Fraser se dijo que era cuestión de elegir. Estaba en el exterior del edificio blanco, viendo cómo Vanning se alejaba. Durante la caminata desde el bar dejó poco más de veinte metros entre Vanning y él, permaneció en la acera de enfrente mientras Vanning entraba en la casa, y albergó la esperanza de que se encendiera una luz en alguna de las ventanas delanteras. Cuando vio que no era así, se preguntó si sería conveniente subir a visitar los apartamentos interiores. De alguna manera, no le había parecido una buena idea. Tenía la sensación de que procediendo así no obtendría nada útil.
De modo que estaba parado en la calle y veía alejarse a Vanning. Podía elegir entre seguir nuevamente a Vanning o subir a examinar los apartamentos interiores. Fraser tenía un sistema peculiar de hacer preguntas, con el cual obtenía respuestas que a los propios interrogados les parecía que no conducían a ninguna parte, pero que él sabía cómo aprovechar. Probablemente obtendría algo en uno de aquellos apartamentos interiores, pero seguía teniendo la sensación de que no sería bastante.
Decidió continuar con Vanning. Encendió un cigarrillo y siguió a su hombre hasta el lugar en que vivía. Le vio entrar y entonces él cruzó la calle, subió al cuarto que había alquilado, se instaló tras la ventana a oscuras y esperó.
Vio cómo se iluminaba la habitación, y a Vanning moverse como haciendo preparativos. Los gemelos captaban los puntos de luz y las sombras y le permitían distinguir nítidamente los ojos de Vanning, que eran los de un hombre sumido en la confusión, una confusión en la cual se mezclaba una extraña felicidad. Aquella noche había algo distinto en Vanning. Los gemelos lo captaban todo y lo volvían claro, pero claro únicamente en un sentido visual, no en el de análisis. Por algún motivo, Vanning estaba esperanzado y quizá incluso un punto animado, y la imaginación de Fraser empezó a trabajar y siguió trabajando hasta que él la domeñó, diciéndose que la imaginación no tenía lugar en la ciencia. Estaba muy bien en el arte, pero aquello no era un arte; pertenecía más bien al orden de las matemáticas.
Los gemelos se fijaron en Vanning aposentándose ante la mesa de dibujo. Hubo una serie de manipulaciones con un lápiz blando. Vanning no sería nunca un Matisse. Era demasiado preciso. Se planteaba el trabajo más como un ingeniero. Utilizaba escuadra y cartabón. Se inclinaba sobre su obra y la estudiaba minuciosamente tras cada minúsculo movimiento del lápiz.
Era interesante observarle en su trabajo. Tenía un cigarrillo encendido cuyo humo se elevaba por encima de su cabeza en una recta y rígida columna azul, una columna totalmente estable, porque, una vez encendido el cigarrillo, lo depositaba en el cenicero y ya no volvía a prestarle atención. Cuando se consumía por completo, encendía otro y lo trataba de idéntica manera.
Una vez concluido el trabajo a lápiz, Vanning comenzó a mezclar colores de aguada. Esto le llevó largo tiempo. Fraser siguió sentado con sus ojos ardiendo en los gemelos, diciéndose que trescientos mil dólares constituían una fortuna. Un hombre en posesión de trescientos mil dólares no tenía necesidad de pasarse la noche sentado con escuadras y pinturas y los hombros encorvados sobre un tablero de dibujo. Era una observación que se había repetido muchas veces, y que ahora se le presentaba como una conclusión.
Sin embargo, la manera en que Vanning realizaba su trabajo daba pie a otra consideración. Su método era preciso y meticuloso: la laboriosa forma de mezclar las pinturas, la lenta y cuidadosa aplicación de la pintura al papel rugoso. Fraser lo pensó una vez más. Un ingeniero, pensó, un calculador paciente. Tal vez un fanático de la precisión en las cosas. En aquella cosa, al menos. Y la posibilidad de que hiciera lo demás de igual manera no podía descartarse por completo.
Fraser siguió sentado, observando. Y cuanto más tiempo llevaba sentado, cuanto más observaba, más subjetivo se volvía. Cuanto más subjetivo se volvía, más empezaba a dudar de sí mismo. Había muchas cosas que ignoraba. Sobre zoología, a pesar de que había leído muchos libros. Sobre cristalografía, a pesar de que en cierta ocasión siguió un curso en el museo. Sobre judo, a pesar de haber sido alumno de un auténtico experto. Sobre Vanning, a pesar de que se había repetido muchas veces que conocía a Vanning.
