A mediados de noviembre, dos sombríos jóvenes con uniformes color beige y gorras color café fueron repartiendo en mano las cartillas de racionamiento a cada familia; tomaban los nombres, revisaban los documentos y hacían recuento de las personas. Las hojas de papel perforado tenían un código de colores: rojo para la carne, amarillo para el azúcar y la harina, blanco para los productos lácteos y marrón para el pan. No podían guardarse para usarlas cuando fuese necesario porque tenían validez mensual, y tampoco podían intercambiarse. A cada miembro de la familia, si es que esta podía permitírselo, se le asignaba medio kilo de carne, un cuarto de kilo de azúcar, cuatrocientos gramos de sucedáneo de café, dos kilos de pan, trescientos gramos de sucedáneo de mantequilla, ochenta y cinco gramos de mermelada, cuarenta gramos de queso y un huevo por semana. La leche entera se reservaba para los niños y las madres embarazadas, y a todos los menores de catorce años se les asignaban raciones algo más grandes. Los lúgubres jóvenes advirtieron a la madre de Christine que era ilegal comprar un cerdo para hacer la matanza, y que hacerlo tendría como resultado la suspensión de sus cartillas de racionamiento de carne.
También los informaron de que para comprar zapatos y ropa tendrían que solicitar un permiso. Cuando Mutti preguntó qué pasos había que seguir, los hombres le dijeron que no tenía que preocuparse, porque el permiso rara vez se concedía. Dejaron instrucciones para que todas las familias recogieran chatarra, papel, huesos, trapos y tubos vacíos y luego los depositaran en la oficina de correos. Era vital que todos los recursos se dedicaran al esfuerzo bélico, y todos los alemanes tenían el deber patriótico de sacrificarse.
A medida que su familia empezó a acostumbrarse al nuevo sistema, poco a poco Christine dejó de dormirse llorando todas las noches. Pero en el momento en que abría los ojos cada mañana y recordaba que no sabía cuándo volvería a ver a Isaac, el pesar se adueñaba de ella otra vez. A veces necesitaba una hora larga para salir a duras penas de la cama, con las piernas y los brazos agobiados por la tristeza. Durante el día quitaba nieve con la pala, fregaba suelos, limpiaba ventanas, sustituía a Opa en la tarea de buscar leña y se ofrecía a hacer las colas del racionamiento durante una infinidad de horas. Todo ello era un intento por agotarse; quería estar demasiado cansada como para imaginarse el rostro de Isaac o pensar en lo que estaría haciendo, y así poder dormir. Pero no servía de nada.
En diciembre, el granjero Klause les dio permiso a Christine y Maria para cortar un Weihnachts Baum, un árbol de Navidad, del bosque que había detrás de su establo. Con la esperanza de sorprender a sus hermanos, la mañana del día de Nochebuena se despertaron temprano y se encontraron con una nevada recién caída y todos los tejados y ramas engordados con gruesos terrones blancos. Tras bajar de puntillas, se pusieron unas camisas y unos pantalones de trabajo de Vater sobre los vestidos y las medias de lana, metieron los pies en otro par de calcetines, se encasquetaron los gorros de lana gorda en la cabeza y se envolvieron en bufandas de punto subidas por encima de la nariz. Se ayudaron mutuamente a arreglarse, pues las capas de abultada ropa hacían casi imposible amarrarse los zapatos y abrocharse los abrigos. Después de calzarse deprisa los mitones la una a la otra, Maria esperó en el pasillo mientras Christine cogía una pequeña hacha del sótano.
Ya fuera, las hermanas se miraron con una amplia sonrisa, una especie de tácito acuerdo para disfrutar de la tranquila mañana en silencio. El aire era frío y estaba en calma; los únicos sonidos que les llegaban eran el crujir de la nieve bajo los pies y el lejano gorjeo de los pájaros invernales. La blanca extensión de las calles brillaba al sol como si la formaran millones de diminutos espejos, y cada poste y cada cerca estaban coronados por una rechoncha gorra empolvada. Sin decir palabra, las hermanas caminaron penosamente por la nieve hasta el final de la calle, donde Maria se echó a reír de pronto.
—¡No creo que Heinrich y Karl nos reconocieran ni aunque nos hubieran visto salir!
—¡Sí que es verdad! —convino Christine—. ¡Pareces un viejo gordo!
—¡Y así es como me siento! —repuso Maria—. ¡Apenas puedo moverme con toda esta ropa encima!
Christine se rio también, sorprendida por lo bien que sentaba disfrutar de un momento de alegría. Durante un segundo se sintió culpable; ¿cómo podía reírse cuando estaban en guerra y no tenía ni idea de si volvería a ver a Isaac, ni cuándo? Pero seguro que Isaac también sonreía y reía a veces, seguro que disfrutaba del tiempo que pasaba con su familia. Si había algo que Christine necesitaba aprender era vivir en el instante. Eso es lo que Isaac querría para ella, y se decidió a intentarlo ahora.
