John entró con expresión de gran sorpresa. Tenía una pistola en la mano, pero no apuntaba a ningún sitio en particular.
—Tire la pistola al suelo —le ordenó Fraser—. Cuidado con lo que hace, porque saldríamos los dos mal parados. Cierre la puerta, Vanning.
Vanning pasó por detrás de John, cerró la puerta y permaneció allí, a espaldas de John, esperando.
Fraser dio un paso hacia John e insistió:
—Le he dicho que tire la pistola al suelo.
—Eso es mucho pedir —objetó John.
—Estoy en condiciones de pedir mucho.
John había alzado su arma, y las dos pistolas estaban apuntando y listas para disparar.
—Estoy en condiciones de negarme —replicó John.
—Podemos quedarnos así toda la noche.
—Es posible.
—O podemos empezar a disparar y acabamos en un momento.
—Vaya usted a su aire, que yo iré al mío.
Fraser se mordió el labio inferior. Contempló su pistola unos instantes y luego, cuando sus ojos volvieron a elevarse, posó la mirada en Vanning durante una fracción de segundo. En seguida, le dirigió una sonrisa a John y le dijo:
—No valgo para estos juegos. Mis nervios no lo soportan.
Se encogió de hombros y arrojó la pistola hacia el sofá cama. En el preciso instante en que el arma entró en contacto con la tapicería, Vanning se adelantó, asió el brazo de John y comenzó a retroceder. John emitió un quejido y cayó de rodillas. El brazo de John estaba doblado contra su espalda, y sus dedos sin fuerza dejaron escapar el revólver. Vanning lo atrapó antes de que llegara al suelo. Se apartó de John y le tendió la pistola a Fraser, que se guardó el arma en el bolsillo, se acercó al sofá y recogió su propio revólver. Se volvió hacia Vanning y le sonrió.
—No ha estado nada mal —aprobó.
John estaba sentado en el suelo, frotándose el brazo. Cuando hizo ademán de levantarse, Fraser lo inmovilizó con un gesto de la mano que sostenía la pistola.
—Quédese ahí —ordenó—. No hace falta que nos andemos con cumplidos.
—Soy un idiota —se quejó John—. Y creo que no les gusto a las pistolas. Nunca he tenido mucha suerte con ellas.
Fraser miró a Martha y después a John. Sus ojos volvieron a posarse en Martha, pero se dirigía a John cuando preguntó:
—¿Qué me dice de ella?
—No tiene nada que ver —contestó John.
—No es suficiente. Deberá explicarme por qué. Y tendrá que ser muy convincente.
—Vanning puede explicarle por qué —dijo John—. La otra noche, cuando nos lo llevamos, perdió el conocimiento. Aproveché para registrarle los bolsillos. Quería ver si podía averiguar dónde vivía. Fue inútil, no llevaba encima ningún documento personal, ni siquiera una tarjeta de visita. Pero encontré un papel con el nombre de la chica y su dirección. Copié los datos y volví a guardar la nota en su bolsillo.
Fraser interrogó a Vanning con la vista.
—¿Qué me dice?
Vanning ostentaba una sonrisa cansada. Asintió lentamente.
—Puede ser. Concuerda.
—Muy bien —dijo Fraser, acomodándose en una silla. Sus ojos eran flechas, y John, el blanco inmóvil—. Ahora tiene la posibilidad de arruinarle la vida a Vanning. ¿Se da cuenta?
—Ya lo veo.
Los ojos de Fraser estaban casi cerrados, y daban la impresión de ser como las lentes de una cámara.
—Las cosas están así, John. Ya no es usted joven y, si no me equivoco, este asunto va a costarle un largo tiempo en prisión. No creo que sea muy feliz allí, pero, si hay algo bueno en usted, creo que dormirá mejor por las noches sabiendo que actuó correctamente con nuestro amigo.
John contrajo el rostro un instante.
—No estoy muy cómodo, aquí en el suelo.
