Capítulo V
CIENCIA Y RELIGIÓN

EN tiempos recientes, la mayoría de los físicos eminentes y un cierto número de eminentes biólogos han hecho declaraciones, afirmando que los avances últimos en la ciencia desaprueban el viejo materialismo y tienden a restablecer las verdades de la religión. Las afirmaciones de los científicos han sido, por regla general, vagas y han tenido el carácter de ensayo. Pero los teólogos se han apoderado de ellas y las han propalado. Mientras tanto, los periódicos, a su vez, han publicado los informes más sensacionales de los teólogos, de modo que el público general ha sacado la impresión de que los físicos confirman prácticamente la totalidad del Libro del Génesis. Yo no creo que la moraleja que pueda derivarse de la ciencia moderna sea en modo alguno la que el público en general ha sido conducido a suponer. En primer lugar, los hombres de ciencia no han dicho la mitad de lo que se les ha atribuido, y en segundo lugar, lo que han dicho para apoyar las creencias tradicionales religiosas lo han dicho, no con el carácter de defensa prudente y científica, sino más bien en su condición de buenos ciudadanos, ansiosos de defender la virtud y la propiedad. La guerra y la revolución rusa han hecho conservadores a todos los hombres tímidos, y los profesores son generalmente tímidos por temperamento. Tales consideraciones, sin embargo, nos apartan de la cuestión. Examinemos lo que en realidad la ciencia tiene que decir:

1) Libre albedrío. —Hasta tiempos muy recientes, la teología, en su forma católica, aunque admitía el libre albedrío en los seres humanos, mostraba afecto por la ley natural en el universo, mitigada sólo por la creencia en milagros ocasionales. En el siglo XVIII, bajo la influencia de Newton, la alianza entre la teología y la ley natural se hizo muy estrecha. Se sostenía que Dios había creado el mundo en consonancia con un plan, y que las leyes naturales eran la personificación de este plan. Hasta el siglo XIX, la teología permaneció firme, intelectual y definida. Con el fin de contener los asaltos de la razón atea, sin embargo, ha tendido cada vez más durante los últimos cien años a recurrir al sentimiento. Ha tratado de atraerse a los hombres con sus modos intelectuales relajados; y, de camisa de fuerza que fue, ha pasado a ser una bata. En nuestros días, sólo los fundamentalistas y unos pocos teólogos católicos, los más eruditos, mantienen la antigua y respetable tradición intelectual. Todos los demás apologistas religiosos se dedican a embotar el filo de la lógica, apelando al corazón en vez de a la cabeza y manteniendo que nuestros sentimientos pueden demostrar la falsedad de una conclusión a la que nuestra razón ha sido conducida. Como lord Tennyson dice noblemente:

Y como un hombre con el corazón inflamado de cólera se levantó y contestó: «Yo he sentido».

En nuestros días, el corazón tiene sentimientos sobre los, átomos, sobre el sistema respiratorio, sobre el desarrollo de los erizos de mar y otros temas parecidos, con respecto a los cuales, si no fuera por la ciencia, permanecería indiferente.

Uno de los más notables desarrollos en la apologética religiosa de los tiempos modernos es el intento de salvar el libre albedrío, por medio de nuestra ignorancia de la conducta de los átomos. Las antiguas leyes de la mecánica que regían los movimientos de los cuerpos de suficiente tamaño para ser vistos siguen siendo verdaderas en grado muy aproximado, con respecto a dichos cuerpos; pero se ha encontrado que no son aplicables a los átomos aislados, y menos aún con alguna certeza si existen leyes que rigen la conducta de los átomos aislados, en todos los aspectos, o si la conducta de tales átomos depende en parte del azar. Se ha juzgado posible que las leyes que gobiernan la conducta de tales átomos dependen en parte del azar. Se ha juzgado posible que las leyes que gobiernan la conducta de los cuerpos grandes puedan ser meramente leyes estadísticas, que expresan el resultado medio de un gran número de movimientos fortuitos. Algunas, como la segunda ley de la termodinámica, se sabe que son leyes estadísticas, y es posible que otras lo sean. En el átomo existen varios estados posibles que no se funden continuamente el uno en el otro, sino que están separados por pequeños espacios finitos. Un átomo puede saltar de uno de estos estados al otro, y puede ejecutar varios saltos diferentes. En la actualidad no se conocen leyes para saber cuál de los saltos posibles tendrá lugar en una ocasión determinada, y se sugiere que el átomo no está sujeto a ninguna ley en este particular y que posee lo que podría llamarse por analogía «libre albedrío». Eddington, en su libro La Naturaleza del Mundo Físico, ha sacado mucho partido de esta posibilidad (pág. 311). Piensa, al parecer, que la mente puede decidir a los átomos del cerebro a realizar una u otra de las transiciones posibles en un momento dado; y así, por medio de una especie de acción de disparador, produce resultados en gran escala conforme con su voluntad. Según él, la voluntad misma no tiene causa conocida. Si esto es verdad, la marcha del mundo físico, aun cuando se trate de grandes masas, no está completamente predeterminada por leyes físicas, sino que está expuesta a ser alterada por voliciones sin causa de los seres humanos.

Antes de examinar esta posición quisiera decir unas cuantas palabras sobre lo que se llama «el principio de indeterminación». Este principio fue introducido en la física en 1927 por Heisenberg, y ha sido adoptado por los clérigos —principalmente, a mi juicio, a causa de su nombre— como algo capaz de proporcionarles una salida de la esclavitud a las leyes matemáticas. Es para mi mente algo sorprendente que Eddington defienda este uso de este principio (véase pág. 306). El principio de indeterminación dice que es imposible determinar con precisión juntamente la posición y el momento de una partícula; habrá un margen de error en cada uno, y el producto de los dos errores es constante. Esto quiere decir que cuanto más exactamente se determina lo uno, tanto menos exactamente se determina lo otro, y viceversa. El margen de error existente es naturalmente muy pequeño. Me sorprende, repito, que Eddington haya apelado a este principio en conexión con la cuestión del libre albedrío, pues el principio no contribuye en nada a demostrar que la marcha de la naturaleza no está determinada. Solamente demuestra que la antigua concepción del espacio y del tiempo no es completamente adecuada a las necesidades de la física moderna, que ahora es conocida con otros fundamentos. El espacio y el tiempo fueron inventados por los griegos, y sirvieron admirablemente a su propósito hasta el siglo presente. Einstein los reemplazó por una especie de Centauro que llamó «espacio-tiempo», y éste satisfizo durante un par de décadas. Pero la moderna mecánica de los quanta ha hecho evidente la necesidad de una reconstrucción más fundamental. El principio de indeterminación es sólo una ilustración de esta necesidad, y no el fracaso de las leyes físicas para determinar el curso de la naturaleza.