—Espero que los niños pasen una buena Navidad, a pesar de todo —comentó—. A ver qué hacemos para convertirla en algo especial.
—¡Vamos a buscar el árbol más grande que podamos! —exclamó Maria.
—¡Eso les encantará! —contestó Christine—. ¿Recuerdas la vez que Heinrich escogió aquel árbol gigantesco y luego se quedó allí llorando porque Mutti dijo que no cabría en la sala?
—¡Tenía tres metros y medio de alto! —respondió Maria.
—Sí, y Heinrich se puso a berrear hasta que lo dejamos elegir otro.
—Y entonces eligió uno minúsculo, porque insistió en llevarlo de vuelta a rastras él solo. ¿No tenía unos cuatro años por entonces?
—Ja, pero ya era un hombrecito que se esforzaba muchísimo por ser grande y fuerte como Vater. ¿Y recuerdas la Navidad que nos metimos todos apretujados en el trineo del granjero Klause y dimos un paseo por el campo?
Maria sonrió.
—Nunca lo olvidaré. Qué maravilla. ¡Aún oigo tintinear los cascabeles!
—Todo el rato habías estado pidiendo un caballo, y eso fue lo más parecido que Vater encontró para darte una sorpresa, porque al menos había un caballo tirando del trineo.
—Aquella fue la mejor Navidad de todas. A lo mejor podemos hacerlo con Heinrich y Karl. ¡Les encantaría dar un paseo en trineo! ¡Hace un tiempo perfecto, y la nieve tiene suficiente profundidad!
—Me temo que el granjero Klause vendió su trineo hace mucho tiempo. Necesitaba el dinero.
—Oh —dijo Maria, y dejó caer los hombros—. Era el trineo más precioso que he visto nunca. ¿Te acuerdas? Brillante y negro, con adornos dorados y cojines rojos.
—Ja, era precioso —respondió Christine—. Pues mi mejor recuerdo de Navidad fue cuando tenía ocho años. Iba a ir a la costurera con Mutti el día de Nochebuena, las dos solas, a comprar telas nuevas. Probablemente eras demasiado pequeña para acordarte, pero aquel año Oma nos hizo vestidos a juego. Yo estaba ilusionadísima con la Navidad y con lo de escoger la tela con Mutti. Camino de la tienda empezó a nevar; del cielo caían flotando despacio unos enormes copos de nieve, y recuerdo que me sentí muy feliz, sin más.
Maria cogió la enmitonada mano de Christine en la suya.
—No te preocupes, algún día volverás a sentirte así. Te lo prometo.
Christine se obligó a sonreír, mientras parpadeaba para contener las lágrimas. No quería estropear aquel instante. Era agradable hablar de recuerdos felices, casi le daban esperanzas de que, sin saber cómo, todo saldría bien.
—¿Te acuerdas de cuando Mutti se vistió de Christkindl? —preguntó—. Le dio la risa tonta, tanto que le moqueaba la nariz. ¡Todos supimos que era ella!
Maria se echó a reír.
—Ja! Le pidió prestado el largo gorro de dormir rojo a Herr Weiler y se hizo una barba con trapos. Me parece que nunca la he visto reírse tanto. No se le dio bien engañarnos, pero nos lo pasamos de maravilla. ¡Oh! ¡Eso me da una idea! Vamos a usar cenizas de la estufa para dejar huellas junto al árbol. ¡Les diremos a los niños que las dejó el caballo de Christkindl al llevarles los regalos!
Christine asintió con la cabeza, y las hermanas caminaron más rápido, espoleadas por una creciente ilusión. A las afueras de la ciudad cruzaron un campo cubierto de nieve hacia el bosque del granjero Klause. Dentro del bosque algunos copos sueltos caían flotando de los imponentes abetos, envolviendo a las chicas en una silenciosa y ligera nevada. Christine y Maria estudiaron hasta el último árbol, escudriñando la forma de las ramas desde todos los puntos de vista y mirándolos de arriba a abajo para buscar el ejemplar perfecto. Siguiendo rastros de conejo y zorro encontraron un claro y, justo en medio, un abeto grande y joven.
—¡Este es! —exclamó Maria—. ¡Llenará toda la esquina de la sala!
—¡A Heinrich y a Karl les encantará! —dijo Christine, al tiempo que se arrodillaba para inspeccionar el tronco.
Maria sujetó las ramas bajas para que no estorbaran a Christine y, tras varios expertos hachazos, el árbol estuvo en el suelo en cuestión de minutos. Cada hermana agarró una dura rama y luego arrastraron el abeto por el campo, abriendo una ancha senda por entre los ventisqueros. Trataban de sincronizar los pasos al tirar del pesado árbol cuesta arriba y cada pocos minutos tenían que detenerse para recobrar el aliento. De vez en cuando una de ellas perdía el equilibrio y se caía de rodillas, mientras la otra se reía y la ayudaba a salir de la nieve. Al final acabaron quitándose las bufandas y metiéndoselas en los bolsillos del abrigo, pues iban sudando del esfuerzo.
