5

—Muy bien —dijo John—. Dejad que vea dónde está.

La venda de los ojos fue retirada. Vanning parpadeó unas cuantas veces y luego miró a John. Era el mismo John. Los mismos hombros encorvados, más bien anchos, la misma cara curtida y arrugada, con una nariz grande y aplastada y unos gruesos labios que no tenían mucha sangre. La misma corbata estrecha. Todo igual, incluso el cabello cortado a cepillo que le cubría la cabeza como una capa de virutillas de acero.

John se puso un cigarrillo en la boca y lo encendió. Estaba sentado en el borde de un sofá. Sam y Pete se mantenían de pie junto a la pared, como estatuas. Eso dejaba a Vanning en el centro del cuarto, bajo la luz que caía lentamente del techo sobre su cabeza. Sentía algo de dolor en la cara, por las nudilleras metálicas, y notaba algo de vértigo, pero no tanto que le impidiera permanecer erguido sobre sus dos pies. Volvió la espalda a los dos hombres que continuaban junto a la pared. Miró a John.

—¿Y bien? —dijo John.

—Es tu turno —respondió Vanning.

Se miraban como si estuvieran solos en la habitación. John se recostó sobre un codo, cruzó las piernas y aspiró una larga y contemplativa bocanada de su cigarrillo. Luego, soltó el humo en una rápida exhalación y observó:

—Lo único que quiero es la pasta.

—No sé dónde está.

—Dilo otra vez —le pidió John—. Dilo otra vez y escúchate atentamente a ti mismo. Verás qué tonto te suena.

—Ya sé que suena tonto, pero así son las cosas y yo no puedo cambiarlas.

John contempló los zapatos bicolores —blanco y negro—, el traje, la camisa y la corbata azul y negra, y comentó:

—Llevas una ropa bonita.

—A mí me gusta.

—Cuesta dinero.

—No es ropa mala —admitió Vanning—, pero tampoco es de primera calidad. No es el tipo de ropa que llevaría si tuviera tanto dinero como tú crees.

—Es un punto —concedió John—. Pero no muy importante. ¿Qué estás haciendo últimamente?

A Vanning le gustó la pregunta. Era más una respuesta que una pregunta. Le decía algo que estaba anhelando saber, y le ofrecía la base para una posible estrategia.

—No gran cosa. —Sopesó varias ideas en su mente, eligió una de ellas y añadió—: Tengo un estudio fotográfico en la parte alta de la ciudad, en el West Side. Me da lo suficiente para vivir. Tiene cuarto de baño y una cama plegable, así que me ahorro el alquiler.

John miró el suelo y echó humo hacia una descolorida alfombra violeta. Vanning estudió el rostro de John y se dijo que había sido una jugada inteligente. Por lo menos, sabía que no tenían idea de dónde estaba viviendo. Se hizo rápidamente una composición de lugar. Le habían visto en el Village. Le siguieron, llamaron en seguida a la chica y le dijeron que le diera conversación, que lo sacara del bar y lo llevara a aquel restaurante en una calle oscura y vacía. Era razonable. Encajaba. Se trataba de una manipulación típica de John. Porque John tenía algo de talento. No era exactamente un tonto, pero era más duro que listo, y probablemente se daba cuenta, pues tenía la costumbre de esforzarse por ser listo.

—Mira —insistió John—. Tú eres bastante inteligente. Tú estás de un lado y yo de otro. Eso está claro. Así que partiremos de ahí. Hay que llevarlo de esta forma. Para seguir viviendo y llevar una vida larga y feliz, lo que has de hacer es decirme dónde pusiste el dinero. Entonces, te mantendremos aquí hasta que tengamos el dinero y luego te dejaremos ir. ¿Qué te parece el plan?

—Me parecería magnífico —replicó Vanning—, si no fuera porque no sé dónde está escondido ese dinero, y por eso mismo no puedo decírtelo. ¿Qué te parece a ti?

—Me parece muy mal. Puedo entender que un hombre pierda un billete de diez dólares. Quizás, incluso, un billete de cien dólares. Pero no puedo entender que un hombre deje escapar de sus manos trescientos mil dólares, así, por las buenas. Y eso nos lleva a otra cuestión. Si verdaderamente perdiste el dinero, lo perdiste en Colorado. Y eso significa que no estarías aquí. Estarías aún en Colorado, buscándolo.

—Colorado es un sitio muy grande.

—También trescientos mil dólares es una cantidad muy grande. La mayoría de la gente que conozco estaría buscando con lupa por todo el estado, centímetro a centímetro.

—Tal vez tú y yo no conozcamos a la misma gente.

John tiró el cigarrillo al suelo, esperó hasta que empezó a quemar la alfombra y entonces lo pisó. Contempló la colilla aplastada.

—Así no vamos a ninguna parte —concluyó. Luego, miró a Vanning sin levantar la cabeza—. ¿No crees?

Vanning suspiró.

—No podemos ir a ninguna parte. Yo no sé dónde está. Te digo que no sé dónde está.

—No te excites —sugirió John—. Tenemos mucho tiempo.

—Yo no lo veo así. Si lo creyera, trataría de ganar tiempo, de negociar. Os pediría alguna seguridad de que me soltaríais cuando tuvierais el dinero, y a la vez os daría seguridades de que os iba a dejar en paz.

—Eso está de más —respondió John—. ¡Pues claro que nos ibas a dejar en paz! No tiene sentido que recurras a la policía, cuando precisamente anda buscándote.

Vanning frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres decir, que me están buscando?

—Te buscan por asesinato —explicó John—. ¿No lo sabías?

—Me llevas mucha delantera —admitió Vanning—. No recuerdo haber asesinado a nadie.

John sonrió con paciencia y comprensión, sin apresurarse a responder. Luego, con un gesto de la mano, dijo suavemente:

—Vamos, vamos.

Vanning, sin mover la cabeza, veía parte de la ventana que tenía al lado, y se preguntó si podría llegar hasta ella de un solo salto. Se preguntó cuánta distancia habría hasta el suelo. Haciendo un gran esfuerzo, apartó la ventana de sus pensamientos e insistió:

—¿Cuánto sabes?

