CUANDO hablo de gobierno científico, debo quizá explicar lo que entiendo por ese título. No quiero significar un Gobierno compuesto sencillamente de hombres de ciencia. Hubo muchos hombres de ciencia en el Gobierno de Napoleón, incluyendo a Laplace, quien, sin embargo, resultó tan incompetente que tuvo que ser reemplazado al poco tiempo. No considero científico el Gobierno de Napoleón cuando figuraba en él Laplace, sino científico cuando éste dimitió. Defino un Gobierno como científico, en grado mayor o menor, según los resultados determinados que puede producir: cuanto mayor sea el número de resultados que puede proyectar y lograr, tanto más científico será. Los que planearon la Constitución americana, por ejemplo, fueron científicos al salvaguardar la propiedad privada, pero no lo fueron al intentar introducir un sistema de elección indirecta para la presidencia. Los gobiernos que hicieron la Gran Guerra no fueron científicos, ya que todos desaparecieron durante el curso de la misma. Hubo, no obstante, una excepción, el de Serbia, que fue del todo científico, ya que el resultado de la guerra fue precisamente el que se había propuesto el Gobierno serbio que estaba en el poder en ocasión de los asesinatos de Sarajevo.
Debido al aumento de conocimientos, es posible para los gobiernos actuales realizar muchos más resultados propuestos que los que eran posibles en tiempos anteriores; y puede ser que dentro de poco sea posible conseguir resultados tenidos ahora por imposibles. La abolición total de la pobreza, por ejemplo, se considera técnicamente posible en el actual momento; esto es, los métodos conocidos de producción, bien organizados, bastarían para producir bienes suficientes para mantener a toda la población del mundo en un bienestar tolerable. Pero aunque esto es técnicamente posible, no lo es psicológicamente. La competencia internacional, los antagonismos de clases, el sistema anárquico de la empresa privada se oponen a ello, y no es tarea fácil salvar estos obstáculos. La disminución de las enfermedades es un propósito que tropieza con pocos obstáculos en las naciones occidentales, y ha obtenido por eso un éxito grande; pero para este propósito aún se encuentran grandes trabas en toda Asia. La eugenesia, excepto en el caso de hacer estériles a los idiotas, no es aún una cosa corriente, pero lo será dentro de los próximos cincuenta años. Como hemos visto, podrá ser reemplazada, cuando la embriología esté más avanzada, por métodos directos que actúen sobre el feto.
Todas éstas son cosas que, tan pronto como sean factibles, llamarán la atención de los idealistas enérgicos y prácticos. La mayoría de los idealistas son una mezcla de dos tipos, que podemos llamar, respectivamente, el soñador y el manipulador. El soñador puro es un loco; el manipulador puro es un hombre que sólo se preocupa del poder personal; pero el idealista vive en una posición intermedia entre los dos extremos. Unas veces predomina el soñador; otras, el manipulador. William Morris encontraba gusto en soñar con Noticias de ninguna parte; Lenin no encontró satisfacción hasta que pudo vestir sus ideas con algo de realidad. Ambos tipos de idealista desean un mundo distinto de éste en que se encuentran; pero el manipulador se considera lo bastante fuerte para crearlo, mientras el soñador, sintiéndose fracasado, se refugia en la fantasía. El tipo manipulador del idealista es el que creará la sociedad científica. En nuestros días, Lenin es el arquetipo de tales hombres. El idealista manipulador difiere del hombre de mera ambición personal por el hecho de que no sólo desea cosas para él, sino también una cierta clase de sociedad. Cromwell no se hubiera satisfecho con ser señor de Irlanda después de Strafford, o arzobispo de Canterbury después de Laúd. Era esencial para su felicidad que Inglaterra fuese un país de determinada índole, sin que le bastase ser figura preeminente en él. Es esta clase de deseo impersonal lo que distingue al idealista de los demás hombres. Para hombres de este tipo ha habido en Rusia, después de la Revolución, mucho más campo que en ningún otro país en ninguna otra época; y cuanto más se perfeccione la técnica científica, tanto más campo habrá para él en todas partes. Espero confiado en que hombres de este tipo tendrán que desempeñar un papel predominante en el modelamiento del mundo durante los próximos doscientos años.
