7

Había un gris mañanero en el cielo cuando el sedán cruzó el puente de Brooklyn. Y había algo de azul pálido en el cielo cuando Vanning aparcó el automóvil en una callejuela cerca de la calle Canal. Utilizó el metro para regresar al Village, y al entrar en su habitación lo primero que hizo fue comenzar a preparar las maletas. Al cabo de unos minutos, sin embargo, cambió de idea y se sentó en una silla junto a la ventana y fumó cigarrillos mientras reflexionaba sobre diversos aspectos. Estaba seguro de que ignoraban su dirección. Se dijo que no debería estar demasiado seguro de nada. Lo lógico, en aquellos momentos, era hacer algo sencillo, algo fácil. Y lo más fácil que se le ocurrió fue dormir.

Durmió hasta entrada la tarde, se duchó, se afeitó y, tras una inspección en el espejo, llegó a la conclusión de que presentaba un aspecto demasiado vapuleado para acudir a la agencia de publicidad en la que debía entregar sus ilustraciones. Después del desayuno, usó el teléfono del restaurante y le dijo al director artístico de la agencia que le dolía el estómago. El director artístico le citó para el día siguiente, bromeó con él acerca de los efectos del alcohol y le indicó que la leche era la mejor medicina para un estómago delicado. Vanning le dio las gracias y colgó el teléfono. Luego tomó el metro en dirección a la parte alta de la ciudad. No sabía adónde se encaminaba. Quería alejarse del Village. Quería pensar.

El deseo de abandonar la ciudad, de ponerse a viajar y seguir viajando, no dejaba de acosarle. Pero no se trataba de viajar, sino de huir. Y el deseo se veía refrenado por el conocimiento de que la huida era una reacción sin un motivo razonable. La retirada no era más que otra forma de esperar. Y estaba harto de esperar. Tenía que hacer algo concreto, y la única manera de hacer algo consistía en actuar a la ofensiva.

Era parte de una muchedumbre en la avenida Madison, a la altura de las calles Setenta, y nadaba en planes y proyectos, descartándolos uno tras otro. Los proyectos se alejaban, indiferentes, a medida que él los desechaba. Se detuvo en un drugstore y pidió un helado de naranja. Sentado frente a la copa, tomó una cuchara, se dio unos golpecitos con ella sobre la palma de la mano y se propuso empezar desde el comienzo, tomando los fragmentos de uno en uno para ver si podía construir algo con ellos.

No había muchos fragmentos. Estaba John. Estaba Pete y estaba Sam. Estaba el sedán verde. Estaba la casa en las afueras de Brooklyn. Nada de eso le servía de mucho. Estaba el hombre que había muerto en Denver. Y eso no era bueno. Estaba la propia Denver. Estaba la policía de Denver. La policía.

Una voz le interrogó:

—¿Quiere comerse ese helado de naranja o piensa bebérselo?

Vanning alzó la mirada y vio el rostro desprovisto de expresión de un dependiente del drugstore, que le aclaró:

—Está derritiéndose.

—Derritiéndose —repitió Vanning.

—Pues claro. ¿No lo ve?

—Dígame una cosa.

—Lo que quiera. Soy un prodigio.

—Estoy seguro de que lo es. Estoy seguro de que sabe todo lo que se puede saber acerca de los helados de naranja.

—Y también acerca de la gente.

—Sigamos con el helado de naranja.

—Como usted diga. En este mercado ya no domina la oferta. Ahora hay que complacer al cliente.

—No es difícil complacerme —dijo Vanning—. Sólo siento un poco de curiosidad por este helado de naranja.

—Le aseguro que no encontrará mosquitos en él. Le echamos insecticida todos los días.

—Me refiero al modo en que se derrite.

—En invierno no se derrite, caballero. Pero estamos en verano. En verano hace calor. Por eso se derrite el helado. ¿Correcto?

—Correcto, para empezar. Pero sigamos a partir de aquí.

—Lo que usted diga. Tan pronto como haya preparado un blanco y negro para la Miss América que está esperando.

Vanning aguardó. Hundió la cucharilla en la blanda bola de color naranja claro y la dejó allí. El dependiente regresó y le preguntó:

—¿Por dónde íbamos?

—El helado de naranja. Fíjese, ya casi se ha derretido del todo.

—Así son las cosas. La vida es dura.

—Pero suponga que usamos el cerebro. Suponga que lo congelamos de nuevo. Quiero decir que una cosa tal vez parezca estropeada, pero si le damos un tratamiento adecuado podemos devolverle la normalidad y conseguir que resulte útil.

—Eso es lo que yo siempre he dicho —asintió el dependiente—. Nunca hay que darse por vencido. Algún día seré el dueño de Manhattan. Fíjese en mi carrera.

—Bien por usted —aprobó Vanning. Recogió la cuenta, dejó una moneda de cincuenta centavos en el mostrador y se dirigió a las cabinas telefónicas. Sentía un zumbido en su mente, un zumbido sano. Le gustó la sensación que le producía, su sonido silencioso. Entró en una cabina, cerró la puerta, buscó monedas sueltas en su bolsillo e introdujo una en la ranura.

