Mientras caminaba, Christine acariciaba con el pulgar la piedra lisa que llevaba en el bolsillo del abrigo tratando de recordar cada palabra que había dicho Isaac. Quería aprenderse de memoria la fuerza de sus brazos en torno a la cintura y el calor de su beso para contarle a Kate hasta el último detalle. Si no llevara tanta prisa por llegar a la casa de su mejor amiga, se habría detenido al borde de la calle empedrada para sacar la piedra y mirarla con más atención, pero en vez de hacerlo sonrió, contenta porque Isaac le hubiera confiado algo que significaba tanto para él. Había vuelto a besarla antes de que se fueran cada uno por su lado al final del puente Haller, y le había hecho prometer que lo buscaría al ir al trabajo esa tarde, porque quería estar con ella cuando le dijese a su madre que no trabajaría en la fiesta de Navidad aquel año.
—Estaré en el jardín —le dijo—, podando la zarza y arreglando la cerca de piedra.
—Pero ¿cómo voy a salir allí? Tendría que cruzar por la casa, y mi madre estará esperando…
A Christine le parecía ver a Mutti, con su inmaculado delantal blanco y el rojo cabello recogido en un moño italiano, trabajando ante la enorme isla de roble de la alicatada cocina de los Bauerman; tras ella, la hornilla de leña, toda agitación y siseos de vapor entre el farfullar de las ollas de cobre y el humear de las marmitas.
Imaginó la cara de su madre cuando alzara la vista de la masa que estaba amasando y viera a Isaac junto a ella, tal vez cogiéndole la mano. Mutti sonreiría y preguntaría qué pasaba, o bien se daría la vuelta con gesto inexpresivo, fingiendo tener que ocuparse de una cazuela. Si se volvía de espaldas, sería su forma de mostrar desaprobación, y Christine no se sentía con ánimos para que nadie le estropeara el día. Quizá debieran esperar, después de todo, aún faltaban meses para la fiesta.
—Hay una vieja puerta en la tapia de piedra, por el lado oeste, en la Brinbach Strasse —le dijo Isaac—. La abriré con llave desde dentro.
—Pero ¿y si alguien me ve y se pregunta qué hago?
—Tú abre la puerta y entra rápido —respondió él—. Nadie se fijará.
Luego se metió la mano en el bolsillo y le puso algo frío y duro en la palma de la mano.
—Toma —dijo—. Quiero que me la traigas esta tarde. Es una piedra de la suerte que me dio mi padre cuando yo tenía ocho años. De pequeño yo era un coleccionista de primera: insectos muertos, conchas de caracoles, guijarros, bellotas, esa clase de cosas. Pero esto es especial. Mi padre me dijo que es del período Triásico. Mira, tiene un fósil de caracol en un lado. Quizá sea una tontería, pero la llevo en el bolsillo todo el rato porque entonces me di cuenta por primera vez que de que hay todo un mundo ahí fuera, esperando a que yo lo estudie y lo explore.
Christine le dio la vuelta a la piedra, por un lado suave como la seda y marcada con un complicado dibujo redondo por el otro, y contestó:
—A mí no me parece que sea una tontería.
—Pues más vale que me la devuelvas nada más llegar, no vaya a ser que se me acabe la suerte. No querrás ser responsable de que me corte la mano con la sierra para metales o de que se me caiga una piedra en el pie, ¿verdad? —Isaac empezó a cruzar el puente, corriendo en dirección contraria—. Estaré esperándola —le gritó por encima del hombro.
Christine apretó el paso con unas ganas inmensas de compartir la noticia con su mejor amiga, Katya Hirsch, antes de ir a casa a cambiarse. Tenían la misma edad, sólo se llevaban dos semanas de diferencia, y sus madres ya eran amigas desde antes de que ellas nacieran. De recién nacidas dormían juntas en sus cochecitos, dando botes por las empedradas calles camino del mercado. Cuando empezaban a andar jugaban juntas sobre una manta en el soleado jardín mientras sus madres cogían ciruelas, y de adolescentes se pasaban las horas saltando a la comba, desafiándose a pasar por debajo del puente del Ahorcado, cortándose el pelo la una a la otra y muriéndose de miedo con las historias del «Monje negro de Orlach», que se aparecía en el bosque, o de las «Muchachas del agua», que engañaban a las personas para que se tirasen al río. Christine estaba impaciente por contarle a Kate que estaba enamorada.
Mientras avanzaba por la acera, sonrió al escuchar los reconfortantes sonidos del animado pueblo. Al rítmico rascar de las escobas de abedul en las aceras de piedra y al aleteo de la ropa con la brisa se sumaban las gallinas que cloqueaban en los jardines de entrada, los gallos que cantaban en lo alto de las verjas de los huertos y las puertas de dos paneles, y las vacas que topaban en las paredes interiores de los establos con entramados de madera. Los caballos de los carros pasaban con rápido golpeteo por los adoquines, en tanto que los cerdos gruñían y chillaban, hozando en las corralizas de acre olor construidas entre las aceras y los edificios. Un agudo estrépito de golpes de metal y el ahumado aroma a fogatas surgía de los corrales donde los herreros herraban caballos y los granjeros reparaban arreos y herramientas. Las madres llamaban desde las puertas traseras a sus hijos, y de las ventanas abiertas salían fragmentos de risas y conversaciones, junto con el olor al pan que se horneaba y al Schnitzel que se freía.