Como señala J. E. Turner (Nature, 27 de diciembre de 1930), «el empleo que se ha hecho del principio de indeterminación es debido en gran parte a la ambigüedad de la palabra “determinado”». En un sentido, una cantidad está determinada cuando es medida; en otro sentido, un suceso está determinado cuando se ha producido. El principio de la indeterminación tiene que ver con la medida y no con la causa. Según este principio, la velocidad y la posición de una partícula resultan indeterminadas, en el sentido de no poder ser medidas con exactitud. Éste es un hecho físico causalmente conexionado con el hecho de ser la medición un proceso físico que tiene un efecto físico sobre lo que es medido. No hay, empero, nada en el principio de indeterminación que enseñe que un suceso físico no tiene causa. Como dice Turner: «Es una falacia por equívoco el argumento que diga que todo cambio que no pueda ser determinado, en el sentido de “precisado”, es por eso mismo determinado en el sentido absolutamente diferente de “causado”».

Volviendo ahora al átomo y a su supuesto libre albedrío, hay que observar que no se sabe que sea caprichosa la conducta del átomo. Es falso decir que la conducta del átomo es caprichosa; y también es falso afirmar que la conducta del átomo no es caprichosa. La ciencia ha descubierto recientemente que el átomo no está sujeto a las leyes de la antigua física, y algunos físicos han aventurado temerariamente la conclusión de que el átomo no está sujeto a ley alguna. El argumento de Eddington sobre el efecto de la mente en el cerebro recuerda inevitablemente el argumento de Descartes sobre el mismo asunto. Descartes conocía la conservación de la vis viva, pero no la conservación del momento mecánico. De aquí que pensase que la mente podía modificar la dirección del movimiento del espíritu animal, aunque no su cantidad. Cuando, poco después de la publicación de su teoría, fue descubierta la conservación del momento, el punto de vista de Descartes tuvo que ser abandonado. El punto de vista de Eddington, análogamente, está a merced de los físicos experimentales, que pueden, en cualquier momento, descubrir leyes que regulen la conducta de los átomos individuales. Es muy atrevido el pretender erigir un edificio sobre una base de ignorancia, que puede ser sólo momentánea. Y los efectos de este procedimiento son necesariamente malos, ya que hacen concebir esperanzas a los hombres de que no se harán nuevos descubrimientos.

Hay, además, una objeción puramente empírica a la creencia en el libre albedrío. Siempre que ha sido posible someter la conducta de los animales o de los seres humanos a una observación científica cuidadosa, se ha encontrado, como en los experimentos de Pavlov, que las leyes científicas pueden descubrirse en todos esos seres como en cualquier otra esfera. Es cierto que no podemos predecir las acciones humanas con perfección; pero esto se explica suficientemente teniendo en cuenta la complicación del mecanismo, y no exige en modo alguno la hipótesis de una carencia absoluta de ley, que ha resultado siempre falsa cuando se ha examinado cuidadosamente.

Los que desean la existencia del capricho en el mundo físico, me parece a mí que no han logrado comprender lo que esto supondría. Toda deducción respecto a la marcha de la naturaleza es causal, y si la naturaleza no está sujeta a leyes causales, tiene que fracasar dicha deducción. No podemos, en ese caso, saber nada fuera de nuestra experiencia personal; en realidad, rigurosamente hablando, sólo podemos conocer nuestra experiencia en el momento presente, ya que la memoria también depende de leyes causales. Si no podemos inferir la existencia de otra gente, o de nuestro propio pasado, mucho menos podremos inferir la existencia de Dios o de las otras cosas que los teólogos desean. El principio de causalidad puede ser verdadero o falso; pero la persona que se alegra de encontrar la hipótesis de su falsedad no acaba de comprender las consecuencias de su propia teoría. Ordinariamente conserva, sin discusión, todas las leyes causales que juzga conveniente, como, por ejemplo, que su alimento le nutrirá y que su Banco hará honor a sus cheques, mientras tenga fondos en su cuenta corriente; pero rechaza todas las que le parecen inconvenientes. Éste es un procedimiento demasiado ingenuo.

No hay, en realidad, ninguna razón de peso para suponer que la conducta de los átomos no está sujeta a ley. Sólo muy recientemente los métodos experimentales han sido capaces de arrojar alguna luz sobre la conducta de los átomos individuales, y no tiene nada de particular que las leyes de esta conducta no hayan sido aún descubiertas. El probar que una serie dada de fenómenos no está sujeta a leyes es esencial y teóricamente imposible. Lo más que se puede afirmar es que las leyes, si existen, no han sido aún descubiertas. Podemos decir, si lo preferimos, que los hombres que han estado investigando el átomo son tan listos que debieran haber descubierto las leyes, si existiese alguna. No creo, sin embargo, que ésta sea una premisa suficientemente sólida para basar en ella una teoría del universo.

2) Dios como matemático. —Sir Arthur Eddington deduce la religión del hecho de no obedecer los átomos a las leyes de las matemáticas. Sir James Jeans la deduce del hecho de hacerlo. Ambos argumentos han sido aceptados con el mismo entusiasmo por los teólogos, que sostienen, al parecer, que la exigencia de consecuencia pertenece a la razón fría, y no debe interferir con nuestros sentimientos religiosos más profundos.

