Sonó en la calle, penetró en la casa y se abrió paso como un intruso enloquecido. Hubo otro disparo. Vanning hizo una mueca. Se dijo que debía darse prisa. Hubo más disparos. La escalera se precipitó hacia él, quedó tras él, y Vanning pensó que seguramente Fraser poseía una casita en Kew Gardens o en algún lugar parecido, con un poco de hierba a su alrededor, y cada noche, cuando Fraser llegaba a casa, su esposa estaba allí esperándole. Fraser subiría a dar un beso a los niños en sus camas, un beso tierno y suave para no despertarlos. Y por la mañana Fraser, su esposa y sus tres hijos se sentarían en torno a la mesa del desayuno, mientras la luz del sol se filtraría entre las ramas de un árbol en el jardincito; esa luz haría brillar la tostadora sobre la mesa del desayuno: el brillo del cromo, las caras resplandecientes, la pequeña familia de Fraser…
El resplandor del sol, sólo que ya no era el sol, sino una farola que arrojaba su luz sobre la puerta de la calle cuando Vanning salió al exterior. Sobre el fondo negro de la calle, el brillo era intenso, con algo de rojo, un reluciente rojo que chorreaba desde una forma inmóvil en el centro de la calle, y el núcleo del rojo era una nítida erupción en la cabeza calva de Sam.
Eso fue lo primero. Lo segundo fue la gran banda elástica de silencio que se extendió y se extendió hasta que resonó el siguiente disparo. Cuando lo oyó, localizó su origen en un portal al otro lado de la calle y se vio salir de él un hombre corpulento, que bajó resueltamente los peldaños de piedra. Luego vio algo que se movía despacio, que se desplomaba junto a un poste, con las rodillas dobladas. Sus ojos retornaron al hombre corpulento que cruzaba la calle, el hombre corpulento que apuntaba una pistola hacia la cosa débil y encorvada que trataba de envolverse en torno al poste, que trataba de colocar el poste entre ella misma y la pistola.
Todo esto era cada vez más cercano, cada vez más grande, sobre todo el hombre corpulento, que se había vuelto enorme. En el borde de todo ello, sonó otro disparo y hubo actividad marginal —ventanas abriéndose, ruido de gente—, pero todo formaba parte del confuso negro, y carecía ridículamente de importancia. Lo único importante era el hombre corpulento, tan terriblemente grande ya, y cuya corpulencia se mezclaba de pronto con un rápido giro, un movimiento torpe pero definido. Lo cual se mezclaba a su vez con la nueva dirección en que apuntaba la pistola. Luego se produjo el estallido, prontamente seguido de otro disparo de la pistola que entonces apuntaba al cielo, porque Vanning sujetaba la muñeca de Pete y con la otra mano le machacaba la cara.
Pete no soltaba la pistola. Lanzó un rodillazo al vientre de Vanning, falló y lo intentó de nuevo, y esta vez la rodilla golpeó y Vanning, que trastabilló, se encogió, perdió el equilibrio y cayó pesadamente sobre un costado. Y contempló la pistola, el rostro grande y retorcido que había tras la pistola. En la pistola había un brillo y en los oscuros bosques de Denver brillaba la luz de la luna, y entonces, desde algún lugar más allá de la luz lunar, le llegó un estampido. Pete se enderezó completamente antes de arquear la espalda y soltar la pistola, y en seguida siguió a la pistola hacia el suelo. Emitió unos gruñidos, unos gorgoteos y se quedó bien muerto.
Vanning se incorporó y corrió hacia el poste telegráfico. Sujetó a Fraser y vio la mueca de dolor en su rostro.
—¿Cómo lo he hecho? —preguntó Fraser.
—Estupendamente. ¿Dónde le ha dado?
—En la rodilla. Duele horriblemente. —Y, de pronto, los ojos de Fraser se abrieron como platos, pero no por el dolor—. ¿Qué está haciendo aquí?
—No se preocupe —le tranquilizó Vanning—. Martha lo vigila. Ella tiene la pistola.
