Capítulo I
EJEMPLOS DEL MÉTODO CIENTÍFICO

GALILEO

EL método científico, si bien en sus formas más refinadas puede juzgarse complicado, es en esencia de una notable sencillez. Consiste en observar aquellos hechos que permitan al observador descubrir las leyes generales que los rigen. Los dos períodos —primero, el de observación, y segundo, el de deducción de una ley— son ambos esenciales, y cada uno de ellos es susceptible de un afinamiento casi indefinido; pero, en esencia, el primer hombre que dijo: «el fuego quema», estaba empleando el método científico; sobre todo, si se había decidido a quemarse varias veces. Este hombre había ya pasado por los dos períodos de observación y generalización. No tenía, sin embargo, lo que la técnica científica exige: una elección cuidadosa de los hechos relevantes, por un lado, y por el otro, diversos medios para deducir leyes, aparte de la mera generalización. El hombre que dice: «los cuerpos sin apoyo en el espacio caen», ha generalizado simplemente; y puede ser refutado por los globos, las mariposas y los aeroplanos. En cambio, el hombre que conoce la teoría de los cuerpos que caen, sabe también por qué ciertos cuerpos excepcionales no caen.

El método científico, a pesar de su sencillez esencial, ha sido obtenido con gran dificultad, y aún es empleado únicamente por una minoría, que a su vez limita su aplicación a una minoría de cuestiones sobre las cuales tiene opinión. Si el lector cuenta entre sus conocidos a algún eminente hombre de ciencia, acostumbrado a la más minuciosa precisión cuantitativa en los experimentos y a la más abstrusa habilidad en las deducciones de los mismos, sométalo a una pequeña prueba, que muy probablemente dará resultado instructivo. Consúltele sobre partidos políticos, teología, impuestos, corredores de rentas, pretensiones de las clases trabajadoras y otros temas de índole parecida, y es casi seguro que al poco tiempo habrá provocado una explosión y le oirá expresar opiniones nunca comprobadas con un dogmatismo que jamás desplegaría respecto a los resultados bien cimentados de sus experiencias de laboratorio.

Este ejemplo demuestra que la actitud científica es en cierto modo no natural en el hombre. La mayoría de nuestras opiniones son realizaciones de deseos, como los sueños en la teoría freudiana. La mente de los más razonables de entre nosotros puede ser comparada con un mar tormentoso de convicciones apasionadas, basadas en el deseo; sobre ese mar flotan arriesgadamente unos cuantos botes pequeñitos, que transportan un cargamento de creencias demostradas científicamente. No debemos deplorar del todo que así sea; la vida tiene que ser vivida, y no hay tiempo para demostrar racionalmente todas las creencias por las que nuestra conducta se regula. Sin cierto saludable arrojo, nadie podría sobrevivir largo tiempo. El método científico debe, pues, por su propia naturaleza, limitarse a las más solemnes y oficiales de nuestras opiniones. Un médico que aconseja un régimen, lo dará después de tomar en cuenta todo lo que la ciencia tiene que decir en el asunto; pero el hombre que sigue su consejo no puede detenerse a comprobarlo, y está obligado, por consiguiente, a confiar no en la ciencia, sino en la creencia de que su médico es un científico. Una comunidad impregnada de ciencia es aquella en la que los expertos reconocidos han llegado a sus opiniones por métodos científicos; pero es imposible para el ciudadano en general repetir por sí mismo el trabajo de los expertos. Hay en el mundo moderno un gran conglomerado de conocimientos bien comprobados en todo género de asuntos; y el hombre corriente los acepta por autoridad, sin necesidad de dudar. Pero tan pronto como cualquier pasión violenta interviene para torcer el juicio del experto, éste se hace indigno de esa confianza, cualquiera que sea el bagaje científico que posea. Las opiniones de los médicos sobre el embarazo, el alumbramiento y la lactancia hallábanse impregnadas hasta hace poco de cierto sadismo. Hicieron falta, por ejemplo, más pruebas para persuadirles de que los anestésicos pueden ser empleados en el parto que las que se necesitarían para persuadirles de lo contrario. A cualquiera que desee pasar una hora divertida le aconsejo que atienda a las tergiversaciones de eminentes craneólogos, en sus intentos de probar por medidas cerebrales que las mujeres son más estúpidas que los hombres.[1.1]

No son, sin embargo, los yerros de los hombres de ciencia lo que nos interesa cuando tratamos de describir el método científico. Una opinión científica es aquella para la cual hay alguna razón de creerla verdadera; una opinión no científica es aquella que se sustenta en alguna razón distinta de su probable verdad. Nuestra era se distingue de todas las eras anteriores al siglo XVII por el hecho de que algunas de nuestras opiniones son científicas en el sentido antes expresado. Exceptúo las cuestiones de mero hecho, toda vez que la generalización en un grado mayor o menor es una característica esencial de la ciencia, y que los hombres (con la excepción de unos pocos místicos) nunca han sido capaces de negar totalmente los hechos evidentes de su existencia diaria.

Los griegos, eminentes en casi todos los ramos de la actividad humana, hicieron —y ello es sorprendente— poco para la creación de la ciencia. La gran hazaña intelectual de los griegos fue la geometría, que juzgaban como un estudio a priori, derivado de premisas evidentes por sí mismas y que no requerían verificación experimental. El genio griego fue deductivo más que inductivo, y dominó por ello en matemáticas.

En las edades siguientes, las matemáticas griegas fueron casi olvidadas, mientras otros productos de la pasión griega por la deducción sobrevivían y florecían, sobre todo la teología y el derecho. Los griegos observaron el mundo como poetas más que como hombres de ciencia; en parte, creo, porque toda actividad manual era indigna de un caballero, de suerte que todo estudio que requiriese experimentos parecía un poco vulgar. Quizá fuera caprichoso relacionar con este prejuicio el hecho de ser la astronomía la rama en que los griegos se mostraron más científicos, ya que aquella ciencia se refiere a cuerpos que sólo pueden ser vistos y no tocados.

Sea lo que fuere, es notable lo mucho que los griegos descubrieron en astronomía. Afirmaron desde el principio que la Tierra es redonda, y algunos de ellos llegaron a la teoría de Copérnico de que la revolución de la Tierra, y no la revolución de los cielos, es la que origina el movimiento diurno aparente del Sol y de las estrellas. Arquímedes escribe al rey Gelón de Siracusa y le dice: «Aristarco de Samos ha compuesto un libro en el que menciona algunas hipótesis, cuyas premisas llevan a la conclusión de ser el universo mucho mayor de lo que hasta ahora se ha supuesto. Sus hipótesis son que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles; que la Tierra gira alrededor del Sol en la circunferencia de un círculo, estando situado el Sol en el centro de la órbita». Así los griegos descubrieron no sólo la rotación de la Tierra, sino también su revolución alrededor del Sol. Fue el descubrimiento de que un griego había sostenido esta opinión lo que animó a Copérnico a hacerla revivir. En los días del Renacimiento, cuando vivía Copérnico, se afirmaba que cualquier opinión que hubiese sido sustentada por un antiguo tenía que ser verdadera, y que una opinión no sustentada por ningún antiguo no podía merecer respeto. Dudo de que Copérnico hubiera nunca llegado a ser un copernicano, si no hubiese existido Aristarco, cuya opinión permaneció olvidada hasta el renacimiento de la enseñanza clásica.

Los griegos también descubrieron métodos válidos para medir la circunferencia de la Tierra. El geógrafo Eratóstenes la estimaba en 250.000 estadios (unos 38.000 kilómetros), que no está muy lejos de la verdad.

El más científico de los griegos fue Arquímedes (257-221 antes de Cristo). Como Leonardo de Vinci, en una época posterior, consiguió el favor de un príncipe por su habilidad en las artes de la guerra, y como a Leonardo, fuele también concedido permiso para aumentar los conocimientos humanos con la condición de que disminuyese vidas humanas. Sus actividades en este particular fueron, sin embargo, más distinguidas que las de Leonardo, toda vez que inventó los más sorprendentes artificios mecánicos para defender la ciudad de Siracusa contra los romanos, y fue finalmente muerto por un soldado romano al ser tomada la ciudad. Se ha dicho que estaba tan absorto en un problema matemático, que no se apercibió de la llegada de los romanos. Plutarco se avergüenza de las invenciones mecánicas de Arquímedes, que juzga apenas dignas de un caballero; pero le considera disculpable por haber ayudado a su primo el rey en un tiempo de terrible peligro.