Hemos examinado el argumento de Eddington, desde el punto de vista de los saltos atómicos. Examinemos ahora el argumento de Jeans desde el punto de vista del enfriamiento de las estrellas. El Dios de Jeans es platónico. No es, según nos dice, un biólogo o un ingeniero, sino un matemático puro (El Universo Misterioso, pág. 134). Confieso mi preferencia por este tipo de Dios, más que por el que es conocido como hacedor de grandes cosas; pero ello es, sin duda, porque prefiero el pensar a la acción. Esto sugiere la idea de un tratado que se ocupe de la influencia del tono muscular en la teología. El hombre cuyos músculos están tensos cree en un Dios de acción, mientras el hombre cuyos músculos están relajados cree en un Dios de pensamiento y contemplación. Sir James Jeans, seguro, sin duda, de sus propios argumentos teísticos, no es muy lisonjero con los de los evolucionistas. Su libro El Universo Misterioso comienza con una biografía del Sol, que casi se podría decir que es un epitafio. Parece que una sola estrella entre cien mil tiene planetas, y que hace unos doscientos mil años el Sol tuvo la buena fortuna de tener un encuentro fructífero con otra estrella, que condujo a la descendencia planetaria existente. Las estrellas que no tienen planetas no pueden producir la vida, de modo que la vida debe ser un fenómeno muy raro en el universo. «Parece increíble —dice sir James Jeans— que el universo pueda haber sido originariamente proyectado para producir vida como la nuestra: si hubiese sido así, seguramente podíamos haber esperado encontrar una proporción mejor entre la magnitud del mecanismo y la cantidad del producto». Y aun en este raro rincón del universo, la posibilidad de vida existe sólo durante un intermedio entre el tiempo demasiado cálido y el tiempo demasiado frío. «Es una tragedia de nuestra raza que esté destinada probablemente a morir de frío, mientras la mayoría de la sustancia del universo permanece aún demasiado caliente para aprovecharse de ella». Los teólogos que arguyen como si la vida humana fuese el fin de la creación parecen estar tan deficientes en astronomía como excesivos en la estimación de sí mismos y de sus compañeros las criaturas. No intentaré resumir los admirables capítulos de Jeans sobre la física moderna, la materia y radiación, relatividad y éter; son tan compendiados como puede desearse, y ningún extracto daría buena cuenta de ellos. Citaré, sin embargo, el propio sumario del profesor Jeans para despertar el apetito del lector:

«En resumen, una burbuja de jabón con irregularidades y arrugas en su superficie es quizá la mejor representación, con términos sencillos y familiares, de cómo el nuevo universo se revela a nosotros en la teoría de la relatividad. El universo no es el interior de la burbuja de jabón, sino su superficie, y debemos siempre recordar que mientras la superficie de la burbuja de jabón tiene sólo dos dimensiones, el universo-burbuja tiene cuatro —tres dimensiones para el espacio y una para el tiempo—. Y la sustancia en la que es soplada esta burbuja, la película de jabón, es espacio vacío, unido homogéneamente con tiempo vacío».

El último capítulo del libro se ocupa de argüir que esta burbuja de jabón ha sido soplada por una Deidad matemática, por su interés hacia las propiedades matemáticas. Esta parte ha agradado a los teólogos. Los teólogos se han acostumbrado a agradecer pequeñas mercedes, y no les importa mucho qué clase de Dios les proporciona el hombre de ciencia, siempre que les dé uno por lo menos. El Dios de sir James Jeans, como el de Platón, es un Dios que tiene pasión por hacer sumas; pero, siendo un matemático puro, es del todo indiferente respecto a aquello a que se refieren las sumas. Haciendo preceder su argumento por una ración de física difícil y reciente, el eminente autor logra darle un aire de profundidad que de otro modo no poseería. En esencia, el argumento es como sigue: puesto que dos manzanas juntas con otras dos manzanas hacen cuatro manzanas, se deduce que el Creador debe de haber sabido que dos y dos son cuatro. Podría objetarse que, ya que un hombre y una mujer juntos, a veces hacen tres, el Creador no estaba tan versado en sumas como fuera de desear. Hablando en serio: sir James Jean retrocede explícitamente a la teoría del obispo Berkeley, según la cual las únicas cosas que existen son los pensamientos; y la casi permanencia que observamos en el mundo externo es debido al hecho de que Dios prosigue pensando sobre las cosas durante mucho tiempo. Los objetos materiales, por ejemplo, no cesan de existir cuando ningún ser humano los mira, porque Dios está mirándolos todo el tiempo, o, más bien, porque son pensamientos de su mente en todo momento. «El universo —dice— puede ser descrito mejor, aunque muy imperfecta e inadecuadamente, como compuesto de puro pensamiento, ejercido por un pensador matemático». Un poco después nos enteramos de que las leyes que gobiernan los pensamientos de Dios son aquéllas que gobiernan los fenómenos de nuestras horas de vigilia, pero no aparentemente las de nuestros sueños.

El argumento no está establecido con la precisión formal que sir James Jeans exigiría en un asunto que no tuviese relación con sus emociones. Aparte de los detalles, tiene el defecto de contener un error fundamental, al confundir los dominios de las matemáticas puras y aplicadas. Las matemáticas puras no dependen para nada de la observación; tienen relación con símbolos y con la demostración de tener el mismo significado las diferentes colecciones de símbolos. A causa de este carácter simbólico, pueden ser estudiadas sin la ayuda del experimento. La física, por el contrario, por muy matemática que se haga, depende enteramente de la observación y del experimento; lo que quiere decir, en último término, de la percepción de los sentidos. El matemático se ocupa de toda clase de matemáticas, pero sólo alguna de éstas es útil al físico. Y lo que el físico afirma cuando emplea las matemáticas es algo totalmente diferente de lo que asevera el matemático puro. El físico afirma que los símbolos matemáticos que emplea pueden ser utilizados para la interpretación, coligación y predicción de las impresiones de los sentidos. Por muy abstracto que se haga su trabajo, nunca pierde su relación con la experiencia. Se ha encontrado que las fórmulas matemáticas pueden expresar ciertas leyes que gobiernan el mundo que observamos. Jeans arguye que el mundo debe haber sido creado por un matemático, por el placer de ver estas leyes realizándose. Si alguna vez hubiese intentado exponer formalmente su argumento, no dudo que habría visto lo falso que es. En primer lugar, parece probable que cualquier mundo, no importa cuál, podría ser puesto por un matemático de suficiente habilidad dentro del alcance de leyes generales. Si esto es así, el carácter matemático de la física moderna no es un hecho del mundo, sino meramente un tributo a la habilidad del físico. En segundo lugar, si Dios fuese un matemático puro, tan puro como su caballeroso campeón supone, no hubiese deseado dar una existencia externa grosera a sus pensamientos. El deseo de trazar curvas y hacer modelos geométricos pertenece a la etapa escolar de la niñez, y, sin embargo, es este deseo el que sir James Jeans atribuye a su Hacedor. El mundo, nos dice, se compone de pensamientos, de los que hay tres grados: los pensamientos de Dios, los pensamientos de los hombres cuando están despiertos y los pensamientos de los hombres cuando están, dormidos y han tenido ensueños. No se llega a ver lo que las dos últimas especies de pensamientos añaden a la perfección del universo, ya que, sin duda, los pensamientos de Dios son los mejores, y no se percibe en modo alguno lo que pueda ganarse en crear tanta estupidez. Una vez conocí a un teólogo ortodoxo, muy erudito, que me dijo que, como resultado de largo estudio, había llegado a comprender todo, excepto el por qué Dios creó al mundo. Recomiendo este acertijo a la atención de sir James Jeans, y espero que confortará a los teólogos ocupándose de él en fecha no distante.

