Capítulo 3

Christine inspiró hondo y retrocedió hasta la puerta del comedor con la ovalada fuente de servir, llena de cebollas doradas y chisporroteante Bratwurst, en equilibrio entre las manos. Empujó el picaporte hacia abajo con el codo y entró en la ruidosa habitación, confiando en que su madre estuviese allí, de vuelta de casa de los Bauerman y esperando a la mesa como el resto de la familia.

En el fondo sabía que Mutti habría entrado primero en la cocina para ponerse el delantal y ayudar con la comida. Pero hoy no estaba segura de nada. Sus pensamientos estaban dispersos, y las tareas más sencillas (disponer los cubiertos, lavar las hojas de diente de león silvestre que había cogido Opa, mezclar aceite y vinagre para el aliño, volver a calentar la carne en el horno) habían requerido toda su concentración. Mutti llevaba fuera el doble de tiempo del que Christine se había esperado. ¿Y si había cambiado de opinión respecto a darle la nota a Isaac? ¿Y si él no estaba en casa? ¿Y si no le contestaba? ¿Y si la Gestapo había detenido a Mutti por ir a casa de Isaac? ¿Y si encontraban la nota, detenían a Isaac y ahora se disponían a detenerla a ella?

Con las piernas temblando, llevó la fuente de servir a la mesa de comedor. El heterogéneo clamor de la risa profunda de Opa, las bromas que intercambiaban Maria y Oma, el continuo tomarse el pelo de Heinrich y Karl y el tono monótono de su padre, zumbaba como el caótico bullicio de un millar de niños de guardería encerrados dentro de casa un día de lluvia. Christine tropezó con el bastón de excursionista de Opa, que este había dejado apoyado en una esquina de la mesa, y lo mandó al suelo de madera con estrépito. Apretando la mandíbula, dejó la fuente sobre la mesa mientras el alboroto de su familia proseguía sin parar, como si ella fuera invisible, puso el bastón en la esquina y fue a la ventana para ver si veía a su madre. Heinrich y Karl se reían y se pinchaban el uno al otro con el dedo, y Christine tuvo que esforzarse para no aporrear la mesa y gritarles que se callaran.

—Ven a sentarte, Christine —le dijo su padre—. Tu madre no tardará en llegar.

Christine obedeció. Le lanzó una mirada a Vater buscando en su negro pelo el tono gris del polvo de cemento, señal indicadora de que había encontrado un trabajo, pero su bronceada cara de rasgos marcados y sus callosas manos estaban limpias, y en sus ojos castaños había una expresión seria y preocupada.

A diferencia de la familia de Mutti, cuyas raíces alemanas se remontaban hasta siglos atrás, Vater era originario de Italia, lo cual explicaba sus morenas facciones y las de Heinrich. El pecoso pequeñín de la familia, Karl, igual que Christine, tenía el pelo rubio y los ojos azules, como los habían tenido Oma y Opa antes de que la edad y las privaciones se los volvieran grises. Era un misterio para todos de dónde había heredado Mutti su roja melena, pero le había transmitido el tono rojizo a Maria, cuyo cabello, largo hasta la cintura, era de un brillante color cobrizo.

—Heinrich, Karl, ya es hora de estarse quietos —les dijo su padre—. Oma tiene que decir la Danksagung.

Los niños dejaron de menearse, se volvieron para ponerse de cara a la mesa y cruzaron las manos en el regazo con gesto obediente. Pese a que Maria se había pasado su buena media hora frotándoles las manos y la cara, seguían teniendo un borde negro en las uñas, aunque sólo habían encontrado seis irregulares trozos de carbón como recompensa a todo su esfuerzo. Vater esperó en silencio, mirándolos hasta que se calmaron, y luego le hizo una seña a Oma. Christine bajó la cabeza y se clavó la uña de un pulgar en el espacio vacío entre los nudillos, atenta por si oía el sonido de los pasos de su madre en la escalera.

Der Herr… —empezó a decir Oma.