La actitud de los que pueden llamarse idealistas prácticos, entre los hombres de ciencia del actual momento, respecto a los problemas de gobierno, está muy bien expuesta en un artículo interesante de Nature (6 de septiembre de 1930), del que extractamos lo siguiente:
Entre los cambios que la Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias ha presentado desde su fundación, en 1831, está la desaparición gradual de la demarcación entre la ciencia y la industria. Como lord Melchett ha señalado en un informe reciente, el intento de establecer una distinción entre la ciencia pura y la aplicada ha perdido todo su valor en la actualidad. No es posible trazar una distinción clara entre la ciencia y la industria. Los resultados de trabajos de investigación del carácter más especulativo conducen a menudo a resultados prácticos sorprendentes. Sociedades tan progresivas como las Imperial Chemical Industries, Ltd., siguen ahora en Inglaterra la práctica —hace tiempo corriente en Alemania— de mantener estrecho contacto con el trabajo científico de investigación de las Universidades…
Si bien es verdad, sin embargo, que durante los últimos veinticinco años, la ciencia ha asumido rápidamente la responsabilidad de la dirección en la industria, una responsabilidad aún más amplia es la que se le exige ahora. Ante las condiciones de la civilización moderna, la comunidad en general, así como la industria, dependen de la ciencia pura y aplicada para su continuo progreso y prosperidad. Bajo la influencia de los descubrimientos científicos modernos y de sus aplicaciones, no sólo en la industria, sino en muchas otras direcciones, toda la base de la sociedad se está haciendo rápidamente científica, y, cada vez más, los problemas peculiares del administrador nacional, ya judicial o ejecutivo, envuelven factores que requieren conocimiento científico para su solución…
En años recientes, el rápido aumento de toda clase de transportes y comunicaciones internacionales ha impreso en la industria un aspecto y organización de carácter sorprendentemente internacional. Las mismas fuerzas, sin embargo, han ensanchado los límites dentro de los cuales una política equivocada puede ejercer sus perniciosos efectos. Un investigación histórica reciente ha demostrado que los difíciles problemas raciales que se presentan en la actualidad en la Unión Sudafricana son el resultado de una política errónea, determinada por prejuicios políticos de hace tres generaciones. En el mundo moderno, los peligros que provienen de equivocaciones originadas por prejuicios y desprecio de la investigación imparcial o científica son infinitamente más serios en una época en que casi todos los problemas de administración y desarrollo van ligados a factores científicos; la civilización no puede permitir que el mando administrativo quede en manos de aquéllos que no posean un conocimiento directo de la ciencia…
Por eso, ante las condiciones modernas, se exige más de los trabajadores científicos que el mero ensanchamiento de los límites del conocimiento. No pueden por más tiempo darse por contentos con permitir que otros se aprovechen de los resultados de sus descubrimientos y que los utilicen sin guía. Los trabajadores científicos deben aceptar la responsabilidad del mando de las fuerzas que han libertado con su trabajo. Sin su ayuda son virtualmente imposibles una administración eficiente y una política de altura.