Arquímedes demostró ser un gran genio en matemáticas y poseer una habilidad extraordinaria para la invención de artificios mecánicos; pero su contribución a la ciencia, aunque notable, revela aún la actitud deductiva de los griegos, que hizo casi imposible para ellos el método experimental. Su obra sobre estática es famosa, y con razón; pero procede por axiomas, como la geometría de Euclides, y los axiomas se supone que son evidentes por sí mismos, y no el resultado de la experiencia. Su libro Sobre los cuerpos flotantes es el que según la leyenda, nació de haber resuelto Arquímedes el problema de la corona del rey Hieron, de la que se sospechaba no estar hecha de oro puro. Este problema, como es sabido, se ha supuesto que fue resuelto por Arquímedes estando en el baño. En todo caso, el método que propone en su libro para casos análogos es perfectamente válido, y aunque el libro se deriva de postulados por un método de deducción sólo cabe suponer que llegó a los postulados experimentalmente. Esta es, quizá, la más científica (en el sentido moderno) de las obras de Arquímedes. Pronto, sin embargo, después de su época decayó la pasión que los griegos habían sentido por la investigación científica de los fenómenos naturales, y aunque las matemáticas puras continuaron floreciendo hasta la toma de Alejandría por los mahometanos, apenas hubo avances posteriores en la ciencia natural, y lo mejor que se había elaborado, como la teoría de Aristarco fue olvidado.

Los árabes fueron más experimentales que los griegos, especialmente en química. Esperaban transmutar los metales en oro, descubrir la piedra filosofal y confeccionar el elixir de la vida. En parte por esta causa las investigaciones químicas fueron vistas con agrado. A través de la Edad Media la tradición de la civilización fue mantenida principalmente por los árabes, y de ellos adquirieron los cristianos, como Roger Bacon, casi todo el conocimiento científico que la Baja Edad Media poseía. Los árabes, no obstante, tenían un defecto, que era el opuesto del de los griegos: buscaban hechos sueltos más que principios generales y no tuvieron la facultad de deducir leyes generales de los hechos que habían descubierto.

En Europa, cuando el sistema escolástico comenzó a ceder ante el Renacimiento, hubo durante cierto tiempo una gran aversión a todas las generalizaciones y a todos los sistemas. Montaigne ilustra esta tendencia. Ama los hechos raros, particularmente si contradicen algo. No muestra deseos de reducir sus opiniones a sistemas coherentes. Rabelais, con su lema «Fais ce que voudras» es también opuesto a lo intelectual y demás grilletes. El Renacimiento se regocijó de la recobrada libertad de especulación, y no estaba dispuesto a perder su libertad ni aun en interés de la verdad. De las figuras típicas del Renacimiento, la más científica con mucho es Leonardo, cuyos libros de notas son fascinadores y contienen muchas brillantes anticipaciones de descubrimientos ulteriores; pero no llevó casi nada a madurez y no ejerció influencia en sus sucesores científicos.

El método científico, tal como lo entendernos, aparece en el mundo con Galileo (1564-1642), y en menor grado, con su contemporáneo Kepler (1571-1630). Kepler alcanzó la fama por sus tres leyes. Primero descubrió que los planetas se mueven en torno al Sol según elipses y no según círculos. Para la mente moderna no hay nada sorprendente en el hecho de que la órbita terrestre sea una elipse; pero para las mentes educadas a la antigua, nada, excepto un círculo o algún complejo de círculos, parecía órbita adecuada para el movimiento de un cuerpo celeste. Según los griegos, los planetas eran seres divinos y debían, por eso, moverse en curvas perfectas. Los círculos y los epiciclos no lastimaban sus susceptibilidades estéticas pero una órbita encorvada o oblicua tal como es la de la Tierra, les hubiera impresionado profundamente. Una observación sin prejuicios estéticos requería por eso, en aquella época, una rara intensidad de ardor científico. Fueron Kepler y Galileo los que establecieron el hecho de que la Tierra y otros planetas giran alrededor del Sol. Esto había sido afirmado por Copérnico, y como hemos visto, por ciertos griegos, que no habían logrado, empero, dar las pruebas de ello. Copérnico, es verdad, no encontró argumentos serios qué presentar en favor de su punto de vista. No es mera justicia para con Kepler el afirmar que al adoptar la hipótesis copernicana se apoyaba en razones puramente científicas. Se dice que en cierta época de su juventud fue partidario de la adoración del Sol, y que pensaba que el centro del universo era el único sitio digno de una tan gran deidad. Sin embargo, sólo motivos científicos pudieron conducirle al descubrimiento de ser las órbitas planetarias elipses y no círculos.

El y aún más Galileo poseyeron el método científico en su integridad. Aunque se saben actualmente muchas más cosas que las que se sabían en su época, no se ha añadido nada esencial al método. Pasaron de la observación de hechos particulares al establecimiento de leyes cuantitativas rigurosas, por medio de las cuales los hechos particulares futuros podían ser predichos. Chocaron profundamente con sus contemporáneos, en parte porque sus conclusiones se enfrentaban por su naturaleza con las creencias de aquella época; pero en parte también porque la creencia en la autoridad había impulsado a los eruditos a limitar a las bibliotecas sus investigaciones, y los profesores estaban angustiados ante la sugestión de que podría ser necesario contemplar el mundo para saber cómo es.

Hay que reconocer que Galileo era algo travieso. Siendo aún muy joven, fue nombrado profesor de matemáticas en Pisa; pero como el salario era miserable, no parece haberse ilusionado con que se esperasen de él grandes cosas. Comenzó escribiendo un tratado contra el uso del birrete y de la toga en la Universidad, tratado que pudo quizá popularizarse entre los estudiantes; pero que fue acogido con gran descontento por sus compañeros los profesores. Se divertía buscando ocasiones que pusiesen en ridículo a sus colegas. Estos afirmaban, por ejemplo —basándose en la física de Aristóteles—, que un cuerpo que pesase diez libras caería de una altura determinada en una décima parte del tiempo que necesitaría un cuerpo que pesase una libra. Una mañana subió Galileo a lo alto de la torre inclinada de Pisa con dos pesos de una y diez libras, respectivamente, y en el momento en que los profesores se dirigían con grave dignidad a sus cátedras, en presencia de los discípulos, llamó su atención y dejó caer los dos pesos a sus pies desde lo alto de la torre. Ambos pesos llegaron prácticamente al mismo tiempo. Los profesores, sin embargo, sostuvieron que sus ojos debían haberles engañado, puesto que era imposible que Aristóteles se equivocase.

En otra ocasión fue aún más atrevido. Giovanni dei Medici, que era gobernador de Liorna, inventó una máquina de dragar, de la que estaba muy ufano. Galileo afirmó que, hiciese lo que hiciese, no lograría dragar con ella; como así resultó. Esto indujo a Giovanni a hacerse un entusiasta aristotélico.

Galileo se hizo impopular y fue silbado al explicar su curso, hecho que también le ha sucedido a Einstein en Berlín. Después hizo un telescopio e invitó a los profesores a mirar por él los satélites de Júpiter. Los profesores rehusaron, exponiendo como motivo que Aristóteles no había mencionado dichos satélites, y que, por eso, cualquiera que pensase que lo veía tenía que estar equivocado.

El experimento de la torre inclinada de Pisa corroboró la primera investigación importante de Galileo, o sea, el establecimiento de la ley de caída libre de los graves. Según dicha ley, todos los cuerpos caen a la misma velocidad en el vacío, y al término de un tiempo determinado han adquirido una velocidad proporcional al tiempo durante el cual han estado cayendo y han recorrido un espacio proporcional al cuadrado de dicho tiempo. Aristóteles había sostenido otra cosa; pero ni Aristóteles ni ninguno de sus sucesores, durante cerca de dos mil años, se habían tomado la molestia de averiguar si lo que sostenían era verdad. La idea de hacer esta investigación era una novedad, y la falta de respeto de Galileo a la autoridad fue considerada como abominable. Tenía, como es natural, muchos amigos, hombres para quienes el espectáculo de la inteligencia era delicioso en sí mismo. Pocos de estos hombres, sin embargo, ocupaban puestos académicos, y la opinión universitaria era enconadamente hostil a los descubrimientos de Galileo.

