandera nazi y largas filas de soldados alemanes que desfilaban al paso de la oca por delante de los cafés de París. Mientras la primavera se convertía en verano, la Luftwaffe comenzó a lanzar sus primeros ataques aéreos sobre Londres, y la RAF empezó a bombardear Berlín.

Los ataques nocturnos sobre la capital alemana se prolongaron durante semanas, y las interminables noticias que se referían a las casas de pisos arrasadas y a las bajas civiles hacían que Christine tuviera pesadillas en las que mujeres y niños quedaban enterrados vivos. Apenas soportaba oír a la gente hablar de edificios pulverizados y de la velocidad con que los incendios se propagaban por los desvanes de una casa a otra, como si fueran cerillas encendidas que alguien dejara caer sobre montones de heno seco.

Mientras el verano llegaba y se iba, la leva afectaba cada vez a más hombres del pueblo. Christine ni siquiera tenía que preguntar: el oscuro velo de miedo y el apenado gesto de preocupación de los rostros de las mujeres le indicaba qué maridos e hijos habían tenido que irse a la guerra.

Unas semanas después de entrar el otoño Heinrich y Karl comunicaron que debían llevar a la escuela chatarra y trozos de carbón, y que los profesores tomarían nota de lo que aportara cada uno. Christine y Maria los acompañaban a pasear por el pueblo buscando alambres, herraduras tiradas, clavos caídos, eslabones de cadena rotos o cualquier cosa que ayudara a los niños a cubrir su cupo. Pero las calles ya las habían dejado limpias y, al no encontrar metal, Heinrich y Karl se dedicaban a recoger colillas de las que espigaban tabaco para la pipa de Opa.

Una radiante tarde de sábado, casi a finales de septiembre, las dos caminaban detrás de sus hermanos cerrándose las bufandas en la barbilla con las manos enguantadas. A pesar del sol, la brisa era cortante y el cielo estaba lleno de nubes bajas que pasaban rápidas.

—¡Sácate eso de la boca! —le gritó de pronto Christine a Karl, que, media manzana por delante de ella y de Maria, fingía fumar un cigarrillo roto que había encontrado entre la acera y un viejo establo.

Maria se adelantó corriendo y le quitó de un manotazo el filtro lleno de barro de los labios.

—¡Está roto nada más! —dijo gimoteando Karl—. ¡No se lo han fumado!

Maria recogió el cigarrillo del suelo, sujetándolo con el brazo extendido como si fuera una patata podrida, y lo echó en la bolsa de Heinrich.

—¡Probablemente alguien se lo haya metido en la boca! —le contestó en tono de reprimenda.

—¡Y lo del filtro a lo mejor no era barro! —intervino Heinrich para tomarle el pelo a su hermano, mientras se reía y sacaba la lengua como si fuera a vomitar.

Maria lo hizo callar.

Karl arrastró un zapato en la acera y se metió las manos en los bolsillos de los Lederhosen.

—Hacía como que fumaba, pero de mentirijillas.

—Ya lo sabemos —respondió Christine, que llegaba en ese momento. Le limpió la boca al niño con el borde de su bufanda y le caló el gorro sobre las orejas—. Pero no querrás ponerte malo, ¿verdad?

Nein —contestó Karl, y miró a sus hermanas con los ojos llenos de lágrimas.

Maria le tomó la barbilla en la mano.

—No pasa nada, no estamos enfadadas. ¡Pero no te metas esas cosas en la boca! Hala, vete. Mira que vamos justo detrás.

Karl se secó las mejillas y fue tras Heinrich calle arriba. Las chicas continuaron el paseo.

—Nunca he visto a un niño disgustarse tan fácilmente —comentó Christine.

—Sí que es verdad —repuso Maria—. Parece que fuera a echarse a llorar en cuanto lo miras con mala cara.

—Es curioso lo distintos que son —observó Christine.

Ja —convino Maria—. A veces Heinrich actúa como si fuera mayor que nosotras.

—Ojalá Karl fuera un poco más fuerte —dijo Christine—. Ser tan emotivo va a hacerle la vida más difícil.

Miró a sus hermanos vagar de acá para allá por la acera. Con la cabeza gacha, el diligente Heinrich escudriñaba hasta la última grieta y hendedura, mientras que Karl se limitaba a echar un vistazo hacia abajo de vez en cuando, absorto en mirar las casas, los árboles y las nubes.

—Ojalá esta guerra acabe pronto. No me imagino qué pasará si los combates llegan hasta nuestro pueblo, cómo afectará eso a los niños.

Maria se detuvo y clavó la mirada en ella. La cara se le había puesto blanca de repente.

—No crees que eso vaya a pasar, ¿verdad? —preguntó con voz tensa—. Quiero decir, nosotros no tenemos que ver nada con la guerra. Aquí no hay fábricas de armas ni nada de eso. Los aliados no tienen ningún motivo para bombardear el pueblo.