3) Dios como Creador. —Una de las más serias dificultades con que lucha la ciencia en el momento actual es la que se deriva del hecho de aparecer el universo en decadencia. Existen, por ejemplo, los elementos radiactivos en el mundo. Estos están desintegrándose perpetuamente en elementos menos completos, y no se conoce el proceso por medio del cual puedan ser reconstituidos. Este, sin embargo, no es el aspecto más importante o difícil en la decadencia del mundo. Aunque no conocemos ningún proceso natural por medio del cual elementos complejos sean reconstituidos con otros más sencillos, podemos imaginarnos tal proceso, y es posible que se esté verificando en alguna parte. Pero cuando llegamos a la segunda ley de la termodinámica encontramos una dificultad más fundamental.

La segunda ley de la termodinámica afirma, dicho con términos vulgares, que las cosas abandonadas a sí mismas tienden a embrollarse y no vuelven por sí solas a ponerse en orden de nuevo. Parece que en cierta época pasada el universo estaba muy ordenado, y cada cosa se hallaba en su sitio adecuado; pero desde entonces se ha ido desordenando más y más, hasta el punto de que sólo un remedio heroico puede restaurarlo a su orden primitivo. En su forma original, la segunda ley de la termodinámica afirma algo mucho menos general, a saber: que cuando hay una diferencia de temperatura entre dos cuerpos próximos, el más caliente se enfría y el más frío se calienta, hasta que ambos alcanzan una temperatura igual. En esta forma, la ley afirma un hecho familiar a todo el mundo: si se sostiene en el aire una varilla puesta al rojo, ésta se enfriará, mientras el aire de su alrededor se calentará. Pero la ley adquirió bien pronto un significado mucho más general. Las partículas de los cuerpos muy calientes están en movimiento muy rápido, mientras las de los cuerpos fríos se mueven más despacio. A la larga, cuando una serie de partículas moviéndose despacio se encuentran juntas en la misma región, las rápidas chocan con las lentas, hasta que ambas series adquieren velocidades iguales. Una verdad similar se aplica a todas las formas de energía. Siempre que haya mucha cantidad de energía en una región y muy poca en una región vecina, la energía tenderá a trasladarse de una región a otra, hasta que se establezca la igualdad. Este proceso total puede describirse como una tendencia hacia la democracia. Bien se ve que éste es un proceso irreversible y que en el pasado la energía debe haber estado más desigualmente distribuida que lo está ahora. En vista del hecho de que el universo material es considerado ahora como finito, y que consiste en un número definido, aunque desconocido, de electrones y protones, hay un límite teórico al posible amontonamiento de energía en algunos sitios en oposición a otros. A medida que investigamos la marcha del mundo, retrocediendo en el tiempo, llegamos, después de un número finito de años, a un estado del mundo que pudo no haber sido precedido por ningún otro, si la segunda ley de la termodinámica fuese entonces válida. Este estado inicial del mundo sería aquel en que la energía estuviese distribuida tan desigualmente como sea posible. Como Eddington dice:[5.1]

La dificultad de un pasado infinito es desconcertante. Es inconcebible que seamos los herederos de un tiempo infinito de preparación; no es menos inconcebible el que haya habido un momento sin ningún momento que le precediese.

Este dilema del comienzo del tiempo nos hubiera atormentado más, si no hubiese sido por otra dificultad abrumadora que se interpone entre nosotros y el pasado infinito. Hemos estado estudiando la decadencia del universo; si nuestras opiniones son ciertas, hay algún punto entre el comienzo del tiempo y el día actual, en que debemos colocar el universo naciente.

Retrocediendo en el pasado, encontramos un mundo con más organización cada vez. Si no hay barrera que nos detenga, debemos alcanzar un momento en que la energía del mundo esté del todo organizada, sin ningún elemento de azar en ella. Es imposible retroceder más allá con el presente sistema de ley natural. Creo que la frase «del todo organizada» es aplicable a la cuestión. La organización a que nos referimos es exactamente definible, y hay un límite en el cual se hace perfecta. No hay series infinitas de estados con organizaciones cada vez más perfectas, ni tampoco creo que el estado límite sea tal, que se alcance cada vez con más lentitud. La organización completa no tiende a ser más inmune a las pérdidas que la organización incompleta.

No hay duda que el sistema de la física, tal como ha subsistido los últimos tres cuartos de siglo, exige una fecha en la que, o bien las entidades del universo fuesen creadas en un estado de alta organización, o las entidades preexistentes estuviesen dotadas de aquella organización que han estado derrochando continuamente desde entonces. Además, es admisible que esta organización sea la antítesis del azar. Es algo que no puede ocurrir fortuitamente.

