EN la época en que yo recibía lo que en aquellos días se llamaba una educación, la psicología era aún, a pesar de todas las buenas intenciones, una rama de la filosofía. Los fenómenos mentales se dividían en conocimiento, voluntad y sentimiento. Se hicieron ensayos para definir la percepción y la sensación; y en general, el tema comprendía el análisis verbal de conceptos que los filósofos habían hecho familiares, pero no inteligibles. Es verdad que todo libro de texto comenzaba con una descripción del cerebro; pero una vez hecha dicha descripción, no volvía a hacer alusión ninguna a ella. Esta regla era practicada especialmente por Wundt y sus discípulos. Se le mostraba a un hombre el grabado de un perro y se le preguntaba: «¿Qué es esto?». Entonces se medía cuidadosamente el tiempo que tardaba en responder: «Un perro», y por este procedimiento se obtenían informaciones muy valiosas. Pero es extraño tener que decir que, a pesar de tanto aparato para las medidas, resultaba que no había nada que hacer con esas valiosas informaciones, salvo olvidarlas. Toda ciencia nueva está cohibida por una intuición demasiado esclava de la técnica que practica alguna ciencia más antigua. No cabe duda de que la medición es la marca de contraste de la ciencia exacta; por eso, los psicólogos de orientación científica buscaban a su alrededor algo mensurable ligado con el objeto de sus investigaciones. Se equivocaron, no obstante, al pensar que los intervalos de tiempo eran el objeto adecuado para recibir la medición.
La psicología, tal como se entendía en el pasado (y todavía en Oxford), era incapaz de proporcionar un dominio práctico sobre los procesos mentales, y nunca tendió a este resultado.
Contra esta afirmación general existe, sin embargo, una excepción importante, a saber: la de la psicología estudiada por la Compañía de Jesús. Mucho de lo que el resto del mundo sólo ha comprendido recientemente, fue ya percibido por Ignacio de Loyola e impreso por él en la Orden que fundó. Las dos tendencias que dividen a los psicólogos progresistas en nuestros días, a saber: el psicoanálisis y el behaviourismo, están ambas manifiestas por igual en la práctica jesuítica. Creo que cabe decir en conjunto que los jesuitas confían principalmente en el behaviourismo para su propia enseñanza, y en el psicoanálisis para su ascendiente sobre los penitentes. Esto, sin embargo, es sólo cuestión de apreciación. Las instrucciones que Loyola da con referencia a las meditaciones sobre la Pasión pertenecen más bien a la psicología freudiana que a la watsoniana.
Todo el pensar científico moderno, como ya hemos tenido ocasión de advertir, es, en el fondo, pensamiento de poderío; el impulso fundamental humano a que recurre la ciencia es el amor del poder o, para expresarlo en otras palabras, el deseo de ser la causa de efectos tan grandes y numerosos como sea posible. La idea jesuítica fue pensamiento de poderío en un sentido muy directo y tosco. Pero en el sentido científico verdadero, el impulso del poder está refinado y sublimado. Cuando los jesuitas llegaban a conocer la técnica para un efecto determinado, no estaban por más tiempo interesados en el mecanismo con que dicho efecto se verificase; desde el momento en que los hábitos convenientes estaban formados, les era indiferente que se tratase de hábitos en la laringe o en las glándulas suprarrenales. En este respecto, y por muy notable que fuese su conocimiento práctico, no podían ser considerados como psicólogos verdaderamente científicos. Practicaban un arte análogo al del domador de caballos o de leones, y mientras su arte triunfase, estaban contentos. Los psicólogos modernos, por el contrario, como Hamlet, «deben edificarse con el sistema». Por esta razón, el hipnotismo, con toda su importancia y singularidad, fue ignorado por los psicólogos, porque no sabían cómo encajarlo en su sistema. Por mucho tiempo, los psicólogos no parecieron pensar que estaban llamados a ocuparse de aquellos fenómenos mentales, que no podían ser considerados como racionales, tales como los sueños, el histerismo, la locura y el hipnotismo. El hombre era un animal racional, y el fin de la psicología era hacernos pensar bien de él. Es curioso observar que, mientras persistió esta opinión, la psicología no progresó. El progreso en la educación vino de los ensayos para enseñar a los imbéciles, y el progreso psicológico procedió de los intentos para comprender a los locos. Se convino en que los imbéciles no eran necesariamente malos porque fracasasen en aprender, y no debían por ello ser estimulados al estudio con azotes. De la experiencia de los idiotas, algunas personas de genio eminente llegaron a la conclusión de que quizá también la inteligencia normal no responda adecuadamente al estímulo de los azotes. Una transformación similar se operó en la psicología de la creencia con el estudio de los locos. Se encontró que en las opiniones de los locos no hay que buscar una serie de silogismos con premisas mayores universalmente admitidas. En el siglo XVIII se suponía que los hombres de inteligencia normal llegaban a sus opiniones por ese camino. No quiero decir que los hombres de