LA sociedad científica, de la que nos ocuparemos en los siguientes capítulos, es, en lo esencial, cosa del futuro, aunque en algunos Estados se vislumbran hoy día ya varias de sus características. La sociedad científica, tal como la concibo, es aquella que emplea la mejor técnica científica en la producción, en la educación y en la propaganda. Pero, además de esto, ostenta una característica que la distingue de las sociedades del pasado, de las sociedades nacidas de causas naturales, sin plan consciente relativo a su fin y estructura colectivos. Ninguna sociedad puede ser considerada como del todo científica a no ser que haya sido creada deliberadamente, con una cierta estructura, para cumplir ciertos fines. Los imperios, en tanto que dependen de conquistas y no son sólo Estados nacionales, han sido creados para dar gloria a sus emperadores. Pero esto ha sido en el pasado una mera cuestión de gobierno político y ha influido muy poco en la vida cotidiana del pueblo. Existieron, sin embargo, legisladores semimíticos en el remoto pasado, como Zoroastro, Licurgo y Moisés, que —se supone— imprimieron su carácter a las sociedades que aceptaban su autoridad. En todos estos casos, no obstante, las leyes atribuidas a ellos deben haber sido en el fondo costumbres preexistentes. Para no citar más que un ejemplo bien conocido, recordemos que los árabes que aceptaron la ley de Mahoma apenas cambiaron sus hábitos; como los americanos no cambiaron apenas los suyos cuando aceptaron la ley Volstead. Cuando los parientes escépticos de Mahoma decidieron compartir la suerte de éste, lo hicieron por la pequeñez del cambio que se les exigía.
A medida que nos aproximamos a los tiempos modernos, los cambios producidos deliberadamente en la estructura social se hacen mayores. Éste es el caso especial de las revoluciones. La Revolución americana y la Revolución francesa crearon intencionadamente ciertas sociedades, con determinadas características; pero en su esencia estas características fueron políticas, y sus efectos en otras direcciones no formaban parte de las intenciones primitivas de los revolucionarios. Mas la técnica científica ha aumentado tan enormemente el poder de los gobiernos, que es ahora posible producir en la estructura social cambios mucho más profundos e íntimos que ninguno de los soñados por Jefferson o Robespierre. La ciencia nos ha enseñado primero a crear máquinas; ahora, con la crianza mendeliana y la embriología experimental, nos enseña a crear nuevas plantas y animales. Poca duda puede caber de qué métodos similares nos darán antes de mucho tiempo gran poder, dentro de ciertos límites, para crear nuevos individuos humanos que difieran en ciertas direcciones de los individuos producidos por la naturaleza, sin intervención de ninguna clase. Y por medio de la técnica psicológica y económica se hace posible crear sociedades tan artificiales como la máquina de vapor, y completamente diferentes de todo lo que pueda crecer por su propio impulso sin intención deliberada por parte de los agentes humanos.
Semejantes sociedades artificiales presentarán —hasta que la ciencia social esté mucho más perfeccionada de lo que está al presente— muchas características no determinadas, aun cuando sus creadores logren imprimirles todas las características que se hayan propuesto. Dichas características no determinadas pueden resultar más importantes que aquellas que fueron previstas, y pueden causar el derrumbamiento, de una manera o de otra, de las sociedades artificialmente construidas. Pero no creo que quepa dudar de que la creación artificial de sociedades continuará y aumentará, mientras persista la técnica científica. El placer de proyectar una construcción es uno de los motivos más poderosos que incitan a los hombres a combinar la inteligencia con la energía; siempre que pueda construirse algo con arreglo a un plan, los hombres tratarán de construirlo. En tanto que subsista la técnica para crear un nuevo tipo de sociedad, habrá hombres dedicados a utilizar esta técnica. Es probable que se imaginen estar actuando por algún motivo ideal, y es posible que tales motivos jueguen, en efecto, un papel para determinar qué clase de sociedad tienden a crear. Pero el deseo de crear no es en sí mismo ideal, ya que es una forma del amor al poder; y mientras el poder de crear exista, habrá hombres deseosos de aprovechar este poder, aun cuando la naturaleza por sí produzca mejor resultado que el que pudiese originarse con intención deliberada.
Existen actualmente dos potencias en el mundo que ilustran la posibilidad de una creación artificial. Estas dos potencias son el Japón y la Rusia soviética.