Después de llevar a rastras el árbol de Navidad hasta la casa por las calles cubiertas de nieve, las hermanas lo colocaron en la esquina de la sala de estar y envolvieron el pie en una sábana blanca para que pareciese nieve. Normalmente habrían elegido un árbol bajo; lo habrían puesto sobre la mesa auxiliar y ni siquiera con la estrella en lo alto llegaría al techo. Pero este abeto iba desde el techo al suelo y sus ramas casi tocaban la mesa de comedor.
Cuando los niños entraron en la habitación, Heinrich abrió los ojos como platos.
—¡Es el árbol de Navidad más grande de todos! —gritó.
Karl se puso las manos sobre la boca abierta y se acercó despacio al abeto, moviéndose a cámara lenta como si quisiera hacer durar aquel momento.
Maria se arrodilló junto a él.
—¿Te gusta? —le dijo, rodeándole los pequeños hombros con el brazo.
Karl sonrió y asintió con la cabeza.
—¿Puedo tocarlo? —preguntó.
Maria lo besó en la mejilla.
—¡Claro que puedes! ¡Es tu árbol!
—¡Apuesto a que tenemos el árbol de Navidad más grande de Alemania! —exclamó Heinrich con voz llena de orgullo.
—Eso es porque sois los mejores hermanos de Alemania —repuso Christine, que estaba de pie detrás de él, y lo abrazó por los hombros.
—Danke —respondió él, volviéndose para mirarla.
Christine lo abrazó fuerte y alargó una mano hacia Karl y Maria. Karl hizo todo lo posible por abarcarlos a los dos con sus cortos brazos, y Maria se sumó estrechándolos a todos. Cuando los hermanos se abrazaron delante del árbol, los ojos de Christine se llenaron de lágrimas; le lanzó una mirada a Maria, que miró hacia atrás con brillantes ojos.
—Fröliche Weihnachten! —dijo Christine—. Feliz Navidad, cielos míos.
—Fröliche Weihnachten! —contestaron los niños y Maria al mismo tiempo, y todos se echaron a reír.
En Nochebuena, después de que Christine y Maria dejaran huellas de cenizas en el suelo, junto al enorme abeto, Mutti y Oma adornaron las olorosas ramas con velas blancas, espumillón y estrellas de paja. Christine, Maria, Heinrich y Karl esperaron fuera en el pasillo hasta que los adultos apagaron las luces y tocaron una campana que señalaba la Bescherung: que Christkindl se había marchado y los niños podían entrar en la resplandeciente habitación a ver sus regalos. Heinrich corrió hacia el árbol, pero se paró en seco señalando el suelo.
—¡Mira, Karl! —exclamó—. ¡Christkindl ha dejado pisadas!
Karl dejó escapar un grito ahogado, con la vista clavada en las descomunales huellas de ceniza.
—¡Ese sorglose Christkindl! —intervino Mutti—. ¡Mira que le dije que le limpiara los cascos al caballo!
—No importa, Mutti —respondió Heinrich, guiñando un ojo—. Nosotros te ayudamos a limpiarlas.
Christine y Maria se miraron. Heinrich sabía que aquello era una broma. Sin saber por qué, la idea de que ya no creyera en Christkindl hizo que Christine sintiera una opresión en el pecho. Confiaba en que sus hermanos aún creyeran en la magia; alguien tenía que creer. Eso le recordó la mañana que había pasado en las colinas con Isaac, lo ingenua e idealista que era entonces y cómo, en lo que le parecía cuestión de minutos, se había visto obligada a afrontar la realidad. Todo cambiaba demasiado rápido. Estaban en guerra, y sus hermanos tendrían que hacerse mayores muy pronto. Y ahora, por mucho que intentara revivir el júbilo de este día especial, de este día de Nochebuena con su familia y con el árbol más grande que habían tenido nunca, aquel instante alegre se había desvanecido. Se le cayó el alma a los pies.
Antes de abrir los regalos la familia entera se reunió en torno al árbol, que lanzaba destellos de luz, para rezar y cantar villancicos. Oma lloró como de costumbre, con los arrugados y llorosos ojos clavados en el árbol, mientras con voz suave y trémula cantaba Stille Nacht, «Noche de paz». Aquello era casi más de lo que Christine podía soportar. Ahora comprendía mejor que nunca por qué Oma lloraba al cantar los familiares villancicos; la Navidad era un hito perdurable que iba y venía, mientras que el mundo se transformaba constantemente. Christine se mordió el labio y cerró los ojos, intentando no romper a llorar y salir corriendo de la habitación. Se imaginó a la familia de Isaac sin menorá ni árbol, y lamentó la pérdida de aquella invitación a una fiesta de Navidad que se había suspendido hacía mucho tiempo.
