Capítulo XIII
EL INDIVIDUO Y EL CONJUNTO

EL siglo XIX ha sufrido las consecuencias de una curiosa división entre sus ideas políticas y su práctica económica. En política siguió las ideas liberales de Locke y Rousseau, que fueron adaptadas a una sociedad de pequeños propietarios agricultores. Su lema fue: «Libertad e Igualdad». Pero, mientras tanto, estaba inventando la técnica que conduce al siglo XX a la destrucción de la libertad y a reemplazar la igualdad por nuevas formas de oligarquía. El predominio del pensamiento liberal ha sido, en cierto modo, una desgracia, ya que ha impedido que hombres de amplia visión pensasen de un modo impersonal en los problemas suscitados por el industrialismo. El socialismo y el comunismo son, es verdad, esencialmente, creencias industriales; pero su perspectiva está tan dominada por la lucha de clases, que les queda poco tiempo para dedicarse a nada que no sea la realización de la victoria política. La moralidad tradicional proporciona muy poco auxilio en el mundo moderno. Un hombre rico puede malgastar millones en algún acto que ni aun el confesor católico más severo considerará pecaminoso, mientras que necesitará la absolución por una aberración sexual trivial, en la que haya malgastado a lo sumo una hora, que podría haber sido más útilmente empleada. Hay necesidad de una nueva doctrina en lo referente a nuestros deberes para con el prójimo. No es sólo la enseñanza tradicional religiosa la que fracasa en dar una guía adecuada en este asunto, sino también la enseñanza del liberalismo del siglo XIX. Tomemos por ejemplo un libro como el de Mill sobre la libertad. Mill sostiene que, mientras el Estado tiene derecho a entrometerse en aquellas de mis acciones que acarrean consecuencias para otros, debe dejarme libre cuando los efectos de mis acciones están confinados principalmente en mí mismo. Semejante principio apenas si deja en el mundo moderno ningún objeto para la libertad individual. A medida que la sociedad se hace más orgánica, hácense más numerosos e importantes los efectos de los hombres unos sobre otros; así es que apenas queda nada a que pueda aplicarse la defensa de la libertad preconizada por Mill. Consideremos, por ejemplo, la libertad de hablar y la de imprimir. Es evidente que una sociedad que permita estas libertades está excluida de varias proezas, que son posibles a una sociedad que las prohíbe. En tiempo de guerra todo el mundo se percata de ello, porque entonces el propósito nacional es simple y el origen del mismo es evidente. Hasta ahora no ha sido costumbre, para una nación en tiempo de guerra, el tener ningún otro propósito nacional que el de la preservación de su territorio y de su constitución. Un gobierno que, como el de la Rusia soviética, tenga un propósito en tiempo de paz tan ardiente y definido como el de otras naciones en tiempo de guerra, está obligado a restringir la libertad de hablar y la de imprimir, en el mismo grado que otras naciones cuando están en tiempo de guerra.

La disminución de la libertad individual que ha tenido lugar durante los últimos veinte años es probable que continúe, ya que depende de dos causas persistentes. Por un lado, la técnica moderna hace más orgánica la sociedad; por otro, la moderna sociología hace a los hombres más y más enterados de las leyes causales en virtud de las cuales los actos de un hombre son útiles o perjudiciales para otro hombre. Si hemos de justificar cualquier forma particular de libertad individual en la sociedad científica del futuro, tendremos que hacerlo sobre la base de que la forma de libertad es para el bien de la sociedad como conjunto, y no, en la mayoría de los casos, sobre la base de que los actos interesados no afectan más que al agente.

