Capítulo XI
LA TÉCNICA EN LA SOCIEDAD

LA aplicación de la ciencia a las cuestiones sociales es aún más reciente que su aplicación a la psicología individual. Hay, no obstante, unas cuantas direcciones en las que se encuentra aplicada la actitud científica en fecha tan temprana como el comienzo del siglo XIX. La teoría de Malthus sobre la población, sea verdadera o falsa, es rigurosamente científica. Los argumentos en que la apoya no son apelaciones a un prejuicio, sino a estadísticas de población y gastos de agricultura. Adam Smith y Ricardo son también científicos en su economía política. Repito que no quiero dar a entender que las teorías que exponen sean invariablemente verdaderas, sino que su perspectiva y tipo de razonamiento tienen las características que distinguen el método científico. De Malthus se derivó Darwin, y de Darwin vino el darwinismo, que, en cuanto se ha aplicado a la política, ha dejado de ser científico. La frase «supervivencia de los más aptos» es muy vistosa para aquellos que especulen en cuestiones sociales. Las palabras «los más aptos» parecen tener implicaciones éticas, de las que se deduciría que la nación, la raza y la clase a que un autor pertenece deben ser necesariamente las mejores. De aquí se llega, bajo la égida de una filosofía pseudodarwinista, a doctrinas como las del peligro amarillo, Australia para los australianos, y la superioridad de la raza nórdica. El giro ético que toman los argumentos darwinistas debe considerarse como motivo bastante para tomarlos en cuestiones sociales con las mayores cautelas. Esto vale no sólo cuando se habla de razas diferentes, sino también de las clases diferentes en una misma nación. Todos los escritores darwinistas pertenecen a las profesiones liberales, y es por ello una máxima aceptada de la política darwinista que las clases profesionales son biológicamente más deseables. Se deduce que sus hijos deben obtener una educación mejor, a costa del erario público, que la que es dada a los hijos de los jornaleros. En todos esos argumentos es imposible ver una aplicación de la ciencia a asuntos prácticos. Hay solamente aquí un barniz de lenguaje científico con el propósito de presentar el prejuicio en un aspecto respetable.

Existe, sin embargo, una gran proporción de ciencia experimental auténtica en los asuntos sociales. Quizá la serie más importante de experimentos en este particular sea la que debemos a los anunciantes. Este valioso material no ha sido utilizado por los psicólogos experimentales porque pertenece a una región alejada de las Universidades, y éstas se sentirían como vulgarizadas por el contacto con algo tan grosero. Pero el que quiera estudiar en serio la psicología de la creencia no puede hacer nada mejor que consultar las grandes firmas publicitarias. No hay testimonio de creencia más penetrante que la financiera. Cuando un hombre está dispuesto a sostener su creencia gastando dinero en conformidad con ella, su creencia debe ser considerada como auténtica. Ahora bien, ésta es precisamente la comprobación que el anunciante aplica siempre. Jabones de varias clases se recomiendan por procedimientos diversos; algunos de estos procedimientos dan el resultado apetecido; otros, no, o, por lo menos, no en el mismo grado. Es evidente que el anuncio que es causa de que una marca de jabón se venda más que otra es más eficaz en producir creencia que el anuncio que no logra lo mismo. No creo que ningún anunciante experimentado afirme que los méritos de los respectivos jabones tengan nada que ver con el logro de aquel resultado. Grandes cantidades de dinero se pagan a los hombres que inventan buenos anuncios; y con razón, pues el poder de conseguir que mucha gente crea lo que se afirma es un poder muy valioso. Considerad su importancia, por ejemplo, para los fundadores de religión. ¡Cuánto más placenteras hubieran sido sus vidas si hubiesen podido acudir a un agente que hubiera logrado discípulos adictos a cambio de un tanto por ciento de los ingresos eclesiásticos!

De la técnica del anuncio se deduce que en la mayoría del género humano una proposición determinada gana en aceptación si es repetida de tal suerte que se retenga en la memoria. La mayoría de las cosas que creemos las creemos porque las hemos oído afirmar; no recordamos ni dónde ni por qué fueron afirmadas, y así resulta que somos incapaces de actuar de críticos, aun cuando la afirmación haya sido hecha por un hombre cuyos ingresos aumentan con su aceptación. El anuncio, a medida que se perfecciona la técnica, tiende a buscar cada vez menos argumentos y a hacerse cada vez más sorprendente. Siempre que se logre dar una impresión, se consigue el resultado que se persigue.