—Póngase cómodo.
John se levantó y se dirigió hacia la silla más cercana. Tomó asiento en el borde, con las manos recogidas entre las piernas. Hubo un silencio tenso, y John contempló la pared frente a él, a lo que siguió un breve intervalo durante el cual sus ojos pasaron de Fraser a Vanning, a Martha y nuevamente a Fraser.
El intervalo llegó a su fin, y John propuso:
—¿No podríamos hacer un trato?
—Podemos intercambiar hechos —respondió Fraser—. Nada más.
—Eso es lo que quiero. Los hechos. Quiero ver en qué situación me encuentro. Veamos qué tiene usted contra mí.
—Lo más importante que tengo es lo de Seattle. Sé que fue usted el cerebro del atraco. Trescientos mil dólares. Hay tantos indicios que apuntan hacia usted que ni siquiera me tomaré la molestia de enumerarlos. ¿Quiere que siga?
—Creo que ya me ha dicho lo suficiente —respondió John—. Es un intercambio justo. Sólo quería estar seguro de lo de Seattle. Esto me deja metido en la sopa, y no hay razón para que arrastre a Vanning conmigo. Él está limpio.
—¿Piensa declararlo así?
—Está limpio —repitió John—. No tuvo nada que ver con Seattle. Es inocente, pero si quiere recuperar los trescientos mil, sólo Vanning puede decirle dónde están.
—Ya llegaremos a eso —contestó Fraser, mirando a Vanning.
Hubo un momento de asombro, seguido por un momento de absoluta comprensión, y lo primero que Vanning sintió después fue una profunda admiración por la capacidad mental de Fraser. Esto duró unos pocos instantes brumosos, y dedujo que Fraser le había utilizado lindamente. Pero no podía odiar al policía. No podía culparle ni a él ni a nadie por poner en duda la historia de la cartera perdida. Casi estaba a punto de dudar él mismo. En un frenético esfuerzo por despejar esta duda, retrocedió en la memoria a Colorado y trató de ver Denver, y un oscuro callejón en esa ciudad se convirtió en parte del círculo que, zumbando y rechinando, giraba, giraba y giraba sin dar señales de ir a detenerse.
Fraser encendía un cigarrillo. Lo hacía lenta, metódicamente. Cuando alzó la cabeza, sus ojos se dirigieron a John.
—Analicemos lo de Denver —propuso—. Si verdaderamente quiere arreglarle las cosas a Vanning, ha de explicarnos el asunto del hotel. Nos contará por qué dejó a Vanning solo, con la pistola y la cartera.
—A estas alturas, debería ser capaz de imaginarlo. Usted es el policía.
—Pero no soy vidente.
John se llevó las manos a la nuca.
—Fue todo cosa de Harrison. A mí nunca me ha gustado matar. No me parece buena idea. Traté de encontrar un modo de librarme de Vanning sin tener que matarlo, pero no se me ocurrió nada. Finalmente, Harrison me convenció de que sólo podíamos hacer una cosa, y cuanto antes, mejor. Harrison dijo que en eso consistía su trabajo. Era un especialista que todo lo reducía a números. Solía decirme que es estúpido arriesgarse a ser acusado de asesinato en primer grado si se puede hacer que la cosa quede en un segundo grado, o incluso en homicidio.
—Va usted muy lejos —comentó Fraser—. Siga un poco más.
—Harrison nos esperaba en Denver. Así es como fue todo. La puerta del baño quedó sin cerrar. Vanning dentro, y yo aguardaba en el dormitorio con otro hombre.
—¿Su nombre?
