El restaurante era una conocida marisquería, célebre sobre todo por sus langostas. Vanning pidió un tazón de sopa de almejas y una langosta grande. Comió lentamente, deleitándose con la sustanciosa carne rosada que chorreaba mantequilla. Aquella langosta era un lujo; una de las cosas que hacían que la vida mereciera ser vivida. Había un gran número de cosas que hacían que la vida mereciera ser vivida: cosas lujosas, sustanciosas, de mil colores y sabores. Luego estaban las cosas tranquilamente agradables, cosas abstractas, ciertas satisfacciones que no podían analizarse en términos estadísticos. Pensó en tales cosas durante algún tiempo, un breve tiempo. La langosta le llevó de nuevo a las otras cosas, y pronto se halló pensando en lujos, en satisfacciones hedonistas. En algún lugar de ese camino aparecieron unos cuantos colores. Había un rosa intenso sobre un fondo de rico bronce. Había un dorado resplandeciente. Había un azul, un azul bueno y definido, no brillante, decididamente no acuoso, pero profundamente azul. Y otra vez el bronce. Un bronce sano. Y todos se sumaban y el resultado era Martha.
El pensamiento se convirtió en acción, y la mano de Vanning se alejó bruscamente de la mesa y se deslizó en el bolsillo de su chaqueta. Por un instante creyó que no estaba allí, y se dijo que si no estaba allí no estaría en ninguna parte. Entonces tropezó con sus dedos, y lo extrajo del bolsillo: el papel doblado, seguro, real y viviente contra la carne de sus dedos. Lo desplegó. Leyó el nombre. Únicamente Martha. Y debajo, la dirección.
Era una dirección falsa, naturalmente. Tenía que ser falsa. Si ella era lo bastante inteligente para engañarle como lo había hecho, sin duda sería lo bastante inteligente como para darle una dirección falsa. Se felicitó por la deducción. Y, sin embargo, no era nada más que eso. Una deducción. Para convertirla en un hecho, tenía que comprobar aquella dirección.
Muy bien. Suponiendo que la deducción fuera errónea y ella verdaderamente viviera allí, él no podría hacer nada al respecto. Desde luego, no tenía nada que ganar con ello. O tal vez sí tuviera algo que ganar. Tal vez si obraba con suficiente astucia podría comerse el pastel, y además, conservarlo. El papel doblado con las señas le facilitaría un posible contacto con John, sin facilitar a este la localización de su presa.
Era una importante consideración. Un posible contacto con John. Superficialmente, era algo importante, y todavía más importante por debajo de la superficie, pero no se sentía con ánimos de pensar en ello en aquel momento. Había algo de vital y resplandeciente en la posibilidad de que la dirección fuese cierta. Se trataba de una posibilidad sumamente vaga, pero existía, y Vanning se dijo que esa noche habría un cambio de papeles. La presa tenía intención de salir de caza.
No le corría demasiada prisa. Se regaló con un postre de pastel de cerezas con nata. Luego, café solo, un brandy, otro brandy y un cigarrillo. Al salir del restaurante se sentía bien alimentado, y el sabor en su boca era bueno, y aunque estaba empezando otra noche cálida y pegajosa se sentía refrescado por dentro. Y tranquilo. Y lleno de una extraña confianza.
La dirección anotada correspondía a la calle Barrow. Para llegar allí, tuvo que cruzar Christopher y Sheridan Square, y eso le obligó a pasar ante el bar en el que la conoció. Le dominó la audacia, cierto deseo de apostar. Se volvió. Sonrió.
Entró en el bar, y casi inmediatamente reconoció al gordo bebedor de cerveza de la otra noche. El gordo estaba instalado ante la barra, y seguía bebiendo cerveza.
Vanning se acercó a la barra e hizo un gesto al camarero. Mientras el hombre del delantal blanco se aproximaba a tomar el pedido, el gordo se volvió y miró a Vanning.
—Vaya, hombre, ¿qué te parece?
—Hola —saludó Vanning. Dirigió una sonrisa al camarero—. Un brandy y un vaso de agua para mí. Una cerveza para mi amigo.
El camarero asintió en silencio y se alejó.
—Otra noche calurosa —comenzó Vanning.
—¿Qué le trae por aquí?
—¿Qué trae a la gente por aquí?
—Estamos hablando de usted en particular.
—Ando buscándola —respondió Vanning.
—Lo sabía. —Hizo este comentario con énfasis, apretando los labios—. Hubiera apostado cualquier cosa. Era inevitable.
—¿Tan seguro estaba?