Christine rodeaba a las ancianas y las mujeres de mediana edad que andaban con paso cansado delante de ella, y se preguntaba si recordarían el vertiginoso estremecimiento de la pasión que debieron de experimentar antes de que la vida las obligara a vivir a toda prisa, sin ver el mundo. Con oscuras bufandas en torno a los rostros surcados de arrugas, fruto de la preocupación, sus manos agrietadas y callosas tiraban de unos carritos de madera cuyas tambaleantes ruedas de radios traqueteaban por el empedrado. Los carretones contenían barriles de sidra o latas de leche recién ordeñada, sacos de arpillera con coles o patatas o, si había suerte, un conejo muerto o un grueso trozo de cerdo ahumado.
Pasó deprisa por delante de unas niñas que jugaban a las casitas en la puerta; de los gorros de punto se escapaban suaves rizos, y sus delgados brazos agarraban las destrozadas muñecas mientras servían una merienda imaginaria y mordisqueaban fingidas Lebkuchen y galletas Springerle. Un grupo de niños de coloradas mejillas pasó gritando y corriendo, dándole patadas a una abollada lata; con sus rayados zapatos y sus remendados pantalones cortos parecían una pandilla de huérfanos. Christine sintió lástima de todos, no sólo por sus privaciones, sino porque tenían que seguir con sus vidas normales y cotidianas mientras que la de ella había cambiado para siempre.
Aquellas personas no tenían la culpa de que las cosas estuvieran como estaban. Opa contaba historias de la desolación y la pobreza que había sufrido la Alemania de posguerra. En los años que siguieron a la derrota del país, la gente vivía a base de pan hecho de nabas y serrín, y el tifus y la tuberculosis se extendían por todas partes. Los almacenes y las tiendas no tenían más que anaqueles vacíos, pero daba igual porque, aunque hubiesen tenido mercancías, nadie podía permitirse comprar una patata, una pastilla de jabón o un carrete de hilo. Oma le contaba a Christine que a la tienda llevaban cestas llenas de papel moneda para comprar medio kilo de mantequilla, aunque ni con eso bastaba. El marco alemán valía poco más que el barro, y en lugar de juguetes, a los niños se les daban monedas de cien Reichmarks para jugar al tejo y a las damas.
Incluso ahora, años después, la gente no tenía trabajo ni comida, estaba asustada y necesitaba ayuda urgente. En estos tiempos no se desperdiciaba nada, ni una corteza de pan ni un recorte de tela. Oma bromeaba diciendo que cuando un granjero de Alemania hacía la matanza de un cerdo, lo aprovechaba todo menos los chillidos.
Casi todas las personas que Christine conocía, tanto conocidos como amigos, malvivían en la misma situación o peor. Ella había visto los apuros a que se enfrentaban otros menos afortunados que su propia familia, gente sin jardines traseros donde criar unas cuantas de gallinas y sin terreno para plantar un huerto. Aunque Hitler y el Partido Nazi prometían libertad y pan, los artículos de primera necesidad (pan, harina, azúcar, carne y ropa) escaseaban. Una bolsa de azúcar tenía que durar seis meses, y cuando había harina de centeno, la madre de Christine y Oma horneaban enormes panes negros y los escondían en un fresco cajón de aparador, como tesoros bien guardados.
Mutti se esforzaba casi tanto por mantener vivas las gallinas y las cabras como a sus hijos, pues sabía lo importante que eran para la supervivencia de la familia. Se les echaba trozos de verduras, pepitas de frutas, duras cortezas de queso, mendrugos de pan a medio comer y hasta el último pedazo sobrante de comida, en particular cuando el suelo estaba cubierto de nieve o helado y demasiado duro para que las gallinas escarbaran buscando insectos. Christine y Maria lloraban cuando Mutti mataba un cabritillo para alimentar a la familia, pero se lo comían de todos modos, porque no se sabía cuándo volvería a haber carne en la mesa. Los fines de semana la gente salía de las ciudades a negociar con los granjeros, cambiando sus preciadas pertenencias (relojes, joyas o muebles) por una docena de huevos, un trozo de mantequilla o una escuálida gallina. Christine incluso había oído historias sobre mujeres de la ciudad que se veían obligadas a buscar sobras en la basura para alimentar a sus hambrientos hijos.
Al pensar en esto Christine recordó de repente lo afortunadas que eran ella y su madre por tener trabajo fijo en casa de los Bauerman, y una trémula sombra de preocupación la atravesó. Su Vater, Dietrich, tenía que buscar un nuevo trabajo de albañil cada vez que otro se le terminaba, de modo que su nivel de ingresos cambiaba de mes a mes. En los últimos años cada vez se construía menos. Durante semanas Vater apenas podía hacer más que cazar conejos o arar el campo de un granjero, a cambio de un saco de arpillera lleno de patatas viejas o un Scheffel de remolachas azucareras que la madre de Christine reducía por cocción a almíbar para usarlo como edulcorante. En las ciudades más grandes había más trabajos de albañil pero, aunque Vater tuviera la suerte de conseguir empleo por delante de un centenar de hombres, casi todo el salario se emplearía en el billete de tren de ida y vuelta.