El problema práctico de establecer una relación adecuada entre la ciencia y la política, entre el conocimiento y el poder, o, con más precisión, entre el trabajador científico y el mando y administración de la vida de la comunidad, es uno de los más difíciles que tienen relación con la democracia. La comunidad tiene, sin embargo, derecho a esperar de los miembros de la Asociación Británica que presten alguna atención a semejante problema y que proporcionen alguna orientación respecto a los medios por los cuales la ciencia puede asumir su papel de predominio…
Es significativo que, en contraste con la relativa impotencia de los trabajadores científicos en los asuntos nacionales, haya en la esfera internacional comités consultivos de expertos, que han ejercido desde la Guerra una influencia notable y efectiva; aun estando desprovistos de toda autoridad legislativa. A comités de expertos organizados por la Sociedad de Naciones, y ejerciendo sólo funciones consultivas, se debe la confianza en proyectos que tuvieron éxito para salvar del caos y de la bancarrota a algún Estado europeo, y el llevar a cabo un proyecto para los sin trabajo que permitió colocar a millón y medio de refugiados, que constituyeron la mayor emigración que registra la historia. Estos ejemplos demuestran suficientemente que, con el conveniente estímulo y entusiasmo, el experto científico puede ya ejercer una influencia efectiva cuando el esfuerzo administrativo normal ha fracasado y cuando, como es el caso de Austria, el problema ha sido calificado de irresoluble por los hombres de Estado.
En realidad, el trabajador científico ocupa una posición privilegiada, tanto en la sociedad como en la industria, y hay señales consoladoras de que esto es actualmente reconocido por los propios trabajadores científicos. Así, en su informe presidencial a la Sociedad Química (en Leeds), el año pasado, el profesor Jocelyn Thorpe sugirió que estamos en una época en que la mayoría de los Gobiernos no serán por más tiempo capaces de hacer política adecuada, sino en la dirección aprobada por la industria organizada; y al abogar por una organización más íntima entre la ciencia y la industria, puso de manifiesto la ventaja política que con ello se conseguiría. El informe leído en la Asociación Británica sobre «La protección de Southend del fuego de cañón» es otra prueba de que los trabajadores científicos aceptan la responsabilidad de la dirección en asuntos que afectan a la seguridad social e industrial. Cualquiera que sea la inspiración o estímulo que las reuniones de la Asociación Británica puedan dar a los trabajadores científicos en la prosecución de sus investigaciones, no hay mejor camino para que la Asociación pueda servir a la humanidad adecuadamente que el de inducir a los trabajadores científicos a aceptar aquellas amplias responsabilidades directivas, tanto en la sociedad como en la industria, que han sido producto inevitable de sus propios esfuerzos.
Por lo anteriormente extractado se verá que los hombres de ciencia adquieren consciencia de su responsabilidad para con la sociedad, ilustrada por sus enseñanzas, y sienten el deber de participar en la dirección de los asuntos públicos más de lo que hasta ahora han hecho.
El hombre que sueña con un mundo organizado científicamente y desea llevar a la práctica sus sueños tiene que luchar con muchos obstáculos. Hay la oposición de la inercia y del hábito: la gente desea seguir haciendo lo que siempre ha hecho, y vivir como siempre ha vivido. Hay la oposición de los intereses creados: un sistema económico heredado de tiempos feudales proporciona ventajas a hombres que no han hecho nada para merecerlas, y estos hombres, ricos y poderosos, son capaces de provocar obstáculos formidables a todo intento de cambio fundamental. Además de estas fuerzas, hay también idealismos hostiles. La ética cristiana es, en ciertos aspectos fundamentales, opuesta a la ética científica, que cada vez prepondera más. El cristianismo realza la importancia del alma individual, y no está preparado para sancionar el sacrificio de un hombre inocente por causa de algún bien ulterior para la mayoría. El cristianismo, en una palabra, es impolítico; lo cual es natural, ya que se desarrolló entre hombres desprovistos de poder político. La nueva ética que progresa gradualmente en conexión con la técnica científica, se fijará más en la sociedad que en el individuo. Poco uso hará de la superstición de la culpa y del castigo; pero estará preparada para hacer sufrir a los individuos por el bien público, sin inventar razones que demuestren que merecen ese sufrimiento. En este sentido será cruel y, según las ideas tradicionales, inmoral; pero el cambio se verificará naturalmente con el hábito de contemplar la sociedad como un todo más que como una suma de individuos. Consideramos el cuerpo humano como un conjunto, y si, por ejemplo, es necesario amputar un miembro, no juzgamos que sea preciso demostrar primero que el miembro es perverso. Consideramos el bien de todo el cuerpo como un argumento suficiente. Análogamente, el hombre que piensa la sociedad como un todo sacrificará un miembro de la sociedad por el bien del conjunto, sin preocuparse mucho del bien del individuo. Ésta ha sido siempre la regla de conducta seguida en las guerras, porque la guerra es una empresa colectiva. Los soldados están expuestos al riesgo de morir por el bien público, aunque nadie sostenga que merezcan la muerte. Pero los hombres no han atribuido hasta ahora la misma importancia a los fines sociales que a la guerra, y no han querido hacer sacrificios que se consideraban injustos. Juzgo probable que los idealistas científicos del futuro estarán libres de este escrúpulo, no sólo en tiempo de guerra, sino también en tiempo de paz. Para vencer las dificultades de la oposición, que encontrarán, tendrán que organizarse en una oligarquía de opinión, como la constituida por el partido comunista de la U.R.S.S.