—Sabemos que tú lo mataste —contestó John—. Sabemos que la ley te ha identificado. Hay gente que te vio con él aquella noche. Así que se enteraron de tu aspecto. Y la licencia del coche. Esa es otra. Tu descripción coincidía con la del propietario del coche. Y otra cosa más, la definitiva: compraste el coche en Los Ángeles y sacaste allí la licencia. Eso les dio un registro de tus huellas, y las huellas eran las mismas que las que había en la pistola.

—¿Cómo has sabido todo esto?

—Es el tipo de información que circula fácilmente. La prensa, los comentarios de la gente, cosas así. Anduvimos buscándote por Denver algún tiempo, hasta que nos llegó un soplo de Nueva Orleans. Luego recibimos otro soplo de Memphis. Y más tarde otro, de Nueva York. Supusimos que te quedarías en Nueva York una temporada. Es un bonito lugar para esconderse. Al final, te vieron en un bar del Village. El hombre que había hecho el contacto te perdió en un atasco de tráfico, pero pensamos que tarde o temprano volveríamos a dar contigo. Y así han ido las cosas, conque quizá ahora podamos entendernos.

—Ojalá pudiéramos —respondió Vanning—. Ojalá tuviera algo que deciros.

—Ponte en mi lugar —le rogó John—. Estoy ansioso por pillar ese dinero. Estoy tan ansioso, que hasta te daría una parte. Digamos cincuenta mil. ¿Qué tal te suena?

—Suena estupendo. Y eso es lo que hace que me sienta tan desgraciado. No sé dónde está el dinero.

John se puso a reír.

—¿Es tu última palabra?

—Mi última palabra —afirmó Vanning.

—No —replicó John—. Yo no lo creo.

Se volvió hacia los dos hombres que permanecían inmóviles junto a la pared.

—¿Bien? —inquirió Pete.

—Muy bien. —John echó a andar hacia la puerta—. Lo dejo en vuestras manos.

Más allá del dolor, más allá del vértigo y de todo el rojo brillante, más allá del alud de rocas que rebotaban con estruendo, y más allá de la negra inundación veteada con más rojo, con lívidos destellos de púrpura; más allá de todo eso, había una quietud, la quietud del recuerdo. Y trató de avanzar a tientas hacia ella. Salió al resplandor dorado de una tarde de primavera en Colorado, en el cupé descapotable de color azul claro que había comprado en Los Ángeles después de licenciarse, y estaba conduciendo en dirección a Denver con la intención de quedarse algún tiempo en esa ciudad antes de seguir tranquilamente hacia Chicago.

El descapotable ronroneaba por la carretera de montaña, y la radio ronroneaba con él una suave rumba de Noro Morales. La capota estaba plegada y el firmamento era muy claro. Resultaba alentador saber que la guerra había terminado y que la agencia de Chicago era de las que mantienen sus promesas: una empresa grande con estabilidad y energía. Su trabajo les había gustado, y respondieron a su carta que volviera y comenzara a trabajar. Le preguntaron si siete mil quinientos al año le parecían bien. Estaba pensando que antes de la guerra le pagaban cinco mil al año. Esto demostraba qué clase de empresa era. Se sentía contento de regresar. Chicago era un buen lugar, y en un futuro no muy lejano conocería a una chica agradable, se casaría y fundaría un hogar. Era magnífico tener treinta y dos años y estar vivo y sano. Era maravilloso empezar otra vez la vida.

Iba silbando al ritmo de Noro Morales y el descapotable flotaba sobre el asfalto.

De repente, en la lejanía frente a él, allá donde la carretera ascendía entre curvas por la ladera, se produjo un ruido violento, como el de un automóvil que hubiera chocado contra algo. Vanning pisó a fondo el acelerador, el descapotable saltó hacia delante y tomó una serie de curvas, recorrió como una bala un tramo recto en el que la carretera se sumergía en un túnel, salió al otro lado para virar en otra curva y entonces descubrió una bifurcación, una carretera muy angosta que se abría casi en ángulo recto, y vio el accidente.

Era un coche tipo familiar y estaba volcado junto a una roca. Cerca de la roca había dos hombres tendidos en una pequeña extensión de verde brillante, y un tercer hombre en mangas de camisa se apoyaba sobre la roca.

Vanning enfiló el descapotable por la carretera angosta y corrió hacia la escena del accidente. Mientras detenía el descapotable, el hombre que seguía en pie empezó a andar hacia él. Tenía una cara curtida y una cabellera semejante a una capa de virutillas de acero. Bajo su hombro izquierdo había un artilugio de cuero, suspendido por medio de unas correas, y el hombre se llevó allí la mano, extrajo algo, se acercó a Vanning y le apuntó con el revólver a la cara.

—Salga del coche —le ordenó—. Écheme una mano.

—¿Por qué la pistola?

—He dicho que salga del coche.

Vanning saltó del descapotable y empezó a andar junto al hombre. Los dos que había en el suelo se agitaban y gemían. Uno de ellos, un hombre corpulento con gafas que le colgaban de una oreja, logró sentarse con esfuerzo, se puso bien las gafas y miró a su alrededor con expresión estúpida. El otro, pequeño y delgado, pero fuerte, con calvicie incipiente, permanecía sumido en la inconsciencia.

El hombre de la pistola preguntó:

—¿Cómo estás, Pete?

—Me parece que estoy bien —respondió el hombretón—. Me había quedado sin aliento. —Miró a Vanning—. ¿De dónde has sacado a este?

—Acaba de llegar.

El hombretón volvió la cabeza para contemplar el automóvil de Vanning.

—Es un golpe de suerte.

—Sí, hoy tenemos un día verdaderamente afortunado —respondió el hombre de la pistola. Miró el automóvil destrozado—. Verdaderamente afortunado. Toma la pistola y vigila a este tipo. Voy a ver cómo está Sam.

—Quizá deberíamos darnos prisa —opinó Pete.