—¿Número, por favor?

—Quiero hablar con Denver.

—¿Dónde ha dicho, señor?

—Denver, Colorado.

—¿Qué número, señor?

—La jefatura de policía. Y no corte la comunicación, por favor. Ya le indicaré cuando haya terminado.

—Un momento, señor.

Tuvo que esperar un rato. Luego, la operadora hubo de esperar a su vez mientras Vanning salía de la cabina a buscar el cambio necesario. Ella estableció la conexión, él arrojó monedas de diez y de veinticinco centavos en el aparato y esperó.

Y finalmente la oyó decir:

—Nueva York al habla. Un momento, por favor.

—¿Sí? Dígame —respondió una voz.

Vanning se acercó el micrófono a la boca.

—¿Es la jefatura de policía de Denver?

—Exactamente. ¿Quién llama?

Vanning dio el nombre de un periódico neoyorquino.

—Sección de sucesos —añadió—. Le habla Rayburn, subjefe de redacción. Pensaba que quizá ustedes podrían ayudarme.

—Espere un minuto.

La voz fue sustituida por otra. Y luego por una tercera. Y una cuarta.

La cuarta voz dijo:

—Muy bien, ¿en qué podemos serle útiles?

—¿Con quién hablo, por favor?

—Hansen. Homicidios. ¿Cuál es su problema?

Vanning repitió la presentación en los mismos términos que a la primera vez.

—Estábamos pensando en publicar una crónica acerca de un asesinato que se cometió en Denver hace algún tiempo.

—Eso no me dice mucho.

—Hace ocho meses.

—¿Resuelto?

—No lo sabemos. Sólo nos han llegado unos rumores muy someros.

—¿Conoce algún nombre?

—No —respondió Vanning—. Por eso les he llamado. No tenemos nada en los archivos, pero, a juzgar por lo poco que hemos podido averiguar, creemos que se trata de uno de esos casos sensacionales.

—¿No puede decirme nada más?

Vanning fijó la vista en la pared, más allá del teléfono, y pensó que era el momento de colgar. Estaba cometiendo una locura. Era un riesgo excesivo. Si permanecía demasiado tiempo al aparato, si cometía algún desliz, localizarían la llamada. Quizá ya estuvieran haciéndolo. No lograba entender por qué no interrumpía la conversación. Por un momento deseó que localizaran la llamada, que lo detuvieran, que terminara el asunto de una vez por todas, de la manera que fuese. Al momento siguiente, quiso colgar el auricular, salir del drugstore y alejarse del barrio. Pero algo le mantenía pegado al teléfono. No sabía qué era. Su mente estaba repleta de una multitud de malabaristas que dejaban caer sus pelotas por todos los rincones.

—Sabemos que la víctima fue un hombre —explicó al fin—. El asesino fue identificado, pero logró escapar.

—Espere un minuto. Voy a consultar los archivos.

Vanning encendió un cigarrillo. El teléfono en silencio era como un océano sin olas. Echó el humo sobre el micrófono y contempló cómo se dispersaba. Transcurrió el minuto. Transcurrió otro minuto. Y un tercero. Y un cuarto. La operadora le habló durante unos segundos, y Vanning le dijo que esperase al final de la conversación y le indicara entonces cuánto debía a la compañía telefónica. Luego el teléfono volvió a quedar mudo. Y transcurrió otro minuto.

Y entonces oyó de nuevo la voz de Denver, diciéndole:

—Puede que sea esto. ¿Sigue ahí?

—Le escucho.

—Hace ocho meses. Un hombre llamado Harrison. Lo mataron a tiros a unas cuantas manzanas de distancia del hotel Harlan. El sospechoso es un tal James Vanning. Todavía anda suelto.

—¡Eso es!

—¿Y qué quiere?

—¿Puede facilitarme alguna información?

—Nada que sirva para redactar un artículo. Claro que yo no soy periodista.

—Cualquier información.

—Escuche: si le parece que el caso es importante, ¿por qué no nos manda a alguien?

—Lo haremos si creemos que la historia es aprovechable.

—Lo dudo, pero es usted quien paga la llamada. ¿Quiere anotarlo?

—Estoy listo. Adelante.

—Harrison, Fred. Detenido en seis ocasiones. Cumplió condena por robo. Detenido en 1936 bajo acusación de asesinato, pero el caso fue sobreseído por falta de pruebas. Cuando cayó asesinado estaba en libertad condicional. A partir de ahí, estamos a oscuras. Motivo ignorado. Ni rastro del sospechoso.

—¿Están seguros del sospechoso?

—Absolutamente. Encontramos sus huellas en la pistola. El coche de Vanning estaba aparcado junto al hotel Harlan. Vanning se había inscrito en el Harlan bajo el nombre de Dilks, junto con otros dos hombres.

—¿Sus nombres?