Como todo el mundo sabe, tuvo que ver con la Inquisición al final de su vida, por sostener que la Tierra gira alrededor del Sol. Había tenido un primer encuentro de menos importancia, del cual saliera sin gran quebranto; pero el año 1632 publicó un libro de diálogos sobre los sistemas de Copérnico y Ptolomeo, en el que cometió la temeridad de colocar en boca de un personaje llamado Simplicio algunas observaciones que habían sido hechas por el Papa. El Papa mantenía relación amistosa con Galileo; pero en esta ocasión se puso furioso. Galileo vivía en Florencia en buena amistad con el Gran Duque. Pero la Inquisición reclamó su presencia en Roma para juzgarle, y amenazó al Gran Duque con castigos y multas si continuaba amparando a Galileo. Este tenía por entonces setenta años; estaba muy enfermo y se iba quedando ciego. Envió un certificado médico para demostrar que no estaba en condiciones de viajar; a lo cual la Inquisición respondió enviándole un médico de los suyos, con órdenes de que tan pronto se repusiese lo bastante fuese traído a Roma cargado de cadenas. Al enterarse de que esta orden se iba a llevar a cabo, se puso voluntariamente en camino. Con amenazas se le obligó a hacer acto de sumisión.

La sentencia de la Inquisición es un documento interesante. Dice así:

… Por cuanto tú, Galileo, hijo del difunto Vincenzo Galilei, de Florencia, de setenta años de edad, fuiste denunciado, en 1615, a este Santo Oficio por sostener como verdadera una falsa doctrina enseñada por muchos, a saber: que el Sol está inmóvil en el centro del mundo y que la Tierra se mueve y posee también un movimiento diurno; así como por tener discípulos a quienes instruyes en las mismas ideas; así como por mantener correspondencia sobre el mismo tema con algunos matemáticos alemanes; así como por publicar ciertas cartas sobre las manchas del Sol, en las que desarrollas la misma doctrina como verdadera; así como por responder a las objeciones que se suscitan continuamente por las Sagradas Escrituras, glosando dichas Escrituras según tu propia interpretación; y por cuanto fue presentada la copia de un escrito en forma de carta, redactada expresamente por ti para una persona que fue antes tu discípulo, y en la que, siguiendo la hipótesis de Copérnico, incluyes varias proposiciones contrarias al verdadero sentido y autoridad de las Sagradas Escrituras; por eso este Sagrado Tribunal, deseoso de prevenir el desorden y perjuicio que desde entonces proceden y aumentan en menoscabo de la Sagrada Fe, y atendiendo al deseo de Su Santidad y de los eminentísimos cardenales de esta suprema universal Inquisición, califica las dos proposiciones de la estabilidad del Sol y del movimiento de la Tierra, según los calificadores teológicos, como sigue:

  1. La proposición de ser el Sol el centro del mundo e inmóvil en su sitio es absurda, filosóficamente falsa y formalmente herética, porque es precisamente contraria a las Sagradas Escrituras.
  2. La proposición de no ser la Tierra el centro del mundo, ni inmóvil, sino que se mueve, y también con un movimiento diurno, es también absurda, filosóficamente falsa y, teológicamente considerada, por lo menos errónea en la fe.

Pero estando decidida en esta ocasión a tratarte con suavidad, la Sagrada Congregación, reunida ante Su Santidad el 25 de febrero de 1616, decreta que su eminencia el cardenal Bellarmino te prescriba abjurar del todo de la mencionada falsa doctrina; y que si rehusases hacerlo, seas requerido por el comisario del Santo Oficio a renunciar a ella, a no enseñarla a otros ni a defenderla; y a falta de aquiescencia, que seas prisionero; y por eso, para cumplimentar este decreto al día siguiente, en el palacio, en presencia de su eminencia el mencionado cardenal Bellarmino, después de haber sido ligeramente amonestado por dicho cardenal, fuiste conminado por el comisario del Santo Oficio, ante notario y testigos, a renunciar del todo a la mencionada opinión falsa, y en el futuro, no defenderla ni enseñarla de ninguna manera, ni verbalmente ni por escrito; y después de prometer obediencia a ello, fuiste despachado.

Y con el fin de que una doctrina tan perniciosa pueda ser extirpada del todo y no se insinúe por más tiempo con grave detrimento de la verdad católica, ha sido publicado un decreto procedente de la Sagrada Congregación del Indice, prohibiendo los libros que tratan de esta doctrina, declarándola falsa y del todo contraria a la Sagrada y Divina Escritura.

Y por cuando después ha aparecido un libro publicado en Florencia el último año, cuyo título demostraba ser tuyo, a saber: El Diálogo de Galileo Galilei sobre los dos sistemas principales del mundo: el ptolomeico y el copernicano; y por cuanto la Sagrada Congregación ha oído que a consecuencia de la impresión de dicho libro va ganando terreno diariamente la opinión falsa del movimiento de la Tierra y de la estabilidad del Sol, se ha examinado detenidamente el mencionado libro y se ha encontrado en él una violación manifiesta de la orden anteriormente dada a ti, toda vez que en este libro has defendido aquella opinión que ante tu presencia había sido condenada; aunque en el mismo libro haces muchas circunlocuciones para inducir a la creencia de que ello queda indeciso y sólo como probable, lo cual es asimismo un error muy grave, toda vez que no puede ser en ningún modo probable una opinión que ya ha sido declarada y determinada como contraria a la Divina Escritura. Por eso, por nuestra orden, has sido citado en este Santo Oficio, donde, después de prestado juramento, has reconocido el mencionado libro como escrito y publicado por ti. También confesaste que comenzaste a escribir dicho libro hace diez o doce años, después de haber sido dada la orden antes mencionada. También reconociste que habías pedido licencia para publicarlo, sin aclarar a los que te concedieron este permiso que habías recibido orden de no mantener, defender o enseñar dicha doctrina de ningún modo. También confesaste que el lector podía juzgar los argumentos aducidos para la doctrina falsa, expresados de tal modo, que impulsaban con más eficacia a la convicción que a una refutación fácil, alegando como excusa que habías caído en un error contra tu intención al escribir en forma dialogada y, por consecuencia, con la natural complacencia que cada uno siente por sus propias sutilezas y en mostrarse más habilidoso que la generalidad del género humano al inventar, aun en favor de falsas proposiciones, argumentos ingeniosos y plausibles.

Y después de haberte concedido tiempo prudencial para hacer tu defensa, mostraste un certificado con el carácter de letra de su eminencia del cardenal Bellarmino, conseguido, según dijiste, por ti mismo, con el fin de que pudieses defenderte contra las calumnias de tus enemigos, quienes propalaban que habías abjurado de tus opiniones y habías sido castigado por el Santo Oficio; en cuyo certificado se declara que no habías abjurado ni habías sido castigado, sino únicamente que la declaración hecha por Su Santidad, y promulgada por la Sagrada Congregación del Indice, te había sido comunicada, en la que se declara que la opinión del movimiento de la Tierra y de la estabilidad del Sol es contraria a las Sagradas Escrituras, y que por eso no puede ser sostenida ni defendida. Por lo que al no haberse hecho allí mención de dos artículos de la orden, a saber: la orden de «no enseñar» y «de ningún modo», argüiste que debíamos creer que en el lapso de catorce o quince años se habían borrado de tu memoria, y que ésta fue también la razón por la que guardaste silencio respecto a la orden, cuando buscaste el permiso para publicar tu libro, y que esto es dicho por ti, no para excusar tu error, sino para que pueda ser atribuido a ambición de vanagloria más que a malicia. Pero este mismo certificado, escrito a tu favor, ha agravado considerablemente tu ofensa, toda vez que en él se declara que la mencionada opinión es opuesta a las Sagradas Escrituras, y, sin embargo, te has atrevido a ocuparte de ella y a argüir que es probable. Ni hay ninguna atenuación en la licencia arrancada por ti, insidiosa y astutamente, toda vez que no pusiste de manifiesto el mandato que se te había impuesto. Pero considerando nuestra opinión de no haber revelado toda la verdad respecto a tu intención, juzgamos necesario proceder a un examen riguroso, en el que contestaste como buen católico.

