ES un hecho curioso que cuando justamente el hombre de la calle ha comenzado a creer del todo en la ciencia, el hombre de laboratorio ha comenzado a perder su fe en ella. Cuando yo era joven, la mayoría de los físicos no abrigaban la menor duda de que las leyes de la física nos proporcionan una información real sobre los movimientos de los cuerpos, y de que el mundo físico se compone realmente de las clases de entidades que aparecen en las ecuaciones de la física. Bien es verdad que los filósofos pusieron en duda esta opinión desde los tiempos de Berkeley; pero como su crítica no se aplicó nunca a ningún punto concreto en el campo de la ciencia, pudo ser ignorada por los científicos, y fue de hecho ignorada. Hoy día, el asunto es muy diferente; las ideas revolucionarias de la filosofía de la física han venido de los propios físicos y son el producto de experimentos cuidadosos. La nueva filosofía de la física es humilde y balbuciente, mientras la antigua filosofía era orgullosa y dictatorial. Es natural, a mi modo de ver, que cada hombre procure llenar el vacío dejado por la desaparición de la creencia en las leyes físicas lo mejor que pueda, y que utilice para este propósito cualquier retazo de creencia infundada que antes no había tenido ocasión de difundirse. Cuando decayó la robustez de la fe católica, en tiempos del Renacimiento, tendió a ser reemplazada por la astrología y la nigromancia; y de análoga manera debemos esperar que el decaimiento de la fe científica conduzca a una recrudescencia de las supersticiones precientíficas.
Mientras no tratamos de inquirir muy de cerca lo que realmente pretende el hombre de ciencia, parece que trata de obsequiarnos con un edificio de conocimiento cada vez más imponente. Este es el caso especial de la astronomía. La Vía Láctea, como todo el mundo sabe, se compone de todas las estrellas de nuestra vecindad. La luz recorre 300.000 km en un segundo; la distancia que recorre en un año se conoce con el nombre de año-luz; la distancia de la más cercana estrella es de unos tres años-luz; la de las más alejadas de la Vía Láctea es de unos mil años-luz. Los telescopios revelan muchos millares de sistemas de estrellas, análogos a la Vía Láctea, y además de éstos, un inmenso número de nebulosas. El universo resulta, pues, de un tamaño inmenso. Pero no se le supone infinito. Se supone, en cambio, que si se caminase suficientemente a lo largo de una línea recta, se volvería a la postre al punto de partida, como un barco que da la vuelta al mundo. Hay, sin embargo, alguna razón para pensar que el universo está continuamente creciendo, como una burbuja de jabón que se infla. Un astrónomo eminente, Arthur Haas, afirma que el universo, en una época no infinitamente remota, tenía un radio de 1.200 millones de años-luz; pero que este radio se duplica cada mil cuatrocientos millones de años, periodo de tiempo inferior a la edad de muchos minerales, para no hablar de los cálculos astronómicos de la edad del Sol (Nature, 7 de febrero de 1931). Esto es muy impresionante; pero los científicos no están de ningún modo persuadidos de que exista realidad objetiva alguna en las grandes cifras que manejan. No quiero decir con esto que no juzguen como verdaderas las leyes que enuncian; quiero dar a entender más bien que estas leyes son susceptibles de una interpretación que convierte los abismos del espacio astronómico en conceptos meramente auxiliares, que son útiles en los cálculos por medio de los cuales ligamos un suceso real con otro. Algunas veces parece como si los astrónomos considerasen que los únicos sucesos reales que han de llamar su atención fuesen las observaciones de los astrónomos.
El que desee saber cómo y por qué está decayendo la fe científica, no puede hacer nada mejor que leer las conferencias de Eddington tituladas La naturaleza del mundo físico. Aprenderá que la física está dividida en tres secciones. La primera contiene todas las leyes de la física clásica, tales como la conservación de la energía y la ley de la gravitación.