—¡Vaya si la tiene! —exclamó Fraser, sonriendo a pesar del dolor y mirando a espaldas de Vanning, de modo que este hubo de volverse para averiguar a qué se refería. Por un instante, lo único que vio fue la gente que salía corriendo de las casas. El instante se desmoronó, la gente se desvaneció y vio que John se les aproximaba, seguido por la pistola y, detrás, por Martha. Le entraron ganas de reírse en voz alta. Era una imagen maravillosa. Martha parecía tomárselo muy en serio, y John parecía muy cansado.
Una mano se posó en su hombro, y volvió a Fraser, que decía:
—Se ha arriesgado usted mucho por mí. Va a resultarme muy duro el detenerle.
—Está bien —respondió Vanning—. No se preocupe por eso.
Empezó a desgarrar una pernera del pantalón, y utilizó el trozo de tejido para improvisar un torniquete. Mientras apretaba el torniquete oyó quejarse a Fraser, pero siguió apretando, luego lo anudó, y justamente cuando terminaba el nudo vio a Martha y John de pie junto a ellos, y a toda la gente que se aglomeraba detrás. Lo veía y no lo veía, porque estaba contemplando la negrura del bosque, muy denso y enmarañado en comparación con los veinte metros o así del fangoso claro que separaba esta espesa vegetación de los árboles matemáticamente dispuestos.
Alguien habló, pero Vanning no sabía quién era ni qué decía. Allí, entre el denso follaje, ya no llevaba la cartera, pero momentos antes, cuando pasaba junto al último árbol de aquella hilera extrañamente recta, aún la tenía en la mano. Y su cerebro pegó un brinco. La cartera estaba en algún lugar de aquel pequeño claro. Entre el árbol y el follaje, más bien cerca del follaje. Estaba allí; tenía que estar.
Fraser le observaba. Martha le observaba. Y John. Pero él no lo sabía. Estaba allí, en el bosque, aproximándose a la cartera.
Y, de pronto, una voz le preguntó:
—¿Dónde?
Era la voz de Martha. La miró, y captó la súplica en sus ojos, la esperanza y el temor. Y entonces dejó de ver sus ojos, pero vio la cartera. Sus ojos estaban completamente cerrados y veía la cartera brillando tenue en el momento en que la dejaba caer y se deslizaba al interior de una pequeña grieta fangosa, a unos tres metros del follaje.
Y allí estaba, todavía estaba allí: una cosa chiquitita de cuero negro que relucía a la luz de la luna; una cosita perdida en espera de alguien que quisiera recogerla.
Ninguna duda. Ningún temor. Sólo la certidumbre. El deslumbrante y magnífico descubrimiento. Y la maravillosa convicción de que los bosques eran sumamente densos y no había senderos en las proximidades y la cartera seguiría allí. Los puntos de referencia eran claros e inconfundibles, y él podría conducirlos hasta la cartera.
Sus ojos se iluminaron y sonrió abiertamente a Fraser.
El policía le devolvió la sonrisa.
—¿Ha dado por fin en la diana?
—En pleno blanco —confirmó Vanning.
—No está enterrada, ¿verdad?
—No —respondió Vanning—. Está al descubierto.
—¿La dejó caer?
Vanning asintió.
—La dejó caer y siguió andando —dijo Fraser—. Tenía la esperanza de que me diría esto. Le acompañaré a Denver. Le apoyaré, pero no creo que le haga falta. Cualquier buen psiquiatra podría explicarlo todo sin el menor problema.
—¿Usted se lo explica?
—Al cien por cien —aseguró Fraser—. Es lo que llaman amnesia regresiva. Usted identificó la cartera con el hecho de que había matado a un hombre. Inconscientemente se obligó a olvidar su situación. Ha tenido que ocurrir algo importante para hacerle saltar la barrera. Ahora, si ese algo importante quisiera devolverme la pistola…
Martha depositó el revólver en la mano extendida de Fraser. Eso sumaba dos pistolas en poder de Fraser. Las pistolas apuntaban como al descuido en dirección de John, pero John no miraba las armas. Parecía hallarse muy lejos de todo el asunto. Ni siquiera parpadeó cuando oyó las sirenas, aunque sabía que iban a por él y a por nadie más.