Por eso, habiendo visto y considerado seriamente las circunstancias de tu caso con tus confesiones y excusas, y todo lo demás que debía ser visto y considerado, nosotros hemos llegado a la sentencia contra ti, que se escribe a continuación:

Invocando el sagrado nombre de Nuestro Señor Jesucristo y de Su Gloriosa Virgen Madre María, pronunciarnos esta nuestra final sentencia, la que, reunidos en Consejo y Tribunal con los reverendos maestros de la Sagrada Teología y doctores de ambos Derechos, nuestros asesores, extendemos en este escrito relativo a los asuntos y controversias entre el magnífico Cario Sincereo, doctor en ambos Derechos, fiscal procurador del Santo Oficio, por un lado, y tú, Galileo Galilei, acusado, juzgado y convicto, por el otro lado, y pronunciamos, juzgamos y declaramos que tú, Galileo, a causa de los hechos que han sido detallados en el curso de este escrito, y que antes has confesado, te has hecho a ti mismo vehementemente sospechoso de herejía a este Santo Oficio al haber creído y mantenido la doctrina (que es falsa y contraria a las Sagradas y Divinas Escrituras) de que el Sol es el centro del mundo, y de que no se mueve de Este a Oeste, y de que la Tierra se mueve y no es el centro del mundo; también de que una opinión puede ser sostenida y defendida como probable después de haber sido declarada y decretada como contraria a la Sagrada Escritura, y que, por consiguiente, has incurrido en todas las censuras y penalidades contenidas y promulgadas en los sagrados cánones y en otras constituciones generales y particulares contra delincuentes de esta clase. Visto lo cual, es nuestro deseo que seas absuelto, siempre que con un corazón sincero y verdadera fe, en nuestra presencia abjures, maldigas y detestes los mencionados errores y herejías, y cualquier otro error y herejía contrario a la Iglesia católica y apostólica de Roma, en la forma que ahora se te dirá.

Pero para que tu lastimoso y pernicioso error y transgresión no queden del todo sin castigo, y para que seas más prudente en el futuro y sirvas de ejemplo para que los demás se abstengan de delincuencias de este género, nosotros decretamos que el libro Diálogos de Galileo Galilei sea prohibido por un edicto público, y te condenamos a prisión formal de este Santo Oficio por un período determinable a nuestra voluntad, y, por vía de saludable penitencia, te ordenamos que durante los tres próximos años recites, una vez a la semana, los siete salmos penitenciales, reservándonos el poder de moderar, conmutar o suprimir la totalidad o parte del mencionado castigo o penitencia.

La fórmula de abjuración que a consecuencia de esta sentencia fue obligado Galileo a pronunciar decía como sigue:

Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vincenzo Galilei, de Florencia, de setenta años de edad, siendo citado personalmente a juicio y arrodillado ante vosotros, los eminentes y reverendos cardenales, inquisidores generales de la República universal cristiana contra la depravación herética, teniendo ante mí los Sagrados Evangelios, que toco con mis propias manos, juro que siempre he creído y, con la ayuda de Dios, creeré en el futuro, todos los artículos que la Sagrada Iglesia católica y apostólica de Roma sostiene, enseña y predica. Por haber recibido orden de este Santo Oficio de abandonar para siempre la opinión falsa que sostiene que el Sol es el centro e inmóvil, siendo prohibido el mantener, defender o enseñar de ningún modo dicha falsa doctrina; y puesto que después de habérseme indicado que dicha doctrina es repugnante a la Sagrada Escritura, he escrito y publicado un libro en el que trato de la misma condenada doctrina y aduzco razones con gran fuerza en apoyo de la misma, sin dar ninguna solución; por eso he sido juzgado como sospechoso de herejía, esto es, que yo sostengo y creo que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro y es móvil, deseo apartar de las mentes de vuestras eminencias y de todo católico cristiano esta vehemente sospecha, justamente abrigada contra mí; por eso, con un corazón sincero y fe verdadera, yo abjuro, maldigo y detesto los errores y herejías mencionados, y en general, todo error y sectarismo contrario a la Sagrada Iglesia; y juro que nunca más en el porvenir diré o afirmaré nada, verbalmente o por escrito, que pueda dar lugar a una sospecha similar contra mí; asimismo, si supiese de algún hereje o de alguien sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio o al inquisidor y ordinario del lugar en que pueda encontrarme. Juro, además, y prometo que cumpliré y observaré fielmente todas las penitencias que me han sido o me sean impuestas por este Santo Oficio. Pero si sucediese que yo violase algunas de mis promesas dichas, juramentos y protestas (¡que Dios no quiera!), me someto a todas las penas y castigos que han sido decretados y promulgados por los sagrados cánones y otras constituciones generales y particulares contra delincuentes de este tipo. Así, con la ayuda de Dios y de sus Sagrados Evangelios, que toco con mis manos, yo, el antes nombrado Galileo Galilei, he abjurado, prometido y me he ligado a lo antes dicho; y en testimonio de ello, con mi propia mano he suscrito este presente escrito de mi abjuración, que he recitado palabra por palabra.

En Roma, en el convento de la Minerva, 22 de junio de 1633; yo, Galileo Galilei, he abjurado conforme se ha dicho antes con mi propia mano.[1.2]

No es verdad que después de recitar esta abjuración dijese entre dientes: «Eppur si muove». Fue la gente quien dijo esto, y no Galileo.

La Inquisición afirmaba que la suerte de Galileo «sería un ejemplo para que los demás se abstuviesen de delincuencias de este género». En esta afirmación acertó, por lo menos en lo que se refiere a Italia. Galileo fue el último, en efecto, de los grandes italianos. Ningún italiano, desde entonces, ha sido capaz de delincuencias de ese género. No puede decirse que la Iglesia haya variado mucho desde el tiempo de Galileo. Donde ejerce poder, como en Irlanda y en Boston, sigue prohibiendo toda literatura que contenga nuevas ideas.

El conflicto entre Galileo y la Inquisición no es meramente el conflicto entre el libre pensamiento y el fanatismo, o entre la ciencia y la religión: es además un conflicto entre el espíritu de inducción y el espíritu de deducción. Los que creen en la deducción como método para llegar al conocimiento se ven obligados a tomar sus premisas de alguna parte, generalmente de un libro sagrado. La deducción procedente de libros inspirados es el método de llegar a la verdad empleado por los juristas, cristianos, mahometanos y comunistas… Y puesto que la deducción, como medio de alcanzar el conocimiento fracasa cuando existe duda sobre las premisas, los que creen en la deducción tienen que ser enemigos de los que discuten la autoridad de los libros sagrados. Galileo discutió a Aristóteles y a las Escrituras, y con ello destruyó todo el edificio del conocimiento medieval. Sus predecesores sabían cómo fue creado el mundo, cuál era el destino del hombre y los más profundos misterios de la metafísica, y los ocultos principios que rigen la conducta de los cuerpos. En el universo moral y material nada era misterioso para ellos, nada oculto; todo podía ser expuesto en metódicos silogismos. Comparado con todo este caudal, ¿qué les quedaba a los partidarios de Galileo? Una ley de caída de los graves, la teoría del péndulo y las elipses de Kepler. ¿Puede sorprender, ante esto, que los eruditos protestasen a voz en grito de la destrucción de sus conocimientos, ganados tan laboriosamente? Así como el sol naciente disipa la multitud de las estrellas, así las escasas verdades comprobadas por Galileo desvanecieron el firmamento centelleante de las certezas medievales.

Sócrates había dicho que él era más sabio que sus contemporáneos, porque él sólo sabía que no sabía nada. Esto era un artificio retórico. Galileo pudo haber dicho con verdad que no sabía gran cosa, pero sabía que sabía algo, mientras sus contemporáneos aristotélicos no sabían nada y pensaban que sabían mucho. El conocimiento, considerado como opuesto a las fantasías de realización de los deseos, es difícil de alcanzar. Un poco de contacto con el verdadero conocimiento hace menos aceptables las fantasías. Por regla general, el conocimiento es más difícil de lograr que lo que suponía Galileo, y mucho de lo que él creía era sólo aproximado; pero en el proceso de adquirir un conocimiento seguro y general, Galileo dio el primer paso. Por eso es el padre de los tiempos modernos. Tanto lo que nos gusta como lo que nos disgusta de la edad en que vivimos —su crecimiento de población, su mejoramiento en sanidad, sus trenes, automóviles, radio, política y anuncios de jabón—, todo proviene de Galileo. Si la Inquisición le hubiese cogido joven, no podríamos ahora gozar de las delicias de la guerra aérea y de los gases envenenados, ni, por otra parte, de la disminución de la pobreza y de las enfermedades, que es característica de nuestra época.

Es costumbre entre cierta escuela de sociólogos menospreciar la importancia de la inteligencia y atribuir todos los grandes sucesos a grandes causas impersonales. Juzgo esto una completa ilusión. Creo que si cien de los hombres del siglo XVII hubiesen muerto en la infancia, no existiría el mundo moderno. Y de esos ciento, Galileo es el principal.