El Japón moderno es casi exactamente lo que los hombres que hicieron la revolución de 1867 desearon que fuese. Éste es uno de los hechos políticos más notables de toda la historia, aunque el propósito que inspiraba a los innovadores era sencillo y adecuado para que todo japonés simpatizara con él. El propósito era, en el fondo, la conservación de la independencia nacional. La China había resultado impotente para resistir a las potencias occidentales; y el Japón parecía encontrarse en un caso análogo. Algunos políticos japoneses se percataron de que el poder militar y naval de las naciones occidentales se fundaba en la educación occidental y en la técnica industrial occidental. Decidieron entonces introducir ambas en el Japón, con aquellas modificaciones que la historia japonesa y las circunstancias exigiesen. Pero mientras el industrialismo se había desarrollado en el Oeste con muy poco auxilio del Estado, y el conocimiento científico había avanzado mucho, ya antes de que los gobiernos occidentales se hiciesen cargo de la educación universal, el Japón, en cambio, deseando ganar tiempo, se vio obligado a imponer la educación, la ciencia y el industrialismo por presión gubernamental. Era evidentemente imposible efectuar un cambio tan grande en la mentalidad del ciudadano de tipo medio con meros llamamientos a la razón y al propio interés. Los reformadores, por ese motivo, mezclaron habilidosamente con la ciencia la autoridad divina de la religión sintoísta y la persona divina del Mikado. El Mikado había vegetado durante siglos en la oscuridad, sin importancia alguna. Pero había sido ya restaurado en el Poder una vez, en el año 645, de modo que existía un precedente de respetable antigüedad para lo que se había hecho. La religión sintoísta, a diferencia del budismo, era indígena en el Japón, pero había sido durante siglos relegada a segundo plano por la religión forastera importada de China y Corea. Los reformadores decidieron muy sabiamente que, al introducir la técnica militar cristiana, no debían intentar adoptar la teología con la que hasta ahora había estado en correlación, sino una teología nacional característica. La religión Shinto, tal como se enseña ahora en el Estado en Japón, es un arma poderosa de nacionalismo; sus dioses son japoneses, y su cosmografía enseña que el Japón fue creado antes que otras comarcas. El Mikado desciende de la diosa Sol, y es por ello superior a los meros gobernantes terrestres de otros Estados. El sintoísmo, tal como se enseña ahora, es tan diferente de las antiguas creencias indígenas, que investigadores competentes la han descrito como una religión nueva.[12.1] Como resultado de esta hábil combinación de técnica ilustrada y teología no ilustrada, ha logrado el Japón no sólo repeler la amenaza occidental, sino llegar a ser una de las grandes potencias y colocarse en tercer lugar como potencia marítima.
El Japón ha mostrado una sagacidad extraordinaria en la adaptación de la ciencia a las necesidades políticas. La ciencia, como fuerza intelectual, es escéptica y algo destructiva de la coherencia social; en cambio, como fuerza técnica tiene precisamente las cualidades opuestas. Los desarrollos técnicos debidos a la ciencia han incrementado el tamaño e intensidad de las organizaciones, y han aumentado gradualmente el poder de los gobiernos. Los gobiernos tienen por ello motivos para ser amigos de la ciencia, en tanto que se mantenga alejada de especulaciones peligrosas y subversivas. En general, los hombres de ciencia se han mostrado tratables. El Estado favorece una serie de supersticiones en el Japón y otras en el Oeste; pero los hombres de ciencia del Japón y del Oeste han prestado, con algunas excepciones, su aquiescencia voluntaria a las doctrinas gubernamentales, porque la mayoría de ellos son ciudadanos en primer lugar, y amantes de la verdad sólo en segundo lugar.
El experimento japonés, como el nazi, terminó con una derrota militar. En uno y otro caso es hoy una cuestión puramente especulativa la de cuál habría sido el desarrollo de la psicología nacional de no producirse la intervención de influencias extranjeras. En el Japón, sobre todo, fue posible observar una cierta tensión nerviosa, particularmente en la población urbana, atribuible al abrupto cambio de las costumbres, y capaz de producir una inclinación a la histeria. En los dos países era imposible mantener el consentimiento de los asalariados sino por medio de guerras de conquista; a la larga, por lo tanto, el régimen tenía que enfrentarse con una revolución interior o con la hostilidad del resto del mundo. Así, pues, ninguno de esos dos sistemas tenía la estabilidad que un legislador querría garantizar por medio de una construcción científica.