Christine sabía que el año anterior la paga de su trabajo a media jornada había supuesto mucho para la vida de su familia, al servir para comprar un cajón de manzanas o una carga de carbón. ¿Y si los padres de Isaac la despedían sólo para que no estuvieran juntos? ¿Y si despedían a su madre también? Aflojó el paso y de nuevo se preguntó si no sería la diferencia de clases entre ellos lo que contara al final. Pero Isaac le había prometido que eso no era importante. Más que ninguna otra cosa, Christine deseaba creerlo, de modo que se quitó la idea de la cabeza y caminó más rápido.
Ahora, a una manzana de la casa de Kate, se miró los zapatos, confiando en que no se le hubieran ensuciado demasiado en la caminata por las colinas. Sus padres habían tardado más de un año en ahorrar el dinero para comprárselos, y sólo hacía dos meses que los tenía. Su madre no se pondría contenta si los veía llenos de arañazos y mugrientos. Christine había usado el par anterior desde que tenía trece años, hasta que los dedos de los pies le asomaron por encima de la gastada suela y las costuras se abrieron. Los zapatos nuevos eran del mismo estilo práctico y con cordones que llevaba todo el mundo, pero a Christine le encantaban el tacto y el aspecto del brillante cuero negro. Se alegraba de tenerlos, aunque sentía pasarle los viejos, gastados donde menos falta hacía, a su hermana de quince años, Maria, quien tendría que llevarlos así hasta que el zapatero fuese a arreglárselos con su martillo en miniatura y sus manos manchadas de betún.
Al darse cuenta de que ahora, junto con todo lo demás, tendría que limpiarse los zapatos y sacarles brillo, Christine echó a correr y recordó que también quería contarle lo de Isaac a Maria, que estaba en casa ayudando a Oma a cuidar de Heinrich, que tenía seis años, y Karl, de cuatro. En realidad a Christine casi no le daría tiempo de decirle a Kate lo del beso y la invitación, porque deseaba preguntarle si le prestaba otro vestido antes de volver corriendo a cambiarse y asearse.
La casa de tres pisos de Kate estaba situada al borde mismo de la acera, intercalada entre dos casas de piedra igual de grandes; pétalos de geranio rosas y rojos, procedentes de seis verdes jardineras que adornaban las ventanas, moteaban el empedrado de delante. Christine alzó la vista con la idea de llamarla a gritos por una ventana abierta, pero los cristales pintados de rojo estaban bien cerrados, así que golpeó la puerta con los nudillos y luego dio un paso atrás, pasándose los dedos por su larga trenza una y otra vez, como una hilandera que retuerce lana para hilarla.
Al cabo de lo que le pareció una eternidad, la puerta se abrió y allí estaba Kate, sonriente y vestida con una fruncida blusa campesina y un Dirndl azul, con el canesú y el bajo bordados de blancas flores de edelweiss y corazones morados. A Christine le extrañó que llevase un traje que solía reservarse para las bodas y las fiestas, y se preguntó adónde iría; entonces reparó en que el pálido cutis de porcelana de Kate estaba sonrojado con el fácil rubor de las muchachas pelirrojas, y en que tenía los verdes ojos vidriosos. Parecía estar sin aliento y, con un esbelto brazo extendido al lado, daba la impresión de ocultar algo de la vista de Christine.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Kate, al tiempo que se apartaba unos cabellos sueltos de la húmeda frente.
Echó una mirada de soslayo hacia el lado y soltó una risilla nerviosa, más bien un agudo y forzado chillido.
—¿Qué pasa? —preguntó a su vez Christine—. ¿Quién está ahí dentro contigo?
—La verdad es que ahora mismo no tengo tiempo de hablar —respondió Kate.
Desde dentro una voz masculina masculló algo, y Kate repitió la risilla de nuevo; luego, cambiando de opinión, dijo:
—¿Me prometes que no se lo contarás a nadie? Sabes que Mutti se pondría de los nervios si se enterara.
Kate era hija única, y consentida por una madre débil, propensa a jaquecas y mareos que sólo se curaban con largas horas metida en una alcoba oscura. Su padre, que era dueño de una panadería y quince años mayor que el padre de Christine, se limitaba a poner los ojos en blanco ante la tendencia de su esposa al dramatismo y la sobreprotección.
—Ya sabes que no —contestó Christine, deseando haberse ido derecha a su casa.
Sonriendo como si hubiese ganado un premio maravilloso, Kate tiró de la persona oculta, agarrándole con la pálida mano el abierto cuello de su camisa blanca, hasta que se asomó un joven. Su pelo, de un rubio claro, estaba despeinado; tenía los carnosos labios rojos e irritados, y vestía pantalones negros y una chaqueta azul marino, una indumentaria parecida a la que Isaac llevaba a la Universität. El muchacho ciñó con los brazos la cintura de Kate y apoyó la barbilla en su hombro mientras examinaba a Christine con fríos ojos azules.
—Te presento a Stefan Eichmann —dijo Kate—. Estaba en quinto curso cuando nosotras estábamos en tercero, ¿te acuerdas? Se mudó a Berlín el verano antes de sexto curso pero, por suerte para mí, acaba de regresar.
Christine alargó una mano.
—Guten Tag —lo saludó—. Lo lamento, no lo recuerdo a usted.
—Yo tampoco me acuerdo de ti —respondió Stefan, haciendo caso omiso de su mano tendida.
Con expresión distraída, se acercó más a Kate, buscándole la oreja con los labios. Christine hundió las manos en los bolsillos del abrigo y apretó la piedra de Isaac en el puño.
