Durante las semanas siguientes cada vez pusieron más carteles en la ciudad. Uno afirmaba: «Toda Alemania escucha al Führer en la Radio del Pueblo». Otro mostraba a Hitler, con los hombros hacia atrás, una mano en la cadera y mirando fijamente a lo lejos, sobre las palabras: «Un Pueblo, un Reich, un Führer». El cartel más reciente se encontraba a la puerta de la panadería, de la carnicería y de todas las iglesias y las tiendas. Mostraba a una atractiva pareja rubia con dos niños rubísimos de mejillas sonrosadas, y debajo el lema: «Casaos bien… ¡por la raza, la salud y la militancia del partido!». Al ver a la perfecta familia aria sonriendo alegre en cada pared, Christine pensó en la más reciente directiva que habían promulgado los nazis: la lista de nombres inaceptables para un bebé. «¿Qué sera lo siguiente?» —se preguntó—. «¿Les dirán a los ciudadanos alemanes lo que tienen que comer y cómo han de vestirse?».
De noche, cuando recorría las calles desiertas para verse con Isaac, los carteles nazis relucían en la oscuridad como velas de cumpleaños puestas sobre una tumba. Pensó arrancarlos, llevárselos a casa y quemarlos en la estufa. Si la sorprendían haciéndolo, siempre podría emplear el pretexto de que se habían quedado sin leña y carbón. Pero el miedo pesaba más que el enfado, de modo que Christine procuraba no hacer caso de ellos y seguir andando.
Darle vueltas a la cabeza no cambiaría nada. Sólo tenía de su parte el tiempo: la única fuerza que podía imponer un cambio. Debían aguantar y esperar que alguien derrocara a Hitler, o que los nazis entraran en razón de algún modo. A Christine le parecía irónico el que, tan solo unas semanas atrás, estuviera deseando saber qué aventuras la aguardaban, o más bien la consumiera la impaciencia por saberlo. Si alguien le hubiera dicho que su vida incluiría citas en mitad de la noche porque era ilegal amar a una persona, no se lo habría creído. Pero se negaba a dejarse vencer por la amargura o la autocompasión.
En lugar de eso, contaba los días que faltaban para sus encuentros secretos, recordando los tiernos besos de Isaac y su manera de sonreír plegando la boca a un lado. Aunque se habían declarado su mutuo amor abiertamente, sus primeros encuentros habían sido breves e incómodos, llenos de tímidos momentos de silencio hasta que se les ocurría algo que decir tras los iniciales «hola» y «te he echado de menos». El mundo había cambiado a pasos agigantados en cuestión de semanas, y hablar de cosas cotidianas parecía algo inútil. Lo único que tenía sentido, lo único que ellos entendían era lo que sentían el uno por el otro. Y para eso no les hacían falta muchas palabras. Cada vez que se veían se sentían más a gusto. La conversación no tardó mucho en volverse más natural, los silencios, más cómodos, los abrazos, más familiares y los besos, más apremiantes.
—Resulta casi demasiado fácil lo de andar por las calles de noche sin ser vista —comentó Christine en la cuarta cita—. Siempre están desiertas.
Estaban cogidos de la mano, sentados uno al lado del otro en los escalones del café y muy juntos para combatir la fría brisa nocturna.
—La gente guarda las distancias —respondió Isaac—. Sólo salen de casa para hacer recados y compras importantes. Todo el mundo tiene miedo de que los paren para interrogarlos. He estado pensando que deberíamos quedar más cerca de tu casa. A mí no me importa andar un poco más.
—Pero ¿por qué? —dijo ella—. A mí no me preocupa que me pillen. Me pondría a llorar y les diría que estaba en la calle desahogándome porque he tenido una pelea con mis padres.
—Es que un hombre andando tarde por la calle levanta menos sospechas. Es demasiado peligroso para una mujer. Jamás me lo perdonaría si te ocurriera algo.
—Pero ¿y a ti? Cuando revisen tus documentos…
—Si la Gestapo entra en el pueblo de noche —la interrumpió Isaac—, oiré los vehículos. Me dará tiempo de correr a esconderme.
—Ah —replicó ella, tomándole el pelo—. ¿Así que crees que yo no sé correr?
—No tan rápido como yo.