Un par de fuertes golpes sordos en la puerta principal hicieron que Christine se sobresaltara y Oma se detuviese a mitad de oración. Todos tenían el mismo gesto de sorpresa en la cara, con los ojos muy abiertos, pues, aunque iban a almorzar tarde, era raro que nadie llamara a la puerta a aquella hora. En toda Alemania las horas comprendidas entre el mediodía y las dos se reservaban para la comida más importante del día, el Mittagessen. Las tiendas y los negocios no volvían a abrir hasta las dos en punto, ni un minuto antes. Christine y su padre se pusieron de pie al mismo tiempo.

—Veré quién es —dijo Vater—. Quédate aquí, Christine. Empezad todos a comer, ya nos hemos retrasado bastante.

Christine volvió a sentarse e intentó respirar con normalidad, al tiempo que se preguntaba si la Gestapo se molestaría en llamar a la puerta. Maria sirvió un Bratwurst caliente y un poco de cebolla en los platos de Oma y Opa. Christine cogió la ensalada de diente de león y se la pasó a Oma sin apartar la vista de su padre. En cuanto este salió de la habitación, fue a la ventana.

Un negro camión militar estaba aparcado en la calle. Los tubos verticales que vibraban detrás de la alta cabina vomitaban grises columnas de humo; la cabina ostentaba la blanca silueta de la Cruz de Hierro pintada en las portezuelas, y sobre la caja cubierta del camión había una bandera roja con una negra Hakenkreuz, o cruz gamada. Dos hombres con cascos de combate y uniformes negros descargaban de la parte trasera unas oscuras formas cúbicas y se las distribuían a otros cuatro soldados. Christine los reconoció como miembros de las SS, o Schutzstaffel, el cuerpo de seguridad nazi de Hitler, y dio un suspiro de alivio. No era la Gestapo. Abrió de un empujón la ventana y bajó la vista hasta el ancho camino que llevaba del huerto a la fachada de la casa. Uno de los hombres estaba delante de la puerta, hablando con su padre. Desde arriba Christine vio que el oscuro cubo que tenía en las manos el soldado de las SS era un aparato de radio.

«Nein», oyó que decía su padre; luego lo vio coger la radio.

Danke schön —dijo.

Heil Hitler —repuso el soldado, saludando brazo en alto.

A ella no le sorprendió no oír responder a su padre. Dando largas y decididas zancadas, el hombre de las SS volvió hasta el camión.

Christine vio a los otros soldados de las SS ir de puerta en puerta con idénticos aparatos de radio. Tres de ellos regresaron al camión con radios viejas, iguales a la que la familia tenía colocada sobre un blanco pañito de adorno en la mesa auxiliar, junto al sofá. Al cabo de unos minutos todos los hombres se dirigieron al vehículo blindado, como ratas hacia un buen trozo de queso Limburger, y desaparecieron tras la portezuela del lado del copiloto y en la caja cubierta de lona. El conductor le dio un acelerón al motor y subió la cuesta, con los neumáticos de grueso dibujo agarrándose al empedrado como descomunales orugas que avanzaran muy lentamente.

Justo entonces Mutti dobló la esquina del viejo establo, con el bolso colgado del brazo y los ojos fijos en el desconocido vehículo que había en la calle. El camión se marchó tan rápido como había llegado, y Christine cerró la ventana de un tirón. ¿Debía sentarse sin más e intentar comer, o ir a recibir a su madre a la puerta? Vater conocía las nuevas reglas y normas, y estaba convencido de que si se limitaban a hacer lo que les decían, los dejarían en paz. Se enfadaría si averiguaba que Christine le había escrito una nota a Isaac, y aún lo disgustaría más el que Mutti hubiese accedido a llevarla.

—Christine —dijo Maria—. Se te enfría la comida.

