Capítulo II
CARACTERÍSTICAS DEL MÉTODO CIENTÍFICO

El método científico ha sido descrito muchas veces, y no es posible, a estas alturas, decir nada muy nuevo sobre el mismo. Sin embargo, necesitamos describirlo una vez más, para luego hallarnos en situación de considerar si existe algún otro método de adquirir un conocimiento general.

Para llegar a establecer una ley científica existen tres etapas principales: la primera consiste en observar los hechos significativos; la segunda, en sentar hipótesis que, si son verdaderas, expliquen aquellos hechos; la tercera, en deducir de estas hipótesis consecuencias que puedan ser puestas a prueba por la observación. Si las consecuencias son verificadas se acepta provisionalmente la hipótesis como verdadera, aunque requerirá ordinariamente modificación posterior, como resultado del descubrimiento de hechos ulteriores.

En el estado actual de la ciencia, ni los hechos ni las hipótesis están aislados: existen dentro del cuerpo general del conocimiento científico. El significado de un hecho es relativo a dicho conocimiento. Decir que un hecho es significativo, en ciencia, es decir que ayuda a establecer o a refutar alguna ley general; pues la ciencia, aunque arranca de la observación de lo particular, no está ligada esencialmente a lo particular, sino a lo general. Un hecho en ciencia no es un mero hecho, si no un caso. En esto difiere el científico del artista, quien, cuando se digna observar los hechos, es probable que se fije en ellos en todos sus detalles. La ciencia, en su último ideal, consiste en una serie de proposiciones dispuestas en orden jerárquico; refiérense las del nivel más bajo en la jerarquía a los hechos particulares, y las del más alto, a alguna ley general que lo gobierna todo en el universo. Los distintos niveles en la jerarquía tienen una doble conexión lógica: una hacia arriba y la otra hacia abajo. La conexión ascendente procede por inducción; la descendente por deducción. Con otras palabras, en una ciencia perfeccionada procederíamos como sigue: los hechos particulares A, B, C, D, etc., sugieren como probable una determinada ley general, de la que, si es verdadera, todos son casos. Otra serie de hechos sugiere otra ley general, y así sucesivamente. Todas estas leyes generales sugieren, por inducción, una ley de un mayor grado de generalidad, de la cual, si es verdadera, son casos aquellas otras leyes. Habrá muchas otras etapas al pasar de los hechos particulares observados a la ley más general que se ha descubierto. De esta ley general procederemos, en cambio, deductivamente, hasta llegar a los hechos particulares de los que ha arrancado nuestra inducción anterior. En los libros de texto se adopta el orden deductivo; el inductivo se sigue en el laboratorio.

La única ciencia que hasta ahora se ha aproximado, en cierto modo, a esta perfección es la física. El análisis de ésta nos ayudará a concretar la noción abstracta que acabamos de exponer sobre el método científico.

