13

Para un hombre que llevara una vida normal, habría sido un hermoso día. El clima era agradable. Lucía un sol brillante, pero por el Hudson subía una brisa del océano que le daba un respiro a Manhattan. Hubo un buen desayuno y un tranquilo viaje en autobús. La Quinta avenida parecía animada y satisfecha, quizá un punto pagada de sí misma, pero eso era algo que la Quinta avenida podía permitirse.

En la agencia de publicidad, el director artístico quedó complacido con su trabajo y le pasó otro encargo. Eso era bueno. El plazo de entrega era generoso, y eso era aún mejor. También el almuerzo fue bueno. Y en la calle Cincuenta y siete estaban exponiendo la obra sumamente interesante de unos artistas nuevos, de modo que el resto de la tarde transcurrió suavemente, al ritmo preciso.

En una de las principales galerías de la calle Cincuenta y siete entabló conversación con uno de los pintores surrealistas de mayor éxito, y los dos pasaron de óleo en óleo, discutiendo acerca de la importancia de la sombra en el surrealismo, el efecto del color en la sombra, el efecto de la sombra en el color, el efecto del color y la sombra en la línea, y se convirtió en una de esas conversaciones que muy fácilmente podrían prolongarse durante años. El surrealista estaba interesado en el punto de vista de Vanning, y la cosa condujo hasta una invitación a cenar. Rechazándola cortésmente, Vanning explicó que ya tenía un compromiso para aquella noche.

—Vaya, lo siento.

—También yo.

—Quizá pudiera aplazarlo.

—Podría, pero me parece que no lo haré.

—¿Negocios?

—En cierto modo. Quizá otro día, ¿de acuerdo?

—Naturalmente —respondió el pintor—. Estaré aquí todos los días hasta que termine la exposición, al final de agosto. ¿De verdad le gusta mi trabajo?

—Mucho. Tiene profundidad. Tiene técnica. Una técnica excelente. Llegará lejos, estoy seguro.

—Me alegra mucho oírle decir eso. Le hablaré de usted a mi esposa. Hay mucho sentido en lo que dice. No habla como los especialistas de costumbre. Su juicio es equilibrado, objetivo, tranquilo. Normalmente, a mi esposa no le hablo de las opiniones que la gente expresa sobre mi trabajo. De hecho, sólo le cuento lo que me afecta profundamente. Comprenda, estoy muy unido a mi esposa. Llevamos casados dieciséis años.

Vanning clavó la vista en un punto de la pared, por encima de la pintura más alta.

—¿Es que la han tomado conmigo?

—¿Cómo dice?

Vanning siguió mirando fijamente la pared.

—¿Por qué han de machacarlo siempre?

—Lo siento, pero no comprendo.

—Olvídelo. No he dicho nada. Es algo que hago de vez en cuando. No se preocupe. Venga, choque esos cinco. Espero que su esposa y usted sean siempre muy felices juntos. No hay nada como tener una esposa y estar locamente enamorado de ella, ¿cierto?

En el rostro del pintor, la expresión de desconcierto fue sustituida por una radiante sonrisa, y, al tiempo que le estrechaba la mano, prosiguió:

—Mi esposa lo significa todo para mí. Más que mi arte. Por eso no seré nunca un pintor verdaderamente grande. Pero no me importa. El éxito en el amor es el éxito en la vida. ¿Está usted casado?

Vanning asintió.

—No es un buen matrimonio —explicó—. No confío en ella. Tendría que dejarla marchar. Sé que no es buena para mí. Este es el aspecto práctico. El otro aspecto me supera ampliamente.