Christine retiró su silla y se sentó, segura de que todos veían cómo le latía fuerte el corazón bajo el vestido. Miró en torno a la mesa y se preguntó por qué, de repente, todo el mundo estaba tan callado. Con la cabeza inclinada sobre el plato, Opa daba vueltas entre las encías a su comida. Oma le cortaba la carne a Karl, mientras los dos niños, sin zapatos, sólo con los calcetines puestos, columpiaban los pies bajo las sillas y comisqueaban Bratwurst frito. Maria era la única que la miraba, con las cejas fruncidas, al tiempo que masticaba un bocado de hojas de diente de león.

Cuando se lo tragó, Maria se limpió la boca con la servilleta y le susurró:

—¿Qué te pasa?

Antes de que Christine pudiera responder, su padre entró en la habitación con el nuevo aparato de radio color nogal en las manos. Se quedó de pie en el extremo de la mesa y meneó la cabeza. Todos dejaron de comer y esperaron.

—Desenchufa la radio, Christine —dijo, y puso en la mesa la radio nueva.

—¿Qué ocurre? —preguntó Oma.

Christine se levantó y desenchufó la radio vieja. Luego Vater la quitó de la mesita auxiliar y la dejó sobre el sofá.

—Léenos esto —le dijo a Christine, y le tendió la etiqueta, de un vivo color naranja, que la radio nueva llevaba atada a un dial.

—«La Radio del Pueblo —leyó Christine en voz alta—. Piensen esto: escuchar emisiones extranjeras es un delito contra la Seguridad Nacional de nuestro pueblo. Desobedecer la orden del Führer se castiga con pena de cárcel y trabajos forzados».

Miró a su padre esperando que hiciera algún comentario, pero él no dijo nada; en su rostro se dibujaba una severa expresión de enfado.

—¿Qué significa eso? —preguntó Maria.

En ese preciso instante Mutti irrumpió en la habitación, atándose las cintas del delantal a la espalda. Tenía la cara encendida y los ojos llorosos y enrojecidos, pero sonrió a su familia.

—¿Alguien quiere un té bien calentito? —preguntó. Al ver a su marido y a Christine de pie al otro lado de la mesa, se detuvo—. ¿Ocurre algo? ¿Qué hacían las SS fuera?

—Ven a sentarte —le dijo Vater—. Tenemos todo lo que necesitamos.

—¿Has salido temprano del trabajo hoy? —preguntó Maria.

—Ya hablaremos de eso más tarde —contestó Mutti, acariciando con una mano la cabeza de Karl.

Christine miró fijamente a su madre esperando algún tipo de señal, una confirmación de que le había dado la nota a Isaac y él había contestado, algo que le indicara que lo había visto. Sus ojos se encontraron durante una fracción de segundo, pero Mutti desvió la mirada, sacó una silla y se sentó.

—Hemos tenido la visita de unos títeres de Hitler —explicó Vater—. Estaban repartiendo estos aparatos de radio. La vieja onda corta sintoniza emisoras de toda Europa, pero esta sólo sintoniza dos, y las dos dirigidas por el Partido Nazi. Me preguntaron si teníamos otros aparatos de radio y les dije que no. —Se volvió hasta quedar de cara a Heinrich y a Karl—. ¿Sabéis por qué les dije que no?

Los niños negaron con la cabeza.

—Les dije que no porque utilizaremos esta vieja radio como leña. Ya no nos dejan tenerla. Si averiguan que aún la tenemos, nos meterán en la cárcel, de modo que voy a quemarla en la hornilla de la cocina ahora mismo para calentar el agua de los platos sucios.

Con la vieja radio en las manos, Vater salió de la habitación.

Christine sabía lo que estaba haciendo: lo que Heinrich y Karl no supieran no les haría daño, ni a ellos ni a su familia. Eran demasiado pequeños para guardar un secreto. Vater se llevaba la radio para esconderla, y esa idea la hizo marearse. Cogió la fuente de Bratwurst.

—¿Quieres que vuelva a calentártelo? —le preguntó a su madre, esperando ir con ella a la cocina.

Nein, danke —contestó Mutti, y alargó la mano hacia el plato de servir—. Estoy segura de que está bien.

