Alemania
Para Christine Bölz, que entonces tenía diecisiete años, la guerra empezó con una inesperada invitación a la fiesta de Navidad de los Bauerman. Aquel radiante día de otoño de 1938 era imposible imaginar los horrores venideros. El aire era aromático y fresco igual que las manzanas color carmesí de los huertos que llenaban las suaves colinas del valle del río Kocher. El sol brillaba en un azul cielo de septiembre, acolchado con altas y algodonosas nubes que arrastraban movedizas sombras por el campo. En las colinas no se oía nada salvo las riñas de los arrendajos y el corretear de las ardillas que reunían semillas y nueces para el invierno. El humo de leña y la fragancia musgosa de los abetos se entremezclaban para crear un perfume profundo y terroso que, pese al frío otoñal del aire, daba a la mañana intensidad y textura.
Debido a la escasez de lluvia de aquel año, los senderos forestales cubiertos de hojas estaban secos, y Christine podría haber corrido por los tramos empinados y rocosos sin temor a caerse. En lugar de eso cogía la mano de Isaac Bauerman y dejaba que él la ayudara a bajar la redondeada roca cubierta de líquenes, mientras se preguntaba qué pensaría Isaac si supiera el tiempo que ella se pasaba en el bosque. Lo normal es que hubiera bajado por el lado de la Roca del Diablo de un salto, como si fuese inmortal, para aterrizar justo en las resbaladizas capas de agujas de pino y esponjosa tierra con las rodillas flexionadas para no caer hacia delante. Pero esta vez no lo hizo, porque no quería que él la tomara por un torpe marimacho que carecía de clase, modales o elegancia. Y lo que es más: no quería que pensara que carecía del suficiente sentido común como para no darse cuenta de que la leyenda que corría sobre aquella roca (se decía que en cierta ocasión, allí mismo, a unos niños que en lugar de ir a la iglesia hicieron novillos les cayó un rayo y los mató) sólo era una espeluznante fábula. Cuando se la contó, él se echó a reír, y después, mientras se agarraban a las grietas y hendiduras de la roca y bajaban por su antiquísimo costado, Christine deseó no haberlo aburrido con la simpleza de aquel cuento infantil.
—¿Cómo sabías dónde…? —le preguntó a Isaac—. Es decir… ¿Cómo me has encon…?
—Busqué en el escritorio de mi padre tus datos salariales y miré tu dirección —respondió él—. Espero que no te importe que me haya invitado yo solo a acompañarte en tu paseo.
Ella apretó el paso para que no la viera sonreír.
—Por mí no hay problema —dijo.
Por Christine no había ni la mínima sombra de problema; la presencia de Isaac allí significaba que la sensación de vacío que ella experimentaba cada vez que no estaban juntos había desaparecido. Por lo menos durante ese rato. Aquel día Christine había empezado a contar las horas que faltaban para ir a trabajar a casa de Isaac desde el instante en que despertó. Tras desayunar tibia leche de cabra y pan negro con mermelada de ciruela, hizo sus tareas domésticas y luego trató de leer, aunque sin éxito. No podía seguir en casa un minuto más. Y en lugar de pasarse el rato mirando el reloj, decidió ir a las colinas a buscar flores de edelweiss y azaleas para adornar la mesa de aniversario de bodas de Oma y Opa.
—Pero ¿qué pensarían tus padres si supieran que estabas aquí? —le preguntó a Isaac.
—No pensarían nada —contestó él.
Isaac se adelantó corriendo y luego fue caminando de espaldas, mirándola, haciendo como si ella fuera a pisarle los dedos del pie y apartándose de un brinco en el último momento. Se echaba a reír y Christine sonreía, fascinada por su gesto juguetón.