Galileo, como sabemos, descubrió la ley de caída libre de los cuerpos en la proximidad de la superficie terrestre. Descubrió que, prescindiendo de la resistencia del aire, caen con una aceleración constante, que es la misma para todos. Esta fue una generalización deducida de un número de hechos relativamente pequeños, a saber: de los casos de los cuerpos que caían, cronometrados por Galileo; pero su generalización fue confirmada por todos los experimentos subsiguientes de índole análoga. Lo obtenido por Galileo fue una ley del orden más ínfimo de generalidad, una ley lo menos apartada posible de los hechos en sí. Mientras tanto, Kepler había observado el movimiento de los planetas y formulado sus tres leyes relativas a sus órbitas. Estas, también, eran leyes del más ínfimo grado de generalidad. Newton reunió las leyes de Kepler, la ley de Galileo de caída libre, las leyes de las mareas y lo que era conocido acerca de los movimientos de los cometas, y estableció una ley general, a saber: la ley de gravitación que las abarcaba a todas. Esta ley, además, como sucede ordinariamente con una generalización afortunada, demostró, no sólo por qué las anteriores leyes son verdaderas, sino también lo que tenían de incorrectas. Los cuerpos en la proximidad de la superficie terrestre no caen con una aceleración enteramente constante; a medida que se acercan a la tierra, la aceleración aumenta ligeramente. Los planetas no se mueven exactamente en elipses: cuando se aproximan a otros planetas, son arrancados un poco de sus órbitas. Así, la ley de Newton reemplazó a las antiguas generalizaciones. Pero no se habría podido llegar a ella si no hubiera sido por las anteriores. Durante más de doscientos años no apareció ninguna nueva generalización que absorbiese la ley de gravitación de Newton, como ésta había absorbido las leyes de Kepler. Cuando, por fin, Einstein encontró dicha generalización, colocó a la ley de gravitación en la compañía más inesperada. Con sorpresa de todos, resultó ser esta ley una ley de geometría más que de física, en el antiguo sentido. La proposición con la que tienen más afinidad es el teorema de Pitágoras, que dice que el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos. Todo estudiante aprende la demostración de esta proposición; pero sólo los que leen a Einstein se enteran de su refutación. Para los griegos —y para los modernos hasta hace cien años—, la geometría era un estudio a priori, como la lógica formal, y no una ciencia empírica basada en la observación. Lobachevsky, en 1829, demostró la falsedad de esta opinión, y probó que la verdad de la geometría de Euclides sólo podía establecerse por observación y no por razonamiento. Aunque esta opinión dio origen a nuevas ramas importantes de las matemáticas puras, no prosperó en física hasta el año 1915, en que Einstein la introdujo en su teoría general de la relatividad. Ahora resulta que el teorema de Pitágoras no es del todo verdadero y que la verdad exacta, que bosqueja, contiene en sí misma la ley de gravitación como un ingrediente o consecuencia. Por otra parte, no es del todo la ley de gravitación de Newton sino una ley cuyas consecuencias observables son ligeramente diferentes. En lo que Einstein difiere de Newton, en lo hasta ahora observado, resulta aquél tener razón. La ley de gravitación de Einstein es más general que la de Newton, toda vez que no sólo se aplica a la materia, sino también a la luz y a toda forma de energía. La teoría general einsteniana de la gravitación exige como preliminar, no sólo la teoría de Newton, sino también la teoría del electromagnetismo, la ciencia de la espectroscopia, la observación de la presión de la luz y la capacidad de realizar minuciosas observaciones astronómicas, que debemos a los grandes telescopios y a la perfección de la técnica fotográfica. Sin todos estos preliminares, la teoría de Einstein no hubiera podido ser descubierta ni demostrada. Pero cuando la teoría estuvo establecida en forma matemática, partimos de la ley generalizada de gravitación y llegamos, al final de nuestro razonamiento, a aquellas consecuencias verificables sobre las que, en el orden inductivo, estaba basada la ley. En el orden deductivo, las dificultades de descubrimiento están oscurecidas, y es difícil percatarse de la inmensa cantidad de conocimiento preliminar requerido por la inducción que condujo a nuestra premisa mayor. La misma clase de desenvolvimiento se ha verificado con una rapidez verdaderamente asombrosa respecto a la teoría de los quanta. El primer descubrimiento de que existían hechos que necesitaban semejante teoría tuvo lugar en 1900, y, sin embargo, ahora el asunto puede ser tratado de un modo enteramente abstracto, que apenas hace recordar al lector que existe un universo.