Considerados científicamente, los anuncios tienen otro gran mérito, que es que sus defectos, según resulta de los ingresos de los anunciantes, son efectos sobre la masa y no sobre los individuos; de modo que los datos adquiridos son datos de psicología de muchedumbres. Para los fines de estudiar la sociedad más que los individuos, los anuncios tienen un valor inapreciable. Desgraciadamente su objeto es más práctico que científico, como ilustra el siguiente ejemplo. Supongamos que se fabrican dos jabones, A y B, de los que el A es excelente y el B abominable, y admitamos que el jabón A se anuncia poniendo de manifiesto su composición química y publicando los testimonios de eminentes químicos, y que el jabón B se anuncia con la sola afirmación de ser el mejor y acompañado de los retratos de bellezas famosas de Hollywood. Si el hombre es un animal racional, deberán venderse más jabones A que B. ¿Cree nadie que éste será el caso?

Las ventajas del anuncio han sido bien entendidas por los políticos; pero sólo ahora comienzan a ser comprendidas por las Iglesias. Cuando éstas se compenetren bien de sus ventajas, como resultado de su comparación con la técnica tradicional religiosa (que data de antes de la invención de la imprenta), podemos esperar un gran renacimiento de la fe. En general, el Gobierno soviético y la religión comunista son los que hasta ahora han comprendido mejor la ventaja del anuncio. Bien es verdad que están obstaculizados por el hecho de que la mayoría de los rusos no saben leer. Este obstáculo, sin embargo, procuran suprimirlo de la mejor manera posible.

Esta consideración nos conduce de un modo natural al tema de la educación, que es el segundo gran método de propaganda pública. La educación tiene dos fines diversos: por un lado, tiende a desarrollar el individuo y a darle conocimientos que le puedan ser útiles; por otro lado, tiende a producir ciudadanos que sean aptos para servir al Estado o a la Iglesia que los educa. Hasta cierto punto estos dos fines coinciden en la práctica: es conveniente para un Estado que los ciudadanos sepan leer y que posean cierta habilidad técnica, en virtud de la cual sean capaces de verificar trabajo productivo; es conveniente que posean suficiente carácter moral para abstenerse del crimen infructuoso y bastante inteligencia para ser capaces de dirigir sus propias vidas. Pero cuando rebasamos estas exigencias elementales, los intereses de los individuos pueden ponerse a menudo en pugna con los del Estado o los de la Iglesia. Éste es, en particular, el caso respecto a la credulidad. Para aquellos que dominan la publicidad, la credulidad es ventajosa, mientras que para el individuo el poder de juicio crítico es probable que sea más beneficioso. Por consiguiente, el Estado no tiende a producir hábitos científicos de la mente, excepto en una pequeña minoría de expertos, que están bien pagados y son por eso, por regla general, defensores del statu quo. Entre los que no están bien pagados, la credulidad es más ventajosa para el Estado; por consiguiente, a los niños de las escuelas les enseñan a creer lo que se les dice y se les castigan, si se muestran incrédulos. De este modo se establece un reflejo condicionado, que conduce a una creencia en todo lo que se diga autoritariamente por personas mayores de importancia. Usted y yo, lector, debemos nuestra inmunidad a la expropiación a esta precaución beneficiosa por parte de nuestros respectivos gobiernos.

Uno de los fines del Estado en la educación es ciertamente beneficioso. El fin a que me refiero es el de producir coherencia social. En la Europa medieval, como en la China moderna, la falta de coherencia social resultó desastrosa. Es difícil para las grandes masas de hombres cooperar todo lo necesario para su propio bienestar. Hay que prevenirse siempre contra la tendencia a la anarquía y a la guerra civil, excepto en aquellas raras ocasiones en que está en litigio algún gran principio que sea de suficiente importancia para justificar la guerra civil. Por eso, aquella parte de la educación que tiende a producir leal adhesión al Estado debe alabarse en tanto que se opone a la anarquía interna. Pero es mala en tanto que favorece la perpetuación de la anarquía internacional. En general, en la actual educación, la forma de lealtad para con el Estado que más se aprecia es la hostilidad a los enemigos del Estado. Nadie se sorprendió de que en la primera mitad de 1914 la Irlanda del Norte deseara pelear contra el Gobierno británico; pero sí se sorprendió todo el mundo cuando en la segunda mitad del mismo año la Irlanda del Sur no deseó combatir contra los alemanes.