Cuando su familia abrió los regalos, Christine se obligó a prorrumpir en exclamaciones de asombro y contento ante los mitones tejidos por Oma y los rosados cerdos de mazapán que Mutti había comprado antes de la guerra. Karl y Heinrich recibieron peonzas y yoyós, tallados por Opa y Vater, y no tardaron en hacer que los juguetes cruzaran dando vueltas por el suelo. Muy a su pesar, Christine sonrió al verlos jugar, y los gritos y risas de sus hermanos aliviaron por un momento su dolor.
Siguiendo la tradición, durante todo el año Mutti había guardado azúcar, especias, nueces y condimentos para que cada uno de ellos tuviera su plato de monigotes de pan de jengibre, castañas asadas y galletas Pfefernüsse recubiertas de azúcar, un excepcional placer navideño para tomar entre comidas. En el fogón hervía a fuego lento una olla de Gluehwein, vino tinto con especias, que llenaba la habitación de olor a canela y clavo. Con ayuda de un cucharón, Mutti vertió el líquido en rojas copas grabadas y fue distribuyéndolas, junto con un beso plantado en mitad de la frente, a todo el mundo. Siempre dejaba a Vater para el final, porque sabía que él la agarraba en brazos, se la ponía en el regazo y decía: Fröliche Weihnachten und Prost!, antes de darle un gran beso en los labios.
Todos estaban sentados por la habitación comiendo y riendo, y Christine hizo todo lo posible por participar. Para su sorpresa, Mutti dejó su sitio junto a Vater y se sentó con ella en el sofá, la rodeó con un brazo y le susurró al oído:
—Sé que lo echas de menos. Pero volverás a verlo cuando termine esta locura. Estoy convencida. Hay un tiempo para cada cosa, ¿sabes? Un tiempo para trabajar, un tiempo para jugar, un tiempo para preocuparse y un tiempo para descansar. Ahora mismo, disfruta de este tiempo con tu familia. No sabemos lo que nos deparará el mañana.
—Danke, Mutti —contestó Christine, sonriendo y secándose los ojos.
Maria se acercó y se sentó al otro lado.
—Te quiero —le dijo, y le cogió la mano.
—Yo también te quiero —respondió Christine. Cogió la mano de su madre y la sujetó en su regazo con la de Maria—. Os quiero a las dos. Muchísimo.
En Nochebuena se dio orden de que las tradicionales campanadas de medianoche de las iglesias no tocaran; además, las tabernas y restaurantes debían cerrar antes de la una de la madrugada. A las doce y cuarto Christine salió furtivamente de la casa y fue andando hasta la bodega, esperando que, por un milagro, Isaac estuviese allí.
Una luna llena infundía un luminiscente resplandor a un ventisquero de nieve que se extendía desde el borde opuesto de la puerta del almacén, como si fuera la alta y blanca cola de un etéreo dragón. La extensión de suelo blanco que llevaba hasta la entrada estaba completamente lisa, y Christine supo que allí no había estado nadie. Se le cayó el alma a los pies y dio la vuelta para marcharse, pero de pronto cambió de opinión y abrió el herrumbroso candado. Una vez dentro, se sentó en el frío suelo, meciéndose de acá para allá y rezando para que Isaac le hubiera adivinado los pensamientos y acudiera. Al cabo de dos horas, con tanto frío que no dejaba de temblar, Christine puso el pesado candado en el cerrojo y se marchó. Mientras volvía a su casa alzó la vista: el cavernoso cielo hacía que cada estrella resaltara clara como el cristal, y a Christine le pareció que veía el universo entero. Se rodeó con los brazos y trató de imaginarse otros lugares del mundo donde a las personas se les permitía decir y hacer lo que quisieran. ¿Tenían idea de lo que estaba ocurriendo aquí? ¿Les importaba acaso?
Hacia finales del largo invierno de 1940 entró en vigor el racionamiento de cigarrillos y carbón, y el castigo para todo ciudadano alemán a quien se sorprendiera oyendo transmisiones radiofónicas extranjeras aumentó hasta seis años en una cárcel de máxima seguridad o incluso pena de muerte. En la radio, Hitler avisó de que había guerra global porque Francia e Inglaterra no querían aceptar su oferta de paz. El padre de Christine se limitaba a menear la cabeza y decía que Hitler quería echarle la culpa de la guerra a todo el mundo menos a sí mismo.
Durante todo el resto del invierno y hasta bien entrada la primavera, las noticias nazis de las victorias de la Wehrmacht y el hundimiento de barcos enemigos interrumpían con regularidad las emisiones radiofónicas. Detrás de cada comunicado sonaban las desmesuradas melodías de Richard Wagner, y Christine se cansó de oír la misma música una y otra vez. En negros titulares en negrita los periódicos anunciaban que la Luftwaffe, bajo el mando de Hermann Goering, había bombardeado Francia, Bélgica y Holanda, y que, como represalia, la RAF había bombardeado las ciudades alemanas de Essen, Colonia, Dusseldorf, Kiel, Hamburgo y Bremen.
