¿Cómo se le ocurrió la idea de este libro?
No es una pregunta fácil de responder, pero lo intentaré. Con veintiún años, mi madre vino a Estados Unidos, sola y en barco, para casarse con un soldado norteamericano a quien había conocido cuando trabajaba en el economato militar que había en las afueras de su pueblo alemán. Había pasado poco más de un decenio desde la guerra, y Alemania aún estaba reconstruyéndose. Su familia era más pobre que las ratas, y el atractivo de una vida ideal en Norteamérica fue tan potente como para hacer que dejara a su familia y se casara con un hombre al que apenas conocía. Por desgracia, su sueño americano no fue un cuento de hadas. El soldado norteamericano resultó ser poco honrado y cruel, y mi madre no tenía ningún lugar al que acudir en busca de ayuda, pues vivía en una apartada granja, a veinte minutos del pueblo más próximo y sin coche ni carné de conducir. Pero de un modo u otro, perseveró y, uno tras otro, nos dio a luz a mi hermana, a mi hermano y a mí. Con el tiempo mis padres se divorciaron, y mi madre nos llevó a los tres hermanos de vuelta a Alemania con la esperanza de comenzar de nuevo. Pero no pudo ser. Mi padre insistió en que regresara a los Estados Unidos, aunque no tenía ningún interés en formar parte de nuestras vidas. Por suerte, mi madre conoció a un hombre bondadoso que nos acogió como cosa suya, y se casó con él. Crecí viajando a Alemania a ver a mis abuelos, tías, tíos y primos, y anhelando vivir en su hermoso mundo lleno de tradiciones y cultura.
Después, cuando cursaba el penúltimo año de la enseñanza secundaria, estudié el Holocausto. Decir que me resultó difícil conseguir entender que aquellas atrocidades hubieran sucedido en mi bello y maravilloso mundo de ensueño sería quedarse corto. La Segunda Guerra Mundial era el tema preferido de nuestro profesor de historia, y estaba obsesionado con enseñarnos todo lo posible sobre lo que les había ocurrido a los judíos. Algunos de mis compañeros de clase no tardaron mucho en empezar a llamarme nazi, al tiempo que me saludaban brazo en alto y gritaban «Heil Hitler» en los pasillos. Fue entonces cuando comencé a entender el concepto de culpa colectiva. Empecé a hacerle preguntas a mi madre sobre cómo había sido la vida durante la guerra, sobre el papel que había desempeñado Opa y sobre los judíos. Pronto me di cuenta de que, a su manera discreta, Oma había intentado ayudarlos: arriesgó su vida para ponerles comida a los prisioneros judíos que pasaban, aunque apenas podía alimentar a sus hijos. A Opa lo llamaron a filas. Luchó en el frente ruso y se fugó de dos campos de prisioneros de guerra. Durante más de dos años mi madre y su familia no tuvieron ni idea de si estaba muerto o vivo, hasta que un día apareció en la puerta de su casa. Era un soldado de infantería, no de las SS, y tampoco era un nazi. Mi madre me llevó al interior del refugio antiaéreo donde ella y su familia se habían escondido, aterrorizados y hambrientos, durante una infinidad de noches. Me contó historias sobre la falta de comida y las colas de racionamiento, me contó cómo tuvo que tirarse a una cuneta con su madre embarazada para evitar que las mataran los aviones aliados, y cómo empezó a tener dolores de oídos por los continuos aullidos de la sirena antiaérea. Pero yo era demasiado pequeña para comprenderlo y para explicarles a mis compañeros que ser alemana no te convierte en nazi, que protestar contra algo en Norteamérica es fácil comparado con lo que suponía protestar contra algo en el Tercer Reich; demasiado pequeña para preguntarles qué habrían hecho ellos si hubieran tenido que elegir entre la vida de otra persona y la propia. Mi padre norteamericano me había enseñado que el mal tiene la capacidad de morar en el corazón de cualquier hombre, con independencia de su raza, nacionalidad o religión, pero yo no sabía cómo expresarlo. No sabía cómo decirles a mis amigos que hablar de culpa colectiva en vez de culpa individual no tiene sentido, que la condena retrospectiva es fácil. Sobre todo, yo sabía que ninguno de ellos quería enterarse de que mi familia también había sufrido durante la guerra.
Luego, al cabo de más de veinte años y tras «otra» conversación con una íntima amiga (irónicamente, de los que se burlaban de mí en el instituto) acerca de cuánta responsabilidad tenía el alemán medio por haber llevado al poder a Hitler, me llegó la inspiración. Tenía que escribir una novela sobre lo que supuso para un alemán medio vivir durante la guerra, aunque teniendo muy presente lo que los nazis les hicieron a los judíos. Pero también sabía que mi libro debía tener un giro inesperado si quería venderlo. Entonces recordé cómo James Cameron utilizó una historia de amor para contar la historia más importante del desdichado Titanic. Y así nació el idilio entre una joven alemana y un judío. Junto con las historias de la vida de mi madre en la Alemania nazi, ya me sabía la novela entera, de principio a fin, y en tres días terminé el primer espantoso borrador de mi novela, escrito a mano en un bloc de notas. Después necesitó más de cuatro años de documentación y correcciones para estar preparada. Aunque las experiencias de mi protagonista en tiempo de guerra eran las de una alemana corriente, lo que hizo al tratar de salvar a su novio judío es algo extraordinario. En realidad, lo más probable es que hubiera muerto por ello… Pero eso no habría servido para montar una historia muy agradable.