Y sobre psicología, y neurología, y sobre la forma en que los seres humanos piensan, actúan, reaccionan. Todos los libros eran buenos y representaban una considerable suma de estudios de experimentación y de sistematización basados en años de tarea investigadora. Pero era una disciplina que estaba en su infancia. Aún quedaba mucho por conocer, incluso para los mejores. Y estos mejores eran los tutores de Fraser, y Fraser se dijo que él sólo era un novicio. Si él hubiera sido otra persona que hubiese estado examinando a Fraser, habría asegurado que era un hombre humilde por naturaleza. Pero él era Fraser, y decía que era un bobo por haber llegado a pensar que Fraser era un libro de texto viviente acerca de Vanning.
Era mucho lo que ignoraba acerca de Vanning. Todo hombre ignoraba mucho acerca de los demás hombres. Se concedía demasiada importancia a la conversación. Sin embargo, gran parte de ella no era más que un telón destinado a ocultar lo que ocurría en la mente. ¿Cuántos locos andaban sueltos por la calle, engañando a todo el mundo? No era ningún disparate, pues, admitir la posibilidad de que Vanning fuese una víctima de la demencia precoz, sumamente hábil en el disimulo, fundamentalmente un hombre bueno que bajo el influjo de su enfermedad se convertía en un terror y un asesino. «Reflexiona sobre esto», se dijo Fraser.
«Y reflexiona también sobre los demás caminos». Porque existían muchos caminos. El camino que él había elegido podía no ser el correcto. Y era como si estuviera viajando en automóvil a lo largo de una carretera, y cuanto más lejos avanzaba por ella, mayor era su preocupación por si se había equivocado de ruta. Pero, al igual que cualquier hombre sentado tras un volante, intentaba convencerse de que iba por buen camino. Una racionalización. Sabía que era una racionalización, pero no podía hacer nada al respecto. Lo único que podía hacer era permanecer sentado y preocuparse.
Visto a través de los gemelos, Vanning se afanaba con un pincel. El interior de los gemelos se convirtió gradualmente en un pequeño mundo aparte dotado de un poder magnético. Fraser se convirtió en un objeto imantado, atraído hacia ese pequeño mundo. Y cuando llegó a él, empezó a hablar con Vanning.
—Hábleme de usted —le dijo.
Los labios de Vanning no se movieron. Estaba concentrado en su trabajo. Pero, de alguna manera, respondió:
—Soy un hombre en apuros.
—Ya lo sé —replicó Fraser—. Cuénteme qué le pasa.
—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Me ayudaría usted?
—Si creyera que merece mi ayuda, sí.
—¿Cómo puedo lograr que me crea?
—Cuénteme la verdad —le propuso Fraser.
—A veces la verdad es muy extraña. A veces resulta desconcertante, y la gente se niega a creerla.
—La superficie de este asunto es desconcertante. Estoy dispuesto a admitir que, por lo que respecta al fondo, también lo sea.
—No creo que lo admitiera —objetó Vanning—. No creo que nadie pueda admitirlo.
—Póngame a prueba.
—No —rechazó Vanning—. Lo siento, pero no puedo correr el riesgo.
—¿No quiere salir de este aprieto?
—Salir de este aprieto es muy importante para mí. Seguir con vida es aún más importante.
—¿No confía en mí?
—En la situación en que me hallo, no puedo confiar en nadie.
—¿Eso es todo?
—Me temo que sí. Lo siento.
Fraser iba a hacerle otra pregunta, pero en aquel preciso instante el pequeño mundo quedó sumido en la oscuridad. Se convirtió en una negrura carente de sentido, hasta que apartó los gemelos de sus ojos y comprendió que había estado viendo cómo Vanning se apartaba del tablero de dibujo, se metía en la cama y apagaba la luz.
La habitación al otro lado de la calle estaba a oscuras, una habitación para el sueño, y a Fraser le gustó la idea de echarse también él a dormir un rato. Le gustó mucho esa idea. Sonriendo melancólicamente, llevó su asiento un poco más cerca de la ventana, apoyó un codo en el alféizar y permaneció sentado, con los ojos entreabiertos, esperando.