Christine apretó la mandíbula y deseó haber mantenido la boca cerrada. Maria había sido una fuente constante de apoyo para ella, para todos en realidad; lo último que deseaba era causarle preocupaciones.

—Tienes razón —respondió—. No lo había visto así.

—Sé que en las ciudades matan a muchas personas —insistió Maria—. Pero es sin querer, ¿no? Los aliados bombardean objetivos militares y a veces fallan, ¿verdad?

Christine tomó a su hermana del brazo y la condujo a la acera.

Ja, estoy segura de que es un accidente. Además es probable que dentro de pocos meses todo haya acabado.

—¿De veras lo crees?

—Claro que sí —contestó Christine, y bajó la voz—. No van a estar peleándose siempre, ¿no? Alguien ganará pronto, y con un poco de suerte no será Hitler.

Maria la atrajo hacia ella.

—Y entonces tú e Isaac estaréis juntos —susurró.

Christine asintió con la cabeza, obligándose a sonreír, y se preguntó si, al igual que la suya, la sonrisa del rostro de su hermana no sería falsa.

El primer día del invierno una multitud de soldados de la Wehrmacht vestidos con uniformes feldgrau, de un gris verdoso, invadió el pueblo. Iban en carros tirados por caballos y, como una plaga de langosta, desmontaron las vallas de hierro y las barandillas metálicas que rodeaban casas, iglesias y cementerios, y se apropiaron de las astas de banderas, las farolas y hasta los rótulos de adorno de las tabernas y los bares. Todo ello debían llevárselo para fundirlo y convertirlo en balas y bombas. Antes de marcharse fueron de puerta en puerta recogiendo ollas y sartenes, junto con cualquier otro metal que hubieran pasado por alto.

Tras un rápido debate con Oma para acordar de cuál de sus escasos y gastados utensilios de cocina prescindirían, Mutti no dijo una palabra al pasarle al soldado que estaba a la puerta una abollada cacerola. Christine se quedó en la entrada junto a ella, y vio que a su madre se le cambiaba la cara cuando se dio cuenta de que el soldado tenía en la mano la campana que antes colgaba de la verja del huerto.

Al cabo de unos cuantos días, Christine y su familia estaban delante de su casa, tiritando y con las manos metidas en los bolsillos de los abrigos, viendo cómo un grupo de soldados bajaba las campanas de la iglesia y las cargaban en un carro. Oma lloró cuando los soldados gritaron: «¡Iah! ¡Iah!», y se pusieron a azotar a los flacos caballos que se esforzaban por mover la pesada carga. Por fin las ruedas crujieron y empezaron a girar. Los animales bajaron las cabezas haciendo tintinear los arreos y, entre resbalones de los cascos por el empedrado, arrastraron el carro hasta lo alto de la cuesta. Mutti rodeó con el brazo a Oma, que hundió la cara en las manos. Luego Vater dijo que era imposible que los soldados se llevaran el carillón del chapitel de San Miguel, por la altura misma del campanario y porque la mayor de las tres campanas pesaba más de cuatro toneladas.

El domingo antes de Navidad una silenciosa nevada recibió a la familia cuando salían camino de la iglesia. Karl y Heinrich empezaron a dar voces y gritos, y después se pusieron a dar vueltas en círculo en la calle, mirando al cielo con los ojos entornados y sacando la lengua para atrapar los gruesos y lentos copos. Christine y Maria corrieron a la calle cubierta de nieve para unirse a sus hermanos, mientras que los padres y los abuelos se quedaban junto a la cerca del huerto y se detenían a mirar a los cuatro dando vueltas en la nieve juntos, con los largos y oscuros abrigos girando en torno a ellos como remolinos de cacao removido en la leche. Christine los oyó reír, y durante una fracción de segundo pensó que iba acostumbrándose al intenso dolor de la pérdida que tenía anclado en el corazón.

Pero el acelerado retumbar de un camión militar acabó con la tranquilidad de aquel instante. El vehículo dobló, inclinándose, la esquina y se dirigió hacia ellos a gran velocidad. Christine y Maria apartaron a los niños de un tirón, agarrándolos por los abrigos, y corrieron hacia sus padres. Mientras trataban de recobrar el aliento, todos se quedaron mirando el camión, que patinó hasta detenerse en el aguanieve. La portezuela del copiloto se abrió de golpe. Un soldado de uniforme negro salió de un salto y se acercó a la familia, con un fusil al hombro y el rostro desprovisto de toda emoción. Se paró delante de Vater y levantó una enguantada mano en el aire.

Heil Hitler! —exclamó, dando un taconazo.

Le alargó un sobre blanco marcado con un sello; en él, dentro de una corona de hojas de roble, aparecía un águila negra con las alas desplegadas sobre una esvástica.

Heil Hitler —murmuró Vater, y alzó brevemente la mano.