—Por eso hemos chocado. Teníamos demasiada prisa. No dejes de apuntarle. Parece nervioso.

—¿Por qué habría de estar nervioso? —quiso saber Vanning.

—Tú te callas —dijo Pete. Hundió el cañón del arma en la espalda de Vanning y lo mantuvo allí—. ¿Cómo lo ves, John?

—Me parece que está acabado —respondió el hombre de la cabellera como virutillas de acero—. Creo que se ha roto la cabeza. Pero todavía respira.

—¿Crees que durará mucho?

—No lo sé.

—Ya te dije que Sam era un conductor asqueroso. Te advertí que en un apuro no nos serviría de nada.

—Cierra la boca. Estoy tratando de pensar qué vamos a hacer ahora.

—¿Lo dejamos aquí?

—Por eso te he pedido que cierres la boca, porque cada vez que la abres demuestras que naciste sin sesos. ¿Cómo vamos a dejarlo aquí? Míralo. Todavía está vivo.

—Ya lo sé, John, pero tú mismo has dicho que no va a durar mucho. ¿Por qué dejar que sufra? Si le pegamos un tiro le haremos un favor. Lo único que he de hacer es…

—Deja esa pistola donde está —ordenó John—. Y mantén la boca cerrada mientras decido qué hacemos.

En aquel momento, el hombre del suelo emitió un quejido y abrió los ojos.

—No sé, John. No tenemos mucho tiempo —insistió Pete.

John volvió la vista hacia el herido.

—Sam, conduces como un mono.

Sam dejó escapar otro gemido y cerró los ojos.

—Tú —dijo John, señalando a Vanning—, tú: ven aquí y échame una mano.

—Un momento —dijo Pete—. ¿Qué vas a hacer?

—¿Tú qué crees?

—No podemos llevarnos a Sam —protestó Pete—. Nos hará ir más despacio.

—Seguro, tienes razón —admitió John—. Y si lo dejamos aquí y lo encuentran todavía vivo, lo primero que va a pensar es que le hemos abandonado. No creo que eso le guste mucho. Nunca se sabe. Hasta es posible que le diera por cantar.

—Pero si está muerto no podrá cantar.

—¿Qué te pasa, Pete? ¿No te gusta Sam?

—Nos llevamos bien. Ya lo sabes. Pero ¿por qué hemos de correr más riesgos?

—No vamos a pegarle un tiro —decidió John—, y no se hable más. Nos lo llevamos con nosotros, y si encontramos un médico en alguna parte veremos si puede salir de esta. —Miró de reojo a Vanning—. Venga, tú. Vamos a trabajar.

Vanning y John cargaron al herido hasta el descapotable y lo depositaron en el asiento trasero. Luego, John corrió hacia el vehículo destrozado, se metió en él y volvió a salir con una cartera negra. La llevó al descapotable, la arrojó al suelo junto al asiento del conductor y le dijo a Vanning:

—Métete ahí dentro y cierra la capota.

—¿Qué quieren de mí? —preguntó Vanning—. ¿Por qué no se llevan el coche? Déjenme aquí.

—¿Para que des la descripción del coche a la policía? —John sonrió, complacido por su agudeza. Sacudió la cabeza—. De ninguna manera. Tú vienes con nosotros. Conducirás el coche. Pete, quédate en el asiento de atrás y cuida de Sam.

—Sigo pensando —protestó Pete— que sería mejor pegarle un tiro a Sam.

—Sigo pensando —replicó John—, que harías bien en quitarte esas ideas de la cabeza.

—No es que tenga nada contra él. Es sólo que yo…

—Vamos —le interrumpió John—. En marcha.

Estaban todos en el coche, la capota estaba echada y el coche rodaba. Volvieron a la otra carretera, avanzaron por ella y trepó hacia las cumbres serpenteando por la ladera. Vanning miró el retrovisor.

—Mantén la vista en la carretera —le ordenó John.

—Estoy poniéndome un poco nervioso —advirtió Vanning.

—También yo —dijo John, y alzó el revólver para que Vanning viera que aún lo tenía—. Será mejor que nos tranquilicemos los dos, y quizá entonces no ocurra nada.

—¿Pongo la radio?

—No —rechazó John—. Yo te distraeré. Te contaré un cuento. Éranse una vez tres hombres malos. Muy, muy malos. Atracaban bancos. En Seattle, atracaron un banco y se escaparon con trescientos mil dólares en billetes de mil. Después, robaron un coche tipo familiar y se largaron de Salt Lake City. Iban persiguiéndoles, así que debían correr. Iban a tanta velocidad que tuvieron un accidente y el coche se averió. Pero entonces llegó un hombre muy amable y les ayudó. Tenía un coche azul y se tomó la cosa con mucha tranquilidad.

Desde el asiento posterior les llegó la voz de Pete, lamentándose:

—No veo por qué has tenido que hablarle de los trescientos grandes.

—Le hablo de lo que me parece —replicó John—. Además, tengo la extraña sensación de que va a quedarse con nosotros un buen rato. —Se volvió hacia Vanning—. ¿Qué dices a eso? ¿Te gustaría?

—Me encantaría —contestó Vanning.

—Desvíate por el próximo cruce —dijo John—. Hay una carretera que lleva a Leadville. Hay un médico allí; bueno, creo que era en Leadville. Hace mucho tiempo de esto, pero este médico, si no recuerdo mal, estaba dispuesto a llegar a un acuerdo. De todos modos, probaremos.

Un cuarto de hora más tarde, el descapotable azul llegó a Leadville y comenzó a dar vueltas por la población, mientras John intentaba recordar dónde paraba el médico.

Finalmente, se detuvieron ante un hotel y John entró y volvió a salir al cabo de unos minutos. Siguieron calle abajo, giraron y pararon frente a una estructura de madera que mucho tiempo atrás había desistido de luchar contra la decadencia. John se apeó del coche, miró hacia ambos lados, esperó a que un par de mujeres de edad madura cruzaran la calle y se perdieran de vista, y entonces le hizo un gesto a Pete. Mientras este sacaba a Sam del automóvil, John entró en la derruida vivienda, empujando ligeramente con su pistola a Vanning, que avanzaba apenas un poco por delante de él cuando llegaron al vestíbulo.