Pero el lector dirá: ¿cómo va a poder suceder todo esto? ¿No es sencillamente una fantasía de realización de deseos, muy apartada de la política práctica? No lo creo así. El futuro que preveo concuerda sólo en parte con mis propios deseos. Prefiero los individuos de talento a las organizaciones poderosas, y temo que el lugar para esos individuos notables será mucho más restringido en el futuro que en el pasado. Independientemente de esta pura opinión personal, es fácil imaginar los caminos por los que el mundo puede adquirir un gobierno científico como el que estoy suponiendo. Es evidente que la próxima guerra mundial, si no termina en una catástrofe, dará la supremacía mundial a Rusia o a los Estados Unidos. De este modo se establecerá un gobierno mundial cuyas cabezas tendrán que delegar gran parte de su poder en expertos de varias clases. Puede presumirse que, ablandados por la molicie, los gobernantes se harán gradualmente perezosos. Como los reyes merovingios, permitirán que sus poderes sean usurpados por los expertos, menos señores, y poco a poco estos expertos formarán el gobierno efectivo del mundo. Me los imagino constituyendo una cerrada corporación, regulada en parte por la opinión, mientras su gobierno sea discutido; pero escogidos más tarde por medio de exámenes, pruebas de inteligencia y pruebas de voluntad.
La sociedad de expertos que imagino comprenderá todos los hombres de ciencia eminentes, excepto unos pocos anárquicos, caprichosos y perversos. Poseerá los únicos armamentos eficaces y será depositaría de todos los nuevos secretos en el arte de la guerra. No habrá, por consiguiente, más guerras, ya que la resistencia por parte de los que no sean científicos concluirá en el fracaso. La sociedad de expertos regirá la propaganda y la educación. Enseñará lealtad para con el Gobierno mundial y hará que el nacionalismo sea considerado como alta traición. Siendo el Gobierno una oligarquía, impondrá la sumisión a la gran masa de la población, confiando la iniciativa y el hábito del mando a sus propios miembros. Es posible que pueda inventar medios ingeniosos de ocultar su propio poder, dejando intactas las formas de la democracia y permitiendo a los plutócratas o políticos imaginarse que están regulando sabiamente estas formas. Gradualmente, sin embargo, a medida que los plutócratas se hagan ineptos por su actividad, perderán su riqueza, que pasará cada vez más a propiedad pública, y será regulado por el Gobierno de los expertos. De esta suerte, cualesquiera que sean las formas aparentes, todo el poder real estará concentrado en las manos de los que entiendan el arte de la manipulación científica.