Sabía que Isaac se pasaba horas leyendo y estudiando, y que probablemente supiera recitar los nombres latinos de las fresas y avellanas que crecían silvestres en las lomas cubiertas de hierba. Seguro que identificaba todas las especies de pájaros que veían, incluso en vuelo, y los distintos animales que habían dejado un rastro de patas en la blanda tierra. Pero los conocimientos de Isaac Bauerman procedían de los dibujos de los libros, mientras que los de ella nacían de la observación y de años de contacto con el saber tradicional. De niña, Christine había crecido explorando las onduladas colinas y los negros bosques que rodeaban la pequeña ciudad de Hessental, su pueblo natal. Conocía todos y cada uno de los tortuosos senderos y vetustos árboles, hasta la última cueva y riachuelo. Lo que comenzó siendo una faena que había que realizar muy de mañana, coger las setas comestibles que su padre le había enseñado pacientemente a reconocer, no tardó en convertirse en su pasatiempo preferido. Le encantaba escaparse del pueblo, caminar por los bordes de los campos, cruzar las vías del tren y seguir los caminos de carro, llenos de baches, hasta que se estrechaban para convertirse en angostos y arbolados senderos. Aquel era su momento de estar sola, el momento de dejar volar sus pensamientos.
Había perdido la cuenta de las veces que había subido a las ruinas de la iglesia del siglo XIII, ocultas en el corazón del bosque, para soñar despierta en el protegido nido de blanda hierba que formaban sus tres antiguos y desmoronados muros. Los arbotantes no sustentaban nada, y las vidrieras, ya vacías, sólo servían como marcos de piedra para las ramas de las coníferas, los lechosos cielos o las brillantes estrellas que acunaba la blanca hoz de una luna en cuarto menguante. Pero a menudo Christine se ponía donde calculaba que habría estado el altar y trataba de imaginarse las vidas de quienes habían rezado, se habían casado y habían llorado bajo los altísimos arcos de la iglesia: caballeros de reluciente armadura y clérigos de largas barbas, o baronesas envueltas en joyas seguidas de sus damas de honor.
Su momento favorito para ir hasta el punto más alto de la colina era la salida del sol en verano, cuando el rocío extraía del suelo terrosos aromas y el aire se llenaba de fragancia a pino. También le encantaba el primer silencioso día de invierno, cuando el mundo se instalaba en un tranquilo sopor y la nieve recién caída cubría con un blanco manto como de azúcar los pelados trigales amarillos y las grises y desnudas ramas de los árboles. Christine se encontraba a gusto allí, bien metida entre los árboles de hoja perenne, donde el sol apenas lograba abrirse paso hasta el suelo del bosque, con su olor a moho, mientras que Isaac se encontraba a gusto en una mansión solariega con tejado a dos aguas, situada al otro lado del pueblo; una mansión cuyas verjas de hierro flanqueaban unos recortados setos y cuyas gigantescas puertas estaban rematadas por antiguos arcos tallados con gárgolas de piedra y santos medievales.
—Pues entonces —dijo Christine—, ¿qué pensaría Luisa Freiberg de que estés aquí?
—No sé lo que pensaría —respondió Isaac, poniéndose a su lado—. Y me da igual.
De haber sabido que aquella mañana Isaac Bauerman iba a presentarse en la casa familiar de la Schellergasse Strasse, esperando en silencio en los escalones de piedra, a su espalda, hasta que ella echó el enorme cerrojo de hierro forjado de la puerta principal, Christine se habría puesto el abrigo de los domingos, no el sobretodo de lana color canela que le llegaba hasta los tobillos. Era un regalo de Navidad de su querida Oma; pero, aunque grueso y de abrigo, el tieso cuello y los deshilachados bolsillos no contribuían mucho a ocultar que en otra vida había sido una manta de carruaje.