La radio siempre estaba puesta, pregonando todos los detalles, pero para Christine y su familia el conflicto real parecía estar en el otro extremo del mundo. Christine no estaba segura de si era algo deliberado o no, pero casi nunca hablaban de lo que estaba ocurriendo. En las colas del racionamiento la gente hablaba del tiempo, de sus parientes, de las próximas bodas y cumpleaños, de cualquier cosa menos de la guerra. A Christine le daba la impresión de que las únicas personas entusiasmadas con lo que estaba sucediendo eran los locutores de la radio. Empezó a preguntarse si la gente no evitaría el tema porque no quería pensar en esconderse en los sótanos mientras sobre sus cabezas tronaban las bombas y el fuego antiaéreo.
En abril tomó la decisión de atravesar la ciudad y pasarse por la casa de Isaac para ver si él y su familia aún estaban allí. Cuando llegó al domicilio de los Bauerman, caminó con paso rápido y se mantuvo en el lado contrario de la calle, mirando al frente, como si fuese del barrio y se dirigiera a algún lugar importante. Rodeó la manzana tres veces, observando las ventanas de la casa por el rabillo del ojo hasta que le dolió la cabeza.
La antes espléndida casa parecía vacía y triste, con las cortinas corridas por encima de unas jardineras que no contenían más que tierra y unas cuantas larguiruchas enredaderas. Las moradas lilas empezaban a florecer y la forsitia estaba cuajada de hojas amarillas, pero el jardín tenía un aire desastrado, con arbustos raquíticos, árboles frutales faltos de poda y un cuadro de hortalizas asfixiado por matas espinosas y cardos secos. Al ver el descuidado jardín, un corrosivo y hueco orificio se expandió en el interior de su estómago. Los Bauerman se habían marchado.
En la cuarta vuelta a la manzana, por fin los latidos de su corazón se hicieron más lentos y dejaron de temblarle las rodillas. Christine cruzó la calle y, mientras se preguntaba si no debería echar un vistazo a la puerta del jardín que daba a la Brinbach Strasse, lo vio. Entre los retorcidos troncos pardos de un compacto grupo de frutales, la oscura figura de un hombre se inclinaba sobre el huerto. A Christine le dio un vuelco el corazón. Se detuvo, miró a un lado y a otro de la calle, y se acercó más al muro que rodeaba el inmueble de los Bauerman. La figura se enderezó y se dio la vuelta, con una mano puesta en los riñones al tiempo que con la otra se echaba al hombro un saco de arpillera. Era Herr Bauerman, con un aspecto tan marchito y pálido como las patatas que estaba rebuscando en la dura y seca tierra. Su ropa estaba arrugada y sucia, como si hiciera semanas que no se cambiaba. Christine recordó que a los judíos no se les permitía mandar la ropa a lavar, e imaginó a la pobre Frau Bauerman tratando de hacer la colada a mano, algo que no había hecho en su vida.
Pensó en saltar el muro, no muy alto, y cruzar rápidamente entre los árboles para preguntarle a Herr Bauerman si podía ver a Isaac, aunque sabía de sobra que se pondría en peligro a sí misma y también a la familia de Isaac. Pero el apremiante deseo de verlo era tan fuerte que le nubló la razón, y no tardó en convencerse de que no pasaría nada. Sólo sería un momento, se dijo, y además, ¿quién iba a enterarse? ¿Acaso era ilegal saludar? Apretó los dientes y se agachó, fingiendo atarse el zapato. No sabía qué hacer. ¿Y si Herr Bauerman le decía que se marchara? ¿Y si Isaac se negaba a verla? Pero tenía que intentarlo. Decidida, se enderezó, dispuesta a ponerse en acción. En ese mismo instante, cuando ya colocaba las manos sobre el muro para tomar impulso, una sonriente pareja dobló la esquina tomados del brazo; una mujer rubia que llevaba un largo abrigo de pieles y un hombre con uniforme negro de las SS. Christine inspiró fuerte y se apresuró a atravesar la calle, satisfecha al menos con saber que Isaac aún seguía allí.
El once de mayo los titulares de los periódicos decían: «El principal atizador de la guerra, Churchill, nombrado Primer Ministro». Ahora en el pueblo de Christine se vendían dos periódicos, el Völkischer Beobachter y el diario que se utilizaba para fomentar el antisemitismo: Der Stürmer, «El soldado de asalto». El padre de Christine compraba el Völkischer Beobachter porque era el único disponible, pero el otro no lo habría leído ni aunque lo hubieran repartido gratis. Christine tampoco quería leerlo, pero no podía evitar fijarse en los inquietantes titulares de Der Stürmer, que aparecían con grandes caracteres en los expositores de los escaparates de las tiendas.