Esto ha sido utilizado por largo tiempo como un argumento en contra de un materialismo demasiado agresivo. Ha sido citado como prueba científica de la intervención del Creador en una época no infinitamente apartada de la nuestra. Pero no defiendo que deduzcamos de ello conclusiones demasiado temerarias. Los científicos y los teólogos deben considerar a la par como algo tosca la candorosa doctrina teológica que (convenientemente disfrazada) se encuentra en la actualidad en todos los libros de termodinámica, a saber: que hace algunos billones de años, Dios formó el universo material, y desde entonces lo abandonó a su suerte. Esto debería ser mirado como la hipótesis de trabajo de la termodinámica más que como su declaración de fe. Como científico, no creo que el presente estado de cosas se pusiese en marcha de repente; prescindiendo de la ciencia, no me inclino tampoco a aceptar la sobreentendida discontinuidad en la Divina naturaleza. Pero no puedo presentar ninguna propuesta para salir del callejón sin salida.

Por este pasaje se ve que Eddington no deduce un acto definido de creación por un Creador. Su única razón para no deducirlo es que no le gusta la idea. El argumento científico que lleva a la conclusión que desecha es mucho más sólido que el argumento en favor del libre albedrío, ya que el uno está basado en la ignorancia, mientras el que estamos considerando está basado en el conocimiento. Esto ilustra el hecho de que las conclusiones teológicas sacadas por los científicos de su ciencia son únicamente las de su agrado, y no aquellas que ni su apetito de ortodoxia les permite tragar, aunque el argumento las justifique. Creo que debemos admitir que hay mucho más que decir sobre la opinión de haber tenido el universo un principio en el tiempo en un período no infinitamente remoto, que sobre cualquiera de las otras conclusiones teológicas que los hombres de ciencia nos han incitado recientemente a admitir. El argumento no tiene certeza demostrativa. La segunda ley de la termodinámica puede no haberse aplicado en todos los tiempos y lugares, o podemos estar equivocados al juzgar el universo finito en el espacio; pero es aceptable, y juzgo que debemos aceptar provisionalmente, la hipótesis de haber tenido el mundo un principio en una fecha definida aunque remota.

¿Debemos inferir de esto que el mundo fue hecho por un Creador? Ciertamente que no, si hemos de aceptar los cánones de una deducción científica válida. No hay razón alguna para que el universo no haya comenzado espontáneamente, excepto que parece extraño que así sucediera; pero no hay ley de naturaleza que impida que las cosas que nos parecen extrañas sucedan. Inferir un Creador es inferir una causa, y las inferencias causales son sólo admisibles, en ciencia, cuando proceden de leyes causales observadas. La Creación procedente de la nada es un suceso que no ha sido observado. No hay, por ello, mejor razón para suponer que el mundo fue engendrado por un Creador que para suponer que lo fue sin causa; una y otra suposición contradicen las leyes causales que podemos observar.

Ni existe, en lo que se me alcanza, ningún consuelo especial en la hipótesis de haber sido hecho el mundo por un Creador. Lo haya sido o no, subsiste donde está. Si alguien tratase de venderle a uno una botella de vino muy malo, no se la aceptaría mejor por saber que había sido hecho en un laboratorio y no con zumo de uva. Análogamente, no veo qué alegría pueda derivarse de la suposición de haber sido este desagradable universo hecho a propósito.

Algunas personas —entre las que no está incluida Eddington— encuentran consuelo en el pensamiento de que, si Dios hizo el mundo, Él lo volverá a renovar cuando se haya descompuesto del todo. Por mi parte, no comprendo cómo un proceso desagradable puede resultar menos desagradable por la reflexión de que ha de ser repetido indefinidamente. Sin duda será porque me falta el sentimiento religioso.

El argumento puramente intelectual en este asunto es muy sencillo: ¿está el Creador sujeto a las leyes de la física o no? Si no lo está, no puede ser deducido de los fenómenos físicos, ya que ninguna ley física causal puede conducir a Él; si lo está, deberemos aplicarle la segunda ley de la termodinámica y suponer que Él también tuvo que ser creado en algún período remoto. Pero en este caso ha perdido su razón de ser. Es curioso que no sólo los físicos, sino también los teólogos, parezcan encontrar algo nuevo en los argumentos de la física moderna. Los físicos no es fácil que conozcan la historia de la teología, pero los teólogos deberían saber que los modernos argumentos son todos reproducciones de otros empleados en épocas anteriores. El argumento de Eddington sobre el libre albedrío y el cerebro es, como vimos, muy parecido al de Descartes. El argumento de Jeans es una mezcla del de Platón y el de Berkeley, y no tiene más justificación en física que tuvo en la época de cualquiera de esos filósofos. El argumento de que el mundo debe de haber tenido un comienzo en el tiempo fue establecido con gran claridad por Kant, quien, sin embargo, lo suplementa con un argumento igualmente poderoso para probar que el mundo no tuvo comienzo en el tiempo. Nuestra época se ha hecho vanidosa con la multitud de nuevos descubrimientos e invenciones; pero en el reino de la filosofía está mucho menos adelantada de lo que ella se imagina.

En nuestros días se oye hablar mucho del materialismo a la antigua y de su refutación por la física moderna. Es evidente que ha habido un cambio en la técnica de la física. En días pretéritos, digan lo que quieran los filósofos, la física procedía técnicamente sobre la hipótesis de consistir la materia en pequeñas masas duras. Ahora no piensa así. Pero pocos filósofos creyeron nunca en las pequeñas masas duras en fecha posterior a Demócrito. Berkeley y Hume no creían en ellas, ni tampoco Leibniz, Kant y Hegel. El propio Mach, físico también, enseñó una doctrina completamente diferente; y todo científico, con algo de tintura filosófica, estaba dispuesto a admitir que las pequeñas masas duras no son sino un artificio técnico. En ese sentido, el materialismo está muerto. Pero en otro y más importante sentido está más vivo que nunca. La cuestión importante no es si la materia consiste en pequeñas masas duras o en otra cosa, sino si la marcha de la naturaleza está determinada por las leyes de la física. El progreso de la biología, fisiología y psicología ha hecho más probable que nunca que los fenómenos naturales estén regidos por las leyes de física; y éste es el punto importante. Para probar este punto, sin embargo, debemos considerar algo de lo que dicen los que se ocupan de la ciencia de la vida.