Ha dicho usted que el libro es una adaptación libre de la vida de su madre, que creció en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Qué acontecimientos de la novela son ciertos?
Probablemente sea más fácil decir lo que no es cierto: que la protagonista tenga un novio judío y que la envíen a Dachau. La pobreza, el hambre, los bombardeos, tirarse a una cuneta para evitar que los mataran los aviones aliados, arriesgar la vida para ponerles comida a los prisioneros judíos, pasarse dos años sin saber si su padre estaba muerto o vivo, la fuga de este de un campo de prisioneros de guerra ruso… todo eso es cierto. Después de la guerra los soldados norteamericanos ocuparon la casa de Oma, y ella sí que tiró la lata de mantequilla de cacahuete que dejaron, porque pensó que era veneno.
¿Cómo fue su infancia?
Afortunadamente, conservo muy pocos recuerdos de mi verdadero padre, porque ninguno de ellos es agradable. Cuando mi madre volvió a casarse, tuve una infancia maravillosa: viajaba mucho, paseaba en barca, nadaba, leía y jugaba al aire libre. Por entonces yo tenía una imaginación muy viva, y veía seres espantosos por todos los rincones: secuestradores, fantasmas, vampiros y monstruos de las profundidades. Una de mis actividades preferidas era ir a la tienda a comprar una chocolatina de cinco centavos y un tebeo de miedo. De adolescente devoré los libros de Stephen King, Anne Rice y Dean Koontz; supongo que eso explica mi fascinación por los monstruos que dirigían los campos de concentración. Siempre pensé que mi primera novela tendría un elemento paranormal o de terror, aunque no creo que haya nada mucho más terrorífico que la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto.
¿Estudió usted escritura creativa?
Asistí a un instituto minúsculo: cuatrocientos alumnos entre infantil y secundaria, y no se ofrecían clases de escritura creativa. Tampoco fui a la universidad. En vez de eso opté por ser esposa y madre.
¿Ha tenido usted algún mentor?
Después de pasarme años trabajando sola en mi escritura, quise averiguar si estaba perdiendo el tiempo. No tenía ni idea de si tenía talento para escribir siquiera. Después de todo, nunca había seguido un curso de escritura creativa, no había grupos de escritores en mi zona y no tengo un título universitario. El único lugar al que podía recurrir era internet. Siempre agradeceré que mi búsqueda me condujera hasta William Kowalski, el galardonado autor de El hijo bastardo de Eddie. Él se convirtió en mi lector, profesor, mentor y amigo. Su fe en mi obra me sostuvo durante los tiempos difíciles y me impulsó a creer en mí misma.
¿Cuántos rechazos recibió usted antes de encontrar agente?
Setenta y dos, en un lapso de dos años.
¿Qué obstáculos tuvo usted que vencer para que le publicaran el libro?
En noviembre de 2008, unos meses antes de que empezara a enviar cartas de presentación a los agentes, mi marido y yo perdimos nuestro negocio por circunstancias muy desagradables que quedaban fuera de nuestro control. El cierre del negocio nos obligó a declararnos en quiebra, tanto en el plano comercial como en el particular, y por primera vez en veintiséis años tuvimos que buscar trabajo. Fue una época sumamente difícil, pero yo estaba decidida a perseguir mi sueño. Mientras me preocupaba por nuestro futuro y hablaba con abogados, yo iba mandando cartas. En la primera ronda el manuscrito me lo rechazaron dos veces debido a su extensión (280 000 palabras). Dejé de enviar cartas y me pasé diez meses haciendo cortes y corrigiendo, y en esa época, y mientras seguíamos en medio de batallas financieras y legales, falleció mi hermana. Estuve un tiempo sin escribir, pero luego me di cuenta de que había trabajado demasiado tiempo y demasiado intensamente como para rendirme. No sé cómo conseguí acortar el manuscrito hasta una longitud razonable y empecé a mandar cartas de nuevo. Más o menos por entonces comprendimos que teníamos que vender la casa donde llevábamos viviendo veinte años, y comenzamos un período de siete meses de reformas a base de bricolaje para poder obtener el máximo posible de la venta. En enero de 2011 me habían rechazado el manuscrito setenta y dos veces y estaba a punto de darme por vencida, pero pensé que lo intentaría una vez más. Y con esa carta de presentación conseguí a mi agente, que vendió la novela en tres semanas, justo dos meses después de que vendiéramos la casa. Ahora, al echar la vista atrás, comprendo que fue el proceso de escribir e intentar vender mi novela lo que me mantuvo cuerda.
Si alguna vez se hace una película de El jardín de Dachau, ¿a quiénes le gustaría ver interpretando a Christine y a Isaac?
A Scarlett Johansson y Jake Gyllenhaal. Y creo que Leonardo di Caprio sería un estupendo «malo» de las SS.