Todas éstas, según el profesor Eddington, se reducen sólo a convenciones para la medida; es verdad que las leyes establecidas son universales; pero también lo es la ley de que hay tres pies en una yarda, y no por eso da mucha información acerca del curso de la naturaleza. La segunda sección de la física se refiere a los grandes conjuntos y a las leyes de probabilidad. Aquí no tratamos de probar que tal o cual hecho es imposible, sino sólo que es enormemente improbable. La tercera sección de la física, que es la más moderna, es la teoría de los quanta, y ésta es la más perturbadora de todas, ya que parece mostrar que quizá la ley de causalidad, en que la ciencia creía hasta ahora implícitamente, no puede ser aplicada a los hechos de los electrones individuales. Diré unas cuantas palabras sobre cada una de estas tres materias, sucesivamente.
Comenzaré con la física clásica. La ley de Newton de la gravitación, como todo el mundo sabe, fue un poco modificada por Einstein, y la modificación ha sido comprobada experimentalmente. Pero si el punto de vista de Eddington es cierto, esta confirmación experimental no tiene la significación que se le atribuiría naturalmente. Después de tomar en consideración tres opiniones posibles sobre lo que la ley de gravitación afirma del movimiento de la Tierra alrededor del Sol, Eddington lanza una cuarta, según la cual «la Tierra marcha por donde quiere», es decir, que la ley de gravitación no nos dice absolutamente nada de cómo se mueve la Tierra. Admite que esta opinión es paradójica, pero dice:
«La clave de la paradoja está en que nosotros mismos, nuestras convenciones, el género de cosa que atrae nuestro interés, están mucho más comprometidos de lo que creemos en cualquier informe que demos sobre la manera de comportarse los objetos del mundo físico. Y así, un objeto, que visto a través de nuestro marco de convenciones parece conducirse de una manera muy especial y notable, visto con arreglo a otra serie de convenciones, parecería que no hace nada para merecer un comentario particular».
Debo confesar que juzgo muy difícil esta opinión; el respeto a Eddington me impide decir que es falsa; pero hay varios puntos en su argumento con los que no puedo transigir. Es claro que todas las consecuencias prácticas que deducimos de la teoría abstracta, como, por ejemplo, que percibiremos la luz del día a ciertas horas y no a otras, caen fuera del esquema de la física oficial, que nunca alcanza a nuestras sensaciones en modo alguno. No puedo menos de sospechar, sin embargo, que la física oficial es un poco demasiado oficial en las manos de Eddington y que no será imposible concederle un poco más de significación de la que tiene en su interpretación. Sea lo que fuere, es un signo importante de los tiempos que uno de los principales representantes de la teoría científica lance una opinión tan modesta.
Vengamos ahora a la parte estadística de la física que se refiere al estudio de los grandes agregados. Estos se comportan casi exactamente como se suponía que lo hacían antes de que se inventase la teoría de los quanta, por lo cual, respecto a ellos, la antigua física se aproxima mucho a la verdad. Hay, sin embargo, una ley de extremada importancia que es sólo estadística; ésta es la segunda ley de la termodinámica. Afirma, hablando grosso modo, que el mundo se hace cada vez más desordenado. Eddington pone como ejemplo lo que ocurre cuando se baraja un paquete de cartas. El paquete de cartas viene de la fábrica con las cartas dispuestas en el orden adecuado; después de haberlas barajado, han perdido su orden y es sumamente improbable que lo vuelvan a alcanzar, por mucho que se barajen. Este detalle es el que hace la diferencia entre el pasado y el futuro. En el resto de la teoría física se estudian procesos que son reversibles, esto es, que allí donde las leyes de la física demuestren que es posible para un sistema material pasar de un estado A en cierta época al estado B en otro, la transición opuesta será posible igualmente conforme a esas mismas leyes. Pero cuando actúa la segunda ley de la termodinámica, no sucede así. El profesor Eddington enuncia la ley del siguiente modo: «Cuando acontece algo que luego no puede ya ser deshecho, el caso se reduce a la introducción de un elemento de azar, análogo al introducido por el barajado de las cartas». Esta ley, contrariamente a la mayoría de las leyes de la física, se ocupa sólo de probabilidades. Volviendo al ejemplo de antes: es posible que si se baraja durante tiempo suficiente el paquete de cartas, éstas se coloquen por casualidad en el orden primitivo. Esto es muy improbable, pero es mucho menos improbable que la colocación ordenada por casualidad de muchos millones de moléculas. El profesor Eddington da el siguiente ejemplo: suponed dividida una vasija en dos partes iguales por un tabique, y que en una de las partes haya aire, mientras en la otra está hecho el vacío; si se abre una compuerta en el tabique, el aire se extiende por igual por toda la vasija. Pudiera suceder, por casualidad, que, en el futuro, las moléculas del aire, en la marcha de sus movimientos azarosos, se encontrasen de nuevo en la parte de la vasija en que estaban originariamente. Esto no es imposible; es sólo improbable, pero muy improbable. «Si dejo vagar al azar mis dedos por el teclado de una máquina de escribir, pudiera suceder que los tipos escribiesen una sentencia inteligible. Si un ejército de monos estuviese jugueteando con teclados de máquinas de escribir, podrían escribir todos los libros del Museo Británico. La probabilidad de que lo hagan así es decididamente más favorable que la probabilidad de que las moléculas vuelvan a una de las mitades de la vasija».