—Segurísimo —respondió el gordo, haciendo chasquear los dedos.
—Tal como lo dice, parece que fuera cosa de aritmética.
—Y lo es. Dos y dos son cuatro, y no hay vuelta de hoja. O tal vez debiera decir que uno y uno son dos. Aunque… —El gordo frunció el entrecejo y deslizó un dedo rollizo sobre un charquito de cerveza en la barra—. Aquí tenemos un problema. A veces, uno y uno no son dos en absoluto. Uno y uno son uno. ¿Ve adónde quiero ir a parar?
—No.
—Ya lo verá. Atienda. Le prometo que no voy a soltarle un discurso. Lo diré sencillamente: esa chica y usted forman un equipo natural.
—¿Lo hace usted muy a menudo?
—Hacer, ¿qué?
—Jugar a Cupido.
—Es la primera vez. Por lo general, me ocupo de mí mismo. Pero el asunto de la otra noche fue distinto, fue uno de esos acontecimientos sensacionales. Nunca había visto algo tan claro. Cuando salí de aquí, me dije a mí mismo: apuesto diez contra uno a que la mira. Y no arriesgaba mucho. Y también me dije: apuesto cinco contra uno a que entablan conversación. Luego las probabilidades volvieron a aumentar. Veinte contra uno a que ella le gusta. Cincuenta contra uno a que él le gusta a ella. Cien contra uno a que salen de aquí juntos.
—Siga así. Está ganando dinero.
El gordo interpretó equivocadamente el suave sarcasmo de Vanning.
—Muy bien —respondió—. Si no sucedió así la otra noche, sucederá tarde o temprano. Esa chica y usted son el uno para el otro. En todos los sentidos. Recuerde mis palabras: sucederá tarde o temprano. Lo sé; tan seguro como que estoy vivo. Y me hace sentir bien. No sé si logro explicarme, pero sólo de pensar en esa chica y usted me siento estupendamente. Usted en traje de gala y la chica de satén blanco. Me la imagino vestida de satén. Espléndida, esa es la palabra. Y todavía iré más lejos: me los imagino a los dos juntos, los veo en un tren, los veo en un barco, en el paseo marítimo de Atlantic City o de cualquier otra parte. Más aún. Me encanta pensar en esto. Me imagino cómo serán sus hijos. Chavalitos mofletudos, todos rubios, todos sanos, con caras rosadas iguales que la de ella, ojos azules y…
—Bueno, ya está bien.
—¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo?
—Nada. Ese es el problema. —Vanning suspiró y meneó lentamente la cabeza—. No me interprete mal. No estoy enfadado. Es usted un tipo muy agradable. Pero no quiero volver a oírle. No quiero volver a verle.
—No se vaya. Casi nunca puedo hablar con alguien. Le invito a una copa. Le prometo que mantendré cerrada mi bocaza.
—Lo siento —rehusó Vanning—. Muchas gracias, pero es usted tan buena persona que me deprime.
Salió del bar. Y se había desvanecido todo, la hermosa sensación que le habían dejado la langosta y el brandy, y el pensar con frialdad. En cambio, sentía cierta confusión y algo de desesperación, juntamente con un poco de soledad y algo de amargura, todo ello rematado con un toque de desconsuelo.
La casa de la calle Barrow era un edificio de ladrillo blanco, de cuatro plantas, exteriormente en buen estado. En un tablero dispuesto perpendicularmente a la puerta principal figuraba una lista de inquilinos, con un botón junto a cada nombre. Vanning encendió una cerilla y empezó a buscar alguna Martha. Recorrió la lista, pasando por unos señores Kostowski, un señor Olivet, una señora Hammersmith, una señorita Silverman, y ya sólo quedaba un nombre, y no creía que fuese el nombre que él buscaba. Era absurdo pensar que ella había sido lo bastante tonta como para darle su verdadera dirección.
Miró el último nombre. Aproximó la cerilla al tablero. Y ahí estaba: Martha Gardner.
Su dedo índice pulsó temblorosamente el botoncito negro. Luego esperó. El dedo pulsó nuevamente el botón. Nuevamente esperó. Luego, un zumbido y Vanning abrió la puerta y penetró en el vestíbulo pequeño pulcramente arreglado. Quienquiera que se encargara del cuidado de aquel lugar, realmente creía en su trabajo. Vanning ascendió por una escalera alfombrada de verde oscuro. Las paredes eran blancas, auténticamente blancas, y se fundían con el silencio que fluía apacible en cada estólido y bien arreglado rellano. No había mucha luz; sólo la suficiente. La chica vivía en un lugar en el que estaba claro que la gente llevaba una vida tranquila.