—Dele una oportunidad. No es más que un ser humano. Y probablemente joven. Puede usted moldearla. Hágame caso; soy mucho mayor que usted. Al principio, en París, mi esposa me daba muchos problemas. Era un diablillo. ¿Sabe lo que hice? Me declaré en huelga de hambre. Al cabo de dos días sin comer, se arrodilló ante mí llorando como una chiquilla. Le dije que comería si preparaba una cena a mi gusto. Preparó un banquete. Hicimos una fiesta para los dos, nos emborrachamos y nos reímos hasta caer inconscientes. Eso es vivir, amigo. Eso es amar.

—Hay algo en lo que dice.

—Peléese con ella. Arme ruido. Dele excitación. Dele color. Dele hijos. Mi esposa y yo tenemos tres chicas y un muchachito. Todas las noches llego a casa y encuentro un festival, un desfile de belleza, una deliciosa ópera cómica en mi propia casita. ¡Y vaya griterío! Es maravilloso.

—Debe de serlo —asintió Vanning.

Sonrió. Le dio al pintor unas palmaditas en el hombro y salió de la galería. En la calle, caminando por Lexington en dirección sur, siguió sonriendo, y muy gradualmente apareció un fruncimiento de ceño, de modo que sonreía y fruncía el ceño al mismo tiempo, dando la impresión de ser un hombre enfrascado en profundos pensamientos, un tanto divertido por lo que estaba pensando, un tanto intrigado. Y cuando la sonrisa se desvaneció y el ceño permaneció, daba la impresión de ser un hombre que había llegado a una decisión respecto a algo.

Aún tenía una hora que matar. Anduvo, contempló escaparates, siguió andando, entró en una camisería y compró varias camisas, algunas corbatas, unos cuantos pares de calcetines y un ostentoso batín de brocado. Tal ostentación en su propia persona le sugirió una idea, y poco después estaba adquiriendo una caja de dulces de más de dos kilos y un frasco grande de un carísimo perfume. Luego volvió a casa, se duchó y se afeitó, estrenó una de las camisas, se puso frente al espejo y comenzó a experimentar con una corbata nueva.

Unos minutos antes de las siete iba andando por la calle Barrow.

También esta vez la puerta estaba abierta cuando llegó al rellano del tercer piso. Ella estaba arreglada. Sonreía.

Se le acercó un paso.

—¡Qué elegante vienes!

—Te he traído unos regalitos —anunció, tendiéndole los paquetes con envoltorio de fantasía.

—¿Para mí?

Tomó los paquetes y se los quedó mirando.

—Había pensado comprarte pieles, pero no sé cuáles son tus preferidas.

Ella no prestó atención al comentario. Vanning decidió dejarlo pasar. Entraron en la sala. Ella abrió los paquetes. La enorme caja de dulces le arrancó un murmullo de deleite. La adornada caja del perfume le hizo dar un paso atrás y abrir mucho los ojos. Él la estudiaba como si la tuviera bajo un microscopio.

Señalando el perfume, ella protestó:

—No debiste hacerlo.

—¿Por qué no?

—Es muy caro.

—¿Crees que no puedo permitírmelo?

Ella siguió mirando el perfume.

—Es un dineral.

Vanning no respondió. Estaba encendiendo un cigarrillo. La cosa empezaba tal y como él lo había deseado. Los regalos habían llevado la conversación al dinero, y el dinero, a su vez, podía conducir a la cartera. De ella dependía que fuera así. Esperó, diciéndose que debía obrar con la mayor precaución. Se enfrentaba con una mujer del tipo más inteligente y peligroso de todos. Superficialmente, una inocencia de voz suave, una sinceridad sin adornos. Bajo la superficie, una ajedrecista capaz de realizar jugadas sorprendentes sin piezas ni tablero.

—En serio —insistió ella—. No habrías debido gastarte todo este dinero.

—No es tanto, en comparación.

—En comparación ¿con qué?

Vanning se fijó en la forma en que ella lo miraba.

—En comparación con lo que tengo.

—No sabía que tuvieras mucho.

—Depende de lo que tú entiendas por mucho.

Ella se echó a reír.

—Puede que no me lo hayas contado todo acerca de ti.