Pinchó la salchicha con el tenedor y se echó lo que quedaba de cebolla en el plato; su demacrado rostro mostraba una curiosa lucha entre un gesto triste y el intento de fingir una alegre sonrisa para su familia.

—¿Has tenido alguna dificultad? —le preguntó Oma en voz baja.

Nein —respondió Mutti—. A Herr Bauerman le ha costado organizar los cheques de la paga, nada más. Y Frau Bauerman está fuera de sí. Ha tenido que despedir a todos los criados menos a tres. Me pidió que le hiciera listas de lo que había en el sótano de las patatas y en la despensa, ese tipo de cosas, y todo eso me ha llevado más tiempo del que yo suponía. —Por fin miró a los ojos a Christine—. Isaac estaba allí, ayudando a traer todos los papeles del despacho de su padre.

Christine se preparó para lo que podría oír.

—¿Has hablado con él?

Mutti abrió la boca para contestar, pero Vater volvió a entrar en la habitación. Entonces Mutti cogió los cubiertos y empezó a comer. El padre se sentó, con la cara encendida y los hombros encorvados de frustración.

—¡Si los demás partidos no hubieran estado tan ocupados peleándose —exclamó—, y si el país no hubiese estado en semejante caos económico, no nos veríamos en este desastre! Hindenburg era demasiado viejo y estaba demasiado cansado para oponer resistencia; si no, nunca habría nombrado canciller a Hitler. ¡A ese loco no lo ha elegido el pueblo! Y ahora que ha detenido o asesinado a la oposición, está vendiendo el Nacional Socialismo como un pastor vende la religión. Aquí no se cuestiona: se obedece. ¡Y si no, pues se deshacen de uno sin más!

Dio un puñetazo en la mesa que hizo sonar los platos y las fuentes y todos se sobresaltaron. Oma se puso una mano sobre el corazón. La madre de Christine rodeó con el brazo a Karl, que empezó a llorar, y dijo:

—Pues tendremos que esperar lo mejor y seguir adelante.

—Pero si él permite que la Gestapo detenga a todo el que lo critica… ¡No tardarán en controlarlo todo! Ya controlan lo que leemos y ahora quieren controlar lo que oímos. ¡No hay más periódicos que los periódicos nazis, y ahora controlan la radio también!

Mutti carraspeó y lo miró con el ceño fruncido.

—Ahora es el momento de estar juntos, compartir una comida y sentirnos agradecidos por nuestra familia.

—Y además te meterán en la cárcel por hablar así —intervino Opa, gesticulando con sus nudosas manos de venas azules.

La advertencia de Opa le recordó a Christine el aviso que había leído en el periódico nazi Völkischer Beobachter, el Espectador del Pueblo: «Que todo el mundo sea consciente de que quienquiera que se atreva a levantar la mano contra el Estado tiene la muerte segura».

Su padre siempre había sido muy franco, pero hasta hoy a Christine no le había importado. Entonces recordó la conversación que su madre había mantenido con ella y con Maria hacía unos meses. Les había dicho que no expresaran sus opiniones y que tuvieran cuidado con lo que decían en público. Debían hablar de cosas sin importancia: del tiempo, de los últimos chismorreos, incluso de chicos, cualquier cosa menos de política. En su momento Christine se encogió de hombros y no hizo caso, aunque se preguntó por qué pensaría su madre que a dos chicas jóvenes iba a interesarles un tema tan aburrido.

Vater suspiró.

—Perdonad. Vuestra madre tiene razón. Este no es momento de hablar de los problemas del mundo.

Cortó una loncha de su Bratwurst frío, se la metió en la boca e hizo un intento por sonreír.

—Vater —dijo Heinrich con un hilo de voz—. Ayer en la escuela nos dijeron que teníamos que preparar un árbol de familia. La profesora dijo que el Führer quiere saber si hay algún judío en nuestra familia. Dijo que debíamos hacer lo que nos dicen porque no tenemos que llamar la atención sin necesidad. Y que los padres tienen que llevar los papeles de nacimiento, casamiento y bautismo.