Ahora, mientras conducía a Isaac por el bosque y lo llevaba colina abajo hacia los huertos de manzanos y perales, no dejaba de tocarse los botones del abrigo y de pasar los dedos por la parte delantera para asegurarse de que le tapaba la vieja ropa de jugar que llevaba debajo. Las fruncidas mangas del vestido de su infancia le estaban demasiado cortas, el dobladillo sin coser le quedaba demasiado subido, la desabrochada pechera, demasiado ceñida, y la tela de algodón a cuadros azul marino resultaba demasiado aniñada. Los leotardos, sujetos por unos tirantes que se abrochaban a la camiseta interior, eran grises y afelpados, y tenían centenares de bolas y enganchones, consecuencia de su frecuente contacto con los arbustos y las melladas cortezas de los árboles. Pero era lo que siempre se ponía para pasear por el bosque, porque, hasta aquel día, siempre había ido sola. Vestida así no tenía que preocuparse por si estropeaba la ropa al arrodillarse en el barro para coger las setas silvestres que crecían detrás de un húmedo helecho, o cuando tenía que gatear por el suelo para recoger hayucos de los que luego se sacaba aceite de cocinar.
Como la de todos los demás miembros de su familia, casi toda su ropa estaba rehecha a partir de sábanas estampadas o prendas usadas de algodón. Y hasta que empezó a trabajar para los Bauerman, a Christine no le había importado. La mayoría de las niñas y mujeres del pueblo vestían como ella, con gastados trajes y faldas, almidonados delantales de bolsillos remendados y zapatos abotinados de pala alta. Pero ahora, cuando iba a trabajar a casa de Isaac después del almuerzo, siempre se ponía uno de sus dos vestidos de los domingos. Eran los mejores que tenía, y su madre los había cambiado por huevos morenos y leche de cabra en la tienda de ropa del pueblo.
El que se los pusiera para trabajar disgustaba a Mutti (su madre, que se llamaba Rose), quien llevaba diez años trabajando a jornada completa con los Bauerman. Aquellos vestidos eran para la iglesia, no para andar con los platos, lavar la ropa y limpiar la plata. Pero Christine se los ponía de todas formas, haciendo caso omiso de la seria mirada que le echaba Mutti al verla entrar en la cocina alicatada de beige de los Bauerman. A veces Christine le pedía prestado un vestido a su mejor amiga, Kate, tras prometerle que se lo devolvería sin manchar. Y cuando se preparaba para salir, nunca se olvidaba de cepillarse y volver a trenzarse el pelo, asegurándose de que las rubias trenzas estuvieran rectas e iguales. Pero esa mañana en que Isaac la había cogido por sorpresa, llevaba el cabello en una trenza hecha de cualquier manera que le caía por la espalda.
Para su alivio, Isaac vestía los pantalones de faena marrones con tirantes y una camisa de franela azul, la ropa que se ponía para cortar la hierba o cortar leña, en lugar de los pantalones negros planchados, la camisa blanca y la chaqueta azul marino que llevaba a la Universität. Pues, aunque los Bauerman eran una de las últimas familias ricas que quedaban en el pueblo, el padre de Isaac se aseguraba de que sus hijos conocieran las virtudes del trabajo, y acostumbraba a asignarles tareas a Isaac y a su hermana pequeña, Gabriella.
—Yo sé lo que pensarían tus padres —dijo Christine sin apartar los ojos del rojo camino de tierra.
Volvían por el oscuro interior del bosque, entre árboles cada vez más espaciados y larguiruchos árboles jóvenes, hasta que al fin salieron junto al lindero cubierto de hierba del manzanar más alto. En el claro había seis ovejas blancas, que alzaron sus lanudas cabezas al unísono ante la súbita aparición de Christine e Isaac. Christine se detuvo, alzó la mano y le hizo señas a Isaac para que se quedara quieto. Las ovejas les devolvieron la mirada y luego reanudaron el trabajo de recortar la hierba del huerto. Convencida de que no iban a escaparse, Christine bajó la mano y siguió andando, pero Isaac le agarró la mano y tiró de ella hacia atrás.
Isaac Bauerman medía más de metro ochenta y tenía anchos hombros y musculosos brazos; un gigante comparado con el menudo cuerpo de Christine. Y ahora que estaban cara a cara, ella sintió que la sangre le subía a las mejillas al alzar la vista para mirarlo a los brillantes ojos castaños. Se sabía de memoria todas sus facciones, las oscuras ondas de pelo que le caían sobre la frente, la cincelada mandíbula y la suave y bronceada piel de su fuerte cuello.