—¿Por ejemplo?

—Puede que hayas heredado una fortuna.

—Es posible.

—¿Lo intento de nuevo?

—Pues claro —asintió Vanning—. A ver si lo adivinas.

Estaban el uno frente al otro, y era como si hubiese floretes entre ellos. Vanning intentaba desprenderse de sus propios pensamientos, de su estrategia; intentaba asimilar los pensamientos de ella a fin de examinarlos y determinar cuánta ventaja le llevaba. Porque, aun en aquel breve lapso, ella ya le había tomado la delantera, y avanzaba frente a él con paso firme pero tranquilo, mostrando una seguridad amenazadora, una serena superioridad como la de una pantera jugando con una cebra.

—Quizá me has tenido engañada todo el tiempo —sugirió—, y esto es una especie de broma. ¿No serás un joven genio de las finanzas?

—Vuelve a intentarlo.

—Has ganado una fortuna jugando a las cartas.

—¿Acaso doy la impresión de ser una persona hábil en el juego?

—Por eso precisamente podrías ser hábil. Porque no lo pareces. O quizá sería mejor decir astuto. La gente más astuta da la impresión de ser exactamente lo contrario.

—Es una buena observación —admitió Vanning—. Tomaré nota de ella para futuras referencias.

—Hazlo, sí. Ya verás lo conveniente que resulta, en ocasiones.

—Todavía te queda otro intento.

—Comamos primero —propuso Martha—. Pienso mejor con el estómago lleno.

Salieron hacia el restaurante elegido. Era uno de esos lugares donde la gente se concentra en la comida, pero cada reservado era un lugar de encuentro por sí mismo. Se concedía importancia a la intimidad, pero era una intimidad despreocupada. Mientras esperaban a que les sirvieran, su conversación se contagió de la atmósfera del lugar y se convirtió en una charla plácida e insustancial, salpicada de risas. Martha tenía un magnífico sentido del humor, que oscilaba de forma maravillosa entre lo seco y lo robusto. En algunos momentos, Vanning se encontró disfrutando de su compañía, sin pensar para nada en preocupaciones ni peligros. Ella comenzó a narrarle divertidas anécdotas del trabajo, y sus imitaciones de diversos clientes resultaron de primera categoría. A veces, Vanning se echaba a reír a carcajadas, y a veces sonreía y asentía con admiración mientras ella parodiaba a la perfección a un indeciso comprador de cristalería.

Cuando llegaron los filetes, dejaron de tontear. La comida era excelente y los dos concentraron en ella toda su atención.

Más tarde, con el brandy, se miraron el uno al otro.

—Todavía te queda un intento —insistió Vanning.

—Oh, sí. Lo había olvidado.

—Yo no.

—¿Quieres comprobar lo lista que soy?

—Ya sé lo lista que eres —respondió él—. Ahora quiero comprobar tus dotes de adivinación.

—¿Y si no se trata de una adivinación?

—Si no es adivinación, es deducción. Si no es deducción, es que sabes leer los pensamientos, y te pondré a trabajar en Broadway. Bien; vamos allá. Esta vez es la que cuenta.

Le dirigió una sonrisa. Ella no se la devolvió. Un extraño silencio se convirtió en una burbuja que fue haciéndose más y más grande en el centro de la mesa, y Vanning la veía a través de la burbuja. Veía su cara, y eso era todo lo que podía ver. Estaba asustado, y no sabía por qué. No había motivos para estarlo. La situación no presentaba ningún peligro inmediato. Pero estaba muy asustado y, gradualmente, mientras seguía contemplando a Martha, comprendió que no era a Martha a quien temía. Ni a John. Ni a la policía. Tenía miedo de sí mismo.

Y entonces, de pronto, hubo un estallido en su cerebro y el restaurante, Martha, la mesa, el brandy, todo adquirió la sustancia y las dimensiones de una horrible realidad. Horrible únicamente porque era real, tan real que no podía ignorarse. Estaba enamorado de ella.