—¿Quieres demostrármelo?
Se levantó y le soltó la mano.
—Nein —contestó él—. Vuelve a sentarte.
—Ach nein —dijo Christine—. No basta con decir las cosas y no tener el valor de demostrarlas.
Isaac se puso de pie, le rodeó la cintura con los brazos y apretó.
—Venga, echa a correr —repuso—. Yo te sigo justo detrás.
Christine intentó abrirle los brazos, pero fue en vano. Isaac era demasiado fuerte.
—No hay derecho.
—¿Ves lo poco que puedes?
—Es por tu culpa.
Al instante estaban besándose, y todas las preocupaciones anteriores sobre la necesidad de correr a esconderse se evaporaron.
Al cabo de una semana la confianza de Christine en su capacidad para engañar a la Gestapo recibió un golpe aplastante cuando, por casualidad, oyó a Vater hablar con Mutti sobre un amigo con el que había trabajado en tiempos, un católico casado con una judía.
—Yo estaba en el pasillo —le contó Christine a Isaac—, y no sé por qué no entré en la cocina sin más. No es que ellos procuraran que no los oyera nadie. Creo que es que me sentí…
—¿Culpable? —sugirió Isaac.
—Iba a decir asustada.
—¿Qué decía tu padre?
—El amigo de Vater había cogido el tren a Stuttgart para visitar a su hermana por su cumpleaños. Cuando llegó al andén, lo paró un hombre y le dijo que era de la Geheime Staatspolizei, la Policía Secreta Nacional, aunque iba vestido de paisano. Le preguntó al amigo de Vater de dónde era y adónde iba. El amigo le enseñó sus papeles y el policía dijo que fuera con él al edificio de la Gestapo, frente a la estación de tren. Allí, un segundo policía se quedó con los regalos que el amigo de Vater le llevaba a su hermana, menta del huerto de su esposa para hacer infusiones y una lata de queso de cabra. Lo acusaron de robar esas cosas y le dijeron que ya no podía viajar en tren. Y luego le dijeron que si volvían a verlo en la estación, los mandarían a él y a su esposa judía a un campo de trabajo.
—¿Qué pretendes decirme? —preguntó Isaac—. ¿Quieres dejar de verme?
—No, en absoluto. No pretendo decirte nada, sólo quería contártelo. Vater dijo que la Gestapo lo sabe todo.
—¿Has oído lo que anunciaron en la radio? —dijo Isaac—. Ahora es la ley: todo el mundo tiene que emplear el saludo oficial «Heil Hitler».
—Sí que lo he oído —contestó ella—. Todo el mundo levanta el brazo y hace lo que le dicen.
—¿Y tú? ¿Estás haciendo lo que te dicen?
Christine lo miró, intentando interpretar su rostro. ¿Se ofendería si decía que sí?
—Al principio me sentía ridícula y me negaba. Pero ahora, después de oír lo que contaba Vater…
—Más vale que lo hagas —respondió Isaac—. No tienes que hacerte notar.
Antes de que pasaran dos meses Christine e Isaac habían trasladado sus encuentros secretos a un lugar más próximo a la casa de ella: un subterráneo que servía como bodega y también para almacenar tubérculos, excavado en la ladera de una colina como una especie de túnel. El montículo cubierto de árboles y arbustos iba por detrás de una hilera de tiendas y cafés situados al otro lado del camino que cruzaba transversalmente la parte más baja de la calle de Christine; era una zona con muchos baches y boscosa, atravesada por un riachuelo que se empleaba para impulsar el molino harinero del pueblo. La bodega pertenecía a Herr Weiler, el carnicero, quien compartía el local con otros restaurantes y cafés. Un herrumbroso candado, que Isaac abría sin dificultad ni señal de que entraran por la fuerza, protegía la puerta metida en la pared y cubierta de musgo. Dentro de la sala de piedra, toneles de roble para el vino y anaqueles de madera llenos de polvorientas botellas cubrían toda una curvada pared. La parte trasera del largo y estrecho espacio la ocupaban cajones llenos de nabos y patatas.