—Stefan y yo nos encontramos en la carnicería ayer —intervino Kate; en broma, se apartó con la mano la boca de Stefan—. Hemos descubierto que tenemos muchas cosas en común. Está enseñándome inglés, ¡y me ha prometido llevarme al teatro en Berlín!
—¡Qué suerte! —contestó Christine—. Bueno, encantada de cono…
—¡Consigue entradas gratis! —la interrumpió Kate, chillando y casi dando saltos—. ¡Antes su padre llevaba uno de los teatros de allí!
—El padre de usted debe de ser un hombre importante —repuso Christine mientras intentaba pensar en un pretexto para marcharse.
Kate se quedó completamente inmóvil. Luego se mordió el labio y se volvió para echarle una mirada a Stefan.
—El padre de Stefan murió el año pasado —le explicó a Christine con voz apagada—. Por eso él y su madre han vuelto aquí.
Christine sintió que se le encendía la cara.
—Lo siento —dijo—. Bitte, acepte mi pésame por su pérdida.
Stefan se enderezó y sacudió la cabeza a un lado, como si tratara de librarse de un calambre en el cuello.
—Nos dejó a mí y a mi madre sin un céntimo —contestó, torciendo la boca como si aquellas palabras estuvieran envenenadas con arsénico—. No ha sido ninguna pérdida.
A Christine no se le ocurrió nada que decir. Nunca había oído a nadie hablar así sobre sus padres, en particular si el padre en cuestión estaba muerto.
—Vaya —comentó, al tiempo que daba media vuelta para escapar—. De verdad que tengo que marcharme. Siento haber venido sin avisar. Me alegro de conocerlo, Stefan.
—Espera —dijo Kate—. ¿Qué querías?
—No era nada —respondió Christine, bajando deprisa los escalones—. Ya hablaré contigo mañana.
—Muy bien —repuso Kate—. Auf Wiedersehen!
Christine fue corriendo las cuatro manzanas que le quedaban hasta su casa y dobló deprisa la esquina que daba a la calle perpendicular a la suya por la parte alta. Kate era impulsiva, de modo que a Christine no debería haberle sorprendido el encontrarla besándose con un chico al que apenas conocía. Pero en su imprudente conducta había algo más que le molestaba y, al principio, no supo exactamente qué era. Entonces cayó en la cuenta: el encontrarla sola con Stefan, ambos actuando como si llevaran meses saliendo juntos, le hizo comprender que Kate jamás entendería cuánto había significado aquel primer beso de Isaac. «A lo mejor no le digo nada por ahora», pensó mientras entraba en lo alto de la Schellergasse Strasse.
Un carro lleno de estiércol, del que tiraba una yunta de bueyes, llenaba la empinada y estrecha calle cerrándole el paso. Christine se paró en seco y refunfuñó pensando en el tiempo que perdería al tener que rodear la manzana. El granjero, que vestía pantalones de peto y unas embarradas botas, se había bajado del carro y empujaba el yugo al tiempo que azotaba a los animales con una frondosa rama. Los bueyes resoplaban y daban fuertes pisotones con los cascos, esforzándose por llevar la pesada carga cuesta arriba, pero sólo la movían unos centímetros cada vez. Para alivio de Christine, el granjero la vio, se detuvo y esperó a que pasara. Ella se lo agradeció con una inclinación de cabeza, se adelantó deprisa, preocupada porque el pelo no fuera a apestarle a estiércol, y se metió con dificultad entre el carro y el viejo establo de madera que colindaba por detrás con la leñera de sus padres, con cuidado de mantenerse lo más lejos posible del abono de acre olor.
Entonces se fijó en que en algún momento de la mañana, no sabía cuándo, en los curados maderos del establo alguien había pegado un cartel en blanco y negro. «Primera norma de la Ley de Ciudadanía del Reich», rezaba el encabezamiento en letras góticas. Después de haber pasado sin tocar el carro, Christine esperó a que el granjero hiciera avanzar los bueyes muy lentamente y retrocedió para leerlo.
Bajo el encabezamiento, en negrita decía: «Ningún Judío es Ciudadano del Reich». En el centro del cartel, y bajo las preguntas: «¿Quién es ciudadano alemán? ¿Quién es judío?», se veía unas toscas siluetas de hombres, mujeres y niños. Las que representaban a los judíos estaban sombreadas en negro, eran blancas en el caso de los alemanes y grises para los Mischlinge o mestizos. Unos esquemas de líneas mostraban árboles genealógicos que explicaban a quién se consideraba alemán o judío según el cruce de los colores negros, blancos y grises. Debajo de aquello había unos dibujos de bancos, oficinas de correos y restaurantes, con letreros que decían: «Verboten!», y figuras negras y grises de pie ante las puertas. Y luego la advertencia: «Toda persona que actúe en contra de lo que prohíben las secciones 1, 2 o 3 será castigada con trabajos forzados, cárcel y/o una multa». Después seguían varios párrafos de letra pequeña.
Isaac le había dicho que las cosas estaban cambiando para los judíos, pero hasta ese momento Christine no se lo había tomado en serio. La vida en su pueblo natal siempre había sido corriente y tranquila, y no entendía cómo el tener un nuevo canciller iba a cambiarla.