—Smith y Jones. Ya ve usted con qué hemos de trabajar.

—¿Saben algo más de Vanning?

—Fue visto con Harrison en el vestíbulo del hotel, unos diez minutos antes del asesinato. Alguien recuerda que salieron juntos del hotel. Ya no volvió a ser visto.

—Mire qué más se sabe de él —le pidió Vanning—. No puedo prometerle nada, pero es posible que saquemos a la luz algunos datos que quizá le sean útiles. Dígame algo más de ese hombre.

—No hay mucho que decir. A primera vista, parece el trabajo de un asesino profesional. Pero este Vanning nos tiene intrigados. Carece totalmente de antecedentes. Trabajó como ilustrador publicitario en Chicago. Sirvió en la Marina con el grado de teniente, oficial de control de daños en un buque de guerra. Condecorado con la Estrella de Plata. Una hoja de servicios excelente. Ninguna relación anterior con la víctima. Es un caso sin pies ni cabeza. Sabemos que fue él quien lo hizo, y eso es todo. ¿Ha dicho que tiene algunos datos nuevos?

—Es posible que tenga algo para usted. Cuestión de unos días. Todavía no estamos seguros, pero hay una relación que parece interesante.

—¿Por qué no me lo dice ahora?

—No quiero quedar como un tonto. Después de todo, tal vez no signifique nada. No quiero perder mi empleo. Sólo soy el subjefe, recuerde. Hay un jefe por encima de mí.

—Déjeme hablar con el jefe. Esperaré al aparato.

—Un momento —contestó Vanning—. A ver qué puedo hacer. —Apartó la cara del auricular y gritó al vacío—: Johnny, ¿está el jefe por ahí? —Dejó pasar un tiempo. Luego se llevó otra vez el micrófono ante la boca—. Espere un momento. No cuelgue.

—Estoy esperando.

Vanning encendió otro cigarrillo, aspiró el humo a bocanadas cortas y rápidas y cerró los ojos. Profundas arrugas de intensa concentración le surcaban la frente. De pronto, hizo chasquear los dedos. La idea era brillante y no le veía ningún fallo. Extrajo de un tirón el pañuelo que le asomaba del bolsillo del pecho, lo colocó sobre el micrófono y, adoptando un tono de voz agudo y nasal, empezó:

—Al habla Callahan. Redactor jefe de la sección de sucesos.

—Aquí Hansen, del departamento de homicidios de la policía de Denver.

—¿Qué le ha contado Rayburn?

—Nada. Sólo ha preguntado. Pero ha dado a entender que podían ustedes decirme algo. Ha dicho que él no tenía suficiente autoridad; por eso he pedido hablar con usted.

—Si Rayburn fuera un buen periodista no me haría perder el tiempo de esta forma. No sé por qué siempre he de cuidarme yo de todo.

—Oiga, Callahan, ese problema queda entre usted y Rayburn. Yo soy policía. Estamos tratando de capturar a un asesino, y usted trata de conseguir un reportaje. Si podemos ayudarnos mutuamente, muy bien. Pero lo que no voy a hacer es servirle toda mi información desde aquí mientras usted se queda sentado en Nueva York y se reserva la suya. Si tiene algo que le parece útil para nosotros suéltelo. Si no, deje de malgastar su tiempo y el mío.

—Supongo que tiene usted razón.

—Supongo que sí.

—De acuerdo —accedió Vanning—. Se lo diré, pero quiero que entienda que no hay nada concreto. Es una simple información que nos llegó casi diría que por casualidad. Un tipo nos llamó y nos contó una historia acerca de un atraco a un banco de Seattle. Hace cosa de ocho o nueve meses, según dijo. Un golpe serio, trescientos mil dólares. Al parecer, este atraco estaba relacionado con un asesinato en Denver. Hemos llamado a Seattle, y nos han dicho que siguieron el rastro de los atracadores hasta Colorado.

—Muy interesante.

—¿Le resulta nuevo?

—Completamente nuevo. Dígame una cosa: ¿Cuántos hombres intervinieron en el golpe de Seattle?

—Tres —respondió Vanning, y al instante trató de retener la palabra antes de que llegara al teléfono, pero ya la había pronunciado, ya había llegado a Denver.

—Tres hombres. Es decir, Dilks, Smith y Jones. Eso incluye a Vanning en el atraco. Voy a comprobarlo con Seattle. Creo que nos ha dado usted algo utilizable. ¿Querrá esperar un momento al teléfono, por favor?

—No tarde mucho —rezongó Vanning.