Aunque resultaba tentador abrir la espita de un tonel de vino y hartarse de beber, los jóvenes no tocaban nada. Agradecían mucho disponer de un escondrijo protegido de los fríos vientos del invierno que se acercaba, donde hablar y besarse sin temor a ser vistos. Christine compró una vela corta que, una vez encendida, soltaba una fina estela de humo gris que subía flotando hacia el cuadrado respiradero del curvo techo para desaparecer en la noche. A veces Isaac llevaba queso y fruta, o rebanadas del excelente Pflaumenkuchen de su madre. Entonces volcaban un tonel de vino vacío, lo cubrían con un mantel de cuadros rojos y blancos y convertían la bodega en un romántico y apartado escondite.
Mientras el mundo exterior se agitaba en completo desorden, Christine e Isaac hablaban y reían, meciéndose al son de la música que él tarareaba en voz baja, a resguardo de la lluvia y ocultos en el túnel con suelo de tierra. Hacían planes para cuando el mundo volviera a estar cuerdo, y rogaban para que ese tiempo no tardara demasiado en llegar. Pero a medida que pasaban las semanas empezaron a preguntarse si aquello sucedería alguna vez.
—Dijeron que fue una reacción espontánea por el asesinato de un funcionario de la Embajada alemana a manos de un judío polaco —le dijo Isaac a Christine a finales de noviembre, cuando comentaban lo sucedido en las semanas anteriores—. Pero mi padre y yo coincidimos en que aquello fue algo planeado y premeditado. No eran civiles enfurecidos por lo que había ocurrido, sino los de las SS vestidos con ropa de paisano. Fueron ellos los que saquearon los negocios de propiedad judía y les dieron las palizas a los judíos por las calles.
Estaban sentados sobre sus abrigos y apoyados en los cajones de patatas, ella con las piernas recogidas bajo la falda para evitar el frío que salía del suelo de tierra. Él le rodeaba los hombros con el brazo y apoyaba la barbilla sobre su cabeza.
—El periódico traía fotografías de sinagogas ardiendo en Berlín —contestó Christine.
—Lo llaman la Kristallnacht, por todos los vidrios rotos. Mataron a noventa y nueve judíos, y a veinte mil los metieron en la cárcel.
Christine alzó la vista hacia él, sorprendida.
—¿Por qué? ¿Por defenderse?
—¿Quién sabe? Los de las SS no necesitan motivo. —Isaac apretó la mandíbula y arrastró el tacón de su zapato por la oscura tierra apisonada, como si quisiera darle un puntapié o un puñetazo a alguien—. Si por Hitler fuera, echaría a los judíos de Europa. Mis padres han tenido que sacar a Gabriella del colegio porque ahora es ilegal que los niños judíos asistan a colegios no judíos. Los judíos no tendrán nada —afirmó, con voz a la vez enfadada y triste—. Yo he tenido que dejar de asistir a la Universität. Mis padres están empleando sus ahorros sólo para que no falte comida en la mesa. Me parece que me observan cuando voy a la tienda de comestibles. No puedo defenderme. No puedo hacer nada. No voy a tener trabajo, ni dinero, ni estudios. No voy a tener nada. Yo te amo, Christine, pero ¿cómo vas a construir una vida conmigo?
Ella le puso la mano en la mejilla.
—Olvidas una cosa: que yo ya no tengo nada. Mis padres son pobres pero están juntos. Y nunca he sido más feliz en mi vida. No he cambiado de opinión. Lo único que deseo es ser tu esposa.
Al oír eso, Isaac sonrió y la atrajo hacia sí, besándola y guiándola hacia atrás hasta quedar tumbados sobre los abrigos, uno al lado del otro. Christine empezó a tiritar, pese a no tener frío. Él le remetió los bordes de su abrigo por la parte superior de los brazos, inmóvil sobre ella, apoyado en los codos. En sus ojos castaños había una expresión dulce y llena de amor, y a Christine la conmovió el calor y la hondura de su cariño. Lo rodeó con sus brazos y él la besó, con la boca abierta y respirando con dificultad. Christine notó el palpitar del corazón de Isaac en los senos y, sin saber cómo, empezó a tirar de su camisa, buscando los botones con las manos, mientras que también respiraba con rápidos jadeos. La cálida mano de Isaac, que le ceñía la cintura, se desplazó hasta la parte posterior del muslo, apretando y tanteando por fuera de la falda, mientras él le besaba el cuello, el pálido y profundo hueco de encima de la clavícula, el tibio y blando montículo del escote… Y después, sin previo aviso, Isaac se detuvo y meneó la cabeza.