Una tarde lluviosa, casi a finales de mayo, demasiado abatida como para quedarse encerrada en su casa, Christine salió a pasear sin paraguas. El aire olía a limpio y los árboles frutales en flor añadían el ligero perfume de sus pétalos blancos y rosas. Justo cuando empezaba a estar de mejor humor pasó por la verdulería y distinguió una cita en negrita del director de Der Stürmer: «Se acerca el momento de poner en marcha una máquina que va a preparar una tumba para el criminal del mundo, Judá, de la cual no habrá resurrección».
En vez de sentir esperanza, un grasiento miedo se le agitó en el estómago. Miró a través del vidrio y volvió a leer la cita cuatro veces, parpadeando para deshacerse de las gotas de lluvia que se le quedaban en las pestañas. «¿Qué quiere decir?», se preguntó.
—¡Christine! —gritó una voz.
Christine se sobresaltó y, al darse la vuelta, vio que hacia ella corría Kate, con los hombros encorvados para esquivar la cortina de lluvia que caía del filo de su negro paraguas.
—¿Qué haces? —preguntó Kate, chillando por encima del monótono repiqueteo del aguacero.
—Pues… —contestó Christine, mirándose las mojadas manos vacías—. He venido a la tienda a comprar sal. No hay.
Kate se acercó más y le puso el paraguas encima de la cabeza.
—Ah —respondió.
Tenía el rojo cabello enmarañado y los ojos hinchados y enrojecidos. Su aspecto hacía juego con el estado de ánimo de Christine.
Christine intentó pensar en algo que decir.
—¿Dónde está Stefan? —preguntó por fin.
A Kate se le descompuso el rostro y de pronto se deshizo en un mar de lágrimas.
—Lo han llamado a filas —respondió llorando—. Se fue hace seis días.
—Lo lamento —dijo Christine—. No lo sabía.
—Pero si mi madre se lo dijo a tu madre.
—No creo. Quizá a tu madre se le olvidó. Estoy segura de que está muy ocupada.
—A lo mejor tu madre no te lo ha contado. Me preguntaba por qué no venías a verme.
Christine meneó la cabeza, tratando de despejársela. «¿Qué importa nada de esto?».
—¿Por qué no entramos a tomar una taza de té o un helado italiano? —le propuso, y señaló el café de al lado.
Kate se pasó el dorso de la mano bajo la nariz como una niña de tres años.
—No he traído dinero —contestó—. Sólo estaba dando un paseo…
Dejó la frase sin terminar; la voz se le entrecortaba como si fuera a echarse a llorar de nuevo.
—He guardado unas monedas para los malos tiempos —dijo Christine. Intentando esbozar una sonrisa, asomó una mano fuera del paraguas; al cabo de unos segundos tenía la palma llena de agua de lluvia—. Si esto no es mal tiempo, no sé qué lo será. Venga. Vamos a darnos un gusto. Nos lo merecemos.
—De acuerdo —respondió Kate, sorbiéndose la nariz.
En la puerta un letrero decía «Juden Verboten!», y al principio Christine vaciló. Entonces se fijó en los dos miembros de las SS que estaban sentados dentro, junto al amplio ventanal delantero. Sintió que se le calentaba la piel del cuello. Los militares estaban retrepados en sus sillas, observándolas a ella y a Kate a través del vidrio. En las solapas de sus negros uniformes estaban las Siegrunen, las dobles runas de la victoria, como un par de rayos gemelos; tenían la Cruz de Hierro en el cuello de las guerreras y la calavera con las tibias plateadas en las cintas negras de las gorras de plato. Si daba media vuelta y se marchaba ahora, se notaría demasiado, de modo que siguió a Kate por la puerta de cristales, manteniendo la mirada al frente, y se quedó junto a la entrada esperando a que cerrase el chorreante paraguas. Hasta dándoles la espalda, Christine sentía que los de las SS las miraban.
Tan sólo un año antes todas las mesas hubieran estado llenas de parejas y familias que almorzaban o merendaban café y Kuchen. Pero hoy en el acogedor establecimiento únicamente había cinco personas aparte de ellas: los dos oficiales, el dueño y chef, Herr Schmidt, su esposa y única camarera, Frau Schmidt, y un arrugado caballero de camisa gris y gastados Lederhosen.
Christine fue detrás de Kate hasta el fondo de la sala, hacia una redonda mesa de cristal situada en un rincón, decorado con platos azules y blancos de cerámica de Delft que representaban molinos de viento, y dibujos de Hummel en los que se veía a niños angelicales con gansos y corderitos en brazos. Pasaron por delante del anciano que leía el periódico, con el bastón apoyado en la otra silla vacía y un café y un Bratwurst a medio comer en la mesa. Christine lo vio llevarse el Ersatz café a los finos labios con una mano tan temblorosa que estaba segura de que lo derramaría; sin saber cómo, al final el hombre se las arregló para subirlo hasta la boca y bajarlo otra vez sin perder ni una gota siquiera. Christine se dirigió a la mesa del fondo, con las tripas temblándole como las manos del caballero.