Las invenciones modernas y la técnica moderna han ejercido una influencia poderosa al promover uniformidad de opinión y al hacer a los hombres menos individuales de lo que acostumbraban ser. Leed, por ejemplo, The Stammering Century, de Gilbert Seldes, y comparadlo con la América actual. En el siglo XIX aparecían todos los días nuevas sectas y nuevos profetas fundaban comunidades en el desierto; el celibato, la poligamia, el amor libre, todo tenía sus adeptos, que no consistían en algunos alucinados, sino en ciudades enteras. Una condición mental algo similar existía en Alemania en el siglo XVI; en Inglaterra, en el XVII, y en Rusia, hasta el establecimiento del gobierno de los soviets. Pero en el mundo moderno existen tres grandes fuentes de uniformidad además de la educación: éstas son la prensa, el cinematógrafo y la radio.

La prensa se ha transformado en un agente de uniformidad, como resultado de causas técnicas y financieras: cuanto mayor es la circulación de un periódico, tanto mayor es el precio que puede poner a sus anuncios y menor el coste de impresión por ejemplar. Un corresponsal extranjero cuesta lo mismo, tenga el periódico una circulación grande o pequeña; por eso, su coste relativo resulta disminuido a cada aumento de circulación. Un periódico con una gran circulación puede contratar los abogados más caros para que le defiendan en cualquier proceso por calumnias, y puede con frecuencia ocultar a todos, menos a los investigadores serios, sus referencias equivocadas de hechos. Por todas estas razones, los grandes periódicos tienden a derrotar a los pequeños. Hay, como es natural, algunos periódicos semanales que sólo leen algunos chiflados, y existen diarios dedicados a intereses especiales, como a las regatas o a la pesca; pero la gran mayoría de los lectores de periódicos se limitan, como en Inglaterra, a un reducido número de periódicos, o como en América, a un pequeño número de grupos sindicados de periódicos. La diferencia entre Inglaterra y América es en esta cuestión debida al tamaño. En Inglaterra, si lord Rothermere y lord Beaverbrook desean que algo se sepa, se sabrá; si ellos desean que no se sepa, no se sabrá, excepto por algunos pertinaces entrometidos. Aunque hay grupos rivales en el mundo de los periódicos, hay muchos asuntos en que los grupos rivales están conformes. En un tren suburbano, por la mañana, un hombre puede estar leyendo el Daily Mail y otro el Daily Express; pero si por un milagro se pusiesen a conversar, no encontrarían mucha divergencia en las opiniones que han asimilado o en los hechos de que han sido informados. Así, por razones que son al fin técnicas y científicas, los periódicos han llegado a ser una influencia que tiende hacia la uniformidad y aumenta la escasez de opiniones no corrientes.

Otra invención moderna que contribuye a la uniformidad es la radio. Este es el caso especial de Inglaterra, en donde es un monopolio del Gobierno, pues en América es libre. Durante la huelga general de 1924 proporcionó prácticamente el único medio para propagar las noticias. Este método fue utilizado por el Gobierno para lanzar las noticias oficiales y ocultar las de los huelguistas. Yo estaba en aquella ocasión en una aldea remota, casi la más lejana de Londres respecto a las demás aldeas de Inglaterra. Todos los aldeanos, incluyéndome a mí, acostumbrábamos a reunimos todas las tardes en la oficina de Correos para escuchar las noticias. Una voz pomposa anunciaba: «Es el secretario de Gobernación el que ha venido a hacer una declaración». Siento decir que todos los aldeanos se echaban a reír, pero si no hubieran estado tan alejados, hubieran sido probablemente más respetuosos. En América, en donde el Gobierno no interviene en la radio, se debe esperar, si continúa la misma política, que haya un aumento gradual de grandes intereses análogos a los suscitados por los grandes periódicos y que abarquen un campo tan extenso como el de la prensa sindicada.

