Vanning tenía la impresión de que aquella noche el sueño acudiría con facilidad. Cuando finalmente le llegó, el sueño fue como un vapor que lo envolviera. Vanning se sumergió en él, cayó flotando a través de él, hundiéndose más y más a través de las interminables mareas de una tranquila somnolencia. Y en algún lugar de aquellas profundidades la marea se invirtió y comenzó a formar un arco ascendente que le llevaba hacia la superficie. Trató de oponerse a la marea, pero esta siguió arrastrándole inexorablemente en su círculo. Cuando alcanzó la superficie, cuando sus ojos estuvieron abiertos de par en par contemplando el negro techo, intentó continuar en el círculo y sumergirse de nuevo. Pero no podía cerrar los ojos.
La preocupación era la causa. No podía ser más que la preocupación. Se encontraba otra vez en el apartamento de ella y se oía hablar con ella, y oía las contestaciones que ella le daba. Y presentía un elemento insatisfactorio, y se preguntaba qué sería.
Repentinamente, saltó de la cama y encendió la luz. El despertador, sobre el escritorio, marcaba las tres y cuarto. Recordaba haber salido del apartamento de ella hacia las nueve y media, más o menos. Contó con los dedos. Un lapso aproximado de seis horas.
Era un largo tiempo. Demasiado largo. Era tiempo desperdiciado, y no podía seguir cometiendo tales errores. Especialmente el tipo de errores que se referían a una mujer. Aquella noche había comenzado de una forma mecánica, y eso era bueno, y luego se había permitido pasar de lo mecánico a lo emocional, y eso era muy malo. Ella no le había dado nada; nada, al menos, que él pudiera utilizar. Y él le había dado mucho. Se lo había dado todo. Si ella decidía utilizarlo, lo que podía hacer carecía de límites. Y en seis horas podía hacer mucho.
No se tomó la molestia de anudarse los cordones de los zapatos, y tropezó con ellos cuando bajaba las escaleras. Se salvó de la caída aferrándose a la barandilla. Una vez en la calle, empezó a andar a paso rápido y terminó con lo que casi equivalía a una carrera. Cuando llegó ante el edificio de ladrillo blanco de la calle Barrow, estaba jadeando.
El botón junto al nombre de ella, un botón brillante y tentador. Pero Vanning descubrió que estaba pensando en un callejón. Se dirigió hacia la travesía lateral que cruzaba perpendicularmente la calle Barrow y allí encontró una angosta callejuela, y lo primero que vio en la oscuridad de la callejuela fue una luz que procedía de la ventana de un apartamento interior, en el tercer piso de un edificio cuya fachada daba a la calle Barrow.
Supo que era aquella casa sin necesidad de contar los edificios.
Mientras penetraba en el callejón iba pensando en una puerta trasera, y se preguntaba cómo salvaría el obstáculo de la cerradura. Pero entonces descubrió un patio ajardinado, uno entre varios patios que daban al callejón, y al fijarse en los árboles vio que había unos cuantos bastante altos. Uno, sobre todo, destacaba bajo la luz que surgía de la ventana. La luz bañaba las ramas más elevadas y se filtraba entre ellas, creando charcos de plata sobre las hojas negras.
Vanning se aproximó a la verja que separaba el patio del callejón. Permaneció junto a ella unos instantes, contemplando las resplandecientes hojas y frotándose las manos, y entonces se encaramó a la verja con rapidez y agilidad y se situó al pie del árbol.
Alzó la mirada de nuevo y volvió a frotarse las manos. Por fin, se quitó la chaqueta.
La ascensión no fue fácil. Era un árbol muy grande, grande en todos los sentidos y, sobre todo, en el grosor del tronco. En varios puntos el tronco era demasiado liso, y Vanning se sintió resbalar, sintió la tensión de sus piernas, se dijo que no debía ir con tantas prisas. Descansó un rato, siguió trepando, se asió a una rama, se encaramó a fuerza de brazos, y se encontró metido de lleno entre el ramaje, y las hojas le rozaron la cara.
Algunas de las ramas más delgadas le causaron dificultades, y tuvo que mantenerse cerca del corazón del árbol, donde el espesor era mayor. Ascendió medio metro más, y otro medio metro, y medio metro todavía. Se volvió cuidadosamente, de cara a la ventana iluminada.
Y la vio allí. Ya no vestía la bata acolchada de satén azul. Estaba ataviada con un vestido amarillo orlado de verde. Había un cigarrillo en su boca y su mano sostenía un vaso de highball. Se acercó a la ventana y se volvió, situándose de espaldas. Luego se apartó a un lado y él dejó de verla. Sólo quedó la ventana iluminada y la habitación sin movimiento. Y Vanning esperó.
Una sombra cayó sobre la luz. Vanning se inclinó hacia delante. La vio de nuevo. Estaba otra vez ante la ventana, y la veía de perfil. Sonreía. Sus labios se movían. Bebió un sorbo del vaso de highball. Aspiró una bocanada de humo. Los dedos de Vanning se tensaron con fuerza, aferrando la rama que le sostenía. La vio gesticular con el cigarrillo. Luego, volvió a desaparecer de la ventana.
Hubo otro rato de espera, que se prolongó una eternidad. Entonces vio otra vez la sombra que oscurecía la luz. Y de nuevo Martha, apoyada en el alféizar. Y una segunda sombra que caía sobre Martha y permanecía allí.
Y entonces vio una mano que sujetaba otro vaso de highball. Una mano de hombre, un fragmento de manga de una chaqueta de hombre. Humo de cigarrillo entre Martha y aquella mano. Y ningún movimiento, nada; solamente otro compás de espera. Pero, de pronto, un movimiento brusco por parte de Martha. Se alejó de la ventana. Todo lo demás siguió ante su vista: la mano de hombre, el vaso, la manga de la chaqueta. Y poco a poco la manga se movió hacia el espacio iluminado, y apareció una chaqueta, y un hombro, y una cabeza de hombre que giraba lentamente hasta quedar de perfil. Y allí estaba él.
John.