A través de la historia de la física, desde el tiempo de Galileo, la importancia del hecho significativo ha sido patente. Los hechos que son significativos en una etapa del desarrollo de una teoría son bastante diferentes de los que son significativos en otra etapa. Cuando Galileo estaba estableciendo la ley de la caída libre, el hecho de que en el vacío una pluma y un pedazo de plomo caigan igualmente deprisa era más importante que el hecho de que, en el aire, una pluma caiga más despacio, toda vez que el primer paso para estudiar los cuerpos que caen consistía en comprobar que, teniendo sólo en cuenta la atracción de la tierra, todos ellos tienen la misma aceleración. El efecto de la resistencia del aire debía ser tratado como algo sobreañadido a la atracción de la tierra. Lo esencial es siempre buscar aquellos hechos que puedan ilustrar una ley aislada o, a lo más, sólo en combinación con leyes cuyos efectos sean bien conocidos. Por eso el experimento representa un papel tan importante en el descubrimiento científico. En un experimento, las circunstancias son simplificadas artificialmente, de suerte que un hecho aislado pueda hacerse observable. En la mayoría de los casos concretos lo que sucede realmente requiera para su explicación varias leyes naturales; pero para descubrir éstas, una por una, es necesario, corrientemente, inventar circunstancias tales que sólo una de ellas se manifieste. Además, los fenómenos más instructivos pueden ser muy difíciles de observar. Consideremos, por ejemplo, lo mucho que ha mejorado nuestro conocimiento de la materia con el descubrimiento de los rayos X y de la radiactividad; sin embargo, ambos fenómenos habrían permanecido incógnitos si no hubiera sido por la técnica experimental más detallada. El descubrimiento de la radiactividad fue un hecho casual, debido al perfeccionamiento de la fotografía. Becquerel tenía algunas placas fotográficas muy sensibles, que había proyectado utilizar; pero, como el tiempo era malo, las guardó en un armario oscuro, en el que resultó haber un poco de uranio. Cuando fueron sacadas de nuevo, se encontró con que habían fotografiado al uranio, a pesar de la oscuridad completa. Fue esta casualidad la que condujo al descubrimiento de ser el uranio radiactivo. Esta fotografía accidental proporciona otro ejemplo del hecho significativo.

Fuera de la física tiene menor importancia el papel desempeñado por la deducción; en cambio, el desempeñado por la observación, y por leyes basadas inmediatamente en la observación, es mucho más importante. La física, por la sencillez de las materias a que se refiere, ha alcanzado un grado mucho más elevado de desarrollo que ninguna otra ciencia. No pienso que pueda dudarse de que el ideal científico es el mismo para todas las ciencias; pero sí puede dudarse de que la capacidad humana sea capaz de hacer de la fisiología, por ejemplo, un edificio deductivo tan perfecto como lo es ahora la física teórica. Aun en la física pura, las dificultades de cálculo se hacen rápidamente insuperables. En la teoría newtoniana de la gravitación fue imposible calcular cómo podían moverse tres cuerpos bajo sus mutuas atracciones; sólo aproximadamente se logró, cuando uno de ellos es mucho mayor que los otros dos. En la teoría de Einstein, que es mucho más complicada que la de Newton, es imposible estudiar con exactitud teórica cómo se moverán dos cuerpos bajo su atracción mutua, aunque es posible obtener una aproximación suficiente para todos los fines prácticos. Afortunadamente para la física, hay métodos de cálculo con los que la marcha de los grandes cuerpos puede calcularse con gran aproximación a la verdad, si bien el sentar una teoría del todo exacta exceda los límites de las fuerzas humanas.

Aunque pueda parecer una paradoja, toda la ciencia exacta está dominada por la idea de aproximación. Si un hombre os dice que posee la verdad exacta sobre algo, hay razón para creer que es un hombre equivocado. Toda medida cuidadosa científica se da siempre con el error probable. Error probable es un término técnico con una significación precisa. Se llama así al error que tiene tantas probabilidades de ser mayor como de ser menor que el error verdadero. Es característico de aquellas materias en las que algo es conocido con exactitud excepcional, que en ellas todo observador admite que es probable cometer un error y sabe la cuantía probable de ese error.[2.1] En materias en las que la verdad no es averiguable, nadie admite que haya la más ligera posibilidad del más pequeño error en sus opiniones. ¿Quién ha oído nunca hablar de un teólogo prolongando su credo, o de un político concluyendo sus discursos con una declaración sobre el error probable en sus opiniones? Es un hecho singular que la certeza subjetiva es inversamente proporcional a la certeza objetiva. Cuanto menos razón tiene un hombre para suponerse en lo cierto, tanto mayor vehemencia emplea para afirmar que no hay duda alguna de que posee la verdad absoluta. Es costumbre de los teólogos reírse de la ciencia porque cambia. «Miradnos —dicen—. Lo que afirmábamos en el Concilio de Nicea, lo seguimos afirmando hoy, mientras lo que los hombres de ciencia aseguraban hace sólo dos o tres años está ya anticuado y olvidado». Hombres que hablan de esta forma no han comprendido la gran idea de las aproximaciones sucesivas. Ningún hombre de temperamento científico afirma que lo que ahora es creído en ciencia sea exactamente verdad; afirma que es una etapa en el camino hacia la verdad exacta. Cuando ocurre un cambio en la ciencia, como, por ejemplo, se pasa de la ley de gravitación de Newton a la de Einstein, lo que se hace no es arrojar lo anterior, sino reemplazarlo por algo ligeramente más exacto. Supongamos que os medís con un aparato grosero y averiguáis que tenéis un metro setenta de altura; no supondréis, si sois prudentes, que vuestra altura sea exactamente de un metro setenta, sino más bien que puede estar comprendida entre un metro sesenta y ocho y un metro setenta y dos; y si una medida muy cuidadosa demuestra que vuestra altura es de un metro sesenta y nueve, no pensaréis que esto ha echado abajo el primer resultado. Según éste, vuestra estatura era de unos 170 centímetros, y esto sigue siendo verdad. El caso de los cambios en la ciencia es precisamente análogo.