Al principio el padre de Isaac y otros parientes de fuera, tíos, abuelos y primos, habían estado de acuerdo en que Hitler era un político deshonesto más, a quien habían puesto en el poder el presidente Von Hindenburg, el vicecanciller Von Papen y los miembros conservadores de la clase dirigente aristocrática, junto con los grandes banqueros e industriales. Querían que Hitler ocupara un cargo desde el que pusiera fin a la república y devolviera a Alemania a los tiempos del Káiser, pero luego el canciller se había convertido en dictador y se había colocado, a sí mismo y a sus seguidores, por encima de la ley, y ahora estos utilizaban ese poder para despojar a los judíos de sus derechos. Desde hacía unos meses, a todo el que se consideraba judío se le exigía llevar una tarjeta de identidad y registrar su fortuna, bienes y negocios. En consecuencia, en casa de los Bauerman los intercambios verbales en voz alta se habían transformado casi en susurros, porque era demasiado peligroso hablar de según qué cosas sin tomar precauciones.
Christine clavó la mirada en el cartel con los dientes apretados, sintiendo una airada presión bajo la mandíbula. El carro de estiércol ya había coronado la cuesta y doblado la esquina, de modo que Christine volvió corriendo a lo alto de la calle y miró a ambos lados buscando más superficies planas por la vía perpendicular: edificios y cercas altas, cualquier fachada de piedra, madera o yeso. Entonces se puso la mano sobre el corazón, convencida de que se le estaba convirtiendo en plomo. Más o menos cada centenar de metros había un cartel. Había estado demasiado ocupada pensando en Kate y en Stefan como para darse cuenta.
Regresó hasta el aviso del establo y volvió a estudiar las sombreadas figuras, intentando despejarse la cabeza el tiempo suficiente como para recordar el linaje familiar de Isaac. Según el aviso, un Mischling de segundo grado era quien tuviese un abuelo judío. Un Mischling de primer grado tenía dos, aunque no practicara la fe judía ni estuviera casado con un judío. Isaac tenía tres abuelos judíos, de modo que era un judío pleno.
Pero Herr Bauerman era un abogado importante. Eso contaba, ¿no? El otro día sin ir más lejos, Isaac le había contado a Christine lo enfadado que estaba porque su padre no tuviera más remedio que realizar trabajos jurídicos para un oficial nazi de Stuttgart. ¿Le dirían esas mismas personas que a él y a su familia no se les permitía entrar en bancos y restaurantes? Entonces recordó que Isaac le había dicho que algunos de los amigos judíos de su padre, médicos, abogados y banqueros, ya se habían marchado del país. Un helado terror se le posó en el pecho. ¿Y si Isaac y su familia se marchaban también?
Christine echó un vistazo a la cerca de madera que rodeaba el huerto de su familia. En ese lado de la calle, pasado el viejo establo y empezando por su casa, la hilera de casas y establos retrocedía respecto a la calzada, y en el espacio rectángular que quedaba había jardinillos y pequeños huertos. El de sus padres estaba en el rincón que formaban el final del establo y toda la leñera y la casa de ellos, y ocupaba el jardín entero. No era ni una décima parte del de los Bauerman, y no había ninguna pasadera ni estatuas escondidas ni fuentes de piedra, pero proporcionaba las hortalizas necesarias para la supervivencia de su familia. Aparte de eso, para su madre eran una fuente de orgullo las caléndulas color naranja, las siemprevivas amarillas y las bocas de dragón azules cuidadosamente plantadas entre frondosas hileras de nabos, judías, patatas y puerros. Su padre incluso había construido un camino de piedra por el centro y había colgado una campana en la verja, que quedaba justo frente a la puerta principal y estaba flanqueada por dos ciruelos.
Para su alivio, no había avisos colgados en la cerca de su huerto. No quería que aquellos feos carteles estropearan el duro trabajo de su familia, y estaba segura de que sus padres tampoco los querrían allí. La casa de sus padres tenía tres plantas, estaba construida con piedra rústica y entramado de madera y pertenecía a la familia de su madre desde hacía generaciones. Una vez a la semana, la vidriera de colores que había en la mitad superior de la puerta principal se limpiaba y abrillantaba, y a los tres pasillos y las dos escaleras de madera que comunicaban los pisos se les pasaba un cepillo y un paño. Las aceras se barrían siempre, y el huerto nunca tenía malas hierbas. Incluso la despensa de invierno, junto al pasillo de la planta baja, estaba impecable. Colocados con esmero en estantes forrados de papel había botes de vidrio vacíos, a la espera de ser llenados con verduras o mermelada casera, y latas de Leberwurst hecho en casa. En el pequeño sótano, los arcones de madera donde se conservaban manzanas, patatas, nabos, remolachas y zanahorias, se alineaban a lo largo de las encaladas paredes.
Un establo compartía el tejado y la pared sur de la casa, que compartía tejado con otro establo, que, a su vez, compartía tejado con la casa de los vecinos. Las fachadas de maderos y piedra de ese lado de la manzana estaban limpias, desprovistas de propaganda nazi, pero en el lado de enfrente de la calle la iglesia estaba situada en terreno más alto, y había otro cartel en el muro de piedra, junto al comienzo de la escalera.
Respirando con dificultad, Christine echó un vistazo a las ventanas de las casas de alrededor, mientras trataba de decidir si debía cruzar corriendo la calle y arrancar el cartel. Pero un anciano caballero, Herr Eggers, la observaba desde la ventana a la que estaba asomado fumando su pipa. Como no sabía si era miembro del Partido Nazi o no, Christine no se arriesgó. Lo último que quería, cuando por fin las cosas parecían salirle a pedir de boca, era que la entregaran a la Policía por destrozar una propiedad nazi.