4) Teología evolucionista. —La evolución, cuando apareció, fue considerada como hostil a la religión, y aún lo es para los fundamentalistas. Pero se ha creado una escuela completa de apologistas, que ven en la evolución la prueba de un plan divino, desarrollándose lentamente a través de las edades. Algunos colocan este plan en la mente del Creador, mientras otros lo consideran como inmanente en los oscuros esfuerzos de los organismos vivientes. Con la primera opinión realizamos el propósito de Dios; con la otra, realizamos el nuestro. Como todas las cuestiones opinables, la cuestión del fin de la evolución se ha enredado en una masa de detalles. Cuando hace tiempo Huxley y Mr. Gladstone debatieron la verdad de la religión cristiana en las páginas de la revista Nineteenth Century, esta publicación derivó la cuestión a saber si los cerdos de Gerasa habían pertenecido a un judío o a un gentil, pues en el último caso, y no en el primero, su destrucción suponía una intervención injustificable en la propiedad privada. Similarmente, la cuestión de la finalidad en la evolución viene mezclada con las costumbres de la amófila, la conducta de los erizos de mar, cuando se les vuelve del revés, y los hábitos acuáticos o terrestres del ajolote. Pero tales cuestiones, por graves que sean, deben dejarse a los especialistas.

Al pasar de la física a la biología se percibe una transición de lo cósmico a lo menudo. En física y astronomía nos ocupamos del universo en grande, y no sólo de aquel rincón del mismo en que da la coincidencia que vivimos. Desde un punto de vista cósmico, la vida es un fenómeno muy poco importante; muy pocas estrellas tienen planetas; muy pocos planetas pueden soportar la vida. La vida, aun en la tierra, pertenece sólo a una pequeña proporción de la materia próxima a la superficie de la tierra. Durante la mayor parte de la existencia pasada de la tierra, ésta estuvo demasiado caliente para soportar la vida; durante la mayor parte de su existencia futura estará demasiado fría. No es de ningún modo imposible que no haya vida en este momento en algún sitio del universo, además de la tierra; pero si, admitiendo una opinión muy liberal, suponemos que haya repartidos por el espacio algunos cientos de miles de otros planetas en los que exista la vida, debe aún admitirse que la materia viva constituye una pobre meta si se la considera como el fin de toda la creación.

Hay algunas personas a quienes les gustan las largas y penadas anécdotas, con tal de que tengan «punta»; imaginad una anécdota mucho más larga que la más larga que hayáis oído jamás y con la «punta» más breve, y tendréis la fiel imagen de las actividades del Creador, según los biólogos. Además, la «punta» de la anécdota, una vez que llega, resulta casi indigna de tan largo prólogo. Admito de buena gana que hay mérito en la cola de la zorra, en el canto del ruiseñor, o en los cuernos del rebeco. Pero no es a estas cosas a las que se dirige la teología evolucionista; es al alma del hombre. Desgraciadamente, no existe árbitro imparcial para decidir sobre los méritos de la raza humana; pero, por mi parte, cuando contemplo sus bombas atómicas, sus investigaciones en la guerra bacteriológica, sus bajezas, crueldades y opresiones, la considero harto poco brillante para ser considerada como la joya suprema de la creación. Pero dejemos esta cuestión.

¿Hay algo en el proceso de la evolución que exija la hipótesis de una finalidad, ya sea inmanente o trascendente? Ésta es la cuestión capital. Para quien no sea biólogo es difícil hablar de esta cuestión sin que surja la duda. Por mi parte, no estoy en absoluto convencido por los argumentos que he oído en favor de la finalidad.

La conducta de los animales y las plantas es en conjunto tal, que permite observar ciertos resultados que el biólogo observador interpreta como la finalidad de la conducta. En el caso de las plantas, está dispuesto a conceder en general, de buena gana, que esta finalidad no es tomada en consideración conscientemente por el organismo; pero eso sólo vale cuando lo que desea es probar que es la finalidad de un Creador. Me declaro, sin embargo, del todo incapaz de comprender por qué un Creador inteligente haya de tener los fines que debemos atribuirle, si realmente ha proyectado todo lo que sucede en el mundo de la vida orgánica. Ni tampoco el progreso de la investigación científica proporciona ninguna prueba de que la conducta de la materia viva esté gobernada por otra cosa distinta que por las leyes de la física y de la química. Tomemos, por ejemplo, el proceso de la digestión. El primer paso en este proceso es la captura del alimento. Esto ha sido estudiado cuidadosamente en muchos animales, y en particular en los pollos. Los pollos recién nacidos tienen un reflejo que les incita a picar en todo objeto que tenga una forma más o menos parecida a la de los granos comestibles. Después de algunas experiencias, este reflejo incondicionado se transforma en reflejo condicionado por un procedimiento similar al estudiado por Pavlov. Lo mismo se observa en los niños, que chupan no sólo el pecho de la madre, sino todo lo que físicamente es susceptible de ser chupado; tratan de extraer alimento de los hombros, manos y brazos. Sólo después de unos meses de experiencia aprenden a limitar al pecho sus esfuerzos en busca de alimentación. El acto de mamar en los niños es al principio un reflejo incondicionado y de ningún modo inteligente. Depende su éxito de la habilidad de la madre. El mascar y tragar son al principio reflejos incondicionados, aunque con la experiencia se hacen condicionados. El proceso químico que sufre el alimento en varios estadios de la digestión ha sido minuciosamente estudiado, y ninguno de ellos requiere la invocación de ningún principio vital peculiar.

Si nos fijamos en la reproducción, que aunque no es universal en todo el reino animal, es, no obstante, una de sus más interesantes peculiaridades, no existe nada en este proceso que pueda en puridad llamarse misterioso. No quiero decir que todo esté bien comprendido, sino que los principios mecánicos han explicado la reproducción lo bastante para suponer con probabilidad que, con el tiempo, lo explicarán todo. Jacob Loeb, hace veinte años, descubrió el medio de fertilizar un huevo sin la intervención de un espermatozoide. Resume el resultado de sus experimentos y los de otros investigadores como sigue: «Por tanto, podemos afirmar que la imitación completa del efecto de desarrollo del espermatozoide por ciertos agentes fisicoquímicos ha sido realizada».[5.2]

Pasemos a la cuestión de la herencia, que está íntimamente asociada con la de reproducción. El estado actual del conocimiento científico, respecto a este asunto, lo ha puesto de manifiesto muy hábilmente el profesor Hogben en su libro La naturaleza de la materia viviente, especialmente en el capítulo sobre la concepción atomística del parentesco. En este capítulo, el lector puede aprender todo lo que el profano necesita saber sobre la teoría mendeliana, los cromosomas, etc. No comprendo cómo hay alguien que, en vista de lo que ahora se sabe sobre estos asuntos, sostenga que hay en la teoría de la herencia algo que exija que nos inclinemos ante el misterio. El estado experimental de la embriología es aún reciente, y, sin embargo, ha conseguido ya notables resultados: ha demostrado que la concepción de organismo que ha dominado en la biología no es tan rígida como se había supuesto.