Hay un inmenso número de casos del mismo género. Por ejemplo, si se deja caer una gota de tinta en un vaso de agua clara, la tinta se difundirá gradualmente por toda la masa de agua. Pudiera suceder por casualidad que, a la larga, la tinta difundida se concentrase de nuevo en una gota; pero si esto sucediera, lo consideraríamos como un milagro. Cuando un cuerpo caliente y un cuerpo frío se ponen en contacto, todos sabemos que el cuerpo caliente se enfría y el frío se calienta hasta que los dos alcanzan la misma temperatura; pero esto es también una ley de probabilidad. Podría ocurrir que una cacerola llena de agua puesta al fuego se helase en vez de hervir, pues no está demostrado por ninguna de las leyes de la física que el hecho sea imposible; sólo la segunda ley de la termodinámica demuestra que es altamente improbable. Esta ley afirma, hablando en general, que el universo tiende hacia la democracia, y que cuando ha alcanzado este estado, es incapaz de hacer nada más. Parece que el mundo ha sido creado en un fecha remota, aunque no infinita; pero desde el momento de la creación se le ha ido gastando la cuerda sin cesar, y llegará a pararse finalmente para todos los fines prácticos, a no ser que se le dé cuerda de nuevo. Al profesor Eddington, por alguna razón, no le gusta la idea de que se le dé cuerda de nuevo, y prefiere pensar que el drama del mundo debe representarse una sola vez a pesar del hecho de que deba concluir en eones de aburrimiento, durante cuya aparición todo el auditorio se quede dormido gradualmente.
La teoría de los quanta, que se ocupa de los átomos individuales y de los electrones, está aún en un estado de rápido desarrollo y, probablemente, aún alejada de su forma final. En manos de Heisenberg, Schrödinger y compañía, se ha hecho más perturbadora y revolucionaria que lo fue nunca la teoría de la relatividad. El profesor Eddington expone su desarrollo reciente de una manera que está al alcance del lector no matemático; y por cierto, con gran maestría. Es profundamente perturbadora para los prejuicios que han gobernado la física desde el tiempo de Newton. Lo más doloroso, desde este punto de vista, es como ya dijimos antes, que arroja dudas sobre la universalidad de la causalidad; la opinión actual es la de que quizá los átomos tengan una cierta cantidad de libre voluntad, de suerte que su conducta, aun en teoría, no está enteramente sometida a ley. Además, algunas cosas que creemos determinadas, por lo menos en teoría, han cesado del todo de serlo. Existe lo que se llama el «principio de indeterminación», que dice que «una partícula puede tener posición o puede tener velocidad, pero no puede, en un sentido exacto, tener ambas»; esto es, que si usted sabe dónde se encuentra, no puede decir la velocidad con que se mueve, y si usted sabe la velocidad con que se mueve, no puede decir dónde se encuentra. Esto es contrario a la física tradicional, en que son fundamentales la posición y la velocidad. Sólo se puede ver un electrón cuando emite luz, y sólo emite luz cuando salta, de modo que para ver dónde está es preciso verlo desplazándose. Este hecho es interpretado por algunos autores como la bancarrota del determinismo físico; y es utilizado por Eddington en sus últimos capítulos para rehabilitar el libre albedrío.