El intento de construcción científica realizado por el gobierno soviético es más ambicioso que el llevado a cabo por los innovadores japoneses en 1876. Tiende a un cambio mucho más radical en las instituciones sociales y a la creación de una sociedad muy diferente de todo lo hasta ahora conocido, y, por consiguiente, de la japonesa. El experimento continúa aún, y sólo un hombre temerario se aventuraría a predecir si triunfará o fracasará. La actitud de amigos y enemigos ante dicho experimento ha sido marcadamente anticientífica. Por mi parte, no ansío tasar lo bueno o lo malo del sistema soviético, sino sencillamente señalar aquellos elementos de proyecto deliberado, que le hacen hasta ahora el ejemplo más completo de una sociedad científica. En primer lugar, todos los factores principales de producción y distribución están regidos por el Estado; en segundo lugar, toda la educación está proyectada para estimular la actividad en apoyo del experimento oficial; en tercer lugar, el Estado hace lo posible para sustituir por su religión las varias creencias tradicionales que han existido en el territorio de la U.R.S.S.; en cuarto lugar, la literatura y la prensa están regidas por el gobierno y tienen el matiz que se juzga más adecuado para ayudarle en sus propósitos constructivos; en quinto lugar, la familia, en cuanto representa un lealismo que compite con la adhesión al Estado, es debilitada gradualmente; en sexto lugar, el Plan quinquenal encauza todas las energías constructivas de la nación hacia la consecución de una cierta balanza económica y una eficiencia productiva, con que se cree que se asegurará para cada individuo un grado suficiente de bienestar material. En cualquier otra sociedad del mundo existe una dirección muchísimo menos central que bajo el gobierno soviético. Si bien es verdad que, durante la guerra, las energías de las naciones fueron organizadas centralmente en considerable medida, todo el mundo sabe que esto fue temporal y que, aun en su momento culminante, la organización no fue tan absorbente como lo es en Rusia. El Plan quinquenal, como su nombre indica, se supone temporal y correspondiente a un período de esfuerzo no del todo desigual al de la Gran Guerra. Pero se espera que, si logra éxito, le reemplazarán otros planes, ya que la organización central de las actividades de una vasta nación es demasiado atractiva para los organizadores, que no querrán desistir de ella rápidamente.
El experimento ruso puede tener éxito o puede fracasar. Pero, aun si fracasa, será seguido por otros que continuarán mostrando su característica más interesante, a saber: la dirección unitaria de las actividades de una nación entera. Esto era imposible en tiempos anteriores, pues depende de la técnica de la propaganda: periódicos, cinematógrafos y radiotelefonía, así como de la educación universal. El Estado había sido ya fortalecido con los ferrocarriles y el telégrafo, que hicieron posible la rápida transmisión de noticias y la concentración de tropas. Además de los métodos modernos de propaganda, los métodos modernos de la guerra han fortalecido al Estado en su lucha contra los elementos descontentos; los aeroplanos y las bombas atómicas han dificultado las revueltas, a no ser que obtengan la ayuda de aeronautas y químicos. Cualquier gobierno prudente favorecerá a estas dos clases y hará lo posible para asegurarse su lealtad. Como el ejemplo de Rusia ha mostrado, es en la actualidad posible para hombres de energía e inteligencia, una vez en posesión de la máquina gubernamental, retener el poder, aunque al principio tengan que afrontar la oposición de la mayoría de la población. Por eso debemos esperar ver cada vez más gobiernos que caigan en manos de oligarquías, no de nacimiento, sino de opinión. En comarcas acostumbradas de antiguo a la democracia, el imperio de estas oligarquías puede permanecer oculto tras formas democráticas, como fue la de Augusto en Roma; pero en los demás países, su dominio se ejercerá sin disfraz. Si ha de haber experimentación científica en la construcción de sociedades de nuevo género, es esencial el régimen de una oligarquía de opinión. Es de esperar que haya conflictos entre oligarquías diferentes y que, al final, alguna de las oligarquías adquiera el dominio del mundo y produzca una organización universal tan completa y detallada como la que ahora existe en la U.R.S.S.
Tal estado de cosas tendrá sus ventajas y sus inconvenientes. Más importante que ambos es, sin embargo, el hecho de que sólo así se capacitará una sociedad, imbuida en la técnica científica, para sobrevivir. La técnica científica exige organización, y cuanto más perfeccionada se haga, mayores serán las organizaciones que exija. Independientemente de la guerra, la actual depresión ha mostrado con evidencia que es necesaria una organización internacional de crédito y banca para la prosperidad, no sólo de algunas comarcas, sino de todas. La organización internacional de la producción industrial se ha hecho necesaria para la eficacia de los métodos modernos. El dispositivo industrial moderno puede suministrar fácilmente, en muchas direcciones, mucho más de las necesidades totales del mundo. El resultado de esto es que, debido a la competencia, lo que debería ser riqueza es, en definitiva, pobreza. Con la ausencia de la competencia, la productividad del trabajo muy mejorada capacitará a los hombres para llegar a un arreglo justo entre el ocio y la ocupación continua. Los hombres podrán escoger entre trabajar seis horas y ser ricos, o cuatro horas y gozar sólo de un bienestar moderado. Las ventajas de una organización mundial, tanto para evitar el desgaste de una competencia económica como para evitar el peligro de la guerra, son tan grandes, que se están transformando en una condición esencial para la supervivencia de las sociedades que poseen técnica científica. Este argumento es avasallador, comparado con los argumentos en contra, y quita toda importancia a la cuestión de si la vida en un Estado mundial organizado será más o menos satisfactoria que la vida actual. La raza humana sólo puede desarrollarse en el sentido de un Estado mundial organizado, a no ser que abandone la técnica científica, lo que no ocurrirá excepto como resultado de un cataclismo tan serio que rebaje todo el nivel de la civilización.