Todo esto es, naturalmente, una fantasía, y lo que en realidad haya de suceder en el futuro es algo que no puede ser previsto. Pudiera suceder que una civilización científica resultara esencialmente inestable. Hay varias razones que abonan este punto de vista. La más evidente es la guerra. Ocurre que las innovaciones recientes en el arte de la guerra han aumentado el poder de ataque mucho más que el de defensa, y no parece que haya probabilidad de que las artes defensivas recobren el terreno perdido antes de la próxima gran guerra. Si esto es así, la única esperanza para la supervivencia de la civilización es que alguna gran nación quede suficientemente fuerte para pervivir con su estructura social intacta. Los Estados Unidos y Rusia son las dos únicas naciones que tienen una probabilidad considerable de ocupar esa posición. Si estas dos naciones participasen en la desintegración universal que la próxima guerra es casi seguro que produzca en Europa, es probable que pasasen varios siglos antes de que la civilización recobrase su nivel presente. Aun si América se mantiene intacta, será necesario empezar desde luego la organización del gobierno mundial, ya que no puede esperarse que la civilización sobreviva al choque de otra guerra mundial. En estas circunstancias, la fuerza más importante del lado de la civilización sería el deseo de los rentistas americanos de encontrar inversiones seguras en las comarcas devastadas del antiguo mundo. En el caso de que se contentasen con inversiones en su propio continente, la perspectiva sería muy negra.
Otra razón para dudar de la estabilidad de una civilización científica se deriva de la disminución de la natalidad. Las clases más inteligentes, en las naciones más científicas, están desapareciendo, y la naciones occidentales, miradas en conjunto, se limitan, a lo más, a reproducir sus propios tipos de natalidad. A no ser que se adopten medidas muy radicales, la población blanca del globo empezará pronto a disminuir. Los franceses se han visto ya obligados a depender de tropas africanas; y si la población blanca disminuye, habrá una tendencia creciente a dejar el trabajo rudo a hombres de otras razas. A la larga, esto acarreará disturbios y motines y reducirá a Europa a la condición de Haití. En tales circunstancias, se reservarán China y el Japón el papel de proseguir nuestra civilización científica. Pero, a medida que la adquieran, ellas también alcanzarán un nivel bajo de nacimientos. Resulta por ello imposible para una civilización científica el ser estable, a no ser que se adopten métodos artificiales para estimular la reproducción. Existen poderosos obstáculos para la adopción de tales métodos, tanto financieros como sentimentales. En esta materia, como en la de la guerra, la civilización científica tendrá que hacerse más científica, si pretende escapar a la destrucción. Es imposible, empero, prever si se hará más científica con la suficiente rapidez.
Hemos visto que la civilización científica exige una organización mundial, si ha de ser estable. Hemos considerado la posibilidad de una organización de esa índole en materia de gobierno. La consideraremos ahora en la esfera económica. Al presente, la producción está organizada en lo posible nacionalmente, por medio de los aranceles protectores; cada nación trata de producir en su territorio la mayor cantidad posible de los bienes que consume. Esta tendencia va en aumento, y aun para la Gran Bretaña, que hasta hace poco había tendido a lograr el máximo de sus exportaciones por medio del libre cambio, parece llegado el momento de abandonar esta política a favor de un relativo aislamiento económico.
Desde un punto de vista puramente económico es evidente que resulta costoso organizar una producción nacional con preferencia a una internacional. Sería una economía que todos los automóviles que corren por el mundo se fabricasen en Detroit. Es decir, que en tal caso se podría producir un coche de un tipo excelente determinado con mucho menos gasto de trabajo humano del que se emplea al presente. En un mundo científicamente organizado, la mayoría de los productos industriales serían así localizados. Habría un sitio para fabricar alfileres y agujas, otro sitio para hacer tijeras y cuchillos, otro para construir aeroplanos, y otro aún para la maquinaria utilizada en la agricultura. Si alguna vez llega a existir el Gobierno mundial que hemos considerado, una de sus primeras tareas será la organización internacional de la producción. Ésta no permanecerá por más tiempo entregada, como hasta ahora, a la iniciativa privada, sino que será llevada a cabo únicamente en concordancia con órdenes gubernamentales. Éste es ya el caso en productos como los buques de combate, porque, respecto a la guerra, la eficiencia es asunto al que se da importancia; pero en la mayoría de las materias, la producción queda abandonada a los impulsos caóticos de fabricantes particulares, que fabrican demasiado de ciertas cosas y muy poco de otras, con el resultado de existir pobreza en medio de una superproducción que no se utiliza. El dispositivo industrial que existe al presente en el mundo excede con mucho, en muchos extremos, las necesidades mundiales. Todo este derroche podría evitarse eliminando la competencia y concentrando la producción en un solo negocio.