Cuando llegó al tercer piso, una puerta se abrió ante él. La luz del rellano iluminaba el umbral, se fundía con la brillante claridad del recibidor y caía sobre ella enmarcando su rostro.
Ella vestía una bata acolchada de satén azul. Vanning imaginaba que volvería al interior y le cerraría la puerta. O, si no hacía eso, imaginaba que abriría sus ojos de par en par, o que daría una boqueada, o que manifestaría su sorpresa de un modo u otro. Pero ella no hizo nada de eso. Ni siquiera prestó atención a las lesiones de su cara. No hubo ninguna reacción en particular, aparte del proceso ordinario de esperar de pie en el umbral y mirarle.
—Me diste tu dirección —explicó él—. ¿Te acuerdas?
—¿Qué quieres?
—Me gustaría aclarar las cosas.
—No creo que sea necesario.
—Pienso que alguien debe una explicación.
—Verdaderamente, no me interesa escuchar tus explicaciones.
Vanning frunció el ceño, mientras asimilaba su respuesta y le daba vueltas durante unos instantes vacíos. Finalmente, le ofreció una sonrisa hosca y contestó:
—Lo has entendido al revés. He querido decir que tú me debes una explicación.
Esta vez fue ella la que frunció el ceño. Le miró, pero no le miraba. Miraba la noche pasada. Él trató de introducirse en su mente, pero desistió al cabo de unos segundos.
Entonces ella dijo:
—Muy bien. Pasa.
Era un apartamento reducido, pero estaba limpio y resultaba atractivo. Armonizaba con el resto del edificio. Una salita con un sofá cama, un cuarto de baño y una cocinilla. Algo en los colchones y en los muebles sugirió a Vanning la idea de que ella misma se había encargado de la decoración. Las tonalidades dominantes eran azul y naranja oscuro. El azul aparecía en diversos matices, desde uno muy pálido hasta otro casi negro. En las paredes, unas cuantas acuarelas pasables y un cuadro a la aguada sumamente interesante.
Mientras contemplaba la aguada, oyó a Martha cerrar la puerta detrás de él. Se dijo que era una idiotez haber ido. Había una puerta de armario no muy lejos, y no era ningún absurdo suponer que tal vez John estuviera escondido en su interior. A pesar de todo, no lamentaba haber acudido. Con John o sin John, estaba allí y se sentía satisfecho de estar allí.
La aguada era sencilla, emanaba serenidad y resultaba agradable. En ella se veía un bote de pesca en una laguna, con una puesta de sol que teñía la cubierta de la embarcación de un azul apagado y de un vivo naranja, un naranja que se elevaba desde la cubierta y fluía a través del verde grisáceo de las aguas.
—¿Quién ha pintado este cuadro? —quiso saber Vanning.
—No pierdas la calma. Está firmado.
—Comencemos de nuevo. ¿De dónde has sacado este cuadro?
—Lo encontré en una pequeña galería de la calle Tres.
—Es un buen trabajo.
—Me alegro de que te guste.
—No sigas en este plan —le advirtió, sin dejar de mirar la pintura—. No va contigo.
—¿Acaso te importa?
—Sí —replicó. Se volvió de cara a ella. Tenía los brazos cruzados, como si estuviera sentada en el banco del jurado—. Sí, me importa más de lo que tú crees. Quiero saber cómo llegaste a mezclarte con aquellos hombres. Quiero saber cómo es posible que una chica como tú se preste a una mala jugada como la de anoche. Tú no encajabas allí y lo sabes tan bien como yo.
—¿Y tú me dices que no encajaba?
—Eso he dicho.
—Es curioso —observó ella—. He pasado todo el día diciéndome que yo no encajaba en la situación de la noche pasada.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por dinero? Naturalmente. ¿Por qué, si no? Tuvo que ser por dinero.
—¿Hablas siempre tú solo? ¿Contestas siempre tus propias preguntas?
No le gustó la réplica de ella, y tampoco el rumbo que estaba tomando la conversación, pero no podía por menos de admirar la serenidad que ella demostraba; su forma de hablar, ecuánime y tranquila; su forma de mantener la compostura, erguida, perfectamente equilibrada sobre sus dos piernas sin esfuerzo ni tensión.
—¿Por qué lo hiciste? —repitió—. ¿Por qué aceptaste trabajar para ellos?
—No trabajaba para ellos. Y, aunque lo hiciera, ¿qué diferencia habría? Cometiste una fechoría, eres un fugitivo y tarde o temprano tenían que atraparte. No sé nada más. Me parece que no quiero saber más.