Pero quizá el más importante de todos los agentes modernos de propaganda es el cinematógrafo. En lo que se refiere al cinematógrafo, las razones técnicas para organizaciones en gran escala que tiendan a una uniformidad casi mundial son aplastantes. El coste de una buena producción es colosal, pero no es menor si se exhibe pocas veces que muchas y en muchos sitios. Los alemanes y los rusos tienen cintas propias, y las de los rusos juegan un papel importante en la propaganda del Gobierno de los Soviets. En el resto del mundo civilizado predominan las producciones de Hollywood. La mayoría de los jóvenes, en casi todos los países civilizados, derivan sus ideas sobre el amor, el honor, el modo de hacer dinero y la importancia de los buenos trajes de las noches pasadas en ver lo que Hollywood piensa de esos asuntos. Dudo de que todas estas escuelas e iglesias combinadas ejerzan tanta influencia como el cinematógrafo en las opiniones de los jóvenes respecto a asuntos tan íntimos como el amor, el matrimonio y el hacer dinero. Los productores de Hollywood son los grandes sacerdotes de una nueva religión. Mostrémonos agradecidos por la pureza elevada de sus sentimientos. Aprendemos de ellos que el pecado es siempre castigado y la virtud es siempre recompensada. Aunque, en verdad, la recompensa es más bien tosca, y una virtud más moldeada a la antigua no sabría apreciarla bien. Pero eso, ¿qué le hace? Aprendemos por el cinematógrafo que la riqueza acude a los virtuosos, y sabemos por la vida real que Fulano tiene dinero. Deducimos de aquí que Fulano es virtuoso y que la gente que dice que explota a sus empleados es calumniadora. El cinematógrafo, por consiguiente, desempeña un papel importante para proteger a los ricos de las envidias de los pobres.

Es, sin duda, un hecho importante en el mundo moderno que casi todos los placeres de los pobres sólo puedan ser satisfechos por hombres en posesión de un gran capital o por los gobiernos. Las razones de esto, como hemos visto, son técnicas; pero el resultado es que cualquier defecto en el statu quo sólo es conocido por aquellos que desean pasar voluntariamente su tiempo libre en cosa distinta de las diversiones; éstos son, por lo demás, una minoría pequeña que, desde un punto de vista político, resulta despreciable la mayoría de las veces. Existe, sin embargo, cierta inestabilidad en todo el sistema. En el caso de una guerra desgraciada puede venirse abajo, y la población que se ha ido acostumbrando a las diversiones puede ser impulsada por el aburrimiento a pensar en cosas serias. Los rusos, cuando se vieron privados de beber vodka, por prohibición de guerra, hicieron la revolución rusa. ¿Qué harían los europeos occidentales si se viesen privados de su droga nocturna proporcionada por Hollywood? La moral que de eso deben sacar los gobiernos europeos occidentales es que hay que mantener la buena armonía con América. Para el imperialismo americano del futuro puede suceder que los productores de películas hayan sido los propulsores.

Hasta ahora hemos estado reflexionando sobre el efecto de la técnica científica en las opiniones, lo que no puede considerarse como un tema del todo agradable. Hay, sin embargo, efectos mucho mejores. Fijémonos, por ejemplo, en el asunto de la salud pública. En 1870, el tanto por mil de muertes en Inglaterra y Gales fue de 22,9 y el correspondiente a los niños, 160; en 1929, estas cifras han descendido, respectivamente, a 13,4 y a 74. Este cambio es imputable casi por entero a la técnica científica. Los perfeccionamientos en medicina, en higiene, en sanidad, en régimen alimenticio, han influido en la disminución del sufrimiento e infelicidad representadas por sencillas cifras estadísticas. En tiempos antiguos se esperaba que la mitad de los niños de una familia morirían antes de desarrollarse del todo; esto traía consigo dolor, enfermedades y tristeza para la madre; a menudo mucho sufrimiento para los niños, y un gasto de recursos naturales, en el cuidado de los niños, que nunca llegaban a ser productivos. Hasta la adopción del transporte de vapor por tierra y por mar, las hambres perpetuas eran inevitables, originando angustias indecibles en el curso de una lenta destrucción de la vida humana. Y no sólo moría la gente en tiempos corrientes en una proporción mucho mayor que ahora, sino que había muchos más enfermos que en la actualidad. En nuestros tiempos es desconocido en Occidente el tifus; la viruela es muy rara y la tuberculosis se cura, por lo general; sólo estos tres hechos representan una contribución al bienestar humano que contrapesa cualquier daño que la ciencia pueda hasta ahora haber hecho en el camino de aumentar los horrores de la guerra. La balanza, en este respecto, ¿continuará inclinándose del lado bueno en el futuro? Es cuestión opinable; pero es una certeza que hasta ahora lo ha estado.