Las ventajas que pueden esperarse de un Estado mundial organizado son grandes y evidentes. Habrá, en primer lugar, seguridad contra la guerra y ahorro de casi todo el esfuerzo y gastos ahora dedicados a los armamentos en competencia. Debe suponerse que habrá un solo elemento de combate, de toda eficacia, que utilice principalmente aeroplanos y métodos químicos de guerra irresistibles y a los que, por consiguiente, nada resistirá.[12.2] El gobierno central podrá ser sustituido, de vez en cuando, por una revolución palaciega; pero esto sólo alterará al personal que lo integre, no la organización esencial del gobierno. El gobierno central prohibirá la propaganda del nacionalismo, gracias a la cual se mantiene al presente la anarquía, y la reemplazará por una propaganda de lealtad hacia el Estado mundial. Y es claro que, si semejante organización puede subsistir durante una generación, será estable. La ganancia, desde el punto de vista económico, será enorme: no habrá desgaste en producciones en competencia, ninguna incertidumbre para los empleos, ni pobreza, ni alternativas repentinas de buenos y malos tiempos; todo hombre con deseos de trabajar vivirá con comodidad, y todo hombre que se manifieste vago será encerrado en la cárcel. Cuando, por cualquier circunstancia, no sea necesario por más tiempo el trabajo en el que un hombre haya sido hasta entonces empleado, se le enseñará algún nuevo género de trabajo, y será mantenido adecuadamente mientras aprende su nuevo oficio. Se utilizarán motivos económicos para regular la población, que se mantendrá probablemente estacionaria. Será eliminado casi todo lo que es trágico en la vida humana, y aun la muerte no se presentará antes de haber alcanzado la vejez.
No sé si los hombres serán felices en este paraíso. Quizá la bioquímica nos enseñe la manera de hacer feliz a un hombre, en el supuesto de que tenga lo necesario para la vida. Quizá se organicen deportes peligrosos para aquellos a quienes el aburrimiento transformaría de otro modo en anarquistas. Quizá el deporte se hará cargo de la crueldad que habrá sido desterrada de la política. Quizá el fútbol sea reemplazado por batallas simuladas en el aire, en las que la muerte sea el penalty de la derrota. Pudiera suceder que con tal de que les esté permitido buscar la muerte, no les importe a los hombres el encontrarla por una causa trivial; el caer por el aire ante un millón de espectadores pudiera llegar a ser considerado como una muerte gloriosa, aunque no se persiga más fin que el de divertir a una multitud en día de fiesta. Pudiera suceder que de esta suerte se encontrase una válvula de seguridad para las fuerzas violentas y anárquicas de la naturaleza humana. O también pudiera acontecer que, con una educación sabia y un régimen alimenticio adecuado, los hombres llegasen a curarse de sus impulsos desenfrenados, y toda la vida se tornara tan tranquila como una escuela dominical.
Habrá, como es obvio, una lengua universal, que será el esperanto, o el inglés chapurreado que se usa en China. La literatura de otras épocas no será, en su mayoría, traducida a este lenguaje, ya que su apariencia y fondo emocional perderían bastante. Los investigadores serios de la historia serán autorizados por el gobierno para estudiar obras como Hamlet y Otelo; pero al público en general le será prohibido leerlas, a causa de glorificarse en ellas el asesinato privado. A los jóvenes les será prohibido leer libros sobre piratas o pieles rojas. Los de amor serán mal vistos, puesto que el amor, siendo anárquico, es necio, cuando no malvado. Todo esto contribuirá a hacer la vida muy agradable para los virtuosos.
La ciencia aumenta nuestro poder para hacer el bien y el mal, y acrecienta la necesidad de refrenar los impulsos destructivos. Si ha de sobrevivir un mundo científico, es necesario para ello que los hombres se hagan más dóciles de lo que han sido hasta ahora. El criminal espléndido debe dejar de ser un ideal, y la sumisión tendrá que ser más admirada que lo fue en el pasado. Con todo ello ganaremos o perderemos. Rebasa los límites del poder humano el guardar el equilibrio de la balanza entre los dos extremos.