Vater dejó de masticar y meneó la cabeza indignado. Opa volvió a servirse ensalada de diente de león y le pasó el cuenco a Vater, actuando como si no hubiera oído nada.

—No te preocupes —contestó Mutti—. Te ayudaremos.

Vater estuvo conforme, y todos terminaron sus platos en silencio. Christine se obligó a comer, pero luego se quedó de brazos cruzados, esperando a que Mutti empezara a quitar la mesa. En cuanto su madre se limpió la boca y se levantó, Christine recogió las fuentes de servir y la siguió hasta la cocina.

—Tengo una nota de Isaac —le dijo Mutti. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo, colgado tras la puerta—. Pero será la última. Tu padre no debe saber nada de esto. Y le he dicho a Isaac lo mismo que te dije a ti: no debéis volver a poneros en contacto hasta que esto acabe, ¿me explico con claridad?

Ja, Mutti. Vielen danke —respondió Christine. Sujetó fuerte la nota en el puño—. ¿Puedo irme a mi cuarto ya?

—Sí. Ha sido un día largo para todos.

Christine subió corriendo a su habitación y cerró la puerta. Se sentó en la cama y abrió el sobre rápidamente.

Mi hermosa Christine:

Reúnete conmigo en el callejón de detrás del Café del Mercado esta noche a las once. Ten cuidado. Que nadie te vea.

Besos,

Isaac

Christine se tendió en la cama estrechando la nota contra su pecho. ¿Cómo iba a aguantar las ocho horas siguientes?

Minutos después, justo cuando Christine metía la nota de Isaac, bien enrollada, en una costura suelta de su osito Steiff, alguien llamó a la puerta del dormitorio. Christine se sobresaltó y, tras embutir el mensaje en el relleno del oso con un dedo, volvió a colocar el destrozado animal sobre el escritorio, se secó las mejillas e inspiró hondo.

Ja? —contestó, tratando de parecer tranquila.

—Soy yo —dijo Maria con voz suave—. ¿Puedo entrar?

Christine abrió el ropero y fingió ordenar su ropa.

—¡Pasa! ¡La puerta está abierta!

Maria entró en la habitación, cerró tras ella y se sentó en el borde de la cama, con los brazos cruzados para protegerse del frío.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Te has comportado como una gallina nerviosa durante el Mittagessen. Y ahora subes a esconderte en tu cuarto.

Christine sacó un vestido del ropero y lo colgó en el respaldo de la silla.

—No me escondo. Sólo reordeno un poco, nada más. Creo que a lo mejor tengo un par de vestidos que pasarte. ¡Ya estoy cansándome de llevar siempre lo mismo!

Maria se puso de pie y cogió el vestido de la silla.

Ja? ¿Este quizá? ¿Tu preferido?

Christine miró el traje que su hermana tenía en las manos. Era su vestido azul de los domingos, el de suave algodón con cintura fruncida y cuello bordado. Le encantaba aquel vestido. Y Maria lo sabía.

Nein —contestó, cogiendo el vestido de manos de su hermana—. Ese no. Ya te lo he dicho, sólo estoy ordenando de nuevo la ropa.

—Mutti me ha contado por qué ha vuelto del trabajo temprano —repuso Maria—. Pero eso no explica por qué estabas tú tan nerviosa.

—¡La Gestapo podía haber ido a casa de los Bauerman! —replicó Christine, confiando en que su expresión ceñuda quedara convincente—. ¡Podían haber detenido a Mutti!