—No podemos hacer esto —dijo, jadeando—. Si te quedaras embarazada…
Christine notó que se tensaba el estómago; luego desfalleció, y la represión del deseo hizo que le doliera todo el cuerpo.
—Lo sé —contestó en un susurro.
—Si descubrieran que estabas encinta de un niño judío, nos enviarían a la cárcel. A ti, a mí y a nuestro bebé.
—Lo sé. Lo sé. Lo sé. Abrázame.
Christine apretó los dientes, tratando de tranquilizar el estruendo de su corazón. La respiración de Isaac se hizo más lenta, y ella sintió que el cuerpo del joven se aflojaba y se relajaba. De repente, el peso de su cabeza sobre el pecho la hizo pensar en un bebé que estuviera tendido allí: el hijo de Isaac, su pequeño o su hija recién nacida, empujando con los labios en sus pechos, buscando consuelo y alimento. «¿Ocurrirá alguna vez?» —se preguntó—. «¿Se nos permitirá alguna vez estar juntos, vivir como todos los demás, felizmente casados, con una casa e hijos? ¿Se nos permitirá disfrutar de los derechos humanos más básicos?». Se le saltaron las lágrimas y abrazó más fuerte a Isaac, agarrándole la camisa con las manos, deseando poder pasar el resto de la vida entre sus brazos, repentinamente temerosa de que, por alguna razón, en algún lugar, fuesen a apartarlo de ella. «¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo me veo viviendo en un mundo dónde a una persona la meten en la cárcel por amar a otra? ¿Dónde a un inocente bebé, una vida nueva que crean dos personas dispuestas a trabajar y sacrificarse por darle a ese niño cuanto necesite, lo encierran, o algo peor, sólo porque uno de sus padres es judío? Esto es una pesadilla. Tiene que serlo. En cualquier momento voy a despertarme y a darme cuenta de que nada de esto es verdad».
Se pellizcó la mano, pero no ocurrió nada. Seguía escondida en un almacén subterráneo, tendida en un suelo de tierra y abrazada al amor de su vida, y a ambos se les seguía considerando delincuentes. Clavó la mirada en el ambarino resplandor de la vela, que se reflejaba tembloroso en el curvado techo, y de golpe fue consciente del frío helado que subía de la tierra y se filtraba por el abrigo hasta calarle la piel, buscando el músculo y los huesos, ahondando hasta el corazón; un corazón que de pronto se sintió vacío por la pena y el miedo. «¿Qué va a ser de nosotros?», pensó mientras las lágrimas le empapaban el cabello.
Hacía mucho que no se recordaba un invierno tan malo. Furiosos temporales de nieve se desencadenaban cada pocas semanas, y los vientos bramaban y soplaban en rachas de costado para formar altísimos ventisqueros en las calles. Se tardaba días en despejar la red de estrechas avenidas y serpenteantes paseos con los arados tirados por caballos, justo a tiempo para que la siguiente tormenta los llenara de nuevo.
La madre de Christine cerraba los postigos de las ventanas delanteras, las forraba con periódicos viejos y colgaba manteles y sábanas por dentro. Pero, aun así, la seca nieve en polvo se colaba hasta dentro y formaba diminutos ventisqueros, como dunas de arena en miniatura, en el suelo de madera. En cuanto se ponía el sol, Mutti dejaba de meter carbón en la estufa y les daba una manta a cada uno para que se la pusieran por los hombros durante la cena. Cuando el carbón se apagaba hasta reducirse a un montón de brasas negras y naranjas que parecía latir, la familia se iba a la cama llevando puestos gorros, mitones y varias capas de ropa.
A medida que 1938 se transformaba en 1939, Christine se sorprendió echando pestes del tiempo. A veces la nieve estaba tan alta que ella e Isaac sólo podían quedarse a la puerta de la bodega, tiritando y abrazándose hasta que él le decía que se volviera a casa. Para aumentar la tristeza de Christine, Isaac decidió que ahora debían verse sólo una vez al mes pues, aunque hacían todo lo posible por remover la nieve para borrar las huellas, lo cierto es que dejaban rastros y pisadas en una propiedad privada. Alguien no tardaría en sospechar.