Inspiró profundamente y vació los pulmones soplando hacia el pañuelo extendido sobre el micrófono. Se preguntó cuánto tiempo llevaría encerrado en aquella cabina. Tenía la sensación de haber estado allí un día entero y de haber cometido un error detrás de otro. Había que recordar demasiadas cosas, y ya había olvidado una de las más importantes: la cuestión referente a Sam, el hecho de que Sam no había estado presente en Denver. Entonces Sam estaba en Leadville, al cuidado de aquel médico. Tres hombres en el atraco de Seattle. Tres hombres en el asunto de Denver. Le dieron ganas de golpearse en la boca. Pero ya estaba hecho. Ya se había implicado en Seattle, además de Denver, asignándose el lugar de Sam en el atraco. Aunque sólo era un suplente, se había convertido en el protagonista. Él era la estrella, la principal atracción; era el chivo expiatorio, el ignorante que se merecía todos los golpes de mala suerte que estaba recibiendo. La llamada telefónica no era más que otro grave error en una larga cadena de graves errores. Se engañaba a sí mismo, como lo había estado haciendo desde el principio. Él no era un delincuente, ni siquiera un delincuente aficionado. Él era un ilustrador publicitario, un adulto, un ciudadano corriente que creía en la ley y el orden, un hombre para quien toda emoción excesiva era neurótica y antinatural. Su lugar no estaba en aquella confusión, en aquel círculo que giraba y giraba demasiado velozmente.

La voz de Denver sonó de nuevo en sus oídos.

—¿Callahan?

—Sigo aquí.

—Estamos comprobando con Seattle. ¿Puede esperar?

—Esperaré.

—Bien. No tardaremos.

Vanning se puso otro cigarrillo en la boca, pero no tuvo ganas de encenderlo. Alzó la mano hasta sus ojos y se preguntó por qué no le temblaban los dedos. Quizá ya había llegado demasiado lejos para eso. Quizá la ausencia de temblor era una mala señal, en realidad. Permaneció sentado en la cabina, la cabeza gacha, lleno de compasión hacia sí mismo, lleno de compasión hacia todos los pobres diablos que alguna vez se hubieran visto mezclados en un asunto como el suyo. Y luego, alzando lentamente la cabeza, empezó a sonreír. La situación era tan desgraciada que casi resultaba cómica. Si la gente pudiera verle en aquellos momentos, sin duda sus reacciones serían muy diversas. Algunos se compadecerían de él. Otros sonreirían, como él lo estaba haciendo. Tal vez otros se reirían de él, igual que se reirían de Charlie Chaplin sumergido en agua caliente en algún lugar del Klondike.

Suspiró. Pensó en los otros hombres, miles de ellos, centenares de miles, que trabajaban en fábricas, en oficinas; que tomarían una cena casera; que se acomodarían en el salón con sus esposas y sus hijos para escuchar a Bob Hope; que se irían a dormir a una hora razonable y dormirían verdaderamente, sin esperar del futuro más que otro día de trabajo y otra velada hogareña con su familia. Esto era lo único que podían esperar, y Vanning se dijo que de buena gana daría el brazo derecho por ser uno de aquellos hombres.

—¿Callahan?

—¿Sí?

—No se retire. Estoy con usted en un instante. Seguimos hablando con Seattle por el otro teléfono.

—Dése prisa, ¿quiere?

—Al momento vuelvo con usted.

Vanning encendió una cerilla y la aplicó al cigarrillo que esperaba en su boca. Aspiró una bocanada de humo, la exhaló, volvió la cabeza y vio a una muchacha que aguardaba junto a la cabina. Parecía harta de esperar y su postura era típica: la mano en la cadera, la cabeza ladeada, los labios apretados en una expresión sarcástica, como diciendo: «Sí, hombre, tómate todo el día; no vale la pena pensar en los demás». Él sonrió con aire de culpabilidad, y la expresión de la joven cambió y le lanzó una mirada feroz. Enfadada, ganaba en atractivo. Una chica guapa y de aspecto altivo; guapa, esbelta, al estilo de las que abundan en la avenida Madison. Se acercaba la hora del cóctel y sin duda quería confirmar su cita en Theodore’s o en el Drake, y era un escándalo que él la hiciera perder el tiempo de aquella manera. Algo verdaderamente injusto. Lo único que ella quería era confirmar una cita, y lo único que él quería era seguir con vida. La expresión de la chica había vuelto a cambiar y parecía muy preocupada por no poder utilizar el teléfono. Él se sintió un poco disgustado consigo mismo, porque la mueca de preocupación de aquella joven le producía una curiosa satisfacción. Por lo menos no era el único individuo preocupado en todo el mundo.

La chica se agitó y emitió un suspiro de exasperación.

Vanning abrió la puerta de la cabina, se asomó al exterior y explicó:

—Estoy llamando a Denver.

—¡Qué maravilla!

—Siento muchísimo que la cosa vaya tan lenta.

—Los dos lo sentimos.

—Quizá en una de las otras cabinas…

—No, querido. Todo el mundo está llamando a Denver.

—Procuraré terminar rápidamente.

—Hágalo, por favor. Quiero anular la cita antes de que él se presente allí.

—Pensé que iba a confirmar la cita —comentó Vanning.

—Quiero anularla. Espero que no le importe.

—Depende. A lo mejor es un chico simpático.

—Es muy aburrido —dijo la joven—. Quiere casarse. ¿Qué hace con ese pañuelo en el teléfono?