—Pero ya está en casa —contestó Maria—. Está a salvo. —Se le acercó más y le puso una mano en el brazo, con la cabeza ladeada y mirándola con dulzura—. ¿Recuerdas aquella vez que todo el mundo tenía que llevar al colegio una rama de peral y tres marcos? Tu profesora iba a mandar tallar las ramas y hacer flautas con ellas para que todos aprendieran a tocar, y tú tenías la rama de peral, pero Mutti y Vater no tenían esos tres marcos de sobra. Todos los de tu clase tuvieron una flauta menos tú. En lugar de llorar, enceraste los pasamanos y barriste la escalera, aunque se había limpiado el día anterior. Mutti pensó que estabas ayudando, pero yo sabía la verdad. Vi la tristeza en tus ojos. Te mantenías ocupada para no sentarte a llorar. Además, tú y yo sabemos que apenas tienes ropa suficiente que reordenar, y menos aún, de sobra para darme. Sé que estás harta de esos vestidos, pero Oma no piensa hacernos otros pronto. Ahora dime, ¿qué es lo que ocurre?

Christine hundió los hombros y se sentó en la cama, estrechando contra el pecho su vestido azul de los domingos.

—Isaac me ama —respondió. Un arrollador torrente de júbilo y pena le hacía difícil respirar.

Maria dio un grito ahogado.

—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo lo has averiguado?

—Me lo ha dicho. Esta mañana.

Maria se echó a reír y se sentó de golpe al lado de ella.

—¿Le has dicho que tú lo amas también?

—¡Chitón! —Christine le tapó la boca con una mano—. ¡Vater puede oírte!

Maria apartó la mano de su hermana.

—Perdona —susurró—. ¿Y bien? ¿Se lo has dicho? ¿Te ha besado?

Christine se mordió el labio, sonriendo y asintiendo, mientras la vista se le enturbiaba con nuevas lágrimas.

—¡Te ha besado! —exclamó Maria, prácticamente chillando—. ¿Cuántas veces? ¿Cómo fue?

—¡Chitón! —dijo de nuevo Christine.

Maria puso los ojos en blanco.

—¡Perdona! —contestó en un susurro—. ¡Es que estoy entusiasmada y pensaba que tú lo estarías también! —Entonces se fijó en las lágrimas de Christine y se le ensombreció la cara. Le agarró el brazo—. ¿Ha dicho o hecho Isaac algo que te haya lastimado? ¡Gestapo o no Gestapo, iré allí a ajustarle las cuentas como sea así!

Christine negó con la cabeza.

Nein —respondió—. No es nada de eso.

—Pues vaya, no lo comprendo. ¡Creía que estarías contenta!

Un nudo se formó en la garganta de Christine. ¿Cómo explicarle que el mejor y el peor día de tu vida habían sucedido al mismo tiempo? Maria había sabido desde el primer momento lo que Christine sentía por Isaac; había adivinado que su hermana mayor estaba enamorada el mismo día en que la propia Christine se dio cuenta de ello. Aquella tarde Christine había vuelto soñando despierta con los ojos castaños y la voz grave de Isaac, recordando el modo en que él le había sonreído en el soleado jardín. Con una cálida y agradable sensación de bienestar en el abdomen, había estado absorta en sus pensamientos, insólitamente callada mientras ayudaba a Maria a pelar patatas en la cocina. Al final, Maria le dio un codazo y le preguntó:

—¿Cómo se llama?

—¿Cómo se llama quién? —contestó Christine cayendo de las nubes.

—El que te ha puesto esa expresión tonta y perdida en los ojos —repuso Maria, riendo.

Al final Christine lo confesó todo e hizo que su hermana jurase guardar el secreto del modo acostumbrado: «Se lo prometo a Dios, todos incluidos, nada cuenta». Aquella frase inventada significaba que Maria se lo había jurado a Dios sin escapatoria posible, porque el juramento abarcaba a todos los que estuvieran en la habitación y además descartaba el poder de los dedos cruzados o las confesiones en voz muy baja para retirar lo dicho. Con esa fórmula secreta ambas sabían que una promesa era de verdad. Desde entonces Maria había sido fiel a su juramento sobre Isaac, igual que había cumplido la promesa de no contar nada de aquella vez que Christine y Kate, que a la sazón tenían doce años, se escabulleron para que los gitanos que acampaban en el bosque les dijeran la buenaventura, ni sobre la vez que Christine derramó el único bote de perfume de Mutti en la alfombra del dormitorio. Pero de aquello hacía mucho tiempo; había ocurrido en un mundo distinto, allá cuando eran niñas, antes de que los nazis dictaran las normas. Ahora las cosas eran diferentes. La libertad de las personas, y muy posiblemente sus vidas, estaban en juego.