inteligencia normal supusieran esto unos de otros; sólo quiero decir que los psicólogos teóricos lo suponían. Cuando el Cacambo de Voltaire se encuentra ante una horda de caníbales que procede a hacer preparativos para comérselo, les suelta un discurso que empieza con la palabra: «Caballeros», y en ese discurso deduce silogísticamente de los principios de la ley natural que sólo deben comer jesuitas y que, puesto que él y Cándido no son jesuitas, sería una equivocación el asarlos. Los caníbales encontraron su discurso muy razonable, y dejaron en libertad, entre grandes exclamaciones, a él y a Cándido. Voltaire hizo en este pasaje burla del intelectualismo de su época; pero ésta lo merecía, por lo menos en lo que se refiere a los psicólogos teóricos. Actualmente, aunque se trata de un desarrollo muy reciente, los psicólogos teóricos saben de procesos mentales tanto como los jesuitas y los hombres de mundo. Se ha descubierto que las causas de creer son, en la vida corriente, esencialmente análogas a las que actúan durante los sueños, o durante la locura, o bajo el hipnotismo. No son, en realidad, del todo análogas: hay una ligera levadura de razón, que es la que produce toda la diferencia. Pero la razón es una causa más bien de falta de creencia que de creencia. La «fe animal» suministra lo positivo, y la razón sólo proporciona lo negativo. La ciencia, hablando figuradamente, es un árbol que crece sobre el suelo de la fe animal, pero que está podado por las tijeras de la razón. La función desempeñada por la razón animal es la que la psicología moderna ha comenzado a entender.
Existen en psicología dos técnicas modernas, que son más o menos antagónicas: la técnica de Freud y la técnica de Pavlov.
Los propósitos de Freud fueron originariamente terapéuticos. Dedicábase Freud a curar personas aquejadas de desequilibrios mentales leves. En el curso de su investigación descubrió una teoría sobre la causa de tales perturbaciones. Me parece que una exposición general de los principales principios resultantes de la obra de Freud y sus secuaces se reduce, poco más o menos, a lo siguiente: Existen en los seres humanos ciertos deseos fundamentales, que de ordinario son inconscientes, en un grado mayor o menor; nuestra vida mental está moldeada de modo tal que proporciona la máxima satisfacción posible a estos deseos. Pero en cuanto surgen obstáculos para su realización, los medios adoptados para vencer estos obstáculos resultan un tanto insensatos, en el sentido de que obran sólo en el reino de la fantasía y no en el de la realidad. Supongo aquí que, para los fines prácticos, «fantasía» es lo que el paciente cree, y «realidad», lo que el analizador cree. Los hombres no son reconocidos como analizadores hasta que han sido analizados, y en este proceso se espera que adopten la opinión oficial respecto a la realidad. Si ellos logran trasladar esto, a su vez, a sus pacientes, su punto de vista de la realidad queda victorioso al final, o por lo menos así puede esperarse que suceda. Prescindiendo de estas sutilezas metafísicas, puede decirse que realidad es aquello que es generalmente aceptado, mientras que fantasía es aquello que es creído sólo por un individuo o un grupo reducido de individuos. Esta definición no puede, en rigor, tomarse al pie de la letra, pues si así fuese, la opinión de Copérnico, por ejemplo, hubiera sido fantasía en su tiempo y realidad en tiempos de Newton. Hay, sin embargo, ciertas opiniones que están evidentemente basadas en los deseos individuales de aquellos que las sostienen, y no en razones reconocidas universalmente. Una vez fui visitado por un hombre que expresó deseos de estudiar mi filosofía; pero confesó que en el único libro mío que había leído sólo encontró una afirmación que pudiese comprender, y ésa era una afirmación con la que no estaba conforme. Pregunté cuál era esa afirmación, y replicó: «Es la afirmación de que Julio César está muerto». Naturalmente, quise saber por qué mi visitante no estaba conforme con esa afirmación. Él se levantó entonces, y replicó, con algo de orgullo: «Porque yo soy Julio César». Como me encontraba solo con él en el piso, tomé mis medidas para alcanzar la calle lo más pronto posible, pues deduje como muy probable que su opinión no derivaba de un estudio objetivo de la realidad. Este incidente ilustra la diferencia entre las creencias sensatas y las insensatas. Las creencias sensatas son aquellas que están inspiradas por deseos que concuerdan con los deseos de otro hombre; las insensatas son aquellas que están inspiradas por deseos que se hallan en pugna con los de otros hombres. Todos quisiéramos ser Julio César; pero reconocemos que, si uno es Julio César, otro no lo puede ser también; y por eso el hombre que piensa que es Julio César nos enoja y le tenemos por loco. Todos quisiéramos ser inmortales; pero como la inmortalidad de un hombre no interfiere con la de otro, el hombre que piensa que es inmortal no está loco. Las ilusiones son aquellas opiniones que carecen de los ajustes sociales necesarios, y el fin del psicoanálisis consiste en producir tales ajustes sociales que sean la causa del abandono de esas opiniones.