NEWTON

SIR Isaac Newton nació el año en que murió Galileo (1642). Como Galileo, llegó a muy viejo, pues murió el año 1727.

En el corto período que media entre las actividades de esos dos hombres, la posición de la ciencia en el mundo había cambiado por completo. Galileo, durante toda su vida, tuvo que luchar contra los hombres tenidos por científicos, y en sus últimos años tuvo que sufrir persecución y condena por su obra. Newton, por el contrario, desde el momento en que, a la edad de dieciocho años, entró como alumno en el Trinity College, de Cambridge, escuchó el aplauso universal. Antes de transcurridos los dos años de conseguir su grado, el director de su colegio le describía como hombre de increíble genio. Fue aclamado por todo el mundo erudito, honrado por monarcas, y, con verdadero espíritu inglés, fue recompensado por su trabajo con un destino de Gobierno, en el que no pudo continuar su trabajo. Fue tan grande su valimiento que cuando Jorge I subió al trono el gran Leibniz tuvo que permanecer en Hannover, porque él y Newton habían reñido.

Fue una fortuna para las épocas siguientes que las circunstancias de Newton fuesen tan plácidas. Era hombre nervioso y timorato; al mismo tiempo susceptible y enemigo de controversias. No gustaba de publicar sus trabajos, porque le exponían a la crítica, y se vio forzado a hacerlo, a instancia de amigos cariñosos. A propósito de su Optica, escribió a Leibniz: «Estaba tan acosado por las discusiones promovidas con la publicación de mi teoría de la luz, que me reproché mi propia imprudencia por abandonar una bendición tan sustancial como mi tranquilidad para correr detrás de una sombra». Si hubiese encontrado una oposición parecida a la que tuvo enfrente Galileo, es probable que nunca hubiera publicado un renglón.

El triunfo de Newton fue el más espectacular en la historia de la ciencia. La astronomía, desde la época de los griegos, había sido a un mismo tiempo la más adelantada y la más respetada de las ciencias. Las leyes de Kepler aún eran recientes, y la tercera de ellas no era de ningún modo aceptada universalmente. Además, parecían extrañas e inexplicables a los que se habían acostumbrado a los círculos y epiciclos. La teoría de Galileo sobre las mareas no era correcta; los movimientos de la Luna no estaban bien estudiados, y los astrónomos se condolían de la pérdida de aquella épica unidad que los cielos poseían en el sistema ptolomeico. Newton, de un solo golpe, con su ley de la gravitación, puso orden y unidad en esta confusión. No sólo dio razón en líneas generales de los movimientos de planetas y satélites, sino, también de todos los detalles conocidos hasta entonces; hasta los cometas, que no hacía mucho tiempo «presagiaban la muerte de los príncipes», se encontraron sometidos a la ley de gravitación. El cometa de Halley fue uno de los más serviciales, y Halley fue el mejor amigo de Newton.

Los Principia, de Newton, se desenvuelven al gran estilo griego; por las tres leyes del movimiento y la ley de gravitación explicase, en deducción puramente matemática, el conjunto del sistema solar. La obra de Newton es estatuaria y helénica, bien distinta de las mejores de nuestra propia época. La aproximación más cercana a la misma perfección clásica, entre los modernos, es la teoría de la relatividad; pero aun ésta no aspira a la misma finalidad, ya que el grado de progreso de la época actual es demasiado grande. Todo el mundo conoce la historia de la caída de la manzana. Contrariamente a lo que les sucede a muchas de estas historias, no se tiene la seguridad de que sea falsa. En todo caso, fue en el año 1665 cuando Newton pensó por primera vez en la ley de la gravitación, y en aquel año, a causa de la gran peste, pasó una temporada en el campo, posiblemente en un huerto. No publicó sus Principia hasta el año 1687: durante veintiún años se contentó con pensar sobre su teoría y perfeccionarla gradualmente. Ningún moderno se hubiera atrevido a hacer semejante cosa, ya que veintiún años es bastante para cambiar completamente el paisaje científico. Aun la obra de Einstein tiene siempre bordes mellados, dudas sin resolver, especulaciones no concluidas. No digo esto en tono de crítica. Lo digo sólo para ilustrar la diferencia entre nuestra edad y la de Newton. No aspiramos ya a la perfección, a causa del ejército de sucesores a quienes podemos apenas aventajar, y que están en todo momento dispuestos a borrar nuestras huellas.

El respeto universal otorgado a Newton, en contraste con el trato que encontró Galileo, fue debido en parte a la propia obra de Galileo y a la de otros hombres de ciencia que llenaron los años intermedios; pero también fue debido, y en no pequeña proporción, a la marcha de la política. En Alemania, la guerra de los Treinta Años, que estaba en su apogeo cuando murió Galileo, diezmaba la población, sin influir en lo más mínimo en el equilibrio de poder entre protestantes y católicos. Esto fue causa de que aun el menos reflexivo pensase que las guerras de religión eran una equivocación. Francia, aunque potencia católica, había apoyado a los protestantes alemanes, y Enrique IV, aunque se hizo católico para ganar París, no fue impulsado por este motivo a un gran fanatismo en la práctica de su nueva fe. En Inglaterra la guerra civil, que comenzó el año del nacimiento de Newton, condujo al predominio de los santos, que pusieron a todo el mundo, excepto a los santos mismos, contra el celo religioso. Newton ingresó en la Universidad al año siguiente de regresar Carlos II del destierro, y Carlos II, que fundó la Royal Society, hizo todo lo posible por fomentar la ciencia, como un antídoto del fanatismo. El fanatismo protestante le había mantenido en el destierro, y la intransigencia católica había hecho perder el trono a su hermano. Carlos II, que era un monarca inteligente, tomó por regla de gobierno el evitarse un nuevo viaje de destierro. El período desde su advenimiento hasta la muerte de la reina Ana fue el más brillante, intelectualmente, de la historia inglesa.

En Francia, mientras tanto, Descartes había inaugurado la filosofía moderna. Pero su teoría de los vórtices o torbellinos fue un obstáculo para la aceptación de las ideas de Newton. Sólo después de la muerte de Newton, y principalmente como resultado de las Lettres Philosophiques de Voltaire, cobró Newton fama; pero cuando lo hizo, su fama fue enorme.

En realidad, durante toda la centuria siguiente, hasta la caída de Napoleón, fueron principalmente los franceses los que prosiguieron la obra de Newton. Los ingleses se equivocaron por patriotismo al adherirse a sus métodos, que eran inferiores a los de Leibniz, con el resultado de que, después de su muerte, las matemáticas inglesas fueron despreciables durante cien años. El daño que en Italia hizo la intransigencia hízolo en Inglaterra el nacionalismo. Sería difícil decir cuál de los dos procedimientos resulta más pernicioso.

Aunque los Principia de Newton conservan la forma deductiva, inaugurada por los griegos, su espíritu es del todo diferente del de la ciencia griega, toda vez que la ley de gravitación, que es una de sus premisas, no es supuesta como evidente por sí misma, sino que se llega a ella inductivamente, a partir de las leyes de Kepler. El libro, por eso, ilustra el método científico en la forma ideal. De la observación de hechos particulares llega por inducción a una ley general, y por deducción de la ley general son inferidos otros hechos particulares. Este es todavía el ideal de la física, que es la ciencia de la que, en teoría, todas las demás debieran ser deducidas; pero la realización de ese ideal es algo más difícil de lo que parecía en la época de Newton, y una sistematización prematura ha resultado ser peligrosa.

La ley de gravitación de Newton ha tenido una historia peculiar. Mientras, durante más de doscientos años, explicó casi todos los hechos que eran conocidos respecto a los movimientos de los cuerpos celestes, permanece aislada y misteriosa en sí misma entre las leyes naturales. Nuevas ramas de la física crecen en vastas proporciones, las teorías del sonido, del calor, de la luz y de la electricidad fueron exploradas con éxito. Pero ninguna propiedad de la materia fue descubierta que pudiese en modo alguno relacionarse con la gravitación. Sólo con la teoría general de la relatividad de Einstein (1915) encaja la gravitación en el cuadro general de la física; y entonces se encontró que pertenece más bien a la geometría que a la física, en el sentido tradicional de «física». Desde un punto de vista práctico, la teoría de Einstein supone sólo correcciones muy pequeñas de los resultados newtonianos. Estas correcciones minúsculas, en tanto que se pueden medir, han sido comprobadas empíricamente; pero si el cambio práctico es pequeño, el cambio intelectual es enorme, puesto que toda nuestra concepción del espacio y del tiempo ha tenido que ser transformada. La obra de Einstein ha acentuado la dificultad de soluciones acabadas en la ciencia. La ley de gravitación de Newton ha reinado durante todo tiempo y ha explicado tantas cosas, que parecía apenas creíble que tuviera necesidad de corrección. Sin embargo, tal corrección ha resultado necesaria al final, y nadie duda de que la corrección tendrá que ser, a su vez, corregida.