—Estoy resfriado y no quiero contagiar a nadie.

Denver habló de nuevo. Vanning cerró la puerta y devolvió su atención al aparato.

—Creo que ha descubierto algo, Callahan —dijo la voz—. En Seattle están excitadísimos. Dicen que el atraco en cuestión fue obra de tres hombres. Escaparon en un automóvil. Dos actuaron en el banco y otro esperaba en el coche. Uno de ellos era corpulento, muy fornido de pecho y hombros. Llevaba un sombrero de fieltro y una chaqueta de solapas anchas, con el cuello subido. Probablemente, ese era Vanning, alias Dilks. Ahora vamos a comprobar en qué fecha se licenció de la Marina. Por el momento, suponemos que Harrison era el contacto que los esperaba en Denver. Seguramente hubo alguna desavenencia en el reparto y Vanning sacó la pistola, y eso es todo lo que podemos decir hasta ahora. En cuanto al tipo que les contó esta historia, si vuelve a llamar intente concertar una cita con él. Procure que no desaparezca, si puede. Y, oiga, si se entera de algo nuevo, llámenos. ¿Lo hará?

—Puede estar seguro.

—Y gracias por el informe.

—Gracias a usted —contestó Vanning—. Creo que tendremos un reportaje sensacional.

—Ya lo creo. Bueno, hasta otra.

Y en Denver colgaron el teléfono. La operadora le pidió más dinero, y Vanning lo pagó. Devolvió el pañuelo al bolsillo y salió de la cabina, mientras la joven entraba rápida para ocupar su lugar. Cruzó el drugstore y compuso sus labios para silbar una melodía, pero no logró que la melodía saliera.

Nuevamente en la avenida Madison, detuvo un taxi, entró en él y se acomodó sobre la tapicería de un material semejante al cuero. El taxi arrancó en dirección sur.

—¿Adónde vamos?

—Quinta avenida esquina con la calle Ocho.

—¿Tiene prisa?

—No —contestó Vanning—. ¿Por qué?

—Sólo por saberlo.

Vanning cerró los ojos, se recostó en el asiento y permaneció así varios segundos. Luego abrió lentamente los ojos y se fijó en la cabeza del taxista. Ante el parabrisas había un considerable tráfico, pero Vanning no lo veía. Estaba estudiando la cabeza del taxista, que llevaba una gorra de paño y se había sometido recientemente a un corte de pelo. O bien el peluquero era nuevo en el oficio, o no se interesaba en su trabajo: era un corte de pelo horrible.

El taxi tomó una curva, tomó otra y salió a la Quinta avenida.

El corte de pelo era horrible porque se había llevado demasiado cabello del cráneo del taxista y, en lugar de pasar gradualmente de la cabellera al cuello afeitado, quedaba un salto brusco entre el pelo negro y la carne blanca, lo cual daba al taxista un aire ligeramente extraño. Otra cosa era el modo en que se sentaba ante el volante: iba inclinado hacia un lado y parecía no fijarse en los vehículos que tenía enfrente. En cambio, parecía prestar bastante atención al espejo retrovisor.

—¿Quién le ha cortado el pelo? —quiso saber Vanning.

—¿Qué importancia tiene?

—Mucha.

—A mí me da igual —dijo el taxista—. ¿Quién me ve?

—¿No le importa su propio aspecto?

—Lo único que me importa es descargarme de pelo en verano. Si los hombres fuesen más racionales, se afeitarían la cabeza del todo. Es lo mejor que hay para ir fresco.

El taxi giró de nuevo. Se dirigía hacia la Sexta avenida.

—¿Por qué no seguimos por la Quinta?

—Demasiado tránsito.

—Oiga, yo soy neoyorquino —dijo Vanning—. En la Sexta hay el mismo tránsito. Los mismos semáforos.

—¿Quiere que probemos por la Octava?

—Eso se aparta de mi camino.

—Usted dijo que no tenía prisa.

Vanning se inclinó hacia delante.

—Eso dije. Precisamente por eso me pregunto la razón de que no nos quedáramos en la Quinta.

—¿Quiere que desconecte el taxímetro? No necesito el dinero. Me las arreglo bastante bien.

El taxi cruzó la Sexta avenida, cruzó Broadway y siguió hacia la Octava.

—Vaya que sí —prosiguió el taxista—. No tengo necesidad de alargar los viajes. Nunca me ha gustado hacerlo. Y tampoco me gusta que me acusen de eso. Llevo quince años conduciendo un taxi y jamás he alargado indebidamente un viaje. Me gusta la gente que trata de explicarme cómo se ha de conducir un taxi.

—¿Qué quiere que haga? ¿Que me quede sentado y discuta con usted?

—Me gusta la gente que cree hacerme un favor subiendo a mi taxi. Tengo más dinero en el banco que la mayoría de la gente a la que transporto. Y no hace falta que me dé propina si no quiere. No pido propinas. No quiero que nadie piense que me está haciendo un favor.