El papel que desempeñan la medida y la cantidad en la ciencia es muy grande, pero creo que a veces se ha exagerado. La técnica matemática es poderosa, y los hombres de ciencia están naturalmente ansiosos de aplicarla siempre que sea posible; pero una ley puede ser muy científica sin ser cuantitativa. Las leyes de Pavlov referentes a los reflejos condicionados pueden servir de ilustración. Será probablemente imposible dar precisión cuantitativa a estas leyes; el número de repeticiones exigidas para establecer los reflejos condicionados depende de muchos factores, y varía, no sólo con animales diferentes, sino con el mismo animal en distintas ocasiones. Persiguiendo la precisión cuantitativa, estudiaríamos primero la fisiología de la corteza y la naturaleza física de las corrientes nerviosas, y nos encontraríamos incapaces de detenernos ante la física de los electrones y protones. En verdad que ahí es posible la precisión cuantitativa; pero retroceder por el cálculo de la física pura a los fenómenos de la conducta animal, excede al poder humano, por lo menos en la actualidad, y probablemente en mucho tiempo en el porvenir. Debemos, por tanto, al tratar de un asunto como el de la conducta animal, contentarnos, por ahora, con leyes cualitativas, que no son menos científicas por no ser cuantitativas.

Una ventaja de la presión cuantitativa, donde ella es posible, es que da mucha fortaleza a los argumentos inductivos. Suponed, por ejemplo, que se inventa una hipótesis según la cual cierta cantidad observable deberá tener una magnitud que se calcula con cinco cifras significativas, y suponed que se encuentra, por observación, que la cantidad en cuestión tiene esta magnitud. Se juzgará que semejante coincidencia entre la teoría y la observación no es probable que sea una casualidad, y que la teoría a que nos referimos debe contener, por lo menos, algún elemento importante de verdad. La experiencia demuestra, sin embargo, que es fácil atribuir demasiada importancia a tales coincidencias. La teoría de Bohr, del átomo, fue ensalzada en un principio por su notable poder, que permitía el cálculo teórico de ciertas cantidades que hasta entonces sólo se habían conocido por observación. No obstante, la teoría de Bohr, aunque es una etapa necesaria en el progreso, ha sido ya prácticamente abandonada. La verdad es que los hombres no pueden forjar hipótesis suficientemente abstractas; la imaginación está siempre entrometiéndose con la lógica e impulsando a los hombres a imaginar acontecimientos que por esencia no pueden ser visualizados. En la teoría de Bohr, del átomo, por ejemplo, había un elemento altamente abstracto que era con toda probabilidad verdadero; pero este elemento abstracto fue encajado en detalles imaginativos que no tenían justificación inductiva. El mundo que podemos imaginar es el mundo que vemos; pero el mundo de la física es un mundo abstracto, que no puede ser visto. Por esta razón, aun una hipótesis que proporciona una exactitud minuciosa para todos los hechos apropiados conocidos no debe ser considerada como seguramente verdadera, puesto que es probablemente sólo un aspecto altamente abstracto de la hipótesis, que es lógicamente necesaria en las deducciones que de él hacemos a los fenómenos observables.

