Las semillas de El jardín de Dachau se plantaron en mi niñez, durante los numerosos viajes familiares que hicimos para ir a ver a mis abuelos, tías, tíos y primos de Alemania. De algún modo, incluso a edad temprana, yo sabía que vivir durante semanas en la casa con entramado de madera donde había crecido mi madre, conocer otra cultura y ver un lado distinto del mundo, eran un privilegio que supondría mucho en mi vida. Pero no tenía ni idea de que fuese a inspirarme para escribir una novela.
El pueblo alemán de mi madre era como un cuento de hadas, con sus onduladas colinas, sus cuidados huertos, sus extensos viñedos, sus iglesias medievales y su deliciosa comida, todo ello dispuesto sobre un telón de fondo de campanadas de iglesia, calles empedradas y callejas con escaleras. Cada visita era una aventura, desde explorar ruinas de castillos hasta dormir bajo un enorme Deckbed (edredón de plumas). Más tarde, cuando estudié la Segunda Guerra Mundial, me costó mucho imaginar que en un lugar tan hermoso hubieran sucedido cosas tan horribles. Entonces me di cuenta de que mi Oma era una mujer extraordinaria, que había luchado para mantener vivos a sus hijos mientras su marido estaba fuera combatiendo y que después, cuando acabó la guerra, de un modo u otro logró alimentar y vestir a una familia de siete personas cuando se prolongaron el racionamiento y la extrema escasez de comida, unas circunstancias que no mejoraron hasta 1950. Las historias de Opa sobre el Frente Oriental y cómo se había fugado de dos campos de prisioneros de guerra me fascinaban. Por encima de todo, me asombraba que mi «americanizada» madre, aquella mujer que llevaba tacones y gafas de sol, jefa del cuerpo de bomberos auxiliares, miembro de la Asociación de Padres y Maestros, que les compraba a sus hijos pantalones de campana y a quien le encantaban las barbacoas y los paseos en barca, hubiera pasado su infancia sumida en la pobreza y el miedo en la Alemania nazi. Creció poniéndose vestidos hechos de sábanas, bañándose en una tina metálica con agua calentada en un fogón de leña y corriendo a esconderse en un refugio antiaéreo durante una infinidad de meses. Yo, que había vivido la típica niñez norteamericana, apenas comprendía lo que ella había tenido que soportar. Quería enterarme de todo y a menudo le pedía a mi madre que repitiera sus historias, con la esperanza de que recordara más detalles. Hay tantos que no pude incluirlos todos en el manuscrito.
Junto con la historia de mi familia, muchísimos libros me resultaron útiles mientras escribía El jardín de Dachau. Entre las memorias que reflejaban y ampliaban los relatos de mi madre estaban: German Boy, de Wolfgang W. E. Samuel, The War of Our Childhood: Memories of WWII, de Wolfgang W. E. Samuel, y Memoirs of a 1000-Year-Old Woman, de Gisela R. McBride. Asimismo, conté con Frauen: German Women Recall the Third Reich, de Alison Owings. Para comprender la campaña de bombardeos aliados, que se convirtió en un sistema premeditado, claramente destinado a destruir todas las ciudades alemanas de población superior a los cien mil habitantes mediante una técnica llamada «bombardeo en alfombra» (una estrategia en la que ciudades enteras y sus poblaciones civiles se consideraron objetivos de ataques con explosivos de gran potencia y bombas incendiarias) leí: To Destroy a City: Strategic Bombing and Its Human Consequences in WWII, de Hermann Knell, Among the Dead Cities: The History and Moral Legacy of the WWII Bombings of Civilians in Germany and Japan, de A. C. Grayling, y El incendio: Alemania bajo el bombardeo, de Jörg Friedrich. Entre las muchas historias horribles de ataques aéreos que aparecen en estos libros se encontraba el bombardeo con bombas incendiarias de Hamburgo en julio de 1943, apodado «Operación Gomorra», que mató a cuarenta y cinco mil civiles, y el bombardeo con bombas incendiarias de Dresde en febrero de 1945, que mató a ciento treinta y cinco mil civiles. Todos estos libros incluyen algunas de las escenas más perturbadoras que jamás he leído sobre lo que supuso ser un civil alemán durante la guerra.
Para entender cómo fue la vida de los civiles y los prisioneros de guerra después de la contienda leí Crimes and Mercies: The Fate of German Civilians under Allied Occupation, de James Braque. Para recabar información sobre la persecución de los judíos y los horrores de los campos de concentración leí: La noche, de Elie Wiesel, Eyewitness Auschwitz, de Filip Müller y Quiero dar testimonio hasta el final, de Victor Klemperer.
Cuatro novelas que he leído con gusto me han ayudado también a orientarme por este período histórico: Los que nos salvan, de Jena Blum, Skeletons at the Feast, de Chris Bohjalian, La ladrona de libros, de Markus Zusak y La llave de Sarah, de Tatiana de Rosnay.
Es importante señalar que, aunque los personajes de esta novela pasan por muchas de las dificultades que soportaron mi madre y su familia, Christine no es mi madre. Y tampoco son parientes míos ninguno de los demás personajes. Pero espero que las Christine y Mutti novelescas guarden, al menos, cierto parecido con el inmenso valor, la capacidad de recuperación y la compasión de mi Oma y mi madre.
Aunque El jardín de Dachau es una obra de ficción, he procurado ser lo más fiel posible desde el punto de vista histórico. Cualquier error es sólo mío. Por necesidades de la trama, Dachau se representa como un campo de exterminio cuando en realidad estaba clasificado como campo de trabajo. Sin duda decenas de miles de prisioneros fueron asesinados, sufrieron y murieron en circunstancias espantosas en Dachau, pero este campo no estaba organizado como Auschwitz y otros campos de exterminio, que tenían un sistema premeditado de «eutanasia» para matar judíos y otros indeseables. También por necesidades de la trama, el atentado contra la vida de Hitler dirigido por Claus von Stauffenburg se ha trasladado de julio de 1944 a otoño de 1944.