En lugar de eso, corrió por el ancho camino de piedra que llevaba a su casa desde el huerto, abrió de un empujón la entrada principal, entró rápido y se apoyó en la pesada puerta para asegurarse de que quedara bien cerrada y con el pestillo echado. En el pasillo de la planta baja se quitó los zapatos, pasó deprisa por delante del dormitorio de sus abuelos y subió los escalones de dos en dos. El olor a cebolla frita llenaba la casa, y supo que Oma estaba en la cocina del primer piso friendo Bratwurst y preparando Spätzle para el Mittagessen, el almuerzo. Si no quería que le dieran la lata para que almorzara tranquilamente, Christine tenía que entrar, cambiarse y volver a salir sin que nadie se diera cuenta, porque el objetivo vital de Oma, que ella misma se había fijado, era decirle a la gente que comiera.
De puntillas y con los hombros encogidos, Christine recorrió el estrecho pasillo del primer piso, apresurándose al pasar ante las puertas cerradas de la cocina y la sala de estar. Se desabrochó el abrigo y subió muy despacio la siguiente escalera, con cuidado de esquivar el primer y el tercer tablón, que crujían. Cuando la puerta de la cocina se abrió por debajo de ella, se quedó inmóvil.
—¿Christine? —llamó alguien por encima del chisporrotear de cebollas y el crepitar de la hornilla de leña.
—¿Mutti? —respondió Christine; de repente sintió un nudo en la garganta. Bajó los escalones y se detuvo en el descansillo, agarrando la baranda con una mano—. ¿Qué haces aquí?
—Tengo que hablar contigo —dijo Mutti—. Bitte, ven y siéntate.
Christine se apartó del pie de la escalera, y al entrar en la cálida cocina escudriñó los ojos de su madre. Mutti cerró la puerta tras ella, cogió la sartén del fuego y la apartó.
Mientras viviera, el olor a canela y pan de jengibre recubierto de azúcar glas le recordaría a Christine la cocina de su madre. Los fogones de hierro fundido, enormes y negros junto a una pila de leña partida, dominaban una de las amarillas paredes con estarcido de flores. En diagonal con la hornilla, unas puertas acristaladas daban a un balcón al costado de la casa, cuyo suelo era el tejado de la leñera. Opa le había construido una barandilla alrededor, de modo que el balcón quedaba protegido entre la casa y la alta pared del establo de al lado y era un lugar perfecto para colgar una cuerda de tender la ropa y para hacer germinar las semillas de las hortalizas en primavera. En la pared de enfrente de la cocina había un fregadero de porcelana y altos armarios de roble junto a las ventanas cubiertas de visillos bordados. Las ventanas miraban a la parte trasera: una terraza de piedra y un jardín vallado, que era el hogar de las gallinas castañas y de unos cuantos perales y ciruelos. En la zona cercada que quedaba al lado del muro de atrás de la casa vivían tres pardas cabras lecheras y algún que otro cabritillo de vez en cuando; tenían entrada a un refugio cubierto: un cuarto reformado con paredes de cemento junto al dormitorio de Opa y Oma.
Las cenas y los almuerzos, Vesperessen y Mittagessen, se tomaban en la sala situada al otro lado del pasillo, pero para el desayuno toda la familia se apretujaba en torno a la rinconera de la cocina; los hijos en los asientos corridos tapizados de tela de la pared, los abuelos y los padres en los cortos bancos de madera. La mesa, rayada, llena de marcas y cubierta con un hule verde y blanco, tenía un gran cajón en el centro que contenía cubiertos desparejados, un salero de vidrio y un crujiente pan negro del día. En aquella acogedora rinconera se saboreaban el café matinal y el pan tibio con mermelada, se preparaba la masa de los Nudeln y del pan, se cortaban y clasificaban las verduras del huerto, y en invierno, cuando la cocina era la habitación más cálida de la casa, era donde la familia reía y jugaba a distintos juegos. Y Christine tuvo la sensación de que hoy sería el lugar donde se enteraría de malas noticias.
Intentando hacer más lento el fuerte palpitar de su corazón, se escurrió hasta el asiento de la rinconera, con una mano en el bolsillo del abrigo y los dedos agarrando la piedra de Isaac. Oma había hecho la colada aquella mañana; el olor a jabón de sosa permanecía en el aire, y las ventanas aún estaban empañadas de vaho. Mutti se sentó frente a ella; en sus ojos azules y en las suaves arrugas de su cara había una extraña dureza y tenía los labios apretados. Llevaba puesto el delantal de casa sobre un vestido color avellana, que solía reservar para trabajar en casa de los Bauerman. Christine vio que su madre cruzaba las manos, callosas y marcadas de quemaduras del horno, sobre la mesa, delante de ella, y sintió que unas gotas de sudor le brotaban en la frente.
—Ya no vamos a trabajar más para los Bauerman —dijo Mutti con un inusitado temblor en la voz.
Christine se puso rígida.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Hay leyes nuevas —prosiguió Mutti—. Una de ellas prohíbe que las alemanas trabajemos para familias judías.
Durante una fracción de segundo Christine se relajó al darse cuenta de que la noticia no tenía nada que ver con ella y con Isaac. Entonces recordó los carteles de fuera.