Se deslizó en la silla mientras echaba una mirada de soslayo hacia los oficiales que se encontraban en la parte delantera del café. Para su alivio, ya se disponían a marcharse; estaban ajustándose las gorras y metiendo los brazos en las mangas de sus largos sobretodos. Recortados sobre el gris telón de fondo de la lluvia en el ventanal delantero, sus uniformes negros parecían las oscuras siluetas de unas marionetas gigantes.
—Yo no quiero nada —dijo Kate, hundiéndose en su silla.
—Vamos —repuso Christine—. Te vendrá bien darte una pequeña alegría.
—¡Pero es que ya lo echo muchísimo de menos! —exclamó Kate—. ¿Y si no vuelve?
Su cara volvió a desencajarse, y Christine se temió que empezara a sollozar en voz alta.
—Sé que te sientes impotente —le contestó—, pero tienes que ser positiva. Yo no hago más que repetirme una y otra vez que volveré a ver a Isaac. La única forma de seguir adelante es decirme que algún día estaremos juntos.
Kate se sonó la nariz en un empapado pañuelo y la miró frunciendo el ceño, con el rostro cubierto de lágrimas.
—¿Isaac? —preguntó—. ¡Pero si es judío!
Christine se quedó de piedra. Con un nudo en el estómago, miró a los oficiales que estaban pagando la cuenta en el mostrador, ajenos a lo que Kate había dicho. En el centro de la tapa de cristal de la mesa, una carta de menú amarilla estaba apoyada en un florero lleno de margaritas azules y rojas amapolas, y Christine la cogió, tratando de recobrar la voz. Tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse de pie y marcharse.
Mientras pensaba si Kate no habría estado leyendo Der Stürmer durante el tiempo que no se habían visto, carraspeó y por fin preguntó:
—¿Qué pedimos?
—Desde que se marchó Stefan no tengo mucho apetito.
—Siento lo de Stefan —contestó Christine—. Pero, venga, tienes que confiar en que estará bien.
No se creía sus propias palabras. Por lo que sabía, un centenar de soldados habría muerto desde que las dos habían entrado en el café, y Stefan muy bien podría haber sido uno de ellos. Cada día crecía la lista de nombres que salía en el periódico.
—Cuesta ser optimista —replicó Kate—. Todo el mundo dice que va a ser una guerra larga.
—No creo que nadie pueda predecir lo que va a pasar.
—Stefan dice que la guerra es culpa de ellos.
—¿De quiénes?
—Ya sabes —respondió Kate—. De los judíos. —Bajó la voz y se inclinó hacia delante—. Yo creía que lo de Isaac era un enamoramiento de colegiala. Ya sabes: el chico rico y guapo que sabías que nunca sería para ti. Y ahora, con las leyes nuevas… Bueno, pero de todas formas él ni sabía siquiera que existías. O sea, aquello nunca llegó a nada, ¿verdad?
Christine sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas. La tentación de contarle a Kate que ella e Isaac estaban enamorados y habían estado viéndose en secreto era tan fuerte que estuvo a punto de soltárselo. En lugar de eso, clavó la mirada en el menú y se mordió el interior de la mejilla.
—Lo conozco desde hace más tiempo que tú a Stefan —respondió.
—Tú estabas encaprichada de él. No es lo mismo.
Christine tragó saliva y contuvo las ganas de contárselo todo sólo para que se callara.
—Pues lo echo de menos.
Kate puso los ojos en blanco.
—Perdona. Sé que echas de menos trabajar en su casa y verlo, pero tienes que olvidarte de él.
En ese momento Frau Schmidt apareció junto a la mesa preparada para tomar nota. Las jóvenes dejaron de hablar y se pusieron derechas. Christine no podía apartar la vista de Kate. «¿Quién es esta persona?», pensó.
—Un helado italiano de cereza, bitte —pidió Kate.
—Yo tomaré lo mismo, bitte —dijo Christine.
La cabeza le daba vueltas mientras se preguntaba cómo se le había ocurrido pedirle a Kate que entraran allí. Debería haber buscado un pretexto y seguir andando.
Kate tamborileó con los dedos en la mesa, esperando a que Frau Schmidt anotara lo que habían pedido. Cuando esta se marchó, volvió a inclinarse hacia delante y la señaló con la cabeza, mientras Frau Schmidt se alejaba tranquilamente.
—Recibió un telegrama la semana pasada —dijo—. Su hijo ha muerto en combate a las afueras de París.
Christine sintió que el corazón se le oprimía.