El médico les pidió quinientos dólares al momento y quinientos más a pagar en tres semanas, cuando Sam estuviera de nuevo en condiciones de viajar. John le dio el dinero al médico y, acto seguido, Vanning, Pete y él salieron de la casa y regresaron al coche.

—Ahora iremos a Denver —anunció John.

Llegaron a Denver cuando el sol empezaba a ponerse. Se inscribieron en un pequeño hotel de un barrio pobre y les asignaron una habitación bastante grande en el tercer piso. John mandó al botones en busca de licor. El botones regresó con licor, cubitos de hielo, botellas de ginger ale y varios paquetes de cigarrillos. John le dio un billete de un dólar y Vanning miró al botones, pero este sólo miraba el billete de un dólar. Se apresuró a retirarse, cerró la puerta y la habitación quedó en silencio.

John destapó una botella y empezó a manipular el hielo y el ginger ale. Pete estaba tendido en la cama y cada pocos instantes se lamentaba por lo de Sam y se quejaba de cómo resolvieron el asunto. Finalmente, John le amenazó con golpearle en la cabeza con una botella si no se callaba.

—No puedo dejar de preocuparme —alegó Pete.

—Sal a tomar el aire —le aconsejó John—. Preocúpate en la calle. No. Espera un momento. Tengo otra idea. Quédate aquí. Apúntale con la pistola un minuto. Quiero echar un vistazo al cuarto de baño.

—¿Qué hay en el cuarto de baño? —preguntó Pete.

—Suele haber una claraboya, cuando está en el último piso.

Pete dirigió la mirada a Vanning y le apuntó con el revólver.

—No estamos en el último piso.

—Quiero asegurarme —respondió John—. No dejes de apuntarle.

John entró en el cuarto de baño, salió y anunció:

—Está bien. No hay claraboya ni ventanas. —Dirigió una sonrisa a Vanning—. Métete ahí dentro.

Vanning pasó al cuarto de baño y cerraron la puerta tras él. Les oía hablar en la habitación contigua. De pronto, sus voces disminuyeron de volumen y, aunque aplicó el oído a la rendija de la puerta, no alcanzó a entender qué decían. La conversación en voz baja se prolongó un buen rato. Y luego se extinguió y no hubo nada. Esa nada duró un tiempo muy largo, y Vanning no lo entendía.

De pie ante la puerta, preguntó:

—¿Cuánto tiempo más vais a tenerme aquí encerrado?

No hubo contestación.

—Empieza a faltar el aire —dijo.

Sin respuesta.

—Por lo menos —insistió—, podríais darme un cigarrillo.

Nada.

—O un trago.

Y tampoco hubo respuesta.

—¡A lo mejor no hay nadie ahí! —dijo en voz alta—. A lo mejor habéis salido a dar un paseo.

Ninguna respuesta.

—Muy bien —anunció—. Voy a averiguarlo.

Abrió la puerta y se encontró mirando la habitación vacía.

La habitación estaba terriblemente vacía. La puerta, cerrada. El que la habitación estuviese vacía resultaba tranquilizador, pero eso era sospechoso. Estaba demasiado bien. Lo que daba aquella ridícula sensación de ir bien las cosas era el revólver, que parecía devolverle serenamente la mirada desde el lugar en que reposaba, contrastando su color negro con la blanca colcha. Se aproximó a la cama, tomó el revólver y se lo metió en el bolsillo. Sin ningún motivo en especial, fue hacia la ventana y miró al exterior. Vio un callejón, un cielo oscuro y nada más. Cruzó la habitación, asió una botella de whisky medio vacía, la miró y volvió a dejarla. Cogió un deteriorado paquete de cigarrillos y se puso uno de ellos en la boca. No sabía qué hacer. Se dijo que, razonando tranquilamente, sin duda llegaría al meollo de la situación. Y se sentó en la cama, fijó la vista en el suelo y trató de razonar tranquilamente.

Lo que hubieran debido hacer con él, si no eran tontos, era llevarlo hasta algún lugar solitario, en los bosques o en un callejón oscuro, y entonces matarle y desaparecer a toda prisa de Denver. Esa era la forma de obrar sin meterse en complicaciones. Abandonarlo en el hotel y dejarlo a solas con el revólver sobre la cama era una maniobra muy extraña, y la única manera de averiguar la respuesta consistía en ponerse en el lugar de ellos y tratar de pensar como ellos pensarían. Se dijo que debería mostrarse lo bastante inteligente como para enfrentárseles, si ellos deseaban provocar un enfrentamiento. Se dijo que, a pesar de que John y él se movían en ámbitos muy distintos, debería aventajarle en agudeza o, al menos, igualarlo.

Aun sabiendo que la bebida no le serviría de ayuda, decidió tomar una copa. Se incorporó, anduvo hacia la cómoda sobre la que habían dejado las botellas y el hielo, y se detuvo en seco, primero frunciendo el ceño, luego abriendo los ojos hasta que le hicieron daño y, por fin, frunciendo otra vez el ceño. Miraba la superficie de la cómoda, pero no las botellas, sino la cartera.

Allí estaba, enfrente mismo de él. La cartera negra que John sacó del coche accidentado. Una cartera nueva de cuero finamente granulado. Fuera cual fuese su contenido, la llenaba por completo y le daba un aspecto abultado. Él sabía qué había allí, pero prefirió ignorarlo. Se obligó a olvidar la cartera, dejar el revólver otra vez sobre la cama, marcharse del hotel y abandonar Denver. Y deprisa, al momento. Apresurarse en llegar a Chicago, ponerse a trabajar ante el tablero de dibujo, conocer a una chica agradable y fundar una familia. Olvidarse de la cartera. No tocar la cartera.

—Usa tu cabeza —se dijo en voz alta—. No la toques.

Se frotó los ojos. Hubo chasquidos y castañeteo de dientes. Su cabeza se agachó y comenzó a agitarse.