Imposible y, además, ilógico. Pero era un hecho. La atracción y el sentimiento quedaban más allá de toda posibilidad de medida, más allá del análisis. La cosa en sí era clara y definida, por más que las razones fueran vagas y remotas y por más que él no sintiera ningún deseo de pormenorizar tales razones. Había una misteriosa concordancia entre esta situación y otra cosa que le había ocurrido antes, pero en aquellos momentos no era capaz de recordar qué era esa otra cosa. Su mente estaba demasiado atareada admitiendo el hecho, la espantosa realidad de que se había enamorado de aquella mujer. Se habían cerrado los grilletes, de un metal cruel e irrompible, y estaba aprisionado. Y también esto constituía una temible paradoja, pues no sentía el menor deseo de liberarse. No le importaba qué era ella, no le importaba lo que había hecho o lo que estaba haciendo, no le importaba qué problemas y dolores podía hacerle sufrir la Martha oculta; estaba enamorado de la Martha que veía ante sí en aquellos momentos.

Era un fenómeno de proporciones descomunales. Algo más grande que la misma vida. Y, sin embargo, por muy grande que fuese, había otra cosa aún mayor. Y entonces comprendió también qué era esta cosa, aunque su comprensión no fue acompañada de ningún estallido. El conocimiento le llegó de una forma tranquila. Estaba seguro de que ella se había enamorado de él.

—Estoy preparado —anunció.

—Espera. Estoy pensando.

—A ver si lo haces bien.

—Si lo hago demasiado bien creo que no va a gustarme. Lo arruinará todo.

—Estoy dispuesto a correr el riesgo.

—Quizá sea porque no tienes demasiado que perder.

—¿Y tú?

—Yo perderé mucho. No te imaginas lo mucho que perderé. ¿Te importa que no siga adelante?

—Sí que me importa —respondió él—. Quiero que hagas el intento.

—Ya no se trata de un intento. Estoy segura de saberlo. Si tengo razón, todo el asunto se deshace ante mis ojos. Si me equivoco, me dejarás plantada y nadie podría reprochártelo. No quiero perderte, Jim. Quizá ya te habías dado cuenta.

—Había estado dándole vueltas a la idea, sí.

—No me importa lo que seas —declaró—. No quiero perderte.

La miró fijamente. Ella acababa de repetir lo que él había estado diciéndose. Y no era ninguna farsa. Porque lo decía en serio, completamente en serio, y su mirada y sus palabras eran mucho más terribles que una farsa. A él sólo se le ocurría una explicación. Martha Gardner tenía dos caras, y la que él había creído que era la cara oculta no estaba oculta en absoluto, sino a la vista; vivía, respiraba, actuaba. Y sin duda ella temía y detestaba aquel aspecto de sí misma tanto como podía aborrecerlo él.

—Estás en mitad de la cuerda floja —le dijo—. No puedes echarte atrás.

—Lo estás deseando, ¿no es cierto?

—Digámoslo de otra forma. Digamos que lo estoy exigiendo.

Una chispa de indignación brilló en sus ojos.

—Lo dices como si estuviera obligada.

—Los dos estamos obligados. Ha llegado el momento de que nos quitemos las caretas.

—No sé qué quieres decir.

—Quiero decir que nos quitemos las caretas. Que abandonemos el escenario. Que nos limpiemos el maquillaje. Dilo como quieras.

—Lo siento, Jim. —Una sonrisa de confusión cruzó fugazmente por sus labios entreabiertos—. Me tienes a oscuras.

—¿De veras?

Se inclinó hacia Martha, y sus ojos eran como un haz de lanzas. Ella se llevó los dedos a la barbilla.

—Es extraño el modo en que me miras.

—Estoy mirando a la vida que me espera. A tu lado.