La distribución de las materias primas es asunto que en toda sociedad científica está regulado por una autoridad central. En la actualidad, las materias primas de importancia están controladas por el poder de las armas. La nación débil poseedora de oro se encuentra pronto bajo la soberanía de alguna nación extranjera más fuerte. El Transvaal perdió su independencia por poseer oro. Las materias primas no deberían pertenecer a aquellos que, por conquista o por diplomacia, han logrado adquirir el territorio en que se encuentran dichas materias; deberían pertenecer a una autoridad mundial que las distribuyera a quienes tuviesen la máxima habilidad para utilizarlas. Además, nuestro actual sistema económico conduce a que todo el mundo malgaste las materias primas, ya que no hay motivo para prever lo contrario. En un mundo científico, la provisión de una materia prima vital será cuidadosamente estudiada, y cuando se acerque el momento de su agotamiento la investigación científica tenderá a descubrir un sucedáneo.
La agricultura, por razones que ya consideramos en un capítulo anterior, puede tener menos importancia en el porvenir que la que tiene en la actualidad y ha tenido en el pasado. Fabricaremos, no solamente seda artificial, sino madera artificial, y lana y goma artificiales. Con el tiempo tendremos alimentos artificiales. Pero, mientras tanto, la agricultura se industrializará cada vez más, no sólo en sus métodos, sino también en la mentalidad de los que la practican. Los agricultores de América y del Canadá poseen ya la mentalidad industrial, y no la mentalidad del paciente labriego. La maquinaria se empleará, como es natural, cada vez más. En las proximidades de grandes mercados urbanos, los cultivos intensivos, con métodos artificiales para calentar el terreno, producirán muchas cosechas cada año. Aquí y allí, a través de la comarca campesina, se establecerán grandes centrales de energía que formarán el núcleo alrededor del cual se agrupará la población. De la mentalidad del agricultor, conocida desde tiempos remotos, no sobrevivirá nada, ya que el suelo, y aun el clima, estarán sujetos al dominio humano.
Se puede presumir que todo hombre y mujer estarán obligados a trabajar, y que se les enseñará un nuevo oficio si por alguna razón el trabajo en el antiguo oficio no es necesario por más tiempo. El trabajo más agradable será aquel que proporcione el máximo dominio sobre el mecanismo. Los puestos que proporcionen el mayor poder serán, probablemente, concedidos a los hombres más hábiles como resultado de pruebas de capacidad. Para el trabajo de grado inferior se utilizarán los negros, siempre que sea posible. Se debe presumir —supongo yo— que el género de trabajo más deseable será mejor pagado que el menos deseable, ya que exigirá más habilidad. No habrá igualdad en la sociedad, aunque dudo que las desigualdades sean hereditarias, excepto entre razas diferentes, como, por ejemplo, entre el trabajador blanco y el de color. Todo el mundo disfrutará de comodidad, y aquellos que ocupen los puestos mejor pagados podrán gozar de lujo considerable. No habrá, como en la actualidad, fluctuaciones de tiempos buenos y malos, pues estas fluctuaciones son el resultado de nuestro anárquico sistema económico. Nadie se morirá de hambre; nadie sufrirá de las ansiedades económicas que al presente asaltan a un tiempo a ricos y pobres. Por otra parte, la vida estará desprovista de aventura, excepto para los expertos mejor pagados. Desde que la civilización comenzó, los hombres han estado buscando la seguridad con más avidez que cualquiera otra cosa. En semejante mundo la tendrán; pero no estoy seguro de que estimen aceptable el precio que tendrán que pagar por ella.