—Estamos cruzando la Octava avenida —observó Vanning—. Si esto es un recorrido turístico, ¿por qué no comenzamos por la tumba de Grant?

—¿Quiere que pare el taxi? —preguntó el conductor—. Puede bajarse aquí mismo, si quiere.

—No sería mala idea.

—Pues pararemos aquí mismo —decidió el taxista.

El taxi disminuyó su velocidad y se aproximó a la acera. El conductor se volvió y observó a Vanning mientras este miraba el taxímetro. El taxista miró más allá de Vanning. Y Vanning estaba sacando el dinero de su bolsillo cuando se fijó en el taxista, cuyos ojos no se apartaban del espejo retrovisor.

—De acuerdo —dijo Vanning—. Olvidemos las discusiones. Siga adelante.

—Quizá sea mejor que baje aquí.

—Siga adelante —insistió Vanning.

—Pues sea sincero conmigo. Si no, no puedo seguir. Ya lo sabe.

—Le he dicho que siga adelante.

El taxi se apartó de la acera y se detuvo ante un semáforo en rojo. El rojo pasó a verde. El tráfico era cada vez más fluido. Vanning cruzó los brazos y se sentó rígidamente en el borde del asiento.

—¿Bajamos por la Novena avenida? —preguntó el taxista.

—Pruebe por la Décima.

—Hay muchos camiones en la Décima.

—De acuerdo. La Novena, pues. Y vaya más deprisa.

—Oiga, señor…

—Ya me ha oído.

El taxi emprendió una carrera por la Novena avenida. Se encendió una luz roja, pero el taxi la ignoró y siguió corriendo hacia el siguiente semáforo en rojo.

—Gire —le ordenó Vanning—. Gire a la izquierda.

—No puedo. Es una calle de una sola dirección. Nos encontraremos todo el tráfico de cara.

—Gire a la izquierda —repitió Vanning.

El taxi comenzó a girar, se desvió para seguir en la Novena avenida, atravesó el siguiente semáforo en rojo y viró hacia una calle lateral. Sonó el silbato de un policía. El taxi siguió acelerando.

—Vuelva a la Quinta —dijo Vanning—. Cruce la Quinta. Vaya hacia el río. No se detenga por nada.

—Será inútil —objetó el taxista—. Estamos en el centro de Manhattan. No tenemos sitio para movernos. Antes de que se dé cuenta, habremos chocado contra algo. Es inevitable.

—No mire hacia mí. Mire al frente. No se pare.

—Si me detengo en medio de un atasco, puede usted saltar y…

—No me diga cómo he de organizarme el día —le interrumpió Vanning—. Limítese a conducir su taxi y veamos si podemos hacer algo inteligente.

—Yo ya hice algo inteligente cuando le dejé subir a mi taxi.

—Conduzca, almirante. Limítese a conducir.

Estaban cruzando la Sexta. Cruzando la Quinta. Encontraron otro semáforo en rojo. Lo ignoraron. Se abalanzaron hacia la parte posterior de un enorme camión, y el camión se detuvo, y el camión se convirtió en un muro de color verde mate enfrente de ellos.

—Por la acera —ordenó Vanning.

Dos ruedas del taxi treparon a la acera y se mantuvieron sobre ella mientras el taxi buscaba una salida. Un hombre apareció ante el taxi, los ojos del hombre se abrieron al máximo y saltó hacia la pared de un edificio. El taxi regresó a la calzada y siguió a toda velocidad atravesando la luz roja que brillaba en Madison.

—Era lo que me hacía falta —se quejó el taxista.

—No se preocupe —dijo Vanning—. Todo saldrá bien. Lo está haciendo estupendamente.

—Me alegra que piense usted así. Me hace sentir mucho mejor.

Otro camión los bloqueó en la avenida Lexington. El taxista hizo girar el volante, pasaron por entre dos automóviles, los dos automóviles se aproximaron y se oyó el ruido de una colisión. El taxi de Vanning prosiguió su carrera, y en la distancia resonó el silbato de un policía. Y otro silbato.

—¿Ha oído eso? —preguntó el taxista.

—Lo he oído.

—¿Sabe que representa la ley?

—Por eso me suena tan bien.

—No me ha comprendido, señor. He dicho la ley. Estoy haciendo todo lo que puedo, pero nos encontramos en una ciudad muy poblada, y hay demasiada ley y poco espacio. Terminarán deteniendo este taxi.

—Y el coche que nos sigue.

—¿Sabe quién viene detrás de nosotros?

—Desde luego —contestó Vanning—. Un sedán verde, ¿no?

—Se equivoca —dijo el taxista—. Eche una mirada. Véalo usted mismo.

Vanning se quedó mirando el impresentable corte de pelo del taxista. Luego, muy lentamente, se volvió, atisbo por la ventanilla posterior, y vio otro taxi. Estaba a cierta distancia de ellos, y había algunos coches entre los dos, pero iba abriéndose paso. Se acercaba.