El injertar un ojo de renacuajo de salamandra en la cabeza de otro individuo es ahora una cosa corriente en la embriología experimental. Ahora se fabrican en el laboratorio lagartijas acuáticas de cinco piernas y dos cabezas.[5.3]

Pero todo esto —podrá decir el lector— concierne sólo al cuerpo; ¿qué hemos de decir referente al espíritu? Respecto a esto, la cuestión no es tan sencilla. Se observa, primeramente, que los procesos mentales de los animales son puramente hipotéticos, y que el estudio científico de los animales se limita a su conducta y a sus procesos físicos, ya que éstos son los únicos observables. No quiero dar a entender que neguemos que los animales tengan espíritu; sólo quiero decir que, en cuanto científicos, no debemos decir nada sobre sus espíritus, en un sentido o en otro. Es un hecho positivo que la conducta de sus cuerpos aparece como causalmente contenida en sí misma, en el sentido de que su explicación no exige, en ningún caso, la intervención de alguna entidad no observable, que pudiéramos llamar espíritu. La teoría de los reflejos condicionados explica satisfactoriamente todos aquellos casos en que antes se pensaba que era esencial una causa espiritual para explicar la conducta del animal. Si consideramos los seres humanos, nos sentimos incluso capaces de explicar la conducta de los cuerpos en base a la suposición de no haber agente extraño llamado espíritu que actúe sobre ellos. Pero, en el caso de los seres humanos, esta afirmación es mucho más discutible que en el caso de otros animales; tanto porque la conducta de los seres humanos es más compleja como porque sabemos, o creemos saber, que poseemos espíritu. No hay duda de que conocemos algo sobre nosotros mismos, que se expresa comúnmente diciendo que poseemos espíritu; pero, como ocurre a menudo, aunque sabemos algo, es muy difícil decir lo que sabemos. Más especialmente difícil es demostrar que las causas de nuestra conducta corporal no son puramente físicas. Del examen de nuestro interior parece deducirse la existencia de algo llamado voluntad, que origina aquellos movimientos que llamamos voluntarios. Es posible, sin embargo, que dichos movimientos tengan una cadena completa de causas físicas respecto a la cual la voluntad (sea lo que sea) es concomitante. O quizá, puesto que la materia que considera la física no es ya materia en el antiguo sentido, pueda suceder que lo que llamamos nuestros pensamientos sean ingredientes de los complejos con que nuestros físicos han reemplazado la antigua concepción de la materia. El dualismo de espíritu y materia es anticuado: la materia se ha hecho más parecida al espíritu, y el espíritu se ha acercado más a la materia de lo que parecía posible en una etapa anterior de la ciencia. Tendemos a suponer que lo que realmente existe es algo intermedio entre las bolas de billar del materialismo anticuado y el alma de la antigua psicología.

Sin embargo, debemos hacer una importante distinción. Existe, por un lado, la cuestión respecto a la clase de materia prima de que esté hecho el mundo, y por otro lado, la cuestión respecto a su esqueleto causal. La ciencia ha sido, desde su origen, aunque no exclusivamente al principio, una forma de lo que puede llamarse pensamiento-poder; esto es, se ha dedicado a analizar lo que causa los procesos que observamos, más que a analizar los ingredientes de que están compuestos. El esquema sumamente abstracto de la física da, al parecer, el esqueleto causal del mundo, dejando aparte todo el color, toda la variedad e individualidad de las cosas que componen el mundo. Al sugerir que el esqueleto causal proporcionado por la física es, en teoría, adecuado para dar las leyes causales, que rigen la conducta de los cuerpos humanos, no queremos decir que esta abstracción enuncie nada sobre el contenido de la mente humana. Las bolas de billar del materialismo pasado de moda eran demasiado concretas y sensibles para ser admitidas en la armadura de la física moderna; pero lo mismo sucede con nuestros pensamientos. La variedad concreta del mundo actual parece ser poco importante cuando investigamos estos procesos causales. Tomemos un ejemplo: el principio de la palanca es sencillo y se comprende fácilmente. Depende sólo de las posiciones relativas de la palanca, de la fuerza y de la resistencia. Puede suceder que la palanca empleada esté cubierta de pinturas exquisitas por un pintor de genio; aunque éstas pueden ser de más importancia desde el punto de vista emocional que las propiedades mecánicas de la palanca, no afectan en ningún modo a dichas propiedades, y pueden omitirse en el informe de lo que la palanca hace. Así sucede con el mundo. El mundo, tal como lo percibimos, está lleno de una rica variedad; una es bonita, otra fea; una nos parece buena, otra mala. Pero todo esto no tiene nada que ver con las propiedades puramente causales de las cosas, y de estas propiedades es de lo que se ocupa la ciencia. No pretendo afirmar que si conociésemos estas propiedades completamente tendríamos un conocimiento completo del mundo, pues su variedad concreta es un objeto de conocimiento igualmente legítimo. Lo que quiero decir es que la ciencia es aquella clase de conocimiento que proporciona una inteligencia causal, y que esta clase de conocimiento puede con toda probabilidad ser completada, aun cuando se refiera a seres vivientes, sin tomar en consideración más que sus propiedades físicas y químicas. Al decir esto, afirmamos más de lo que se puede decir al presente con alguna certeza; pero el trabajo que se ha hecho en tiempos recientes en psicología bioquímica, embriología, mecanismo de la sensación y otras materias, sugiere irresistiblemente la verdad de nuestra conclusión.