—Vamos, hombre —insistió—. Déjalo correr.

Y entonces alzó la cabeza y contempló la cartera. Allí estaba, gruesa, negra, brillante y repleta. Tenía algo de suntuoso. Parecía muy pagada de sí misma, allí encima de la cómoda.

Vanning se aproximó a la cómoda y sus manos se tendieron hacia la cartera, pero de pronto se desviaron y se cerraron en torno a la botella más cercana. Se sirvió whisky en un vaso alto, estudiando la cantidad que acababa de verter, diciéndose que jamás había tomado tanto whisky de una sola vez. Llevó el vaso hacia la puerta del cuarto de baño, se apoyó en ella y se puso a mirar la cartera, sin desviar los ojos ni siquiera cuando echaba la cabeza hacia atrás y alzaba el vaso hacia su boca. Entonces cerró los ojos, el whisky corrió por su garganta y estalló en su estómago. Y el vaso vacío se deslizó de su mano yerta y chocó contra el suelo y produjo un ruido considerable al hacerse añicos.

El ruido resonó en el cerebro de Vanning. Pensó en acercarse a la ventana y gritar pidiendo ayuda. Pero se rio de sí mismo. Se rio a carcajadas. El sonido de la risa le resultó atractivo, de un modo un tanto misterioso, y se rio con más fuerza aún. Quizá si reía con la suficiente fuerza acudiría alguien, le vería y hablaría con él. Lo necesitaba desesperadamente. Deseó que hubiera alguien a su lado, alguien con quien discutir la situación. Su vista se fijó en la cartera.

Se frotó las manos y se acercó otra vez a la cómoda. Volvió a restregarse las manos. Asió la cartera, la alzó, la llevó hasta la cama, la abrió y vio billetes de los Estados Unidos.

Billetes de mil dólares. En pequeños fajos: diez billetes en cada fajo, y contó treinta fajos. Eso ascendía a trescientos mil dólares, se dijo. Devolvió los fajos a la cartera, la cerró y se la quedó mirando.

Y entonces se levantó de la cama de un salto, aferró la cartera y salió de la habitación. Anduvo por el corredor hacia la escalera. Inmediatamente antes de llegar a ella, alguien se le situó detrás y apretó algo contra su costado.

—Siga andando. Pórtese bien —le conminó aquel individuo.

Vanning volvió la cabeza y vio a un desconocido. El hombre llevaba sombrero panamá blanco, traje verde claro, camisa verde oscuro, corbata amarilla y un pañuelo amarillo que asomaba en gran parte, y graciosamente, del bolsillo superior. El hombre era alto y robusto, y tenía un rostro anguloso, de tez bronceada por el sol.

—Siga andando —repitió el hombre— hasta la planta baja y hacia la derecha, y saldremos por una puerta lateral.

—Puede quedarse con el dinero —le ofreció Vanning.

—No quiero el dinero.

—¿Es usted policía?

El hombre lanzó una risotada que, de repente, se cortó en seco.

—Limítese a seguir andando.

Llegaron al rellano del segundo piso. La pistola presionó ligeramente el costado de Vanning, luego apretó con más fuerza, lo que provocó en Vanning una mueca de dolor, y siguió escaleras abajo con el hombre junto a él y la pistola contra él, hasta llegar al vestíbulo. Allí había unas cuantas personas sin hacer nada, del modo en que sólo es posible no hacer nada en los vestíbulos de hotel.

—Como se le ocurra lloriquear —le advirtió el hombre—, aprieto el gatillo. Ahora vaya hacia esa puerta lateral, como si fuésemos los dos a dar un paseo.

Se dirigieron a la puerta lateral. El hombre abrió la puerta, salieron a una calle oscura y echaron a andar por ella sin abrir la boca hasta que el hombre ordenó a Vanning que doblara una esquina. Un minuto después le ordenó que doblara otra. Estaban en un estrecho callejón, iluminado débilmente por la amarillenta luz que salía de las ventanas de los segundos pisos.

—Ahora —dijo el hombre, colocándose enfrente de Vanning—, entrégueme esa cartera.

Vanning le tendió la cartera. Miró al hombre, que sonreía. Vanning suspiró. Vio que el revólver se alzaba y apuntaba hacia su pecho. Volvió a suspirar.

—Lo sabía —comentó.

—Es duro —reconoció el hombre—, pero no hay otro remedio.

—¿Puede concederme un minuto?

—Demasiado.

—Medio minuto.

—De acuerdo.

—¿Tengo alguna oportunidad?

—No pierda el tiempo pidiéndome una oportunidad. Si quiere que hablemos del tiempo, hablaremos del tiempo, pero si empieza a pedirme una oportunidad sólo conseguirá que me enfade.

—¿Trabaja para John?

—Correcto.

—¿Por qué le ha llamado?

—John siempre me llama a mí para este tipo de cosas. No le gusta hacerlas él mismo.

—Entonces, ¿por qué no utiliza a Pete?

—Porque Pete es un cabeza de chorlito. Pete tiene la costumbre de cometer errores.

—Ya entiendo.

—Me alegra que lo entienda. Me alegra que haya quedado todo claro.

—Excepto una cosa.

—Pregunte. Si puedo contestarle, le contestaré.

—¿Por qué me han dado esto? —preguntó Vanning con total sinceridad, extrayendo con absoluta ingenuidad el revólver de su bolsillo y mostrándoselo al hombre.

El hombre miró el revólver y entonces Vanning bajó la vista hacia él y advirtió que verdaderamente era un revólver y que lo tenía en la mano. Alzó la vista hacia la cara del hombre y advirtió su consternación. Y cuando la consternación empezaba a convertirse en rabia, Vanning apretó el gatillo, volvió a apretarlo, lo apretó otra vez: los disparos rebotaron a uno y otro lado, arriba y abajo, mientras el hombre descendía en un ascensor invisible. Vanning retrocedió un paso. El hombre estaba tendido en el suelo, retorciéndose, los brazos extendidos, el revólver caído junto a su muñeca, los dedos agitándose espasmódicamente. Luego se agitó todo su cuerpo, en un movimiento convulsivo que le hizo volverse boca arriba. Se retorció una vez más, sus ojos se abrieron del todo y su boca se abrió un poco, estaba muerto.