—¿Es eso lo que dicen esos ridículos carteles? —respondió—. ¡No pienso dejar que una estúpida ley me diga dónde puedo o no puedo trabajar!
Se levantó, dispuesta a salir como un rayo, pero Mutti le cogió la muñeca y la sujetó.
—Christine, escúchame. No podemos ir a casa de los Bauerman. Va contra la ley. Es peligroso.
—Tengo que hablar con Isaac —contestó Christine; se soltó y se dirigió hacia la puerta.
—Nein! —le gritó su madre—. Te lo prohíbo.
Christine no estaba segura de si fue el extraño rastro de miedo o la decisión que oyó en la voz de Mutti, pero algo la hizo detenerse.
—Herr Bauerman se ha visto obligado a abandonar su despacho de la ciudad —siguió explicándole su madre, ahora en tono más suave—. Ya no le permiten ejercer. Si te sorprenden yendo a su casa, te detendrán. La Gestapo sabe que trabajamos allí.
Christine no dijo nada. Se limitó a quedarse quieta, deseando que aquello no fuera cierto. Su madre se levantó y le puso las manos en los hombros.
—Christine, mírame —le dijo, con mirada llorosa pero severa—. Una de las nuevas leyes también prohíbe toda relación entre alemanes y judíos. Sé que sientes afecto por Isaac, pero tienes que mantenerte apartada de él.
—¡Pero si él no es judío de verdad!
—A mí no me importaría ni aunque lo fuese. Pero a los nazis les importa, y son ellos los que hacen las leyes. Debemos hacer lo que nos dicen. Tengo permiso para ir allí ahora, por última vez, a recoger nuestro salario. Necesitaremos el dinero. Pero tú no vienes conmigo, ¿entendido?
Christine bajó la cabeza y se tapó los ojos, anegados en llanto, con las manos. ¿Cómo podía estar ocurriendo aquello? Todo había sido tan perfecto… Pensó en Kate y Stefan, felices y ajenos a todos aquellos cambios, con la sobreprotectora madre de Kate como única preocupación. Y entonces tuvo una idea. Se enjugó las lágrimas y miró a su madre.
—¿Quieres llevarle una nota a Isaac de mi parte?
Mutti apretó los labios y frunció más el ceño. Al cabo de un largo instante alargó la mano para apartarle a Christine el cabello de la frente.
—Imagino que no pasará nada por eso —respondió—. Escribe la nota rápido, no tengo mucho tiempo. Pero hasta que las cosas vuelvan a estar como deberían, no tienes que ver a Isaac.
Christine empezó a darse la vuelta, pero su madre la cogió del brazo.
—No debes verlo. ¿Entiendes?
—Ja, Mutti —dijo Christine.
—Anda, date prisa.
Christine subió corriendo a su dormitorio y cerró la puerta. La ventana de su cuarto tenía varios vidrios, gruesos y con una especie de remolino en su interior, y días antes la había adornado pegándole hojas otoñales, una especie distinta en cada cuadrado de vidrio: haya dorada, roble amarillo, arce rojo y anaranjado nogal. Ahora todo aquello parecía tan infantil… Ahora la austera habitación reflejaba el modo en que Christine se sentía: helada y vacía como una cueva, pues las frías corrientes de aire del invierno venidero ya se abrían paso por las invisibles fisuras de las paredes de piedra y argamasa y por las indetectables grietas de las macizas y curadas vigas de madera. Un ropero de pino, la estrecha cama, un escritorio y una silla formaban todo el mobiliario, y la raída alfombra extendida sobre el embaldosado suelo no contribuía mucho a proteger del frío.
Sacó la piedra de Isaac del bolsillo y la sujetó en un puño sobre el corazón mientras buscaba por el escritorio. Había dos hojas sobrantes de un cuaderno escolar dobladas cerca del fondo del cajón, y también encontró un corto y romo lápiz entre un montón de libros viejos y su osito de peluche Steiff, que en tiempos gruñía cuando se le apretaba la tripa pero que ya no soltaba ni siquiera un gemido. Christine metió la piedra en la esquina delantera derecha del cajón, sacó un libro del estante y lo sujetó bajo el papel. Luego se sentó en la cama y clavó la vista en la página en blanco, parpadeando a través de las lágrimas. Por fin, se secó los ojos y empezó a escribir.
Queridísimo Isaac:
Esta mañana estaba muy contenta pero ahora estoy asustada y triste. Tenías razón en todo lo que intentaste decirme sobre Hitler y la discriminación nazi contra los judíos. Te pido disculpas por no tomarte más en serio. Mi madre acaba de contarme que ya no podemos trabajar para tu familia debido a otra nueva ley. Dice que tú y yo no podemos vernos. No comprendo lo que ocurre. Por favor, dime que encontraremos un modo de estar juntos. Ya te echo de menos.
Besos,
Christine
Dobló la carta, la metió en un arrugado sobre que encontró en uno de sus libros, lo cerró y se lo llevó a su madre.
—Bitte, pon la mesa —le dijo Mutti. Colgó el delantal en la parte de atrás de la puerta de la cocina y metió los brazos en las mangas de su abrigo de lana negro—. El Wurst y las cebollas ya están hechos. Tapa la sartén y déjala en el filo de la hornilla para que se mantenga caliente. —Abrió el bolso y metió la carta entre el monedero y un par de guantes grises—. Si no he vuelto dentro de una hora, empezad sin mí.