—¿Y cómo es que sabes lo que mis padres piensan? —le preguntó él con una amplia sonrisa—. ¿Os habéis sentado tú y mi madre a tomar café y tarta, y te lo ha contado?
—Nein —contestó Christine riendo—. Tu madre no me ha invitado a merendar.
La madre de Isaac, Nina, era una patrona justa y generosa que de vez en cuando enviaba regalos a la familia de Christine: galletas Linzertorte, Apfelstrudel o Pflaumenkuchen, tarta de ciruelas. Al principio Mutti había intentado no aceptarlos, pero no servía de nada; Nina meneaba la cabeza e insistía, diciendo que el ayudar a los menos afortunados era una satisfacción para ella. En casa de los Bauerman tomaban café de verdad, no Ersatz Kaffee, o achicoria, y cada cierto tiempo la madre de Isaac les mandaba una libra con Christine. Pero Nina Bauerman no tenía por costumbre sentarse con la asistenta a tomar café en su mejor juego de porcelana.
—Mutti me ha dicho que lo de Luisa y tú se daba por sentado —repuso Christine, distraída por la fuerza con que la ancha y tibia mano de él le cogía la suya.
Retiró la mano y empezó a andar de nuevo con el corazón palpitante.
Isaac fue tras ella.
—No hay ningún acuerdo —dijo—. Y me da igual lo que piense nadie. Además, creí que lo sabías: Luisa va a marcharse a estudiar a la Sorbona.
—Pero volverá, ¿verdad? Y Mutti me ha dicho… Frau Bauerman siempre le dice: «Ponga la mejor cubertería de plata esta noche, Rose; Luisa y su familia vienen a cenar». Y la semana pasada, sin ir más lejos: «Es el cumpleaños de Luisa, así que haga el favor de comprar los mejores arenques para hacer Matjesheringe in Rahmsosse; es su plato preferido. Y asegúrese de que Isaac y Luisa se sientan juntos para la merienda».
—Sólo porque nuestras familias son muy amigas. Mi madre y la madre de Luisa crecieron juntas.
—Tus padres esperan…
—Mi madre sabe lo que pienso. Y Luisa también.
—¿Y tu padre?
—Mi padre no dice nada. Sus padres pusieron reparos a su noviazgo con mi madre porque ella no era judía practicante, pero él hizo oídos sordos y se casó de todas formas. Él no va a decirme lo que tengo que hacer.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Christine, hundiendo bien las manos en los bolsillos del abrigo.
—Pues, ahora, disfrutar de una excursión en un día precioso y con una chica preciosa —respondió Isaac—. ¿Hay algo de malo en eso?
Sus palabras hicieron que Christine sintiera un estremecimiento por todo el cuerpo. Se apartó y bajó la ladera tranquilamente, dejando atrás la última hilera de retorcidos manzanos, hasta un banco de madera cuyos gruesos soportes se enterraban en el inclinado suelo. Se recogió el abrigo en torno a las piernas y se sentó, confiando en que Isaac no notara cómo le temblaban las manos y las rodillas. Él se sentó a su lado, con los codos apoyados en el bajo respaldo y las piernas extendidas.
Desde allí veían el lugar donde las vías del tren salían de la estación para torcer después, describiendo una amplia y lenta curva, y seguir discurriendo en paralelo a las colinas. Al otro lado de las vías los campos, perfectamente arados, se extendían ondulándose en pardos surcos hacia el pueblo, acurrucado en un extremo del extenso valle, formando un mosaico verde y marrón. El humo de leña subía en volutas desde las chimeneas hacia las colinas cubiertas de árboles, cuyas hojas empezaban a cambiar a los tonos rojos, amarillos y dorados del otoño. La plateada cinta del río Kocher cruzaba serpenteando el centro del pueblo; unos altos muros de piedra flanqueaban sus tortuosas curvas y los puentes cubiertos lo dividían en tramos. Christine e Isaac veían el redondeado chapitel de piedra de la iglesia gótica de San Miguel, que se elevaba muy por encima de la plaza del mercado. Hacia el este, la rojiza y puntiaguda aguja de piedra caliza de la iglesia luterana, situada frente a la casa de Christine, se alzaba, alta y noble, sobre una congregación de tejados con tejas de barro. Cada chapitel protegía un trío de enormes campanas de hierro, que durante el día tocaban todas las horas y los domingos por la mañana llenaban las calles con los majestuosos repiques de una antigua llamada al culto. Bajo el mar de tejados de barro color naranja giraba la vida del pueblo.