Tomemos algunos ejemplos de principios tradicionales que no aparecen defendibles por más tiempo. El primer ejemplo que se ocurre se refiere a la inversión del capital. En la actualidad, y dentro de amplios límites, cualquier hombre que disponga de dinero para colocarlo puede invertirlo en lo que le plazca. Esta libertad fue defendida durante el laissez faire, con el lema de que el negocio que pagase mejor era sin más el más útil socialmente. Pocos hombres actuales se atreverían a mantener semejante doctrina. Sin embargo, la antigua libertad persiste. Es evidente que en una sociedad científica el capital sería invertido donde fuese mayor su utilidad social, y no donde ganase el mayor tipo de beneficio. Esto depende, con frecuencia, de circunstancias muy accidentales. Consideremos, por ejemplo, la competencia entre los ferrocarriles y los autobuses: los ferrocarriles tienen que pagar por su carácter de permanencia, mientras que los autobuses no. Pudiera suceder, en consecuencia, que para el capitalista no fuesen negocio los ferrocarriles, y los autobuses lo fuesen, aun cuando para la comunidad, considerada en conjunto, fuese cierto justamente el caso contrario. Otro caso: consideremos los beneficios de aquellos que tuvieron la buena ocurrencia de adquirir propiedad en la proximidad de la prisión de Millbank, poco antes de transformarse ésta en la Tate Gallery. El desembolso mediante el cual obtuvieron estos hombres su ganancia fue un gasto público, y esa ganancia no se corresponde con ninguna inversión favorable al público. Otro ejemplo más importante: consideremos la enorme cantidad de dinero que se gasta en anuncios. No puede sostenerse en modo alguno que éstos reporten ningún beneficio a la sociedad. El principio de permitir a cada capitalista invertir su dinero como le parezca, no es, en consecuencia, socialmente defendible.

Consideremos el tema de la vivienda. En Inglaterra, el individualismo conduce a la mayoría de las familias a preferir una casa pequeña propia a un piso en un edificio grande. El resultado es que los suburbios de Londres se extienden monótonamente en varias millas, con inmenso perjuicio para mujeres y niños. Cada dueña de casa guisa una comida abominable, a costa de un trabajo ímprobo del irritado marido. Los niños, cuando regresan de la escuela, o mientras son demasiado pequeños para ir a la escuela, se encuentran enjaulados en habitaciones mal ventiladas, en donde son un estorbo para sus padres, o sus padres son un estorbo para ellos. En una comunidad más sensata, cada familia ocuparía una parte de un inmenso edificio, con un patio central. No habría cocina individual, y sólo comidas comunales. Los niños, una vez quitados del pecho, pasarían el día en grandes patios aireados, bajo el cuidado de mujeres que poseyesen el conocimiento, la educación y el temperamento requeridos para hacer felices a niños pequeños. Las esposas, que se afanan toda la jornada en un trabajo abrumador, quedarían en libertad para ganarse su vida fuera de casa. El beneficio de semejante sistema para las madres, y aún más para los hijos, sería incalculable. En el establecimiento para niños de Rachel Macmillan se ha comprobado que el 90 por 100 de los niños tenían raquitismo cuando ingresaron, y casi todos estaban curados al final del primer año de estar en el establecimiento. En el hogar corriente, la necesaria proporción de luz, aire y buen alimento no puede lograrse; en cambio, todas estas cosas pueden obtenerse muy económicamente si se procuran para muchos niños a la vez. La libertad de hacer que los hijos de uno crezcan raquíticos e inválidos, por la única razón de que se les quiere demasiado para separarse de ellos, es una libertad que no reza con el público interés.

Consideremos de nuevo la cuestión del trabajo, en su clase y método de ejecutarlo. En la actualidad, la gente joven escoge su propio oficio o profesión, ordinariamente porque en el momento de su elección parece proporcionar una buena salida. Una persona bien informada, provista de perspicacia, podría saber que el oficio o carrera en cuestión iba a resultar mucho menos ventajoso en los años siguientes. En tal caso, algún género de consejo público para los jóvenes podría resultar extremadamente útil. Y respecto a los métodos técnicos, no conviene al interés público que una técnica anticuada o derrochadora sea tolerada, cuando se conoce una técnica más económica. En la actualidad, debido al carácter irracional del sistema capitalista, el interés del asalariado individual es a menudo opuesto al interés de la comunidad, ya que los métodos económicos pueden ser causa de que pierda su trabajo. Esto se debe a la supervivencia de principios capitalistas en una sociedad que se ha hecho tan orgánica que no debería tolerarlos. Es evidente que en una comunidad bien organizada sería imposible, para un gran conjunto de individuos, el obtener provecho conservando una técnica ineficaz. También sería lógico exigir el uso de la técnica más eficiente y no permitir que ningún trabajador sufra por aquella exigencia.