El profesor Eddington procede a fundamentar conclusiones optimistas y agradables en la ignorancia científica que ha expuesto en páginas anteriores. Este optimismo está basado en el principio, consagrado por el tiempo, de que todo lo que no puede ser demostrado como falso debe ser supuesto verdadero, principio a todas luces erróneo. Si rechazamos este principio, es difícil de ver qué fundamento proporciona para la alegría la física moderna. Ésta nos dice que el mundo se está acabando, y aunque Eddington tenga razón no nos dice prácticamente nada más.
Como el propio sir Arthur Eddington ha señalado, hay en conjunto, a pesar de la evolución, que está introduciendo una organización creciente en un pequeño rincón del universo, una pérdida general de organización, que absorberá finalmente a la organización debida a la evolución. Al final, dice, todo el universo alcanzará el estado de desorganización completa, que será el fin del mundo. En esta etapa, el universo consistirá en una masa uniforme a una temperatura uniforme. Nada más sucederá, sino que el universo se hinchará gradualmente. Habla muy en favor de la alegría congénita de sir Arthur el hecho de que encuentre en esta perspectiva una base para el optimismo.
Desde un punto de vista pragmático o político, la cosa más importante respecto a dicha teoría de física es que, si se extiende, destruirá aquella fe en la ciencia que ha sido el único credo constructivo de los tiempos, modernos, y el origen prácticamente de todos los cambios para lo bueno y para lo malo. Los siglos XVIII y XIX tuvieron una filosofía de la ley natural, basada en Newton. Se suponía que la ley implicaba un legislador, aunque a medida que el tiempo avanzaba, esta suposición iba siendo menos subrayada. En todo caso, el universo estaba ordenado y podían pronosticarse sus fenómenos. Al averiguar las leyes de la naturaleza podíamos esperar manipular la naturaleza, y así la ciencia se hizo el origen del poder. Esta es aún la perspectiva de la mayoría de los hombres prácticamente activos; pero no es ya la de algunos hombres de ciencia. El mundo, según ellos, es un asunto más confuso de lo que sus predecesores de los siglos XVIII y XIX creían saber. Quizá el escepticismo científico, del que Eddington es un representante, conduzca, al final, al colapso de la era científica, como el escepticismo teológico del Renacimiento ha conducido gradualmente al colapso de la era teológica. Yo supongo que las máquinas sobrevivirán al colapso de la ciencia, así como los párrocos han sobrevivido al colapso de la teología; pero en uno y en otro caso dejarán de ser vistos con reverencia y temor.
¿Cómo, en estas circunstancias, ha de contribuir la ciencia a la metafísica? Los filósofos académicos han creído, desde la época de Parménides, que el mundo es una unidad. Esta opinión ha sido tomada de ellos por los clérigos y los periodistas, y su aceptación ha sido considerada como la piedra de toque de la sabiduría. La más fundamental de mis creencias es que esto es inadmisible. Creo que el universo es un enjambre de puntos y saltos, sin unidad, sin continuidad, sin coherencia ni orden, ni ninguna de las otras propiedades que las institutrices aman. En realidad, a la opinión de que no hay mundo sólo se oponen el prejuicio y la costumbre. Los físicos han propuesto recientemente opiniones que les hubieran conducido a estar conformes con las anteriores observaciones; pero se han apenado tanto de las conclusiones a que la lógica les hubiera conducido, que han abandonado la lógica por montones de teología. Cada día un nuevo físico publica un nuevo volumen piadoso para ocultar a los demás y a sí mismo el hecho de que en su capacidad científica ha sumergido al mundo en algo sin razón y sin realidad. Pongamos un ejemplo: ¿Qué debemos pensar del Sol? Acostumbraba ser la lámpara gloriosa del cielo, un dios de cabellera dorada, un ser adorado por los partidarios de Zoroastro, los aztecas y los incas. Hay alguna razón para creer que las doctrinas de Zoroastro inspiraron la cosmogonía heliocéntrica de Kepler. Pero ahora el