Dentro de un tortuoso laberinto de calles empedradas y callejuelas escalonadas, entre fuentes centenarias y estatuas cubiertas de hiedra, los niños reían y corrían, dando patadas a las pelotas y saltando a la comba. La panadería del pueblo llenaba el frío aire otoñal con el aroma de los Pretzel y los panecillos recién horneados, y también de las Schwarzwälder Kirschtorten, las tartas de cereza de la Selva Negra. Los deshollinadores iban de casa en casa con sus chisteras y su ropa cubierta de hollín, llevando al hombro los descomunales cepillos negros que parecían escobillas limpiabotellas para gigantes. Dentro de la Metzgerei, o carnicería, las mujeres vestidas con delantales contaban las monedas, al tiempo que examinaban y elegían algún Wurst fresco y Braten para la comida de mediodía y compartían noticias y saludos ante el blanco mostrador, impecablemente limpio. Bajo un grupo de sombrillas a rayas, en la amplia plaza del mercado, las esposas de los granjeros se preparaban para el mercado al aire libre colocando cajones de manzanas y morados nabos. Ponían los cubos de cinias color rosa y violeta al lado de los girasoles, y apilaban las jaulas de madera llenas de cloqueantes gallinas castañas y patos blancos junto a los montones de calabazas. En el Krone, en la esquina, los viejos se sentaban en desgastados kioscos de madera a beber a sorbos oscura cerveza tibia, mientras se explayaban contando las historias de sus vidas. A Christine siempre le parecía que había cierta premura en sus narraciones, como si los ancianos temieran olvidar los detalles importantes o, incluso, que los demás los olvidaran a ellos. Detrás de las altas casas de piedra arenisca, los reducidos jardines vallados albergaban gallinas, cuidados huertos y dos o tres perales o ciruelos. En establos medievales, los laboriosos granjeros apilaban heno y les echaban trozos de remolacha y arrugadas patatas a los cerdos, que se pasaban el día revolcándose. Las ventanas del segundo piso de todas las casas bávaras, con entramado de madera en la fachada, estaban abiertas de par en par, derramando colchones de plumas para que se airearan al sol.
Christine no sabía explicar por qué, pero la escena la llenaba de una mezcla de resentimiento y amor. Aunque jamás se le había ocurrido decírselo a nadie, a veces aquello le parecía aburrido y previsible. Tan seguro como que la noche se transformaba en día, era sabido que a final de mes el pueblo entero se reuniría en la plaza a celebrar la fiesta otoñal del vino. Y cada primavera, el uno de mayo, el florido poste del mayo señalaba el comienzo de la fiesta de la panadería. En verano la fachada del ayuntamiento y la fuente del mercado estarían cubiertas de parras y hiedra, y los niños y niñas se pondrían sus trajes rojos y blancos para celebrar la fiesta de Salz-Sieder.
Al mismo tiempo Christine era consciente de la sencilla belleza de su tierra natal, de las colinas, los viñedos y los castillos, y comprendía que en ningún otro lugar se sentiría tan amada y tan segura. Aquel centenario pueblo suabo, conocido por los vinos de Hohenlohe y los manantiales de agua salada, simbolizaba el hogar y la familia, y siempre formaría parte de su ser. Allí sabía cuál era su sitio. Como su hermana menor, Maria, y sus dos hermanitos, Heinrich y Karl, Christine sabía qué lugar ocupaba en el mundo.