Me ocuparé ahora de un asunto que afecta al individuo más íntimamente: me refiero a la cuestión de la propagación de la especie. Hasta ahora se ha admitido que cualquier hombre y mujer que no sean parientes dentro del grado prohibido tienen derecho a casarse y, una vez casados, a tener tantos hijos como la naturaleza decrete. Este es un derecho que la sociedad científica del futuro no tolerará probablemente. Para un estado dado de la técnica industrial y agrícola existe una densidad de población óptima, que asegura un grado mayor de bienestar material que el que resultaría de un aumento o disminución del número de individuos. Como regla general, excepto en países nuevos, la densidad de población ha excedido ya ese tipo óptimo, aunque quizá Francia, en décadas recientes, haya sido una excepción. Excepto donde existe propiedad heredable, los miembros de una familia pequeña sufren casi tanto del exceso de población como los miembros de una familia grande. Aquellos que contribuyen al exceso de población hacen, por lo tanto, un daño, no sólo a sus propios hijos, sino a los de la comunidad. Debe presumirse, por consiguiente, que la sociedad tratará de disuadirlos, caso necesario, tan pronto como los prejuicios religiosos no se opongan a tal intervención. La misma cuestión se presentará en una forma más peligrosa entre diferentes naciones y razas diferentes. Si una nación encuentra que está perdiendo su supremacía militar, por falta de nacimientos, comparada con su rival, intentará, como ya se ha hecho en tales casos, estimular el aumento de sus nacimientos; pero cuando esto resulte ineficaz, como probablemente lo será, habrá una tendencia a exigir una limitación en el tanto por ciento de nacimientos de la nación rival. Un gobierno internacional, caso de llegar a existir, tendrá que ocuparse de esos asuntos, y así como ahora hay una tasa para los emigrantes en los Estados Unidos, así en el futuro habrá una tasa para los emigrantes en el mundo. Los niños que excedan de las cifras toleradas, serán sometidos, probablemente, a infanticidio. Esto sería menos cruel que el actual método, que es matarlos por hambre o por guerras. Estoy, sin embargo, sólo profetizando un determinado futuro, sin defenderlo.

Además de la cantidad de población, es probable que también la calidad se haga asunto de regulación pública. En muchos Estados de América es ya permitido esterilizar a los defectuosos mentales, y una propuesta semejante entra ya en Inglaterra en el dominio de la política práctica. Este es sólo el primer paso. A medida que transcurra el tiempo, debe esperarse un tanto por ciento creciente de población a la que se considere defectuosa mentalmente, desde el punto de vista hereditario. Sea lo que fuere, es evidente que los padres que engendran un hijo, cuando existe gran probabilidad de que resulte defectuoso mentalmente, hacen un mal, a un mismo tiempo, al niño y a la comunidad. Ningún principio defendible de libertad puede aducirse para seguir esa línea de conducta.

AI sugerir cualquier cortapisa a la libertad, hay que considerar siempre dos cuestiones muy distintas. La primera es si semejante cortapisa sería de interés público al llevarse a cabo prudentemente; la segunda es si sería también de interés público llevándose a cabo con cierta medida de ignorancia y perversidad. Estas dos cuestiones son, en teoría, enteramente distintas; pero desde el punto de vista del gobierno no existe la segunda cuestión, ya que todo gobierno se cree a sí mismo completamente libre de toda ignorancia y perversidad. Todo gobierno, por tanto, siempre que no esté cohibido por prejuicios tradicionales defenderá una mayor intervención en la libertad de lo que es prudente. Creo probable, por consiguiente, que casi todas las intervenciones en la libertad para las que exista una justificación teórica serán, con el tiempo, llevadas a la práctica, porque la técnica científica está haciendo a los gobiernos gradualmente tan fuertes que no necesitan considerar la opinión ajena. El resultado de esto será que los gobiernos se sientan capaces de intervenir en la libertad individual siempre que en su opinión haya alguna razón sana para obrar así; y por lo que acabamos de decir, esto ocurrirá mucho más a menudo de lo que debiera. Por esta causa, la técnica científica es probable que conduzca a tiranías gubernamentales que con el tiempo pueden resultar desastrosas.