Todas las leyes científicas descansan sobre la inducción; la cual, considerada como un proceso lógico, está abierta a la duda, y no es capaz de dar certeza. Hablando claramente, un argumento inductivo es del género siguiente: Si cierta hipótesis es verdadera, entonces tales y cuales hechos serán observables: ahora bien, estos hechos son observados; consiguientemente, la hipótesis es probablemente verdadera. Un argumento de esta clase tendrá grados variables de validez, según las circunstancias. Si pudiésemos probar que ninguna otra hipótesis es compatible con los hechos observados, podríamos llegar a la certeza; pero esto es apenas posible. En general, no habrá método para pensar en todas las hipótesis posibles, o, si lo hay, se encontrará que más de una de ellas es compatible con los hechos. Cuando sucede esto, el hombre de ciencia adopta la más sencilla, como hipótesis de trabajo, y sólo acude a hipótesis más complicadas cuando nuevos hechos prueban que la hipótesis más sencilla es inadecuada. Si uno no ha visto nunca un gato sin rabo, la hipótesis más sencilla que explique los hechos sería: «todos los gatos tienen rabo». Pero la primera vez que uno vea un gato de Manx tendrá que adoptar una hipótesis más complicada. El hombre que arguye que porque los gatos que ha visto tienen todos rabo, todos los gatos han de tenerlo, emplea lo que se llama «inducción por simple enumeración». Esta es una manera muy peligrosa de argumentar. En sus formas mejores, la inducción está basada en el hecho de que nuestra hipótesis conduce a consecuencias que resultan verdaderas, pero que si no hubiesen sido observadas, habrían parecido extremadamente improbables. Si se encuentra un hombre que tenga un par de dados que siempre den doble seis al ser arrojados, es posible que ello sea cuestión de suerte; pero hay otra hipótesis que haría menos sorprendentes los hechos observados, y será más prudente adoptar esta hipótesis. En todas las buenas inducciones, los hechos explicados por la hipótesis son tales que resultan improbables por sus antecedentes; y cuanto más improbables sean, tanto mayor es la probabilidad de la hipótesis que se les aplica. Esta, como observábamos hace un momento, es una de las ventajas de la medición. Si algo que debe tener un tamaño determinado resulta que tiene el tamaño justo que hacía suponer la hipótesis sentada, se piensa que ésta debe tener algún elemento de verdad. Por sentido común, ello parece evidente; pero lógicamente tiene ciertas dificultades. Esto no será considerado, sin embargo, hasta el capítulo siguiente.

Existe una característica del método científico de la que debemos decir algo. Me refiero al análisis. Se presume generalmente por los hombres de ciencia —por lo menos como hipótesis de trabajo— que cualquier hecho concreto es el resultado de un número de causas, cada una de las cuales, actuando separadamente, podría producir algún resultado diferente del que ocurre realmente, y que la resultante puede ser calculada cuando los efectos de las causas separadas son conocidos. Los ejemplos más sencillos de esto ocurren en mecánica. La Luna es atraída simultáneamente por la Tierra y por el Sol. Si la Tierra actuase sola, la Luna describiría una órbita; si el Sol actuase solo, describiría otra; pero su actual órbita es calculable conociendo los efectos que la Tierra y el Sol ejercerían separadamente. Si sabemos cómo caen los cuerpos en el vacío, y también la ley de la resistencia del aire, podemos calcular cómo caerán los cuerpos en el aire. El principio de poder separar de este modo leyes causales y después recombinarlas es, en cierta medida, esencial al proceder de la ciencia, pues es imposible tener en cuenta todo un golpe y llegar a leyes causales, a no ser que podamos aislarlas una después de otra. Debe decirse, no obstante, que no hay razón, a priori, para suponer que el efecto de dos causas actuando simultáneamente pueda calcularse por los efectos que ejercen separadamente.[2.2] Eso es un principio práctico y aproximado en circunstancias adecuadas, pero no puede ser establecido como una propiedad general del universo. Indudablemente, cuando falla, la ciencia se hace muy difícil; pero, por lo que podemos colegir al presente, posee verdad suficiente para ser empleado como hipótesis, excepto en los cálculos más delicados y avanzados.