Una de las mejores exposiciones de la opinión de un biólogo con creencias religiosas se encuentra en la Evolución Repentina (1923), de Lloyd Morgan, y en Vida, Mente y Espíritu (1926). Lloyd Morgan cree que existe un Divino Propósito, que es la razón fundamental de la marcha de la evolución y más especialmente de lo que él llama «evolución repentina o emergente». La definición de ésta, si la comprendo bien, es como sigue: ocurre a veces que una colección de objetos, dispuestos según un modelo determinado, tendrán una nueva propiedad que no pertenece a los objetos aislados y que no puede, por lo que colegimos, ser deducida de sus diversas propiedades juntamente con la manera como están dispuestos. Considera que hay ejemplos del mismo género aun en el reino inorgánico. El átomo, la molécula y el cristal tendrán todos propiedades que, si entiendo bien a Lloyd Morgan, éste considera como no deducibles de las propiedades de sus constituyentes. Lo mismo se aplica, en mayor grado, a los organismos vivientes y sobre todo a aquellos organismos superiores que poseen lo que llamamos mente. Nuestras mentes, dice, están asociadas con el organismo físico; pero no son deducibles de las propiedades de este organismo, considerado como un arreglo de átomos en el espacio. «La evolución repentina —afirma— es desde el principio al final una revelación y manifestación de lo que yo considero un Divino Propósito». Y sigue diciendo: «Muchos de nosotros, y yo entre ellos, llegamos a un concepto de actividad, con reconocimiento, como parte y parcela del Divino Propósito». Más adelante sostiene que el pecado no contribuye a la manifestación del Divino Propósito (pág. 288).

Sería más fácil ocuparse de esta opinión si se presentasen algunas razones a su favor. Pero, por lo que he podido deducir de las páginas del profesor Lloyd Morgan, éste considera que la doctrina se recomienda por sí misma, y no necesita ser demostrada con apelación a la inteligencia. No pretendo saber si la opinión del profesor Lloyd Morgan es falsa. Según éste, puede haber un Ser de infinito poder, que determina que los niños deben morir de meningitis, y la gente vieja de cáncer; estas cosas ocurren como consecuencia de la evolución. Si, por consiguiente, la evolución supone un Plan Divino estos acontecimientos deben de haber sido también planeados. Me he enterado de que el sufrimiento es enviado como purificación del pecado; pero encuentro difícil hacerme a la idea de que un niño de cuatro o cinco años pueda haber cometido tan grandes iniquidades como para merecer el castigo que experimentan no pocos niños, a los que nuestros teólogos optimistas pueden ver el día que quieran en los hospitales de niños. Por otra parte, me entero de que aunque el niño en sí no haya pecado muy gravemente, merece sufrir a causa de la maldad de sus padres. Sólo puedo decir que si éste es el sentido divino de la justicia, difiere del mío y que juzgo el mío superior. Si en verdad el mundo en que vivimos ha sido hecho conforme a un Plan, es cosa de considerar a Nerón como un santo, en comparación con el autor de dicho Plan. Afortunadamente, sin embargo, la evidencia de un Propósito Divino no existe; así, por lo menos, se infiere del hecho de no aducirse ninguna prueba por quienes creen en él. De ese modo, se nos ahorra la necesidad de tomar la actitud de odio impotente que todo hombre valeroso y humano se hubiese visto obligado a adoptar ante el tirano Todopoderoso.

Hemos pasado revista en este capítulo a diversas apologías de la religión hechas por eminentes hombres de ciencia. Hemos visto que Eddington y Jeans se contradicen uno a otro y que ambos contradicen a los teólogos biológicos; pero todos están conformes en que, en último recurso, la ciencia deberá abdicar ante lo que se llama el sentido religioso. Esta actitud es considerada por ellos mismos y por sus admiradores como más optimista que la del racionalista inflexible. Pero es, en realidad, lo opuesto: es el resultado del desaliento y pérdida de la fe. Hubo un tiempo en que la religión era creída con fervor ejemplar, cuando los hombres iban a las cruzadas y pugnaban por sobrepujarse en la intensidad de sus convicciones. Después de las guerras de religión, la teología perdió gradualmente este intenso arraigo en la mente de los hombres. Si algo la ha reemplazado, ha sido la ciencia. En nombre de la ciencia revolucionamos la industria, minamos la moral de la familia, esclavizamos las razas de color y nos exterminamos habilidosamente con gases venenosos. Algunos hombres de ciencia no ven con buenos ojos estos usos a que se aplica la ciencia. Aterrorizados y desmayados retroceden de la persecución obstinada y pura del conocimiento, y tratan de buscar refugio en las supersticiones de tiempos anteriores. Como dice el profesor Hogben:

La actitud apologética que tanto prevalece en la ciencia actual no es un resultado lógico de la introducción de nuevos conceptos. Está basada en la esperanza de restablecer creencias tradicionales, contra las cuales la ciencia luchó de un modo manifiesto en otro tiempo. Esta esperanza no es un producto accesorio del descubrimiento científico. Tiene sus raíces en la índole social de este período. Durante algunos años, las naciones de Europa abandonaron el ejercicio de la razón en sus relaciones mutuas. El juicio intelectual imparcial era deslealtad. La crítica de la creencia tradicional era traición. Los filósofos y hombres de la ciencia se inclinaban ante el inexorable decreto de la sugestión borreguil. El compromiso con la creencia tradicional llegó a ser el sello del buen ciudadano. La filosofía contemporánea tiene aún que encontrar un camino que la salve del desaliento intelectual, herencia de la guerra mundial.[5.4]

No es retrocediendo como encontraremos una salida para nuestras desazones. No es con recaídas perezosas en fantasías infantiles como encauzaremos en sus canales adecuados el nuevo poder que los hombres han conseguido por la ciencia; ni podrá el escepticismo filosófico aplicado a los fundamentos detener la marcha de la técnica científica en el mundo de los negocios. Los hombres necesitan una fe que sea robusta y real y no tímida y descorazonada. La ciencia no es en esencia sino la persecución sistemática del conocimiento, y el conocimiento, por mal uso que hagan de él los hombres, es en esencia bueno. El perder la fe en el conocimiento es perder la fe en la mejor de las capacidades del hombre; y por eso repito sin vacilación que el racionalista inflexible tiene una fe mejor y un optimismo más firme que cualquiera de los que buscan, tímidos, los consuelos pueriles de una edad menos adulta.