Sol no es sino ondas de probabilidad. Si se pregunta qué es lo que es probable, o en qué océano se desplazan las ondas, el físico, por ejemplo Mad Hatter, replica: «Hemos hablado bastante de esto; cambiemos de tema». Si, a pesar de ello, se insiste acerca de él, dirá que las ondas figuran en sus fórmulas y que las fórmulas están en su cabeza; de lo cual no se debe inferir, sin embargo, que las ondas estén en su cabeza. Hablando ahora en serio: ese orden que nos parece percibir en el mundo exterior, sostienen muchos que es debido a nuestra pasión por empequeñecer las cosas, y afirman que es muy dudoso que existan hechos tales como las leyes de la naturaleza. Es una muestra curiosa de los tiempos que los apologistas religiosos acojan bien esta opinión. En el siglo XVIII acogieron bien el reino de la ley, porque pensaban que las leyes implican un legislador; pero los apologistas de hoy día parecen ser de opinión de que un mundo creado por una Deidad debe ser irracional, por la razón, al parecer, de que ellos mismos han sido hechos a la imagen de Dios.[4.2] La reconciliación de la ciencia con la religión, que los profesores proclaman y los obispos aclaman, se apoya, en efecto, aunque subconscientemente, en razones de otra especie distinta, y podría ser expuesta en el siguiente silogismo práctico: la ciencia depende de fundaciones, y las fundaciones están amenazadas por el bolchevismo; por consecuencia, la ciencia está amenazada por el bolchevismo; pero la religión está también amenazada por el bolchevismo; por lo tanto, la religión y la ciencia son aliadas. Se deduce, por consiguiente, que si se persigue la ciencia con profundidad suficiente, revela la existencia de Dios. Una cosa tan lógica como ésta no entra, sin embargo, en el magín de los piadosos profesores.
Es cosa singular que en el mismo momento en que la física, que es la ciencia fundamental, está minando toda la estructura de la razón aplicada y presentándonos un mundo de sueños reales y fantásticos, en vez del orden y la solidez newtonianos, la ciencia aplicada se está haciendo particularmente útil y más capaz que nunca de dar resultados de valor para la vida humana. Aquí hay una paradoja cuya solución intelectual se encontrará, posiblemente, en tiempo venidero; aunque también puede ser que no exista solución. El hecho es que la ciencia representa dos papeles muy distintos: por un lado, como metafísica, y por otro, como sentido común educado. Como metafísica ha sido minada por su propio éxito. La técnica matemática es ahora tan poderosa, que puede encontrar una fórmula para el mundo más extravagante. Platón y sir James Jeans piensan que, puesto que la geometría se aplica al mundo, Dios debe haber hecho el mundo según un patrón geométrico; pero el lógico matemático sospecha que Dios no podía haber hecho un mundo, conteniendo muchas cosas, sin exponerlo a la habilidad del geómetra. En verdad, el aplicar la geometría al mundo físico ha dejado de ser un hecho respecto a ese mundo, y se ha convertido sólo en un tributo a la maestría del geómetra. La única cosa que el geómetra necesita es multiplicidad; en cambio, la única cosa que el teólogo necesita es unidad. En la ciencia moderna, considerada como metafísica, no veo prueba de la unidad, por vaga y tenue que ésta sea. Pero la ciencia moderna, considerada como sentido común, permanece triunfante, más triunfante que nunca.
En vista de este estado de cosas, es necesario hacer una distinción tajante entre las creencias metafísicas y las creencias prácticas, por lo que toca a la conducta de la vida. En metafísica, mi credo es corto y sencillo. Pienso que el mundo externo puede ser una ilusión; pero, si existe, se compone de acontecimientos cortos, pequeños y casuales. El orden, la unidad y la continuidad son invenciones humanas, como lo son los catálogos y las enciclopedias. Pero las invenciones humanas pueden, dentro de ciertos límites, hacerse válidas en nuestro mundo humano, y en la conducta de nuestra vida diaria podemos olvidar con ventaja el reino del caos por el que estamos quizá rodeados.