Vanning echó a correr. Corrió tan deprisa como pudo. Había una colina. Corrió colina arriba. Había un campo. Corrió a través del campo. Había un arroyuelo. Se metió en el arroyo y el agua le cubrió hasta las rodillas, luego hasta la cintura, después hasta el pecho, y levantó un brazo en alto. Se preguntó por qué hacía eso. Miró el brazo, la cosa que colgaba de la mano: la cartera. Trató de recordar. No logró recordar haber cogido la cartera. Pero debía haberla cogido. No había llegado sola hasta su mano. No estaba viva. O tal vez sí. El agua le cubrió hasta la barbilla. Pensó en soltar la cartera, dejar que se hundiera en la corriente. Se dijo que las balas habían golpeado al hombre, que el hombre se había desplomado y había soltado la cartera. Y él se había quedado contemplando al muerto. Después recogió la cartera y echó a correr con ella.

Esa parte de la historia era demasiado para él. No tenía la pistola. Tenía la cartera. Había dejado la pistola allí y se había llevado la cartera. Se preguntó para qué quería la cartera. Se preguntó por qué la había sacado de la habitación, para empezar. Esta pregunta tenía una respuesta. Su propósito era entregar la cartera a la policía. Hasta ahí, todo estaba bien. Pero no alcanzaba a comprender por qué le había quitado la cartera al muerto. Quizá la respuesta era idéntica a la de la primera pregunta. Quizá pensó en llevarla a la policía. Sin embargo, esta explicación se le antojaba un tanto débil, porque no recordaba que la idea hubiera pasado por su mente. Lo único que comprendía con total claridad era que acababa de matar a un hombre, que estaba en posesión de una cartera con trescientos mil dólares y que andaba huyendo. Y que estaba muy, muy asustado por causa de la cartera.

Poco a poco, a medida que su resistencia física disminuía, la mente se le fue aclarando, y empezó a reunir fragmentos y a sacar conclusiones. Lo peor de todo era que John mantuvo su arma tan pegada a él que nadie pudo verla, ni siquiera el médico de Leadville, el empleado del hotel de Denver ni la gente del vestíbulo. Nadie la había visto. Lo único que habían visto era a John, a Pete y a él mismo, juntos en el descapotable azul y juntos en el hotel, y por eso la situación era tan lamentable. Pero tenía que haber una salida por alguna parte. No podía quedar así. Tal vez en cuestión de diez o veinte minutos recobraría su dominio y se sentiría dispuesto a ir en busca de la policía para contarle lo sucedido.

La idea estaba en él, sólida y compacta, muy pura y lógica. Pero apenas duró unos instantes. En seguida comenzó a desvanecerse, porque se relató a sí mismo la historia tal y como se la relataría a la policía, y le pareció una historia ridícula. Le pareció un poco fantasiosa y bastante absurda. El cuarto de baño, por ejemplo. Le habían metido en el baño, pero sin cerrar la puerta. Eso era sólo el principio, y a partir de ahí la cosa se volvía decididamente cómica. Habían salido de la habitación, dejándole en el baño pero con la puerta sin cerrar. Salió del baño. Y allí, sobre la cama, esperándole a él, había un revólver. Y encima de la cómoda, una pequeña cartera negra, hinchada y reluciente, con todo aquel dinero en su interior. Se imaginó las caras de los policías, los vio mirarse e inclinarse hacia él con la incredulidad reflejada en sus ojos. Con todo, tenía un arma poderosa a su favor: conservaba la cartera.

Se aferró a este punto. Aún la tenía, y podía presentarse a ellos y entregársela. Sí, aún tenía la cartera. Se rogó a sí mismo que creyera que, en efecto, continuaba en su poder, mientras alzaba sus manos, se las miraba y veía dos manos blancas sobre el fondo negro del bosque. Y no había ninguna cartera.

Transcurrieron unos instantes vacíos, sin ideas, sin movimientos, sin nada. Luego, un intento de razonar. Después, la comprensión de que no era capaz de razonar, de que los hechos quedaban demasiado lejos de él. Estaban allí, una hora antes, tal vez dos horas antes, a kilómetros de distancia. Acaso durante los minutos en que estuvo sumergido en la corriente, o diez minutos después, en aquellos extensos bosques. Tal vez una hora más tarde. Pero no había manera de situarlo con certeza ni de recordar cuándo o dónde había dejado caer la cartera de sus manos.

De nuevo Vanning vio los rostros de los policías. Grandes caras rosadas que formaban un círculo en torno a él, se cerraban en torno a él. Y una de ellas era más grande que las demás, y los labios se movían. Podía oír la voz. La voz le golpeó y rebotó. Se tambaleó hacia la voz y esta le golpeó de nuevo.

La voz dijo:

—Usted afirma que salió de la habitación llevando la cartera en la mano. ¿Es eso cierto?

—Sí —respondió Vanning.

—¿Qué pensaba hacer con la cartera?

—Entregársela a ustedes.

—Muy bien. Entonces, ¿qué?

—El hombre apareció por detrás y me puso una pistola en la espalda. Salimos del hotel. Luego, cuando llegamos a ese callejón, me quitó la cartera y me dijo que lo sentía, pero que no tenía más remedio que eliminarme.

—¿Y luego?

—Saqué una pistola que llevaba en el bolsillo y lo maté.

—¿Así de fácil?

—Sí —afirmó Vanning.

—¿Y qué hizo él con su pistola?

—No la utilizó.

—¿Por qué no?

—Supongo que estaría demasiado sorprendido. Imagino que lo último que esperaba era que yo sacara una pistola.

—¿Era suya la pistola?

—No —explicó Vanning—. Ya les he dicho cómo la conseguí.

—Sí, nos lo ha dicho, pero no sé si realmente pretende que nos lo creamos. No importa. Dejaremos eso al margen. Está usted en el callejón con ese hombre. El hombre está muerto. Usted sigue allí de pie, mirándolo. Entonces, ¿qué hace?