Espero que el lector haya sentido que lo que acabamos de decir es, en ciertos respectos, inadecuado. Aunque no queramos aceptarla, es difícil eludir la concepción metafísica del «hecho». El propio Freud, por ejemplo, cuando expuso por vez primera su teoría sobre el sexo, fue mirado con esa especie de horror que inspira un loco peligroso. Si el ajuste social es la prueba de cordura, Freud estaba loco, aunque cuando sus teorías fueron lo suficientemente aceptadas para ser un origen de ingresos, se transformó en cuerdo. Esto es a todas luces absurdo. Aquellos que coinciden con Freud deben porfiar que hay verdad objetiva en sus teorías y que no son meramente unas teorías buenas para mucha gente. Lo que queda de la teoría del ajuste social como testimonio de la veracidad es que las creencias inspiradas por deseos puramente personales rara vez son verdaderas; y entiendo por deseos puramente personales aquellos que están en pugna con los intereses de otros. Tomemos como ejemplo el hombre que se hace rico en la Bolsa: sus actividades están, en verdad, inspiradas por el deseo de hacerse rico, lo que es puramente personal; pero sus creencias deben estar inspiradas por una vigilancia imparcial de los mercados. Si sus creencias son personales, perderá dinero y sus deseos no serán satisfechos. Como este ejemplo demuestra, es más probable que muchos deseos personales sean satisfechos si nuestras creencias son impersonales que en el caso de que sean personales. Esta es la razón de por qué la ciencia y el método científico son apreciados. Cuando digo que una creencia es impersonal, quiero expresar con ello que aquellos deseos que contribuyen a producirla son deseos humanos universales, y no deseos peculiares a la persona en cuestión.
El psicoanálisis como teoría psicológica consiste en el descubrimiento de los deseos (ordinariamente inconscientes) que inspiran creencia, especialmente en los sueños y en las ilusiones alocadas, pero también en todos los momentos menos racionales de nuestra vida activa normal. Considerado como una terapéutica, el psicoanálisis es una técnica, que tiene por fin sustituir los deseos impersonales por otros personales, como orígenes de creencia, siempre que los deseos personales se hayan hecho tan dominantes como para interponerse en la conducta social. La técnica del psicoanálisis, en lo que se refiere a los adultos, es todavía lenta, engorrosa y costosa. Las aplicaciones más importantes de la teoría del psicoanálisis están en la educación. Estas aplicaciones se encuentran aún en un estado experimental, y, debido a la hostilidad de las autoridades, sólo pueden realizarse en una escala muy pequeña.[10.1] Es, sin embargo, ya evidente que la educación moral y emocional se ha regido hasta ahora por un concepto erróneo y ha presentado ajustes defectuosos, que han sido causa de crueldad, timidez, estupidez y otras características mentales desgraciadas. Creo posible que la teoría del psicoanálisis llegue a ser embebida en algo más científico; pero no dudo de que algo de lo que el psicoanálisis ha sugerido respecto a la educación primera tenga un valor permanente y una importancia inmensa.