DARWIN

LOS primeros triunfos del método científico fueron logrados en astronomía. Sus triunfos más notables en tiempos bien modernos han sido obtenidos en la física atómica. Ambas materias requieren muchas matemáticas para su dominio. Quizás en su última perfección toda ciencia será matemática; pero, mientras tanto, existen vastos campos en los que las matemáticas apenas pueden aplicarse, y en ellos han de ser realizadas algunas de las más importantes hazañas de la ciencia moderna.

Podemos tomar la obra de Darwin como representativa de las ciencias no matemáticas. Darwin, como Newton, dominó el panorama intelectual de una época, no sólo entre los hombres de ciencia, sino entre el público general ilustrado. Y, como Galileo, entró en pugna con la teología, aunque con resultados menos desastrosos para el propio Darwin. La importancia de Darwin en la historia de la cultura es muy grande; pero el valor de su obra es difícil de apreciar desde un punto de vista estrictamente científico. No inventó la hipótesis de la evolución, que se les había ocurrido a muchos de sus predecesores. Trajo un montón de pruebas a su favor, e inventó un cierto mecanismo que llamó la «selección natural» para dar razón de la evolución. Muchas de sus pruebas siguen siendo válidas; pero la «selección natural» está menos en boga entre los biólogos de lo que lo estuvo.

Fue Darwin un hombre que viajó mucho, observó con inteligencia y reflexionó con paciencia. Pocos hombres de su eminente valía han tenido menos que él la cualidad llamada brillo. Nadie se ocupó mucho de él en su juventud. En Cambridge se contentó con no trabajar y se graduó. No siendo posible, en aquel entonces, estudiar biología en la Universidad, prefirió pasar el tiempo paseando por la comarca, coleccionando escarabajos, lo cual era oficialmente una forma de vagancia. Su verdadera educación la debió al crucero del Beagle, que le proporcionó la oportunidad de estudiar la flora y fauna de muchas regiones y de observar los hábitats de especies afines, pero separadas geográficamente. Una de sus mejores obras se refiere a lo que se llama actualmente ecología, es decir, a la distribución geográfica de especies y géneros.[1.3] Observó, por ejemplo, que la vegetación de los Altos Alpes se parece a la de las regiones polares, de lo que dedujo antepasados comunes en tiempos de la época glacial.

Aparte de los detalles científicos, la importancia de Darwin radica en el hecho de que obligó a los biólogos, y con ellos al público en general, a abandonar la antigua creencia en la inmutabilidad de las especies y a aceptar el punto de vista de que los diversos géneros de animales se han, desarrollado por variación a partir de antepasados comunes. Como todos los innovadores de los tiempos modernos, tuvo que luchar con la autoridad de Aristóteles. De Aristóteles podría decirse que ha sido uno de los grandes infortunios de la raza humana. Aun en este momento la enseñanza de la lógica, en la mayoría de las Universidades, está llena de tonterías, de las que Aristóteles es responsable.

La teoría de los biólogos, antes de Darwin, era que en el cielo estaba encerrado un gato ideal, y un perro ideal, y así sucesivamente; y que los actuales gatos y perros son copias, más o menos imperfectas, de esos tipos celestiales. Cada especie corresponde a una idea diferente en la Mente Divina, y por eso no puede haber transición de una especie a otra, ya que cada especie procede de un acto separado de creación. Los testimonios geológicos hicieron cada vez más difícil sostener esta opinión, puesto que los antepasados de los tipos existentes hoy, y separados por gran distancia, se asemejaban entre sí mucho más que las especies de hoy día. El caballo, por ejemplo, tuvo anteriormente su complemento adecuado de dedos; los pájaros primitivos apenas se distinguían de los reptiles, y así otros casos. El mecanismo particular de la «selección natural» ya no es considerado por los biólogos como el adecuado; pero el hecho general de la evolución es ahora universalmente admitido entre la gente culta.

Con respecto a los animales distintos del hombre, la teoría de la evolución podía haber sido admitida por mucha gente, sin demasiada violencia; pero en la mente popular el darwinismo se identificó con la hipótesis de que los hombres descienden de los monos. Esto era doloroso para nuestro concepto humano, casi tan doloroso como la doctrina de Copérnico que afirma no ser la Tierra el centro del universo. La teología tradicional, como es natural, ha sido siempre halagadora para la especie humana; si hubiese sido inventada por monos o habitantes de Venus, sin duda, no hubiera tenido esa cualidad. El hombre, por su índole, ha sido siempre capaz de defender su amor propio, bajo la impresión de que estaba defendiendo la religión. Por otra parte, sabemos que los hombres tienen alma, mientras que los monos carecen de ella. Si los hombres proceden gradualmente de los monos, ¿en qué momento adquirieron el alma? Este problema no es, en realidad, más grave que el problema de saber en qué estadio de desarrollo adquiere el feto el alma; pero las dificultades nuevas siempre parecen peores que las viejas, ya que éstas pierden su interés con la familiaridad. Si, para eludir la dificultad, decidimos que los monos tengan alma, seremos conducidos, paso a paso, al punto de vista de conceder alma también a los protozoarios; y si les negamos el alma a los protozoarios, seremos compelidos, si somos evolucionistas, a negársela también a los hombres. Todas estas dificultades fueron al mismo tiempo vistas por los que se oponían a Darwin, y es sorprendente que su oposición no fuese más violenta de lo que fue.

La obra de Darwin, si bien requiere corrección en muchos extremos, proporciona, no obstante, un ejemplo de lo que es esencial en el método científico, a saber: sustituir con las leyes generales, basadas en la experiencia, los cuentos de hadas inventados por una fantasía acuciada por el afán de realizar sus deseos. Los seres humanos encuentran difícil, en todas las esferas, basar sus opiniones más en pruebas que en las propias esperanzas. Cuando un vecino es acusado de inmoralidad, la gente se apresura a creer en la imputación; le cuesta mucho trabajo aguardar a que se ofrezcan pruebas convincentes. Cuando dos naciones promueven una guerra, ambas partes creen estar seguras de la victoria. Cuando un hombre apuesta por un caballo, está seguro de que ganará. Cuando se contempla a sí mismo, está convencido de que es un guapo mozo, que tiene un alma inmortal. La prueba objetiva de cada una de estas proposiciones podrá ser todo lo insuficiente que se quiera; nuestros deseos producen una tendencia casi irresistible a creer en ella. El método científico aparta a un lado nuestros deseos e intenta llegar a opiniones en las que los deseos no intervienen. Tiene, como es natural, ventajas prácticas el método científico; de no ser así, nunca se hubiera abierto camino contra el mundo de la fantasía. El profesional de las apuestas en las carreras de caballos es científico y se hace rico; el punto ordinario no es científico y se arruina. Y así, en lo que se refiere a la excelencia humana, la creencia de que los hombres tienen alma ha producido una cierta técnica, con el fin de mejorar el género humano, la cual, a pesar de un esfuerzo prolongado y costoso, no ha dado hasta ahora un buen resultado visible. El estudio científico de la vida y de la mente y el cuerpo humanos, por el contrario, es probable que dentro de poco tiempo nos capacite para producir mejoras que excedan a nuestros sueños, en la salud, inteligencia y virtud de los seres humanos de tipo medio.

Darwin estaba equivocado en cuanto a las leyes de la herencia, que han sido completamente transformadas por la teoría mendeliana. Tampoco tenía una teoría justa para el origen de las variaciones, y las creía mucho más pequeñas y más graduales de lo que se ha encontrado que son en cierta circunstancia. En estos extremos, los biólogos modernos han avanzado mucho más que él. Pero no hubieran alcanzado el punto en que se encuentran, si no hubiese sido por el empuje inicial de Darwin; y la mole de sus investigaciones fue necesaria para impresionar a los hombres y convencerles de que la teoría de la evolución es sumamente importante e imprescindible.