—Echo a correr.

—¿Por qué?

—Tengo miedo.

—¿A qué le tiene miedo? No ha hecho nada malo. Ha matado a un hombre, pero ha sido en defensa propia. Está justificado. ¿Qué le asusta?

—La cartera. Vi que la llevaba en la mano. No recordaba haberla cogido, pero ahí estaba, en mi mano.

—Bueno —concedió el policía—, tampoco ahí hay nada malo. Aún conservaba la cartera. ¿Por qué no fue a la policía de Denver a entregarla?

—Tenía miedo. Suponía que no iban a creer mi declaración. Ya ven cómo suena. Es una de esas historias que no encajan.

—Me alegro de que lo comprenda —dijo el policía—. Eso hace las cosas más fáciles para ambos. Conque está usted corriendo a través de los bosques sin soltar la cartera. ¿Qué pasa entonces?

—Ya no tengo la cartera.

—Se escapa de un tirón y echa a correr, ¿es así?

—Sencillamente, ya no tengo la cartera —insistió Vanning—. No recuerdo dónde la perdí. Calculo que estuve dos o tres horas en el bosque, y no pude andar todo el tiempo en línea recta. Era un bosque espeso, con muchos matorrales, había una zona pantanosa, pude perder la cartera en un millón de sitios. ¿No se dan cuenta de mi estado? ¿No ven lo confuso que me sentía? Traten de comprenderlo. Estoy dispuesto a someterme a cualquier prueba. Por favor, créanme.

—Naturalmente —asintió el policía—. Le creo. Todos le creemos. Está claro como el agua. Usted cogió la cartera. Echó a correr con ella. Eso es lo que dice, y eso es lo que creemos. Y eso nos lleva a la otra cuestión. Para conseguir la cartera, tuvo que matar a un hombre. Conque hemos dado la vuelta y volvemos al principio, y por Dios que está usted metido hasta el cuello. Es una lástima que tuviera que mezclarse con malas compañías. Está usted detenido bajo las acusaciones de robo y asesinato en primer grado.

—Pero yo me he entregado voluntariamente. Yo he venido hasta aquí. No tenía por qué hacerlo.

—No ha traído la cartera.

—No sé dónde está.

—¡Oh, vamos, no sea así! ¿Por qué no termina de una vez con eso?

—Le digo que no sé dónde está. La dejé caer en alguna parte. La perdí. Mire, yo no tenía por qué venir aquí, para empezar, y contarles todo esto. Habría podido seguir huyendo. Pero vine aquí.

—Es un punto a su favor —admitió el policía—. De hecho, cuenta con algunos puntos a su favor. Falta de antecedentes. El hecho de que el otro hombre tenía una pistola en la mano cuando usted lo mató. El hecho de que le aguardaba un empleo en Chicago. Es posible que todo eso junto le valga de algo. Quizá podamos buscar una salida. A ver qué le parece esto: díganos dónde ha escondido la cartera.

—No puedo decírselo. No sé dónde está.

El policía contempló las caras de los otros y suspiró. Luego se volvió hacia Vanning. Su rostro se le aproximó, amenazante.

—Muy bien; como quiera. Todavía puede ayudarse usted mismo un poco, aunque prefiera seguir mostrándose terco respecto a esos trescientos mil dólares. Lo que puede hacer es declararse culpable de robo y asesinato en segundo grado. Es un respiro dejarlo en asesinato en segundo grado. Podría salirle por diez años. Si se porta bien, podría cumplir en cinco años, quizá incluso en dos o tres, si tiene suerte.

—No lo haré. No quiero arruinarme. Soy inocente. Soy joven y no quiero echar a perder mi vida.

El policía se encogió de hombros. Todos los policías se encogieron de hombros. Los bosques se encogieron de hombros y el firmamento se encogió de hombros. A ninguno de ellos le importaba especialmente. No significaba nada para ellos. No significaba nada para el universo, con la excepción de aquella cosa minúscula, viva y móvil llamada Vanning, y lo que significaba para él era miedo y fuga. Y esconderse. Y huir de nuevo. Y seguir escondiéndose.

Permaneció en los bosques otro día y otra noche. Atravesó los bosques hasta que halló una zona despejada, y luego una vía férrea. Pasó un tren de carga y lo tomó en marcha. Más tarde subió a otro tren de carga, y a otro más, hasta que al fin llegó a Nueva Orleans. Adoptó el nombre de Wilson y consiguió trabajo en los muelles. La paga era buena, y con las horas extraordinarias pronto acumuló lo suficiente para seguir viajando.

En Memphis se llamó Donahue y trabajó de camionero. Después de Memphis, una breve estancia en Washington y finalmente Nueva York, con trescientos dólares en el bolsillo. Allí se llamó Rayburn y alquiló una habitación en el Village. Adquirió material de dibujo y se pasó dos semanas trabajando furiosamente, preparando un portafolio.

Luego se dedicó a visitar agencias con el portafolio, y al cabo de una semana recibió su primer encargo. Al principio usaba un espeso bigote y gafas oscuras, y se peinaba con raya en medio. Más adelante prescindió de las gafas, y después del bigote, y con el tiempo volvió a peinarse como antes. Sabía que estaba corriendo un riesgo considerable, pero no podía hacer otra cosa. Tenía que librarse de la vacía sensación, de la grotesca certidumbre de que era un hombre perseguido.