Las últimas dudas metafísicas que acabamos de considerar no tienen relación con los usos prácticos de la ciencia. Si un mendeliano desarrolla una variedad de trigo que sea inmune a las enfermedades que destruyen las antiguas variedades; si un fisiólogo hace un descubrimiento sobre vitaminas; si un químico hace un descubrimiento sobre la producción científica de los nitratos, la importancia y utilidad de su obra son enteramente independientes de la cuestión de saber si un átomo consiste en un sistema solar en miniatura, o en una onda de probabilidad, o en un rectángulo infinito de números enteros. Cuando hablo de la importancia del método científico, en relación a la conducta de la vida humana, me refiero al método científico en sus formas mundanas. No por eso tengo en menos la ciencia como metafísica, ya que el valor de ésta, en este aspecto, pertenece a otra esfera. Pertenece a la esfera de la religión, del arte y del amor; a la de persecución de la visión beatífica; a la de la locura de Prometeo, que hace esforzarse a los más grandes hombres en llegar a ser dioses. Quizá el último valor de vida humana se encuentre en esta locura a lo Prometeo; pero es un valor religioso y no político, ni aun moral.
Es este aspecto quasi religioso del valor de la ciencia el que parece estar sucumbiendo a los asaltos del escepticismo. Hasta hace poco, los hombres de ciencia se han sentido a sí mismos como grandes sacerdotes de un culto noble, a saber: del culto de la verdad. No de la verdad como la entienden las sectas religiosas, esto es, como el campo de batalla de una colección de dogmáticos, sino la verdad como una indagación, como una visión que aparece tenuemente y desvaneciéndose de nuevo, como el sol ansiado, para satisfacer el fuego heraclitiano en el alma. Concebida así la ciencia, los hombres de ciencia se prestaron voluntarios a sufrir privaciones y persecuciones y a ser execrados como enemigos de los credos establecidos. Todo esto está desvaneciéndose en el pasado; el hombre de ciencia moderna sabe que es respetado y siente que no merece tanto respeto. Se aproxima apologéticamente al orden establecido. «Mis predecesores —dice—, en efecto, pueden haber afirmado cosas desagradables de ustedes, porque eran arrogantes e imaginaban que poseían algún conocimiento. Yo soy más humilde, y no proclamo saber nada que pueda controvertir vuestros dogmas». En cambio, el orden establecido hace caer con profusión encomiendas y fortunas sobre los hombres de ciencia, que se convierten más y más en sostenes de la injusticia y del oscurantismo sobre que está basado nuestro sistema social. En las ciencias más recientes, como la psicología, esto no ha sucedido aún; en ellas subsiste todavía el antiguo ardor y continúan las viejas persecuciones. Homer Lane, por ejemplo, que era a la vez un sabio y un santo, fue deportado por la policía británica como un «extranjero indeseable». Pero estas ciencias más recientes no han sido aún alcanzadas por el aliento frío del escepticismo.
La perturbación es de orden intelectual, y su solución si existe alguna, debe buscarse en la lógica. Por mi parte, no tengo solución que ofrecer. Nuestra edad se caracteriza por sustituir de un modo creciente a los antiguos ideales el poder; y esto sucede en la ciencia como en cualquiera otra parte. Mientras la ciencia como persecución del poder triunfa cada vez más, la ciencia como persecución de la verdad está siendo matada por el escepticismo que la habilidad del hombre de ciencia ha engendrado. Esto es una desgracia, sin duda. Pero no puedo admitir que la sustitución de la superstición al escepticismo, defendida por muchos de nuestros principales hombres de ciencia, sea un perfeccionamiento. El escepticismo puede ser doloroso y puede ser estéril, pero es, por lo menos, honrado y lo engendra la búsqueda de la verdad. Quizá sea una fase transitoria; pero no es posible, realmente, escapar a ella retornando a las descartadas creencias de una edad más estúpida.