—Cuando lo capture —respondió John—, él mismo le dirá su nombre. —Hizo una pausa para dejar que reflexionara en sus palabras. Fraser asintió, para indicarle que había comprendido. Y entonces John añadió—: Harrison sabía a qué hotel iríamos. Dio un vistazo al libro de registro después de hacernos una seña en el vestíbulo. Luego, subió a la habitación y los tres discutimos el asunto. Harrison nos dijo que saliéramos, que él se encargaría del resto. Aclaró que no pensaba exponerse a una acusación de asesinato en primer grado y que iba a dar a Vanning una oportunidad de dejar sus huellas en la pistola. Y, si él quería, hasta podía guardársela. Calculando las probabilidades, eso es lo que haría. Cogería la pistola y se la metería en el bolsillo. Luego, si las cosas se torcían, Harrison podría alegar que Vanning había tratado de matarle. No había motivo para hacerlo en el hotel. Harrison prefería una calle a oscuras. Un trabajo limpio.
—¿No le parece que eso era complicar un poco la cosa? —inquirió Fraser.
—Harrison estaba muy seguro de sí mismo. Demasiado seguro. Tenía esa mala costumbre.
—Y usted ¿no se opuso?
—Le dije que estaba corriendo un gran riesgo —respondió John—. Pero era su trabajo, y dejé que lo hiciese a su manera. Estaba seguro de que saldría bien. Así pues, lo que hizo fue dejar la pistola sobre la mesa y la cartera en la cómoda, y luego salió y espero en el rellano. Y entonces salió Vanning con la cartera y la pistola, y lo que ocurrió a continuación aún no me lo explico. Quiero decir, cómo pudo Vanning salir vencedor, porque Harrison tenía un gran talento en cuestión de armas.
—Tenía el revólver en el bolsillo —explicó Vanning, como si hablara consigo mismo.
Creía estar todavía en el bosque, huyendo en la oscuridad, tratando de alejarse del callejón en el que se enfriaba el cadáver de Harrison.
—Claro que lo tenía en el bolsillo —admitió John—. Y eso es lo que no entiendo. Harrison llevaba su arma en la mano, ¿no?
—Sí. Me apuntaba con la pistola.
La voz de Vanning era un zumbido. Se expresaba como un autómata y su mente parecía hallarse en otro lugar. Evocaba la negrura de la noche sobre Denver. Y el bosque. Y luego la colina. Subió a la colina. Había un prado. Cruzó el prado. Había un arroyo. Se metió en el arroyo y el agua le cubrió hasta las rodillas, y siguió sumergiéndose, hasta la cintura.
—Estaba de pie, apuntando con el revólver… —prosiguió John.
—Y yo saqué el arma de mi bolsillo y se la mostré. Es difícil de explicar. En aquel momento, en aquel preciso instante, no estaba pensando en utilizar el arma. No sé en qué pensaba. Sabía que estaba decidido a matarme, y supongo que toda la situación era un tanto demencial. La forma en que saqué la pistola y se la enseñé… Lo único que hizo fue quedarse parado y mirar la pistola como si fuera un nuevo invento. Ni siquiera recuerdo haber tomado la decisión de apretar el gatillo.
—Cuando sacó la pistola —comentó Fraser—, debió darle el susto de su vida. La forma en que la sacó. La forma en que la mostró. Si hubiera sacado la pistola con la intención de utilizarla, habría tenido tantas posibilidades como una mosca discutiendo con una araña. Quedó completamente desconcertado por lo que hizo, pero de todas formas fue una auténtica locura.
—He cometido muchas locuras últimamente —replicó Vanning, y por un instante sus ojos buscaron a Martha.
Fraser aspiró una bocanada de humo.
—Creo que por fin todo empieza a concordar —decidió. Y entonces se volvió hacia Vanning—. Sólo queda un punto, y si usted lo aclara habremos dejado el asunto resuelto, embalado y listo para enviar.
—No puedo —contestó Vanning.
—Inténtelo.
—Lo he intentado. Lo he intentado un millón de veces, pero no lo consigo. No puedo decirle dónde está, porque no lo sé.
—Recuerde —le pidió Fraser—. Vaya paso a paso. Trate de recordar todos los detalles.