Incluso cuando la nieve comenzó a derretirse, Isaac insistió en que se ciñeran al calendario mensual porque ahora la Policía Secreta rastreaba el pueblo con regularidad e iba de puerta en puerta para asegurarse de que todo el mundo tuviera la debida documentación. Cuando la gente estaba tan asustada, ver a cualquiera en la calle por la noche podía provocar el pánico. ¿Y si alguien los reconocía?
Dos días antes del comienzo oficial de la primavera, la radio anunció que Hitler había enviado tropas a Bohemia y Moravia, y que el Führer había llegado en persona a Praga ocho horas después. Para cuando brotaron los tulipanes y los azafranes, a comunistas, socialistas, líderes obreros y enemigos del Estado los habían detenido y estaban enviándolos a un nuevo campo de trabajo situado al sur de Alemania que se llamaba Dachau. En mayo se hizo saber que se exigía inscribir en los registros estatales a todos los niños menores de tres años sospechosos de sufrir una grave enfermedad hereditaria.
Christine pasaba las semanas como ausente, contando las largas horas que faltaban para volver a ver a Isaac. Durante el día iba al molino y a la tienda con la cabeza baja, segura de que la gente le vería su secreto en los ojos. Una vez, un camión militar cruzó por el mercado al aire libre de los granjeros y tuvo que esforzarse para que no le temblaran las manos mientras iba contando monedas para pagar una lata de queso.
Según la madre de Christine, Kate salía oficialmente con Stefan. Para sorpresa general, la madre de Kate estaba contentísima y le pidió a Mutti que le dijera a Christine que su hija estaba demasiado ocupada como para que se vieran. A decir verdad, a Christine aquello le produjo alivio. No habría sido capaz de escuchar las historias de Kate, llenas de exclamaciones embelesadas y risas tontas, sin echarse a llorar. Cuando veía a Kate y a Stefan paseando por las calles de la mano, se daba la vuelta y volvía sobre sus pasos, o se metía en la calleja más próxima y salía corriendo por el otro lado.
Christine se sentía agradecida por tener a su lado a Maria, una hermana que siempre estaba allí para todo. Mientras trabajaban codo con codo preparando el huerto para plantar semillas, sacudiendo los colchones de plumas en el jardín o colgando embutidos a secar de unos palos de escoba puestos sobre las contraventanas abiertas, la consolaba saber que alguien entendía por qué a veces, sin motivo, los ojos se le llenaban de lágrimas. Christine evitaba adrede hablar de Isaac, pues le daba miedo revelar sin querer el secreto que ambos compartían, y, por fortuna, Maria nunca sacaba el tema.
Con todo, Maria sabía lo que sentía su hermana. En más de una ocasión le apretaba la mano por debajo de la mesa del comedor al percibir que estaba a punto de llorar mientras el resto de la familia hablaba y reía. Por ahora a Christine le bastaba con saber que alguien comprendía que amaba a Isaac y lo echaba de menos con todas las fibras de su ser. Para aliviar la culpabilidad que sentía por no contarle a Maria la verdad, se decía que algún día se lo contaría todo; con un poco de suerte un día no muy lejano.
En la primera semana de calor, el Führer alardeó de haber exigido que Danzig fuese devuelta a Alemania, a pesar de que Francia e Inglaterra se mostraban dispuestas a defender a Polonia. Al mismo tiempo, Polonia y Rusia acumulaban tropas en las fronteras alemanas, y Christine oía a la gente cuchichear en la carnicería y en la panadería que la guerra no estaba lejos. Pese a las angustiosas noticias, todos los que ella conocía confiaban en que aún hubiera una posibilidad de paz. A medida que la crisis se intensificaba, circulaban rumores sobre el racionamiento de comida y provisiones. Christine trataba de no pensar en las historias que le había contado Opa sobre las mujeres y los niños que se morían de hambre durante la guerra anterior.
El uno de septiembre Hitler anunció que Polonia había disparado sobre territorio alemán y que, en defensa propia, las tropas alemanas habían devuelto el fuego. Las bombas se recibirían con bombas. Aquel mismo día entró en vigor un toque de queda a partir de las ocho de la tarde para todos los judíos alemanes.