Es costumbre entre los intelectuales mirar nuestra época como prototipo de aburrimiento y desaliento; no hay duda de que para ellos es así, ya que tienen menos influencia en los asuntos que otras veces, y toda su perspectiva es más o menos inadecuada a la vida moderna. Pero para el hombre corriente, la mujer y el niño no es éste el caso en ningún modo. Inglaterra ha estado pasando durante los últimos diez años por una depresión económica sin igual, y no obstante, el tipo corriente de la familia obrera ha mejorado últimamente de situación con respecto al período próspero de hace cuarenta y cinco años.[11.1]

La introducción de la técnica científica en los asuntos sociales es aún muy incompleta y sujeta al azar. Tomemos como ejemplo la cuestión de la banca y del crédito. En tiempos pasados, los hombres dieron el primer paso hacia la técnica científica en esta cuestión cuando sustituyeron el cambio de géneros por dinero; el siguiente avance, que se inició miles de años después de la introducción del dinero, fue la sustitución del dinero por bancos y créditos. El crédito se ha convertido en una fuerza inmensa para regular la vida económica de todas las comunidades avanzadas; pero aunque sus principios son bien comprendidos por los expertos, las dificultades políticas radican en la utilización adecuada de estos principios, y la práctica bárbara de depender del oro es aún causa de mucha miseria. En esto, como en otros aspectos, las fuerzas económicas y las exigencias técnicas requieren una organización mundial. Pero las fuerzas del nacionalismo oponen obstáculos, y son causa de que la gente soporte con paciencia sufrimientos evitables, en razón del placer que encuentran al pensar que los extranjeros aún sufren más.

El efecto social de la técnica moderna científica se traduce en un aumento en el tamaño e intensidad de la organización. Cuando hablo de intensidad de organización me refiero a la proporción de las actividades del hombre que está regida por el hecho de pertenecer éste a alguna unidad social. El primitivo labriego podía dirigirse por sí mismo casi enteramente; producía su propio alimento, compraba muy poco y no enviaba a sus hijos a la escuela. El hombre moderno, aun cuando sea agricultor, sólo produce una pequeña cantidad de lo que consume; si cultiva el trigo, por ejemplo, venderá probablemente la totalidad de su cosecha y comprará su pan en la panadería, como cualquier otro mortal; y aunque no haga esto, tiene que comprar la mayoría de su alimento restante. En su compra y venta depende de organizaciones inmensas que generalmente son internacionales. Sus lecturas se las proporcionan los grandes periódicos; sus diversiones se las da Hollywood; la educación de sus hijos, el Estado; su capital, en parte al menos, un Banco; sus opiniones políticas, su partido; su seguridad y muchas de sus diversiones, el gobierno, al que paga impuestos. Así, en todas sus actividades más importantes ha dejado de ser una unidad separada y se ha hecho dependiente de alguna organización social. A medida que la técnica científica progresa, aumenta la dimensión óptima para la mayoría de las organizaciones. En muchos asuntos, las fronteras nacionales han llegado a ser un absurdo técnico, y los avances sucesivos exigen que se las ignore. Desgraciadamente, el nacionalismo es inmensamente fuerte, y el poder creciente de propaganda que la técnica científica ha puesto en manos de los Estados nacionales es utilizado para robustecer esta fuerza anárquica. Hasta que se modifique este estado de cosas, la técnica científica no podrá realizar los resultados de que es capaz en el camino de procurar el bienestar humano.