Ella le dedicó una mirada oblicua.

—No estaré molestándote, ¿o sí?

—No me sigues —declaró él. Se mordió una uña—. Salgamos de aquí.

Pagó la cuenta. Salieron del restaurante. Sobre el Village caía el crepúsculo, y no había mucho movimiento en la calle. Echaron a andar, llegaron a la Quinta avenida, y luego giraron en dirección al arco que oficialmente daba la bienvenida a quienes se internaban en Washington Square. Esperaba que ella dijera algo, y sabía que ella esperaba a que él hablara. Finalmente, comprendió que era a él a quien le correspondía hablar.

—Te diré un secreto —comenzó—. He estado jugando contigo.

—Ya me había dado cuenta.

Había dolor en su voz.

—Pensé que quizá daría resultado. Una idea tonta, ¿no crees? Como tratar de pescar un pez espada con cebo para truchas. Nunca he subestimado tu inteligencia. Sencillamente, he sobreestimado la mía. Pero ya no tengo ganas de seguir luchando. Sea lo que fuere lo que estás tratando de ganar, ya lo has ganado.

Ella se detuvo. Le miró. Y de pronto estalló, y había furia en su voz, y dolor también:

—¡No me vengas con rompecabezas! No intentes tomarme el pelo y reírte de mí. Me contaste una historia y la creí. Porque quería creerte. Nada más. Era muy sencillo. Pero tú no quedaste satisfecho. Tenías que complicarlo todo, llenarlo de interrogantes, y dejarme a mí a un lado de la verja mientras tú te quedabas en el otro. He intentado pasar a tu lado, pero no lo has permitido. Y supongo que no puedo culparte. Después de todo, ¿quién soy yo? ¿Por qué habrías de compartir todo ese dinero conmigo?

—¿Es esa la respuesta que estaba esperando?

—No hace falta que trate de adivinar nada. Ahora ya lo sé. ¿Cómo quieres que no lo sepa? ¿Por qué, si no, habrías de estar hurgando todo el tiempo, intentando averiguar si yo sospechaba algo?

—Lo dices como si yo fuera culpable.

—¿Y no lo eres?

—Muy bien; supongamos que lo soy. Supongamos que no he perdido la cartera y que ahora tengo trescientos mil dólares escondidos en un lugar seguro. ¿Qué piensas hacer al respecto?

—Nada.

—¡Vamos, vamos! Soy un delincuente. Soy un asesino. ¿No piensas acudir a la policía?

—Pienso irme a casa —replicó ella—. Quiero que me dejes en paz. Para siempre. Por favor… No quiero volver a verte.

—Lo que verdaderamente quieres decir es que esta Martha no quiere volver a verme, pero ¿qué hay de la otra Martha? La otra Martha, la mala, la que es amiga de John.

Ella dio una boqueada, como si le faltara el aire. Sus ojos se abrieron y dio un paso atrás, y otro paso, y de pronto giró sobre sí misma y echó a correr. Fue como si la persiguieran los diablos. Vanning permaneció inmóvil, mirando cómo corría. Cuando la perdió de vista, se volvió y regresó a la Quinta avenida, donde subió a un autobús. No sabía adónde quería ir. El autobús llegó al final del trayecto, dio la vuelta y empezó un nuevo recorrido. Al final del segundo trayecto, Vanning bajó, se metió en un bar y permaneció en él una hora. Luego cruzó a pie el Village y regresó al sitio en que vivía. No se sentía capaz de dormir. No estaba cansado, y aún era temprano. Se recostó contra la barandilla de hierro de los escalones de la entrada y se puso un cigarrillo en la boca, miró al otro lado de la calle, sacó una caja de cerillas y encendió el cigarrillo. Luego dejó caer la cerilla aún ardiendo y volvió a mirar al otro lado de la calle. Y el cigarrillo se le cayó de la boca.

El hombre comenzó a andar hacia él.