Hasta aquel día.
La súbita aparición de Isaac en la puerta de su casa daba la impresión de ser una pista antes oculta en un mapa del tesoro, o una bifurcación recién descubierta en un camino conocido. Algo estaba a punto de cambiar. Lo sentía en el frío aire otoñal.
Inquieta, se puso en pie de un salto y arrancó dos relucientes manzanas de las ramas del árbol más próximo. Isaac se levantó, y Christine le lanzó una. Él la cogió en el aire y se la metió en el bolsillo. Luego se dirigió hacia ella y Christine echó a correr, de una hilera de árboles a la siguiente, con el largo abrigo recogido en las manos.
Isaac soltó un grito y corrió hasta alcanzarla; la agarró por la cintura y la levantó del suelo girando con ella, dándole vueltas y vueltas como si no pesara más que un niño. Las espantadas ovejas se dispersaron en todas direcciones y después se reunieron, jadeando y mirándolos fijamente llenas de susto, bajo un roble en el lindero del huerto. Por fin Isaac dejó de girar. Christine se echó a reír y forcejeó para apartarse, pero él no la soltó; cuando se dio por vencida, Isaac fue bajándola, sin dejar de abrazarla fuerte, hasta que sus pies tocaron el suelo. Christine lo miró a los ojos, con el pecho arrebolado de calor y las rodillas temblorosas. Él le llevó los brazos hasta detrás de la espalda y se la acercó más. Al aspirar la embriagadora fragancia que era exclusivamente de Isaac (madera recién cortada, jabón de especias y fresco pino), Christine tragó saliva, sintiendo en los labios su cálido aliento.
—Yo no quiero estar con Luisa —dijo Isaac—. Para mí no es más que otra hermana pequeña. Además, le gustan demasiado los arenques; está empezando a oler a pescado.
Miró a Christine sonriendo y ella bajó la vista.
—Pero tú y yo somos de mundos distintos —repuso Christine en voz baja—. Mi madre dice…
Él le alzó la barbilla, le puso los dedos sobre los labios y dijo:
—No importa.
Pero Christine sabía que importaba. Quizá no le importara a ella, y quizá tampoco a él, pero en algún momento importaría. Según Mutti, perdía el tiempo buscando afecto en alguien como él. Era el hijo de un rico abogado, y ella, la hija de un pobre albañil. La madre de Isaac cultivaba rosas y recaudaba dinero con fines benéficos, mientras que su madre fregaba los suelos de la familia de él y les lavaba la ropa. Isaac había ido al colegio durante doce años y ahora estaba en la Universität, estudiando para ser médico o abogado, aún no había decidido qué. A Christine le encantaba el colegio y sacaba buenas notas, siempre que, igual que a sus compañeros, no la sacaran de clase para recoger una cosecha tardía o quitar chinches de las patatas en los campos de los granjeros.
Al recordarlo, a Christine le parecía irónico cuánto había estudiado. Su tonta esperanza había sido ser maestra o enfermera, hasta que, al cumplir once años, descubrió que asistir al colegio más de ocho años costaba dinero; entonces renunció a sus sueños de ser algo más que una buena madre y una laboriosa esposa. A sus padres, como la mayoría de la gente del pueblo, no les sobraban diez marcos mensuales para pagar la escuela de secundaria, ni veinte mensuales, más el coste de los libros, para el instituto donde se cursaban los dos primeros años de bachillerato. «Hay que florecer donde se está plantado», decía siempre Oma. Pero las raíces de Christine eran inquietas, y además no dejaban de preguntarse cómo estarían en un suelo más fértil.
Isaac le hablaba de música clásica, de cultura y de política mientras ella, de pie ante la tabla de planchar, almidonaba las camisas de su padre. Le hablaba mientras ella trabajaba en el huerto, y le contaba que había estado en Berlín para ver óperas y teatro. Describía el mundo, África, China, América, como si lo hubiese visto él mismo, empleando descripciones coloristas de paisajes y personas. Hablaba inglés con soltura y le había enseñado a Christine unas cuantas palabras, y además había leído todos los libros de la biblioteca familiar, algunos dos veces.