PAVLOV

CADA nuevo avance de la ciencia en un nuevo dominio ha engendrado una resistencia análoga a la encontrada por Galileo; pero cada vez con menos vehemencia. Los tradicionalistas han esperado siempre que en alguna parte se descubriría una región a la que resultara inaplicable el método científico. Después de Newton abandonaron desesperados los cuerpos celestes. Después de Darwin, la mayoría de ellos admitieron el hecho amplio de la evolución, aunque continúan sugiriendo aún al presente que el curso de la evolución no va guiado por fuerzas mecánicas, sino que ha sido dirigido por un propósito determinado de antemano. Así, la tenia ha adoptado su forma actual, no porque de otra manera no hubiera podido sobrevivir en los intestinos humanos, sino porque realiza una idea fraguada en el Cielo y que forma parte de la Mente Divina. Como dice el obispo de Birmingham: «El repugnante parásito es un resultado de la integración de mutaciones; es, al mismo tiempo, un ejemplo exquisito de adaptación al medio, y es moralmente repugnante». Esta controversia no está del todo concluida, aunque puede caber poca duda de que las teorías mecánicas de la evolución prevalecerán por completo antes de poco tiempo.

Un efecto de la doctrina de la evolución ha sido impulsar a los hombres a conceder a los animales alguna parte, por lo menos, de los méritos que ellos reclaman para el homo sapiens. Descartes sostenía que los animales son meros autómatas, mientras los seres humanos tienen libre albedrío. Opiniones de esta clase han perdido hoy su plausibilidad, aunque la doctrina de la «evolución repentina» («emergent evolution»), que consideramos en un capítulo posterior, ha sido ideada para rehabilitar la opinión que establece diferencias cualitativas entre los hombres y los demás animales. La fisiología ha sido el campo de batalla entre los que consideran sometidos al método científico todos los fenómenos y los que esperan que entre los fenómenos vitales haya algunos, por lo menos, que exijan un tratamiento místico. ¿Es el cuerpo humano una mera máquina regida toda ella por los principios de la física y la química? Así se cree por lo general, aunque existen aún procesos que no son bien comprendidos. ¿Acaso en ellos se esconde un principio vital? De este modo, los campeones del vitalismo fraternizan con la ignorancia. No ahondemos mucho —piensan ellos— en el conocimiento del cuerpo humano, no vayamos a descubrir, para desilusión nuestra, que podemos entenderlo. Cada nuevo descubrimiento hace menos plausible este punto de vista, y restringe el territorio aún abierto a los obscurantistas. Hay algunos, sin embargo, que consienten en someter el cuerpo a los cuidados tiernos del hombre de ciencia, siempre que puedan salvar el alma. El alma, como sabemos, es inmortal y tiene percepción del bien y del mal. El alma, si pertenece al justo, tiene conocimiento de Dios. Aspira a altas cosas y está impregnada por un soplo divino. Siendo éste el caso, no puede, seguramente, estar gobernada por las leyes de la física y de la química, o, en general, por ninguna ley. Por eso la psicología ha sido más obstinadamente defendida por los enemigos del método científico que cualquier otra rama del conocimiento humano. Sin embargo, la psicología se está haciendo científica; muchos hombres han contribuido a este resultado, pero nadie en mayor proporción que el fisiólogo ruso Pavlov.

Pavlov nació el año 1849, y dedicó la mayor parte de su vida trabajadora a la investigación de la conducta de los perros. Esta, sin embargo, es una afirmación demasiado amplia, pues su principal labor consistió meramente en observar cuándo fluye saliva de la boca del perro y en qué cantidad. Esto ilustra una de las características más importantes del método científico, como opuesto a los métodos de los metafísicos y teólogos. El hombre de ciencia busca hechos que sean significativos en el sentido de conducir a leyes generales, y esos hechos están frecuentemente desprovistos de interés intrínseco. La primera impresión de una persona no científica, cuando se entera de lo que se hace en algún laboratorio famoso, es la de que todos esos investigadores están perdiendo su tiempo en trivialidades; y los hechos que tratan de esclarecer intelectualmente son a menudo, en efecto, en sí triviales y carentes de interés. Ello puede aplicarse al caso concreto de la especialidad de Pavlov, a saber: el flujo de la saliva en los perros. Pero, estudiándolo, llegó Pavlov a establecer leyes generales que rigen la conducta de muchos animales, y aun la de los seres humanos.

El procedimiento es el siguiente. Todo el mundo sabe que la vista de un manjar suculento hace fluir saliva a la boca de un perro. Pavlov coloca un tubo en la boca del perro para poder medir la cantidad de saliva que produce el manjar apetecido. El flujo de saliva, cuando hay alimento en la boca, es lo que se llama un reflejo, que es una de las cosas que el cuerpo hace espontáneamente y sin que influya la experiencia. Hay muchos reflejos, algunos muy determinados, otros menos. Algunos de estos reflejos pueden ser estudiados en los niños recién nacidos, pero otros sólo se presentan en un período ulterior del crecimiento. El infante estornuda, bosteza, se despereza, mama, vuelve los ojos hacia una luz brillante, y realiza otros movimientos corporales, sin necesidad de aprendizaje previo. Todas estas acciones se llaman reflejos; en el lenguaje de Pavlov, reflejos incondicionados. Entran en la esfera a que anteriormente se aplicaba la vaga denominación de instinto. Los instintos complicados, como la construcción de los nidos por los pájaros, resultan ser una serie de reflejos. En los animales inferiores, los reflejos son poco modificados por la experiencia: la polilla continúa precipitándose sobre la llama, aun después de haberse chamuscado sus alas. Pero en los animales superiores la experiencia tiene un gran efecto en los reflejos; y esto sucede, por lo general, en el hombre. Pavlov estudió el efecto de las experiencias en los reflejos salivares de los perros. La ley fundamental en este asunto es la ley de los reflejos condicionados: cuando el estímulo para un reflejo incondicionado ha sido muchas veces acompañado o precedido inmediatamente por algún otro estímulo, este otro estímulo, por sí solo, producirá en ocasión oportuna la respuesta que fue originada en un principio por el estímulo al reflejo incondicionado. El flujo de saliva es originariamente producido por la presencia del alimento en la boca; más tarde se produce por la vista y el olor del alimento, o por cualquier otra señal que procede habitualmente a la toma de alimento. En este caso tenemos lo que se llama un reflejo condicionado; la respuesta es la misma que en el reflejo incondicionado pero el estímulo es uno nuevo, que se ha llegado a asociar con el estímulo original a través de la experiencia. Esta ley del reflejo condicionado es la base de lo que los antiguos psicólogos llamaban «asociación de ideas», de la comprensión del lenguaje, del hábito, y prácticamente, de todo lo que es debido a la experiencia.

Apoyándose en esa ley fundamental, Pavlov ha producido experimentalmente todo género de complicaciones. Emplea no sólo el estímulo del alimento agradable, sino también el de ácidos desagradables, de suerte que puede suscitar en el perro tanto respuestas de repugnancia como respuestas de aproximación. Habiendo formado un reflejo condicionado, por una serie de experimentos, puede proceder a contenerlo por otra. Si una señal dada es seguida algunas veces de resultados agradables, y otras de desagradables, el perro es susceptible de sufrir al final una crisis nerviosa; se torna histérico o neurasténico y, en realidad, en enfermo típico mental. Pavlov no lo cura haciéndole reflexionar sobre su infancia, o haciéndole confesar una pasión culpable por su madre, sino con reposo y bromuro. Relata Pavlov una historia que debería ser estudiada por todos los educadores. Tenía un perro al que siempre le enseñaba una mancha circular de luz brillante antes de darle alimento, y una mancha elíptica antes de aplicarle una corriente eléctrica. El perro aprendió a distinguir claramente los círculos de las elipses, gozando con los primeros y evitando las últimas con espanto. Pavlov disminuyó entonces gradualmente la excentricidad de la elipse, haciéndola cada vez más parecida a un círculo. Durante largo tiempo, el perro continuó distinguiendo claramente ambas figuras:

A medida que la forma de la elipse se fue aproximando más y más a la del círculo, obtuvimos, más o menos rápidamente, una diferenciación delicada, cada vez más acentuada. Pero cuando utilizamos una elipse cuyos dos ejes estaban en la relación de 9 a 8, es decir, una elipse casi circular, todo cambió. Obtuvimos una nueva diferenciación delicada, que siempre permaneció imperfecta y que duró dos o tres semanas; después, no sólo desapareció espontáneamente, sino que originó la pérdida de todas la diferenciaciones anteriores, incluyendo las menos delicadas. Él perro, que antes permanecía quieto en su taburete, estaba ahora constantemente forcejeando y aullando. Fue necesario elaborar de nuevo todas las diferenciaciones, y las menos delicadas exigieron ahora mucho más tiempo que la primera vez. Al intentar obtener la diferenciación final, se repitió la vieja historia, esto es, todas las diferenciaciones desaparecieron, y el perro cayó de nuevo en un estado de excitación.[1.4]

Temo que un procedimiento similar sea harto corriente en las escuelas y constituya la causa de la aparente estupidez de muchos estudiantes.