—¿El taxi? —preguntó Vanning.

—Pues claro que es el taxi. Pensaba que lo sabía usted desde el primer momento.

—¿Cuándo fue el primer momento?

—Cuando subió a mi taxi. Cuando nos pusimos en marcha, en Madison. Entonces vi que se lanzaba de cabeza a ese otro taxi. Por eso se me ocurrió dar un rodeo. Estaba tratando de ayudarle.

Vanning se golpeó la palma con un puño cerrado.

—¡Es John! —exclamó—. Tiene que ser John. Tiene que acabar aquí. Tienen que detenerme, y tienen que detener a John. Esto es el final. Es la única forma en que podía acabar. —Se daba cuenta de que estaba poniéndose histérico, pero no podía evitarlo. Su voz sonó extraña cuando preguntó—: ¿Me oye?

—Le oigo, señor, pero no sé de qué está usted hablando.

—Estoy hablando de un atracador de bancos llamado John.

—¿En el otro taxi?

—Correcto.

—Falso —replicó el taxista—. El tipo del otro taxi no es ningún atracador. Sé muy bien lo que es.

—¿Qué es?

—Policía.

Al principio, no logró hacerlo encajar. Era demasiado remoto. Demasiado elevado o demasiado profundo, y Vanning tuvo que cerrar los ojos y frotarse los párpados con sus palmas. Luego regresó con la imaginación a la cabina telefónica del drugstore y se esforzó en recordar cuánto tiempo se había pasado al teléfono, hablando con Denver. Calculó cuánto tardada Denver en rastrear la llamada y en llamar a la policía de Manhattan, y cuánto tardarían los de Manhattan en mandar un hombre al drugstore. Vanning lo calculó en minutos y sacudió la cabeza de modo convulsivo, tratando de olvidar que se encontraba en un taxi lanzado a toda velocidad. Y entonces todos los detalles encajaron, produciendo un ruido tremendo en su cabeza. Y fue demasiado para él.

—Lléveme al río —pidió—. Da igual que me tire al agua.

—No se vuelva loco en mi taxi —contestó el taxista—. Después de cruzar la Segunda avenida me desviaré por una travesía y podrá bajar sin que nadie lo vea. Llevamos una buena delantera.

—¿Cómo sabe que es un policía?

—Lo he visto antes.

—¿Está seguro?

—Le digo que es un policía de paisano. Le he visto trabajar. Lo que tendría yo que hacer es cuidarme de mis propios asuntos. Pero usted me pareció decente. Me pareció un tipo que merecía una oportunidad.

—¿Dónde está esa travesía?

—No muy lejos. A partir de ahora —añadió—, cuando quiera emociones iré al cine.

—Siga —dijo Vanning—. Soy inocente. Créame…

Acelerando para cruzar la Segunda avenida, el taxi casi chocó con otro camión, pero viró, pasó ante el camión y ante un vehículo destartalado y luego giró por una calle amplia. En un lado había una verja que seguía a lo largo de toda la calle, y más allá de la verja se alzaba una sombría pared sin ventanas. Al otro lado había un almacén, y Vanning vio ventanas y algunas puertas abiertas.

Extrajo su cartera, dejó caer un billete de veinte dólares en el asiento delantero y el taxi se detuvo.

—Vuelva a ponerse en marcha —ordenó—. Siga por esta calle. No me importa lo que haga luego.

Tironeó de la manija de la puerta, saltó del taxi, cruzó la calle a la carrera y se lanzó por la puerta abierta más cercana. Mientras entraba en el edificio oyó aproximarse el sonido de una sirena.

El almacén era inmenso. No había mucha luz en la zona por la que Vanning avanzaba. Tenía que moverse lentamente, a causa de la penumbra. En algún lugar del piso de arriba sonaban voces de hombres. Vanning tropezó con una pila de cajas y trató de cogerlas cuando empezaron a derrumbarse.

—Otra vez Charlie Chaplin —murmuró—. Vamos, hombre. Basta de comedia.

Pero le estaba resultando difícil volver a poner las cajas en su lugar. Eran grandes y casi le habían derribado. Se dio cuenta de que estaba sonriendo abiertamente. Y cuando vio que seguía sonriendo, empezó a asustarse un poco. Sonreír en un momento así era algo erróneo, irrazonable. Y lo irrazonable del asunto armonizaba muy bien con sus restantes actos irrazonables.

La absurda llamada telefónica a Denver. No lograba recordar el motivo exacto por el que la hizo. Quizá porque deseaba averiguar cuánto sabían, o por lanzarles un cebo con la esperanza de llegar a un acuerdo. Lo que no recordaba era qué clase de acuerdo había pensado alcanzar. Tenía que haber un punto de lógica en alguna parte, pero en aquel momento, en aquella situación en particular, veía la llamada telefónica como una grave estupidez.