La igualdad, como la libertad, es difícil de conciliar con la técnica científica, ya que ésta lleva consigo un gran aparato de expertos y empleados oficiales que inspiren y dominen vastas organizaciones. Las formas democráticas podrán conservarse en política; pero no tendrán tanta realidad como en una comunidad de pequeños propietarios labriegos. El elemento oficial goza inevitablemente de poder, y cuando muchas cuestiones vitales son tan técnicas que el hombre corriente no puede entenderlas, los expertos deben inevitablemente adquirir un considerable grado de dominio. Consideremos la cuestión del dinero corriente y del crédito, como ejemplo. William Jennings Bryan incluyó esta cuestión en su proclama electoral de 1896, pero los hombres que le votaron eran hombres que le hubieran votado independientemente del género de proclama que hubiese escogido. En los tiempos actuales, según la opinión de muchos expertos que merecen respeto, se produce una miseria incalculable por el defectuoso manejo del dinero corriente y del crédito; pero es imposible someter esta cuestión al cuerpo electoral, excepto en forma algo apasionada y nada científica; el único medio de hacer algo es convencer a los empleados oficiales que dominan los grandes bancos centrales. Siempre que estos hombres actúen honradamente y conforme con la tradición, la comunidad no puede intervenirlos, ya que si ellos están equivocados, muy poca gente lo sabrá. Consideremos otro ejemplo menos importante: todo el que ha comparado los métodos ingleses y americanos de efectuar el tráfico de géneros en los ferrocarriles sabe que los métodos americanos son infinitamente superiores. No existen furgones privados, y los furgones de los ferrocarriles son del tamaño tipo capaz de transportar cuarenta toneladas. En Inglaterra, todo se hace desordenadamente y sin sistema alguno, y el uso de furgones particulares origina grandes pérdidas. Si esto se corrigiese, los costes de transporte podrían reducirse y los consumidores se beneficiarían; pero esto no es asunto del que se pueda hacer bandera electoral, ya que no habría ganancia ni para las compañías ferroviarias ni para los empleados del ferrocarril. Si alguna vez se impone un sistema más uniforme, no será como resultado de una exigencia democrática, sino por los empleados gubernamentales.

La sociedad científica será tan oligárquica bajo el socialismo o el comunismo como bajo el capitalismo, pues aun donde existen las formas democráticas, no pueden proporcionar al elector ordinario el conocimiento indispensable. Los hombres que entienden el complicado mecanismo de una comunidad moderna y que tienen el hábito de la iniciativa y de la decisión, deben inevitablemente dominar la marcha de los acontecimientos en una gran extensión. Quizá sea esto más verdad en un Estado socialista que en ningún otro, pues en un Estado socialista el poder económico y político está concentrado en las mismas manos, y la organización nacional de la vida económica es más completa que en un Estado en el que existan empresas particulares. Además, un Estado socialista es probable que ejerza un dominio más perfecto que ningún otro sobre los órganos de publicidad y propaganda, de suerte que tendrá más medios de hacer que los hombres conozcan lo que le interese que sepan, y que no se enteren de lo que no le convenga que sepan. La igualdad, por lo tanto, como la libertad, es, a mi juicio, sólo un sueño del siglo XIX. El mundo futuro tendrá una clase gobernante, probablemente no hereditaria, pero muy análoga al gobierno de la Iglesia católica. Y esta clase gobernante, a medida que adquiera conocimientos mayores y mayor confianza, intervendrá cada vez más en la vida del individuo y aprenderá cada vez más la técnica que permita hacer más tolerable su intervención. Debe presumirse que sus intenciones serán excelentes y su consueta honorable, así como que estará bien informada y será laboriosa; pero no creo que pueda suponerse que se abstendrá el ejercicio de poder sólo por la razón de ser una buena cosa la iniciativa individual o porque una oligarquía no es fácil que tenga en cuenta los verdaderos intereses de sus esclavos, pues hombres capaces de tal dominio de sí mismos no se elevarán a posiciones de poder que, excepto cuando son hereditarias, sólo se logran por aquellos que son enérgicos y a quienes la duda no perturba. ¿Qué especie de mundo será el que produzca dicha clase gobernante? En los siguientes capítulos arriesgaré una conjetura sobre parte de la pregunta.