Y luego estaba el hecho de que los Bauerman eran judíos.
El padre de Isaac, Abraham, era judío del todo; Nina era medio judía, medio luterana. Daba igual que los Bauerman no fuesen practicantes: casi toda la gente del pueblo los consideraba judíos. Y para todos los miembros del Partido Nazi (aunque a veces costaba distinguir quiénes lo eran y quiénes no) eran judíos. Isaac le había explicado a Christine que a su padre le habría gustado que sus hijos adoptaran su religión, pero que su madre no era mujer que tuviera ni tiempo ni ganas de seguir las normas de otra persona. No se sentía más judía que protestante, de modo que no tenía la mínima intención de obligar a Isaac y a su hermana que tomaran decisiones antes de tener edad suficiente como para decidir por sí mismos. Pero a los ojos de los nazis todos ellos eran judíos, y Christine sabía que algunos de los del pueblo mirarían mal el hecho de que él fuese judío y ella, cristiana.
—¿Por qué estás tan triste? —preguntó Isaac.
—No estoy triste —respondió Christine, tratando de sonreír.
Entonces él bajó la boca hacia la de ella y la besó, y a ella se le olvidó cómo se respiraba.
Tras unos maravillosos instantes, Isaac se apartó, respirando con dificultad.
—Ya te lo he dicho —dijo—. Luisa sabe lo que pienso. Nos reímos de que nuestros padres se esfuercen tanto por emparejarnos. Ella sabe lo que siento por ti y desea hacerme feliz. Y tengo que hacerte una confesión: el verdadero motivo de que haya ido a verte hoy es porque mi padre me ha dado permiso para llevar una acompañante a nuestra fiesta navideña. Y me sentiré como un idiota si no me dices que sí.
Christine lo miró de hito en hito, con los ojos muy abiertos; el corazón le saltaba en el pecho, haciéndola pensar en las asustadas ovejas brincando por la hierba.
La fiesta de diciembre de los Bauerman era un acontecimiento importante, la única reunión social en la que todos los funcionarios, dignatarios y abogados del pueblo siempre se dejaban ver, junto con otras personas influyentes de las ciudades cercanas. Christine no conocía personalmente a nadie que hubiese acudido a la fiesta como invitado, porque sólo conocía a trabajadores de la fábrica, granjeros, carniceros y albañiles.
Pero el año anterior Mutti le había permitido ayudar en la cocina con el personal especialmente contratado para preparar la comida, disponiendo queso del caro y cucharaditas de caviar negro sobre crudités y galletitas saladas de borde ondulado. Cuando les entregaba la comida a los camareros que esperaban al final del pasillo, a Christine le fascinaba lo que veía y oía: una animada escena que le recordó las páginas ilustradas de un cuento de hadas. El sonido de los violines llenaba el aire, y el burbujeante champán se derramaba en copas de cristal. Hombres con sus mejores esmóquines y mujeres de largos y relucientes vestidos parecían flotar mientras bailaban el vals sobre suelos de mármol, como flores que hubiesen arrancado las raíces del frío jardín invernal para deslizarse hasta la luz y el calor de la suntuosa casa. Un millón de diminutas luces parpadeaban en todos los pasamanos y molduras, y una brillante menorá iluminaba las adornadas habitaciones. Un enorme abeto, cubierto de plata y oro, se elevaba hasta el techo en el vestíbulo. Mutti tuvo que recordarle más de una vez que había ido a trabajar, no a quedarse allí con los ojos como platos y la boca abierta, cautivada como una tonta colegiala.