Y las demás estupideces. Como dar por supuesto que el coche que andaba siguiendo al taxi era un sedán verde en el que viajaban John, Pete y Sam. Estuvo totalmente seguro de que era un sedán verde, sin acordarse de que él se había llevado el sedán verde en su escapada desde las afueras de Brooklyn. Recordaba el viaje, pero no el recorrido preciso, ni la situación siquiera aproximada de la casa en la que habían negociado con él. Y tampoco recordaba dónde aparcó el sedán verde. En algún lugar cercano a la estación de metro de la calle Canal, pero eso no le servía de mucho. Había en los alrededores demasiadas calles, demasiados callejones. Y todo aquel conjunto de errores era congruente con el primer tremendo error, el asunto de la cartera, y no le valía de nada pensar que sufría lagunas mentales. Una laguna en la memoria podía ser útil para provocar risas en el tribunal, pero resultaba muy inconveniente para cualquier otro fin.

Todo esto producía gran tristeza y revelaba decadencia de las facultades. Vanning comprendió que debía librarse de aquella propensión negativa. Si se dejaba llevar por ella, le conduciría al miedo total, y si alguna vez llegaba a ese punto, igual le daba pegarse un tiro. La derrota era un remolino, y lo único que cabía hacer era nadar para alejarse de él, seguir nadando por poderosa que fuera la succión hacia el fondo. Aún le quedaban la vida y la salud. Su cerebro se había atascado varias veces, pero aún era un cerebro y funcionaba.

Su cerebro le decía que el superhombre no existe. Incluso Babe Ruth falló algún que otro lanzamiento, incluso Aníbal sufrió reveses militares, incluso Einstein suspendió las matemáticas en una sorprendente ocasión. Y entonces comprendió que había otra manera de ver las cosas.

La gravedad era una fuerza muy poderosa, pero alguien inventó el paracaídas. Los océanos alcanzaban profundidades abisales, pero alguien inventó un buque capaz de bajar y bajar y luego subir y llegar a la orilla. Vanning se dijo que debía inventar algo que lo sacara de la cuesta abajo y lo enviara de nuevo hacia arriba. Ya era hora. Ya había descendido bastante. Había llegado el momento de comenzar a ascender, de terminar con su estúpida sonrisa y su abandonada sumisión a todos los duendes de mirada maliciosa.

Recorrió el almacén. Había una puerta que daba al sol y al aire. Había unos cuantos hombres junto a la puerta. Algunos iban en mangas de camisa, otros vestían monos de trabajo. Un hombre fornido que llevaba una gorra y fumaba un puro manifestaba en voz alta su entusiasmo por un nuevo peso welter llegado de Minneapolis. Vanning avanzó hacia el grupo. Los hombres le bloqueaban la salida. Se volvieron hacia él y le miraron. Él les devolvió la mirada fijamente mientras se les acercaba. Luego miró más allá del grupo, indicándoles así que tenía la intención de salir del almacén. Los hombres siguieron bloqueando la salida. Todos le miraban.

—Me marcho —anunció Vanning.

El hombretón del puro lo apartó de sus labios manchados de tabaco.

—¿Qué estaba haciendo aquí?

—Inspector municipal —explicó Vanning.

—¿Qué inspecciona?

—Las cañerías.

—¿Y cómo están?

—Todavía corre el agua —respondió Vanning—. Con eso ya basta.

El hombretón se apartó del camino de Vanning. Y Vanning cruzó el umbral. Poniendo distancia entre el almacén y él, se dirigió hacia la Primera avenida. Anduvo a buen paso por ella, observándola y buscando un taxi. Así continuó poco menos de cinco minutos, y entonces vio un taxi. El recorrido hacia el centro fue lento. Fumó unos cuantos cigarrillos y después dio un breve paseo a través de Washington Square. Finalmente, llegó a su apartamento.

Se quitó la chaqueta y tomó asiento junto a la ventana. Permaneció un buen rato allí, sin hacer nada. Desde las aceras del Village ascendía el calor y se abalanzaba sobre él. Se alzó de la silla, se dirigió a la cocinilla y abrió el frigorífico. Mientras se afanaba con botellas y cubitos de hielo, pensando con deleite en la bebida que iba a tomar, disfrutaba con la idea de estar haciendo algo constructivo. Combinó una tercera parte de whisky escocés con dos terceras de soda, añadió una buena cantidad de hielo, regresó con el vaso junto a la ventana, volvió a sentarse y se tomó su tiempo con la bebida.

Después de tres copas se encontraba en un estado mental bastante cómodo. Miró al exterior y vio que el firmamento estaba tomando un tono entre naranja y morado, encendiéndose en ese feroz y frenético resplandor que trata en vano de conquistar el crepúsculo. Cuando este llegó, Vanning pensó en salir a comer algo.

Encontraba una considerable satisfacción en el hecho de saber que todavía podía salir. Esa parte de la situación era la mejor, la de que ignoraban dónde vivía. O, para expresarlo de otra manera, ignoraban dónde se escondía. Era razonable enfrentarse abiertamente a un hecho como este, pues había una gran diferencia entre un hogar y un escondite.