Christine pensó en la nota de Isaac, escondida dentro de su silencioso osito de peluche. La idea de verse con Isaac más tarde, en secreto, le hacía sentir una electrizante corriente de emoción y miedo por todo el cuerpo. Apenas podía contenerse, y deseó que Maria volviese al piso de abajo antes de que acabara revelándoselo todo. Se preguntó si esa sensación era la que se experimentaba al estar loca, eufórica y abatida todo al mismo tiempo: con ganas de llorar y al momento, de alegrarse, e incapaz de explicárselo a nadie. Deseaba más que ninguna otra cosa contarle a Maria lo del mensaje y el encuentro secreto, pero en el ambiente cargado de miedo que habían creado los nazis temía que su hermana se lo dijera enseguida a sus padres tratando de protegerla. De modo que optó por contarle lo del beso en el huerto, lo de las fuertes manos y los suaves labios de Isaac, y lo de la invitación sorpresa a la fiesta navideña a la que no asistiría. Resultaba duro no tener a nadie a quien confiarse, pero esta vez ni siquiera él «Se lo prometo a Dios, todos incluidos, nada cuenta» surtía efecto. Christine no podía arriesgarse.

—¡Sólo porque no trabajes para su familia no significa que no lo veas! —exclamó Maria—. ¡Si estás enamorada, no puedes dejar que algo te detenga!

—Los nazis no son sencillamente «algo».

—¿Qué quieres decir?

—¿No te ha dicho Mutti lo de la otra nueva ley? —contestó Christine—. ¿La que nos prohíbe estar juntos porque Isaac es judío?

Maria abrió mucho los ojos y se quedó boquiabierta.

—¡Ay, nein! —respondió, dándose con los puños en las rodillas—. ¿Cómo puede ser? ¿Quiénes se creen que son esos cabezas de Scheisse nazis?

A pesar de su pena, una sofocada risilla medio disparatada brotó de los labios de Christine. Maria nunca decía palabrotas. Intentaba ser una buena cristiana en todos los sentidos, desde no faltar nunca a la iglesia hasta recordarles a todos que rezaran sus oraciones cada noche. Y siempre reprendía a Vater por soltar tacos. Era como oír a Oma usando un lenguaje grosero.

—¿Por qué te ríes? —preguntó Maria.

—Perdona —contestó Christine—. Es que, oírte insultar a los nazis…

—Bueno, son unos cabezas de Scheisse, ¿no?

Ja —convino Christine—. Son peores que eso. Pero ten cuidado: que nadie fuera de la familia te oiga decir cosas así.

—Ya lo sé —repuso Maria, a tiempo que atraía a Christine hasta ella—. ¡Es que esto me saca de quicio! ¡No entiendo nada!

—Yo tampoco —dijo Christine.

Muy levemente, Maria acunó a su hermana mayor, y Christine se sorprendió pensando de nuevo en la maravillosa madre que Maria sería algún día. No había duda de que colmaría de amor a sus bebés. De todos los miembros de su familia, su hermana pequeña era siempre la primera en repartir abrazos y besos. Ya fuera dando la bienvenida a su padre cuando volvía del trabajo, o besando los chichones y cardenales de sus hermanos menores, era la persona más afectuosa en el plano físico que Christine había conocido nunca. Pero ahora, y Christine lo sabía, los abrazos eran el único consuelo que su hermana podía ofrecerle. Como todos los demás, se quedaba sin palabras cuando se trataba de las cosas increíbles que estaban haciendo los nazis.

—No te preocupes —contestó Maria—. Esto no durará siempre. No puede durar. Es que no puede durar. Y además, el amor lo puede todo, ¿verdad?