Pavlov opina que el sueño es en esencia lo mismo que la inhibición, siendo una inhibición general, en vez de específica. Basándose en su estudio de los perros, acepta la opinión de Hipócrates de haber cuatro temperamentos, a saber: colérico, melancólico, sanguíneo y flemático. El flemático y el sanguíneo los considera como los tipos más sanos, mientras el melancólico y el colérico son susceptibles de desórdenes nerviosos. Encuentra que sus perros pueden dividirse en estos cuatro tipos, y cree que lo mismo es verdad para los seres humanos.

El órgano por medio del cual tiene lugar el aprendizaje es la corteza cerebral, y Pavlov se considera a sí mismo como ocupado en el estudio de la corteza. Es un fisiólogo y no un psicólogo; pero sostiene la opinión de que, tratándose de animales, no puede haber psicología, tal como nosotros la deducimos por introversión al estudiar los seres humanos. Con los seres humanos no parece que llega tan lejos como el doctor John B. Watson. «La psicología —dice—, en cuanto concierne al estado subjetivo del hombre, tiene un derecho natural a la existencia; para nuestro mundo subjetivo es la primera relación con la que nos enfrentamos. Pero aunque sea concebido el derecho a la existencia de la psicología humana, no hay razón para que no discutamos la necesidad de una psicología animal».[1.5] En lo que atañe a los animales, es un behaviourista[1.6] puro, en el sentido de que no podemos saber si un animal tiene conocimiento o, en caso de tenerlo, cuál sea la naturaleza de este conocimiento. Con respecto a los seres humanos, a pesar de su concesión teórica a la psicología introspectiva, todo lo que tiene que decir está fundado en su estudio de los reflejos condicionados, y es evidente que, por lo que toca a la conducta del cuerpo, su posición es enteramente mecanicista:

No se puede negar que sólo el estudio del proceso físicoquímico que tiene lugar en el tejido nervioso nos dará una teoría real de todos los fenómenos nerviosos, y que las fases de este proceso nos proporcionarán una explicación completa de todas las manifestaciones externas de la actividad nerviosa y de sus relaciones mutuas.[1.7]

La siguiente cita es interesante, no sólo por ilustrar su posición en este punto, sino por mostrar las esperanzas idealistas para la raza humana, que basa en el progreso de la ciencia:

… Al comienzo de nuestro trabajo, y durante mucho tiempo después, sentíamos el apremio de la costumbre, que nos invitaba a explicar nuestro resultado por medio de interpretaciones psicológicas. Cada vez que la investigación objetiva encontraba un obstáculo, o cuando era detenida por la complejidad del problema, se originaban recelos muy naturales respecto a la corrección de nuestro nuevo método. Gradualmente, con el progreso de nuestra investigación, estas dudas se hicieron menos frecuentes, y ahora estoy profunda e irrevocablemente convencido de que por este camino se encontrará el triunfo final de la mente humana sobre su problema supremo —el conocimiento del mecanismo y las leyes de la naturaleza humana—. Sólo de este modo puede venir una felicidad completa, verdadera y permanente. Dejemos a la mente elevarse, de victoria en victoria, sobre la naturaleza que la rodea; dejémosla conquistar para la actividad y la vida humana, no sólo la superficie de la tierra, sino todo lo que existe entre la profundidad de los mares y los límites superiores de la atmósfera; dejémosla mandar para su servicio la energía prodigiosa que fluye de una parte del universo a la otra; dejémosla aniquilar el espacio para la transferencia de sus pensamientos. Con todo, la misma criatura humana, impulsada por poderes tenebrosos a guerras y revoluciones, con sus horrores, produce por sí misma incalculables pérdidas materiales y pena indecible, y retrocede a estados bestiales. Sólo la ciencia, la ciencia exacta de la propia naturaleza humana, y la aproximación más sincera a la misma, con la ayuda del omnipotente método científico, librará al hombre de su melancolía presente y le purgará de su vergüenza contemporánea en la esfera de las relaciones interhumanas.[1.8]

En metafísica no es ni materialista ni mentalista. Sostiene el criterio, que yo creo firmemente ser el verdadero, de que la costumbre de distinguir entre el espíritu y la materia es una equivocación, y que la realidad puede ser atribuida a ambos o a ninguno, con igual justicia. «Llegamos ahora —dice— a juzgar el alma, la mente y la materia como una sola cosa, y con este criterio no habrá necesidad de una elección entre ellos».

Como ser humano, Pavlov tiene la sencillez y la regularidad de los hombres sabios de una época anterior, como, por ejemplo, Manuel Kant. Ha vivido una tranquila vida de hogar y ha sido invariablemente puntual a su laboratorio. Una vez, durante la Revolución, su ayudante se retrasó diez minutos, y adujo como excusa la Revolución. Pero Pavlov replicó: «¿Qué importa una revolución, cuando tienes trabajo en el laboratorio?». La única alusión a los trastornos de Rusia que se encuentra en sus escritos está relacionada con la dificultad de alimentar a sus animales durante los años de escasez de alimento. Aunque su labor ha sido de tal índole que pudo ser reputada como sostén de la metafísica oficial del partido comunista, Pavlov piensa muy mal del gobierno soviético, y lo declara vehementemente en público y en privado. A pesar de esto, el gobierno le ha tratado con toda consideración y ha surtido generosamente su laboratorio con todo lo que ha necesitado.

Rasgo típico de la moderna actividad científica (si se la compara con la de Newton o aun la de Darwin) es que Pavlov no haya intentado una perfección estatuaria en la presentación de sus teorías: «La razón de no haber dado una exposición sistemática de nuestros resultados durante los últimos veinte años es la siguiente: El campo es del todo nuevo, y la labor ha avanzado constantemente. ¿Cómo podría detenerme en una concepción comprensiva para sistematizar los resultados, cuando cada día nuevos experimentos y observaciones nos traen hechos adicionales?».[1.9] El ritmo del progreso en la ciencia actual es demasiado grande para obras tales como los Principia, de Newton, o el Origen de las especies, de Darwin. Antes de que un libro semejante pueda ser completado, resultaría anticuado. En muchos aspectos, esto es sensible, pues los grandes libros del pasado poseen cierta belleza y magnificencia, que está ausente de los folletos fugitivos de nuestros días. Pero es una consecuencia inevitable del rápido incremento del conocimiento, y debe, por eso, ser aceptado con filosofía.

¿Podrán los métodos de Pavlov hacerse extensivos a la totalidad de la conducta humana? Ello es cuestionable; pero, en todo caso, abarcan un vasto campo, y dentro de este campo han demostrado el modo de aplicar los métodos científicos con exactitud cuantitativa. Pavlov ha conquistado una nueva esfera para la ciencia exacta, y debe, por ello, ser considerado como uno de los grandes hombres de nuestro tiempo. El problema que Pavlov ataca con éxito es el de someter a la ley científica lo que hasta ahora se llamaba conducta voluntaria. Dos animales de la misma especie, o un mismo animal en dos ocasiones diferentes, pueden responder diferentemente al mismo estímulo. Esto dio origen a la idea de que hay algo, llamado voluntad, que nos capacita para responder a situaciones caprichosamente y sin regularidad científica. El estudio de Pavlov sobre los reflejos condicionados ha demostrado que la conducta, aunque no viene determinada por la constitución congénita de un animal, puede, no obstante, tener sus propias reglas y ser tan susceptible de tratamiento científico como lo es la conducta gobernada por los reflejos incondicionados. Como dice el profesor Hogben:

En nuestra generación, la labor de la escuela de Pavlov ha atacado con éxito, por primera vez en la historia, el problema llamado por el doctor Haldane «conducta consciente» de un modo no teológico. Lo ha reducido a la investigación de las condiciones bajo las cuales se producen nuevos sistemas reflejos.[1.10]

Cuanto más se estudia este asunto, más importante parece ser. Por eso, Pavlov debe ser clasificado entre los más eminentes hombres de ciencia de nuestra época.