—¡Bienvenido al ejército de Hitler, Herr Bölz! —gritó el soldado—. ¡Debe usted presentarse en el cuartel general de Stuttgart mañana por la mañana, a las nueve en punto! Heil Hitler!

Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y volvió a subir al vehículo.

El camión militar dio una sacudida y se puso en marcha rugiendo, mientras el dibujo de los neumáticos patinaba y se enganchaba en el nevado empedrado. Christine y su familia se quedaron apiñados, con los hombros caídos y los gorros de invierno cada vez más moteados de nieve. Vater, inmóvil, miraba fijamente el sobre que tenía en la mano. Al cabo de un momento rodeó con un brazo a Mutti, que se apoyó en él con los ojos cerrados y los dedos apretados sobre los temblorosos labios.

—¿Tienes que irte, Vater? —preguntó Maria.

—No tengo más remedio —respondió Vater. Se metió el sobre sin abrir en el bolsillo de la chaqueta y besó a su esposa en la frente.

Christine sabía que Mutti estaba esforzándose mucho por no llorar, aunque la barbilla le temblaba y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Karl y Heinrich se agarraron al abrigo de su madre.

—No llores —le dijo Vater—. Todo saldrá bien. —Les dio una palmadita en la cabeza a Karl y a Heinrich, sonrió a Oma y a Opa, y les hizo una caricia a Christine y Maria en la cara—. Vamos ya. Es hora de ir a la iglesia.

Vater ciñó a Mutti con el brazo y la condujo al otro lado de la calle. Maria cogió de la mano a los niños y subió detrás de sus padres la escalera de piedra arenisca hasta llegar al elevado cementerio, para seguir después por el ancho camino delantero y franquear la entrada. Christine los siguió pero se detuvo, con los pies paralizados, ante las puertas de roble.

—Vamos, Christine —le dijo Opa. La rodeó con un brazo y con el otro hizo lo propio con Oma.

Heinrich mantuvo la puerta abierta para que pasaran, y entraron como una familia, sosteniéndose unos a otros como si uno de ellos fuera a salir volando en cualquier momento.

En absoluto contraste con el día frío y gris de fuera, el interior de la iglesia resultaba cálido y resplandeciente, lleno de luz de velas y olor a madera vieja y a cera. A diferencia de la iglesia gótica de San Miguel, la modesta iglesia estaba construida con pilares toscamente labrados y rústicas vigas. Por dentro recordaba a un establo, con su entramado de madera en las paredes, los cabios al descubierto, la enorme armazón del techo, las paredes de color pajizo, los techos pintados y el suelo de tablas de madera. Una escalera trasera llevaba a los balcones del primer piso, hechos de vigas y viguetas que sobresalían por encima de la nave central.

La pequeña y sólida iglesia había resistido más de quinientos años. Christine trató de imaginarse a las personas que, en tiempos, se habían sentado donde ella estaba ahora y habían pedido con sus oraciones fortaleza y paz, y el regreso sano y salvo de algún ser querido. Pasó la mano por la gastada superficie barnizada del banco de madera, deseando conectar con el espíritu de alguien que hubiera vivido hacía cien años. Alguien que la guiara y le dijera que sobreviviría a este dolor, pasara lo que pasase; alguien que le dijera que todo saldría bien al final. Además de guerras, plagas y funerales, la iglesia había visto siglos de bodas y bautismos, Pascuas y Navidades. Sus vigas y cabios se habían adornado con flores y velas, con olorosas ramas de abeto y guirnaldas de cintas y bayas que se mecían en el aire. Cerró los ojos e intentó sacar fuerzas de los gruesos muros, las altísimas e imponentes ventanas, los macizos bancos y el sagrado altar.

Justo entonces, el enorme órgano de tubos empezó a sonar y las voces del coro subieron en torno a Christine, llenando la iglesia de antiguos himnos. Himnos que se habían cantado antes de que ella naciera, y antes de esta guerra, himnos que continuarían cantándose mucho después de que la guerra terminase. ¿Estaría su padre vivo entonces? ¿Lo estaría alguno de ellos? El vello se le erizó en los brazos, y sintió que el corazón se le henchía en el pecho, rebosante de amor y miedo, de asombro y pena. Christine pensó en los millares de personas que habían cantado, tocado y escuchado la misma música antes que ella, personas que habían vivido las alegrías y las penalidades de la vida, y que ahora descansaban en el cementerio del pueblo.

Cada día millares de soldados morían en el campo de batalla y las bombas mataban a millares de civiles. ¿Por qué iba a ser distinta su familia? ¿Por qué iban a perdonar a su padre o a ninguno de ellos, de entre los millones de personas que sufrían? Ellos no eran sino números para la gente que había iniciado esta guerra. El estribillo del himno alcanzó un crescendo, y Christine ya no pudo controlar sus emociones. Ardientes lágrimas cayeron de sus ojos. Su mundo se desmoronaba, y ella no podía hacer nada por impedirlo.