Mientras el temor y la ira se apretaban contra su estómago como una losa de frío granito, desde el pasillo Christine vio a su madre bajar deprisa los escalones. No era propio de Mutti no parar de toquetearse la bufanda y el cuello del abrigo, y el repiqueteo de los duros tacones de sus zapatos por el vestíbulo sonaba aún más rápido que de costumbre. Cuando oyó cerrarse la puerta con un fuerte golpe sordo, Christine entró en la sala.
La sala hacía las veces de sala de estar y comedor; en ella había un vetusto aparador de arce que contenía libros, platos y manteles, una mesa de comedor de roble y ocho sillas desparejadas, un sofá de crin, una mesita auxiliar para la radio y una estufa de carbón y leña. En la pared, entre las dos ventanas delanteras que tenían vista al huerto y a la empedrada calle, un paisaje bordado representaba los Alpes nevados, unos oscuros bosques y unos alces corriendo. El tapiz procedía de Austria y era un recuerdo de la luna de miel de sus padres. El único otro adorno de la habitación era un reloj de pared, de madera de cerezo con péndulo dorado, que en tiempos había pertenecido a la Ur-Ur Grossmutti de Christine: su tatarabuelita.
Con el delantal puesto, Oma estaba sentada en el sofá zurciendo un calcetín procedente de un enmarañado montón de leotardos y ropa interior que tenía en el regazo, como si fuera un gato multicolor. Su blanco cabello estaba trenzado y sujeto con horquillas en un pulcro círculo en torno a la cabeza, y sus venosas manos trabajaban a un ritmo regular. Junto a ella la radio crepitaba y chillaba, y la autoritaria voz de un hombre anunciaba más reglas y normas del Führer. Al ver a Christine, Oma apagó la radio, dejó la enhebrada aguja y dio unas palmaditas en el cojín del sofá.
—Ven a sentarte a mi lado —le dijo—. Du bist ein gutes Mädchen, buena niña. ¿Has visto a tu madre?
—Ja —respondió Christine, dejándose caer en el sofá junto a ella.
—Hoy es otro día triste en Alemania —dijo Oma.
Christine se apoyó en su abuela, buscando consuelo en su blando hombro y su familiar olor a jabón de lavanda y pan de centeno. Era Oma quien las había enseñado a ella y a Maria a tejer y a coser, y Christine tenía muy buenos recuerdos de cuando se sentaba a su lado en el sofá, convirtiendo el hilo y la tela en ropita de muñecas y mantas en miniatura mientras Oma canturreaba himnos de iglesia. Había crecido recurriendo siempre a Oma en busca de consuelo, ya fuera secar las lágrimas provocadas por una rodilla desollada, o aplacar un orgullo herido tras alguna poco frecuente reprimenda de los padres. No es que su madre fuese fría o insensible, sino que estaba demasiado ocupada limpiando, cocinando e intentando que no faltara comida en la mesa para una familia de ocho personas. Oma se pasaba horas sentada con Christine, acariciándole las arreboladas mejillas con sus suaves dedos de piel fina como el papel y apartándole el rebelde cabello de la fruncida frente.
Pero hoy era imposible encontrar alivio. Christine se levantó y miró por la ventana.
—¿Dónde están todos?
—Maria y los niños han ido a buscar carbón a las vías del tren. Y he mandado a Opa a los campos a por diente de león para preparar una última ensalada antes del invierno.
Christine se imaginó a Opa en el campo, con su verde sombrero tirolés y las manos temblándole mientras se apoyaba en su bastón de excursionista para arrancar hierbas comestibles del frío suelo otoñal. Probablemente estuviera hablando para sí o cantando, como hacía en la cocina siempre que arreglaba una silla o la puerta suelta de algún armario, sólo para estar cerca de Oma mientras ella guisaba y horneaba el pan. Al terminar la reparación tenía harina en la camisa, en la nariz y en las mejillas, que le había dejado Oma al apartarlo para que no le estorbara.
—¿Voy a por él? —preguntó Christine.
—Maria y los niños lo traerán de vuelta a tiempo para el Mittagessen —contestó Oma, mientras metía el huevo de zurcir en un calcetín hecho jirones.
Christine reconoció el calcetín como suyo; de un par de gruesa lana que usaba para acostarse en invierno, cuando al irse a dormir debía ponerse varias capas de ropa porque nunca había carbón suficiente para quemar durante toda la noche. Su Deckbed, el edredón, iba adelgazando, y así se quedaría hasta que tuviesen suficiente dinero para comprarle otra bolsa de plumas de ganso al granjero Klause. Y si tenía que correr por el pasillo en mitad de la noche para ir al baño, el frío glacial de las tablas del suelo se le filtraba por los calcetines como si estuvieran cubiertas de hielo, haciéndola tiritar hasta que volvía a estar metida bajo las mantas. La comida también escaseaba en invierno, cuando no había verduras frescas del huerto, leche de las cabras ni huevos de las gallinas. Ahora, sin el ingreso extra de los trabajos, no sólo despertaría con frío, sino también con hambre.
Se mordió el labio y se apartó de la ventana; luego fue al aparador y sacó ocho platos llanos, mientras se preguntaba cuánto tiempo tardaría Isaac en leer su nota. Hoy, por lo menos, sí que había comida.