Entonces John lanzó una carcajada y se dirigió a Fraser.
—¡Vaya comedia! Él trata de engañarle, usted trata de engañarle, y ninguno de los dos engaña a nadie. Claro que sabe dónde está, pero habría de estar loco para decírselo.
—Si no me lo dice —respondió Fraser—, será cómplice del atraco y tendrá que ir a la cárcel. Y nada de lo que digamos usted, la chica o yo cambiará las cosas en lo más mínimo. Imagíneselo delante de un tribunal.
—Ya lo he hecho —dijo Vanning—. Lo he hecho tantas veces que ya no soporto pensar más en ello.
—Yo pensaré por usted. Yo me lo imaginaré por usted. —Había dureza en la voz de Fraser—. Está usted ante el tribunal y le hablan de lo que hizo. Ahora llegamos, saca la pistola, apunta a Harrison…
—Ya he explicado eso.
—Explíqueselo al juez y verá qué ocurre. Es una historia increíble, porque no tiene ningún gramo de lógica, no tiene nada que la corrobore. A Seattle no le interesan sus problemas personales. A Seattle sólo le interesa recuperar los trescientos mil dólares. Escuche lo que van a pensar todos. Escuche bien… —La voz de Fraser adoptó la cadencia de una ametralladora, pronunciando palabras cargadas de fuego, más y más rápidas—: Usted saca la pistola. Apunta a Harrison y dispara. Lo mata. Recoge la cartera. Echa a correr con ella. Contiene trescientos mil dólares, todo el dinero del mundo, y es suya, es suya, es suya. Usted no es un delincuente y no robó ese dinero, pero ahora es suyo y por nada del mundo va a dejar que escape de sus manos. Así que se lo lleva al bosque, excava un hoyo y lo esconde bien, pensando que cuando todo haya terminado podrá ir a recogerlo…
—Pero ¡eso no es cierto! —estalló Martha.
Se hizo el silencio y todos la miraron.
Entonces Fraser cedió un poco.
—No me importa si es cierto o no —replicó—. Eso es lo que van a decir. Vaya a discutirlo con ellos. Trate de hacerles cambiar de idea. Usted, John, usted que ya está al margen de esto, ¿lo cree usted?
—¿Acaso parezco idiota? —replicó John. Y sonrió a Vanning—: No te ofendas, chico. Estás haciéndolo muy bien. Sigue así. Dentro de unos años estarás en la calle y todo será tuyo. Es una bonita cantidad, y podrás comprar un montón de cosas.
Vanning miraba al suelo, sacudiendo la cabeza a uno y otro lado, las manos en las sienes.
—No sé dónde está. No lo sé. No sé dónde está.
—Piense —insistió Fraser—. Piense.
—¿Por qué no lo deja en paz? —intervino John—. Se está portando usted como un detective de tercera.
Fraser parpadeó unas cuantas veces. Luego, dirigió una sonrisa a John y le dijo:
—Muy bien, lo dejaré en paz. Más aún: me voy a dar una vuelta y dejaré la pistola.
John era una estatua con grandes ojos de cristal cuando Fraser le tendió la pistola a Vanning, y luego los ojos de cristal se movieron lentamente, siguiendo a Fraser que se dirigía hacia la puerta.
—Se ha vuelto loco —sentenció John.
—Quizá sí —admitió Fraser—. Pero tengo confianza en este hombre. No puedo evitarlo.
—Con eso no nos dice nada —replicó John—. ¿A qué viene esta despedida?
—No es una despedida. —Fraser mantuvo la sonrisa—. Salgo un momento a charlar con sus amigos.
Los ojos de cristal se enturbiaron.
—¿Cómo ha sabido que estaban fuera?
Fraser se apartó de la puerta y cruzó la habitación en dirección al sofá cama. La sonrisa se desvaneció. Y respondió:
—Hasta un detective de tercera categoría sabría que están esperando fuera.