—Pobre mujer —contestó.
Por el rabillo del ojo vio que los oficiales se acercaban hacia el fondo del café; fingiendo no darse cuenta, se obligó a sonreírle a Kate.
Los oficiales se detuvieron ante la mesa del anciano y se quedaron esperando en silencio hasta que él reparó en que estaban allí de pie. Por fin alzó la mirada de su almuerzo.
—El Hauptscharführer Kruger y yo somos de la De Rasse und Siedlungshauptamt, la Oficina Central de Raza y Población de las SS —dijo uno de los oficiales. Era alto y delgado, y su puntiaguda nariz destacaba como el pico de un ave en su anguloso rostro—. Su documentación, bitte.
El otro oficial, el Hauptscharfürer Kruger, le arrebató el periódico de la mano al anciano, le echó un vistazo a la primera plana y luego lo tiró a la mesa.
—Mach schnell! —gritó.
El anciano se dio la vuelta en la silla mientras tanteaba buscando su abrigo. Rebuscó en él con manos temblonas y por fin sacó su Ausweis del bolsillo, pero entonces se le cayó al suelo. Dejó escapar un gruñido de frustración y se inclinó a recogerlo, con los delgados brazos y piernas temblando, pero la cartilla de identidad se le había caído entre las botas y no la veía. Christine se levantó y cruzó la sala.
—Halt! —exclamó el Hauptscharführer Kruger, al tiempo que levantaba una mano enguantada hacia ella.
Christine se paró en seco.
—¿Es usted partidaria de los judíos, Fräulein? —le preguntó el oficial—. ¿O es que es judía?
—Se le ha caído la documentación —respondió ella, señalando al suelo—. Sólo iba a ayudarlo.
—¡Ocúpese de sus asuntos! —le gritó Kruger—. ¡O la detendremos por interferir en los asuntos del Reich!
Christine bajó la mirada pero no volvió a su silla. No tenía ni idea de lo que haría si maltrataban más a aquel hombre, pero sabía que no podía mantenerse al margen sin hacer nada. El oficial narigudo se inclinó para sacar la verde cartilla de identidad de entre los pies del anciano; luego se puso derecho, al tiempo que le daba las gracias a Christine con la cabeza, y abrió el Ausweis.
—Está en orden —le dijo a Kruger.
Dejó caer la cartilla en la mesa, se despidió del anciano con una inclinación de la gorra y se dirigió hacia la puerta. Pero el Hauptscharführer Kruger no se movió; en vez de eso miró a Christine con el ceño fruncido, como si intentara decidir si merecía la pena perder el tiempo con ella. Christine lo miró a su vez y contuvo el aliento. El oficial narigudo se detuvo junto a la puerta y dio media vuelta.
—Tenemos asuntos más importantes que atender, Hauptscharführer Kruger —le recordó.
Kruger siguió observando a Christine unos cuantos segundos más, pero giró sobre sus talones y se marchó. Christine exhaló el aire que había estado conteniendo y regresó a la mesa; se cogió al filo de cristal para apoyarse y se sentó en la silla. Kate la miró de hito en hito con los ojos muy abiertos, tan grandes como los platos azules y blancos que estaban en la pared detrás de su cabeza. Sin una palabra, Frau Schmidt les llevó los rojos helados italianos en platos de cristal, con la cara inexpresiva y mirándolas fijamente.
—Pero ¿qué te pasa? —le preguntó Kate en tono tenso a Christine—. ¿Quieres ir a la cárcel?
—¿Van a meterme en la cárcel por recogerle una cosa del suelo a un anciano?
—Si llega a ser judío, sí —contestó Kate. Su voz se convirtió en un susurro—. ¿Te acuerdas de los Goldstein, que vivían al lado de nosotros? ¿Aquellos que tenían los dos dachshund que yo cuidaba cuando se iban a Polonia a ver a los parientes de Frau Goldstein?
—Ja —respondió Christine, y empezó a sentir náuseas.
—Hace unos cuantos meses desaparecieron, y encontraron los perros sueltos por la calle. Una semana después volvió el señor Goldstein, pero no quiso decirle a nadie dónde había estado ni lo que había ocurrido. No hizo más que agarrarse a aquellos perrillos y llorar. Y al cabo de un mes ya no estaba tampoco.
Christine tragó saliva.
—¿Qué piensas que le pasó?
—He oído decir que andan acorralando judíos.
Christine notó que algo se retorcía en su pecho.
—¿Y qué hacen con ellos?
—No lo sé. Pero Stefan decía que Hitler no va a parar hasta que todos hayan muerto.
Como si le hubiera entrado hambre de repente, Kate cogió una cucharada de helado de cereza, grande y goteante, y se la metió deprisa en la boca. Hizo una mueca al notar el súbito frío en los dientes y abrió los labios como si hiciera calor; tenía la lengua y el interior de las mejillas color rojo sangre.