La psicología behaviourista o conductista, que tiene su base experimental principalmente en el trabajo de Pavlov, pero que ha sido difundida por el doctor John B. Watson, es a primera vista muy diferente del psicoanálisis y casi incompatible con él. Estoy persuadido, sin embargo, de que hay verdad en ambas y que es importante llegar a una síntesis de ambas. Freud parte de deseos fundamentales, tales como el impulso sexual, que concibe buscando una salida, ya en una dirección, ya en otra. El behaviourismo parte de un aparato de reflejos y el proceso de condicionarlos. No hay quizá tanta diferencia como parece. El reflejo corresponde aproximadamente a los deseos fundamentales de Freud, y el proceso de condicionarlos, a la busca de diversas salidas. Como técnica para adquirir poder, el behaviourismo es, a mi juicio, superior al psicoanálisis, comprende los métodos que han sido siempre adoptados por aquellos que educan animales o instruyen a soldados; utiliza la fuerza de la costumbre, cuyo poder ha sido siempre reconocido y —como vimos cuando nos ocupábamos de Pavlov— lo mismo puede producir que curar la neurastenia y el histerismo. Los conflictos que aparecen en el psicoanálisis como emocionales reaparecen en el behaviourismo como conflictos entre hábitos o entre un hábito y un reflejo. Si un niño fuese golpeado severamente cada vez que estornudase, es probable que un mundo de fantasía se formase con el tiempo en su mente sobre la concepción del estornudo; soñaría en el cielo como lugar en donde los espíritus bienaventurados estornudan incesantemente, o, por el contrario, podría imaginar el infierno como un lugar de castigo para aquellos que viven en libertad de estornudar. De este modo, los problemas examinados por el psicoanálisis pueden, en mi opinión, considerarse desde un punto de vista behaviourista. Al mismo tiempo debería admitirse que estos problemas, cuya importancia es muy grande, no se habrían colocado en primera línea si no hubiera sido por el avance psicoanalítico. Para los fines prácticos de la técnica educativa, creo que el educador se comportará como un psicoanalítico cuando tenga que ocuparse en asuntos relacionados con instintos poderosos; pero que será behaviourista en materias que el niño considere sin importancia emocionalmente. Por ejemplo, el cariño de los padres deberá ser considerado al modo psicoanalítico; pero el lavado de los dientes, al modo behaviourista.
Hasta ahora hemos estado considerando aquellos modos de influenciar la vida mental que obran por medios mentales, como en el psicoanálisis, o por medio de los reflejos condicionados como en el behaviourismo. Existen, sin embargo, otros métodos que con el tiempo pueden tener inmensa importancia. Éstos son los métodos que actúan a través de medios fisiológicos, tales como la administración de drogas. La cura del cretinismo por medio de la iodina es el más notable de estos métodos. En Suiza, toda la sal para el consumo humano debe estar iodizada por mandato de la ley, y esta medida ha resultado adecuada para prevenir el cretinismo. Los trabajos de Cannon y otros acerca de la influencia de las glándulas de secreción interna sobre las emociones son bien conocidos y están demostrando que, si se suministran artificialmente las sustancias segregadas por las glándulas mencionadas, puede producirse un efecto profundo en el temperamento y en el carácter. Los efectos del alcohol, del opio y otras varias drogas son también muy conocidos, aunque se clasifican entre los malignos, a no ser que la droga se tome con moderación. No hay, sin embargo, razón a priori para que no sean descubiertas drogas que ejerzan un efecto beneficioso. Yo sólo he podido notar buenos efectos en la bebida de la infusión de té, siempre que se trate de té de China. Es posible también que se produzcan maravillas psicológicas a consecuencia de un tratamiento anterior al nacimiento. Uno de los filósofos más eminentes de nuestros días considera debida su superioridad sobre sus hermanos, quizá humorísticamente, al hecho de que poco antes de nacer, su madre se encontraba en un carruaje que, a causa de un accidente, rodó por el Simplón abajo.
No afirmo que este método deba adoptarse con la esperanza de volvernos a todos filósofos; pero quizá con el tiempo se descubran algunos medios más apacibles para dotar a los fetos de inteligencia. La educación acostumbraba comenzar a los ocho años de edad con el aprendizaje de las declinaciones latinas; ahora, bajo la influencia del psicoanálisis, comienza en el nacimiento. Es de esperar que, con el progreso de la embriología experimental, la parte importante de la educación se verifique antes del nacimiento del individuo. Esto sucede ya con los peces y las lagartijas acuáticas; pero respecto a estos animales el hombre de ciencia no se ve estorbado por las autoridades pedagógicas.
El poder de la técnica psicológica para moldear la mentalidad del individuo está aún en su infancia y no nos hemos dado aún bien cuenta de él. Poca duda cabe de que aumentará enormemente en un futuro próximo. La ciencia nos ha dado, sucesivamente, poder sobre la naturaleza inanimada, poder sobre las plantas y los animales, y, finalmente, poder sobre los seres humanos. Todo poder lleva consigo su propio linaje de peligros, y quizá los peligros que envuelva el poder sobre los seres humanos sean los mayores. Pero ése es asunto que consideraremos más adelante.