Ahora Isaac le pedía que la acompañara a la mayor fiesta del pueblo no para colocar emparedados y bebidas en una bandeja de plata, sino para asistir igual que una de aquellas mujeres que llevaban un elegante y suelto vestido largo. La pregunta de Isaac se quedó flotando en el aire entre los dos, y Christine no tuvo ni idea de qué responder. Como para realzar su indecisión, el rítmico golpe de un hacha de leñador resonaba desde el valle de abajo. Por fin, el estridente silbido de un tren que anunciaba su llegada a la estación del pueblo la hizo caer de las nubes.
—¿No vas a decir nada? —preguntó él.
—Antes mirábamos desde el otro lado de la calle —contestó ella, sonriendo.
—¿Qué quieres decir?
—Os mirábamos a vosotros. Mi hermana Maria y yo, y mi mejor amiga, Kate. Mirábamos a los ricos salir de los automóviles con su ropa elegante para ir a la fiesta de tus padres. Os veíamos a ti y a tu hermana pequeña saludando a la gente a la puerta.
—¡Uf! —exclamó él, poniendo los ojos en blanco—. Aquello era insoportable. Todas las señoras me pedían un abrazo. Y todos los hombres me daban una palmadita en la cabeza como si fuese un perro. Incluso ahora que soy más alto que casi todos ellos, siguen insistiendo en aporrearme en el hombro, diciendo cosas como: «Buen chico, buen chico», o: «Tu padre es un buen hombre, un buen hombre».
—Pero estabas guapísimo con tu esmoquin negro. Kate y Maria opinaban igual. Y la pequeña Gabriella es el vivo retrato de tu madre, con su pelo caoba y sus ojos color castaño oscuro.
—Bueno, pues este año no tengo que hacerlo. Además a Gabriella le encanta encargarse de eso. Estará feliz de hacerlo sola. Le encanta ser objeto de atención. —Para sorpresa de Christine, a Isaac se le ensombreció la cara de pronto—. Aunque me temo que no habrá tanta gente como de costumbre.
—¿Por qué no? —preguntó ella, súbitamente temerosa de que aquello tuviese algo que ver con que la hubiera invitado.
—Muchos de los amigos judíos de mis padres se han marchado del país —contestó Isaac—. Sus invitaciones han venido devueltas con el sello: «Devolver al remitente. Adresse Unbekannt».
El repentino cambio de humor de Isaac sorprendió a Christine, que procuró cambiar de tema. No quería que aquel glorioso instante se estropeara.
—No creo que pueda decirte que sí —repuso—. No tengo un vestido que sea lo bastante bonito.
—Ya encontraremos uno —replicó Isaac, alargando la mano hacia ella—. Mi madre tiene un ropero lleno de vestidos. Y si no encuentras uno que te guste, te llevaré de compras. De todas formas serás la chica más guapa de la fiesta.
Luego la besó, y el resto del mundo, junto con sus inquietudes y zozobras, desapareció. Media hora después salieron de las colinas cogidos de la mano. En los campos los granjeros esparcían estiércol desde sus carros y labraban la tierra metiendo en ella los restos de trigo del verano, empleando enormes bueyes para tirar de los arados.
Un negro tren se aproximaba por el este después de atravesar el pueblo, acortándose y agazapándose al doblar la amplia curva. Christine e Isaac se quedaron cerca del paso a nivel para verlo pasar; los brazos del joven ceñían la cintura de la muchacha. La locomotora cobró velocidad al entrar en el tramo recto y pasó con gran estruendo, mientras unas cálidas corrientes de aire alborotaban la ropa y el cabello de los jóvenes. Grandes oleadas de humo gris salían de la caliente chimenea, y el olor a carbón quemado invadió el aire. Las gigantescas ruedas de hierro forjado avanzaban por las vías con un insistente y fuerte golpeteo, ahogando cualquier otro sonido en el frenético y poderoso precipitarse del tren hacia su siguiente punto de destino. Risueña, Christine les dijo adiós con la mano a los pasajeros que iban tras las ventanillas de vidrio, intentando imaginar a qué lugares lejanos y fascinantes se dirigían. Cuando pasó el último vagón, ella e Isaac regresaron corriendo al pueblo.