—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Acaso pretendes burlarte de mí?
—Jamás lo intentaría. No soy lo bastante inteligente, Jim.
—¿Qué has dicho?
—Jim.
—Gracias. Es agradable que recuerdes mi nombre.
—No puedo dejar de recordarlo. Dime, Jim, ¿qué es lo que has hecho? ¿Cómo llegaste a meterte en líos con la policía?
La miró fijamente. Estudió sus ojos como si fuesen diamantes en bruto y él tuviera que tallarlos. Y, finalmente, preguntó:
—¿Crees que aquellos hombres de anoche eran policías?
—¿Y no lo eran?
Vanning empezó a emitir una risotada y la reprimió, convirtiéndola en un tenso nudo de sonido que siguió tensándose más y más hasta transformarse en una boqueada rasposa.
—¡Me parece que ya lo entiendo! —exclamó—. Creíste verdaderamente que eran de la policía. Por eso te fuiste tan deprisa. Y ellos sabían que tú los tomabas por policías. Te utilizaron como cebo, y eso te indujo a marcharte aún más deprisa. Si pensabas que eran policías, si creías que yo era un delincuente al que iban a detener, lo único que podías hacer era quitarte de enmedio y permanecer al margen de la situación. Fue una jugada astuta por su parte. Y yo fui un imbécil por no darme cuenta. Pero me alegro de que haya resultado así, al fin y al cabo.
—Pero todo esto a mí no me dice nada. Es dar vueltas sin salir del círculo.
—Nadie lo sabe mejor que yo.
—Jim. —Se aproximó a él hasta llegar lo bastante cerca como para tocarlo, y entonces se detuvo—. ¿Quiénes son esos hombres? ¿Qué ocurre?
—¿Por qué habría de decírtelo?
—No puedo contestar a eso. Tendrás que contestarte a ti mismo.
Él se alejó unos pasos y se sentó en el sofá cama. Ella le siguió y tomó asiento junto a él.
—¿Quieres que te prepare algo de beber? —preguntó.
—No.
—¿Un cigarrillo?
—No.
—¿Puedo hacer algo?
—Puedes quedarte sentada y escuchar.
Ella se quedó sentada y escuchó. Él habló durante casi media hora. Cuando hubo terminado, cuando ya no tuvo nada más que decir, se miraron el uno al otro, inspiraron y exhalaron el aire al unísono. Él esbozó una sonrisa, con algo de esfuerzo consiguió mantenerla, y ella le ayudó a lograrlo. Luego, Martha se incorporó.
—Quédate aquí —le pidió—. Vamos a ver si podemos refrescarnos con un poco de limonada.
Él la miró mientras se alejaba en dirección a la cocinilla, un pequeño rincón aislado. Desde el lugar en el que él estaba sentado no podía verla. Entonces, pensamientos de toda clase empezaron a cruzar por su mente, y los pensamientos se peleaban entre sí, y se dijo que ya no tenía ninguna importancia. Daba igual de qué estuvieran hechos los pensamientos, daba igual qué resultado arrojaran: él ya no podía hacer nada. Y eso estaba bien. Incluso se sentía ligeramente contento. Lo único que le interesaba era continuar allí sentado y esperar a que Martha regresara.
Regresó con una bandeja sobre la que había dispuesto una jarra de limonada, un cuenco con cubitos de hielo y vasos. Llenó un vaso de limonada y se lo ofreció a Vanning.
—Bébete esto —ordenó.
—Lo dices como si yo fuera un enfermo y tú estuvieras cuidándome.
—Bébetelo.
Durante algún tiempo, lo único que hicieron fue beber limonada. Después, Vanning dejó su vaso vacío, la miró y preguntó:
—¿Crees que te he contado la verdad?
—Sí, Jim. ¿Me crees cuando te digo que sí?
Él asintió en silencio.
Ella le puso una mano sobre la nuca y le dio unos golpecitos suaves, como si él fuera su hijito.
—Vete a casa ahora. Vuelve a tu tablero de dibujo y termina ese trabajo del que me hablabas. Termínalo del todo. Y luego vete a dormir. Y, por favor, ¿me invitarás a cenar mañana por la noche?
—A las siete.
—¿Dónde?
—Pasaré a buscarte por aquí. Buenas noches, Martha.
Abandonó la habitación sin volverse a mirarla. De regreso hacia su apartamento, anduvo rápidamente. Estaba impaciente por sentarse ante el tablero.