Christine sintió como si una soga fuera tensándose en torno a su cuello.
Las siguientes noches las pasó dando vueltas en la cama hasta el amanecer, preocupada por si Isaac ponía fin a los encuentros debido al nuevo toque de queda e intentando no pensar en la guerra. Pero no era capaz de detener las imágenes de balas que volaban por los aires y bombas que caían sobre su pueblo, mientras procuraba convencerse de que era absolutamente imposible que eso ocurriera en un lugar tan pequeño y tan poco importante. Lo peor de todo era que aún tardaría tres semanas y cuatro días en saber si el toque de queda había hecho cambiar de opinión a Isaac, porque se habían visto sólo dos días antes, la noche anterior a la declaración de guerra por parte de Francia y Gran Bretaña.
Durante las tres largas semanas que pasó sin ver a Isaac, la radio comunicó que la Royal Air Force había bombardeado las ciudades alemanas de Cuxhaven y Wilhelmshaven, y que las tropas alemanas estaban entrando en Varsovia. En el periódico se publicaron las primeras bajas de guerra, una lista de los que habían muerto por su patria, junto con un nuevo decreto que amenazaba con la pena de muerte a todo el que pusiera en peligro el poder defensivo del pueblo alemán.
Cuando por fin se reunió con Isaac en la bodega, Christine trató de recordar todas las noticias, porque los de las SS se habían llevado el aparato de radio de los Bauerman. Según la lista diaria de nuevas normas y restricciones para los judíos que salía en el periódico (no se debía vender jabón de afeitar a un judío, ni tabaco, ni pescado, ni Torten, ni flores), ahora la ley les prohibía ser dueños de una radio.
—Eran ocho y lo registraron todo —le explicó Isaac—. A mi padre se pusieron a darle empellones y a mí me aporrearon las orejas, y luego robaron lo que quisieron: velas, jabón, carne, mantequilla, pan, libros, maletas, las joyas y pieles de mi madre, las muñecas de mi hermana… Al día siguiente vinieron con un camión y se llevaron los cuadros, nuestros buenos muebles, la porcelana, la plata… incluso la menorá. Nos obligaron a sacarlo todo y cargarlo, y después mi padre tuvo que firmar un papel diciendo que se lo había cedido todo voluntariamente a la Cruz Roja alemana.
—¿Cómo pueden hacer eso? —preguntó ella—. ¿Cómo pueden robar sin más las cosas de la gente a plena luz del día?
—¿Quién va a detenerlos?
Christine se encogió de hombros y meneó la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas.
—No lo sé.
—Nos dijeron que debíamos abrir el gas o ahorcarnos.
—Ach Gott. —Christine le cogió la mano—. Lo siento muchísimo. ¿Os queda algo?
—Mi padre había escondido algo de dinero debajo de las tablas del suelo detrás del retrete, en el baño de arriba. No lo encontraron.
—¿Hay algo que necesitéis? ¿Algo que yo pueda compraros a ti y a tu familia?
—¿Un billete de ida para salir del país?
Christine se quedó rígida. Sabía que Isaac y su familia estarían más seguros en otro sitio, pero ella lo necesitaba allí. Necesitaba ver su cara, oír su voz, sentir sus fuertes brazos ciñéndola. En cuanto aquel pensamiento pasó por su cabeza, se odió por ser tan egoísta.
—¿Has sabido de tus parientes? —le preguntó.
—La hermana de mi padre envió una carta desde Lodz hace tres semanas, pero no la recibimos hasta ayer. Decía que al principio a los judíos polacos les ordenaban llevar brazaletes con la estrella de David, pero luego los obligaron a irse a vivir a los ghettos. A los hombres que trataron de resistir los mataron a tiros, y su marido fue uno de ellos. Ella y sus tres hijos compartían dormitorio con otras ocho personas, y quería saber si podíamos hacer algo para sacarlos de allí. Decía que sería su última carta, porque ya no les permitían recibir ni enviar correo. Mi padre se sentó y se echó a llorar, y mi madre ni siquiera lo miró. Ella sigue creyendo que las cosas volverán a la normalidad. Piensa que Hitler estará demasiado ocupado con su guerra como para molestarse por nosotros y que, si hacemos lo que se nos dice, no nos pasará nada.
—¿Y tú qué piensas?
Isaac bajó la mirada.
—Pienso que tenemos que ponerle fin a esto.
Sus palabras cayeron sobre Christine como un velo helado.
—¿Ponerle fin a qué?
—Tenemos que dejar de vernos. Si nos cogen será el final. Para los dos. Con el toque de queda es demasiado peligroso. Alguien podría seguirme. No podemos hacer esto. Yo no voy a venir más.
Christine se tapó el rostro con las manos. Sabía que ese día llegaría, pero sintió náuseas al oírselo decir en voz alta, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Aunque la voz de Isaac sonaba fría y áspera, cuando alzó la vista le brillaban los ojos.
—Volveremos a estar juntos pronto —le aseguró, tomándola en sus brazos—. Y nada nos separará. Me pondré en contacto contigo de algún modo. Cuando no haya peligro. Te lo prometo.
Ella se apartó y fue hacia el volcado tonel de vino; quitó el mantel rojo y blanco y lo extendió sobre el suelo de tierra apisonada. Luego se puso en mitad de él, con los ojos llenos de lágrimas, y se desabrochó la parte superior del vestido. Isaac se quedó mirándola con los labios apretados y la cabeza inclinada a un lado. Christine se deslizó el vestido por los hombros, sacó los brazos de las mangas y lo dejó caer hasta la cintura. Cuando empezó a desabrocharse el fino cinturón de la fruncida falda, Isaac soltó un gemido grave y atormentado. Al instante se precipitó hacia ella y hundió la cara en su cuello, al tiempo que sus fuertes brazos le estrujaban los brazos a los costados.
—No podemos —dijo entre dientes; su aliento cálido rozó la piel de Christine—. Por mucho que yo lo desee, no podemos.
—Si no puedo verte —le susurró ella al oído—, quiero que pase. Necesito algo por lo que recordarte, algo que me ayude a pasar esto.
Él le subió el vestido por los hombros y retrocedió.
—No —respondió—. No quiero ponerte en peligro. Algún día estaremos juntos, pero ahora no. Aquí no. Así no.
Christine se rodeó con los brazos y se dejó caer al suelo, con la cabeza inclinada y los hombros agitándose por el llanto. Isaac se agachó junto a ella, la puso de pie y luego la abrazó y la acunó como si fuera una niña. Al cabo de unos minutos la ayudó a meter los brazos por las mangas, le abrochó la pechera del vestido y le secó las húmedas mejillas con los pulgares. Después cogió el mantel, le dio la vuelta en el suelo y se arrodilló.
—¿Qué haces? —preguntó ella, enjugándose los ojos.
Isaac se sacó del bolsillo una caja de cerillas, encendió una y esperó hasta casi quemarse los dedos antes de apagar de un soplo la llama. A continuación, con el palo quemado, escribió en la esquina derecha del mantel una «C» descomunal, repasándola una y otra vez hasta que la carbonizada madera negra de la cerilla se gastó. Christine se puso de rodillas junto a él con la mano apoyada en su ancha espalda, sintiendo cómo se le tensaban y se le relajaban los músculos al trabajar. Isaac encendió otra cerilla y añadió «& I», y luego utilizó otras seis más para terminar: «C & I». Y debajo: «1939».
—Algún día volveremos aquí, juntos —afirmó—. A la luz del día. No nos preocupará que nos vea nadie y cogeremos este mantel. Y cuando nos casemos, lo pondremos en nuestra mesa de boda, bajo una enorme tarta y un millar de flores.
Christine asintió con la cabeza al tiempo que unas rápidas lágrimas le caían de los hinchados ojos. Los dos se pusieron de pie y doblaron el mantel, de esquina a esquina y de punta a punta, mirándose a la cara como si se grabaran a fuego en la memoria hasta el último rasgo de sus rostros. Christine apretó los labios para contener un sollozo al ver que Isaac se sacaba del bolsillo su piedra de la suerte, la metía entre los pliegues del mantel y después lo introducía todo entre la fría pared de cemento y el rincón más lejano de un arcón de madera que contenía patatas.