Trabajaba, comía, dormía. Se las arregló para ir tirando. Pero era muy difícil. A veces resultaba casi insoportable, sobre todo por las noches, cuando podía ver la luna desde su ventana. Sentía debilidad por la luna. Le dolía, pero necesitaba verla allí arriba. Y más allá de esta necesidad, tan lejana y fútil, estaba la necesidad de tener a alguien a su lado, alguien que mirara la luna junto a él, que compartiera la luna con él. Se sentía muy solo. Y, a veces, en su soledad, se preocupaba demasiado por su edad y se decía que le faltaba la cosa que más anhelaba en el mundo: una mujer a la que amar, una mujer con la cual poder formar una familia. Un hogar. Hijos. Casi lloraba cuando empezaba a pensar en ello y se daba cuenta de lo lejos que lo tenía. Estaba loco por los niños. Todo valdría la pena, todas las luchas, dolores y preocupaciones, si algún día podía casarse con alguien auténtico y verdadero, y tener hijos. Cuatro hijos, cinco hijos, seis hijos, y crecer con ellos, enseñarles cómo se usa un balón de fútbol, jugar con ellos en la playa mientras su madre los contempla sonriente, tan feliz y orgullosa, y sentarse a la mesa y ver enfrente el rostro de ella, y los rostros de los niños, y despertarse por la mañana y salir a trabajar sabiendo que hay algo por lo que trabajar. Todo esto era para él tan inalcanzable como la luna, y a veces le parecía que la luna sacudía su gran cabezota perlada y le decía que era imposible, que más le valdría olvidarlo todo y dejar de atormentarse.

Al cabo de un rato, la luna se fue ensanchando y se convirtió en una habitación brillantemente iluminada que tenía dos caras incrustadas en el techo. Una de las caras era grande y llevaba gafas. La otra, grisácea y huesuda, terminaba en un cráneo casi calvo.

Las caras descendieron del techo y se estabilizaron, uniéndose a torsos que se sostenían sobre piernas. Y Vanning gimió.

Luego parpadeó unas cuantas veces y se llevó una mano a la boca. Cuando la apartó, estaba ensangrentada. Miró la sangre. Sintió sabor a sangre en la boca.

Se abrió una puerta. Vanning se volvió, y vio que John había entrado en la habitación. Le dirigió una sonrisa.

John tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se mordía el labio y no miraba a ningún sitio en particular. Vanning se puso en pie, se tambaleó, tropezó con el sofá cama y cayó sobre él.

Pete se aproximó a Vanning.

—No —dijo John.

—Deja que lo trabaje yo solo —pidió Pete—. Sam me estorba.

—Le has pegado demasiado fuerte —alegó Sam—. Se ha quedado inconsciente en seguida. Así no es manera.

—No necesito a Sam. Trabajo mejor yo solo —insistió Pete.

Se quitó la nudillera del puño derecho. Se frotó las manos y dio un paso en dirección a la cama, pero John le contuvo:

—Déjalo estar. No te acerques.

—¿Puedo beber un poco de agua? —preguntó Vanning.

—Desde luego —contestó John—. Sam, trae un vaso de agua.

Sam salió de la habitación. Pete permaneció junto a la cama, frotándose las manos y sonriendo a Vanning. El silencio llenó la habitación y se cuajó en el centro de ella. Finalmente, John contempló a Vanning.

—¿Duele mucho? —quiso saber.

—Dentro de la boca. Tengo un corte.

—¿Has perdido algún diente?

—No sé. No me importa.

—Deja que lo trabaje yo solo —propuso Pete de nuevo.

John miró a Pete.

—Lárgate de aquí ahora mismo —le ordenó.

Pete se encogió de hombros y salió de la habitación. John sacó su revólver de la sobaquera y jugó con él un rato. Suspiró unas cuantas veces, frunció el ceño otras tantas, hizo muecas como si quisiera ahuyentar una mosca de su cara y luego se acercó a la pared y se apoyó en ella, contemplando a Vanning.

Se hizo de nuevo el silencio y se aposentó en el centro de la habitación. Vanning escupió al suelo la sangre que se le acumulaba en la boca. Sacó su pañuelo, se enjugó los labios y miró las manchas de sangre, resplandecientes sobre el lino blanco. Miró a John y comprobó que seguía allí, apoyado en la pared, devolviéndole la mirada. Permanecieron los dos así varios minutos, hasta que se abrió la puerta y llegó Sam con un vaso de agua.

Vanning tomó el vaso y, sin mirarlo, lo alzó hasta su boca, se atragantó con el agua y golpeó el rostro de Sam con el vaso. El vaso le dio en un lado de la cara, se rompió y algunos pedazos de vidrio atravesaron la piel de Sam. Sam metió una mano bajo la chaqueta.

—No —le disuadió John.

—Sí. Déjame.

Los ojos de Sam estaban vacíos. John le preguntó:

—¿Qué le has echado al agua?

—Nada —replicó Sam.

—Sal —dijo Vanning—. Prueba a beber agua con sal cuando tengas la boca llena de cortes.

John se acercó unos pasos a Sam, y le hizo un gesto con el revólver para que abandonara la habitación. John se volvió hacia Vanning.

—¿Ves cómo están las cosas? Les gusta. Se divierten así. Esto es lo que te espera. Cada pocos minutos se les ocurrirá una idea nueva y querrán probarla contigo.

—Siento mucha lástima por mí mismo —reconoció Vanning—, pero no puedo hacer nada al respecto.

—Te diré una cosa. Si crees que a mí me gusta esta situación, estás loco.

—Entonces, ¿por qué no le pones fin?

—La pasta.

—Ponte en mi lugar. Supón que si no hablas vas a acabar de mala manera. ¿Hablarías?

—Desde luego —contestó John—. No soy idiota. Me ahorraría el mal rato. El dinero significa mucho para mí, pero no tanto.

—¿Crees que significa tanto para mí?

—Creo que estás enfadado, eso es todo. Estás tan furioso que no eres capaz de pensar correctamente. Si no, es que eres uno de esos imbéciles que creen que está de moda ser un héroe.

—Te equivocas —respondió Vanning—. Soy demasiado maduro para hacerme el héroe. Estoy demasiado asustado para estar furioso. Y tengo el suficiente sentido común para comprender que vais a matarme si no os digo dónde está el dinero. Por eso estoy en tan mala situación. No sé dónde está, y no hay forma en que pueda convenceros de ello.

John suspiró otra vez.

—Llevo en este juego mucho tiempo. Una vez, me condenaron a siete años. Cuando salí, estaba decidido a portarme bien. Y lo hice durante algún tiempo. Estuve trabajando en una fábrica de cerveza en Seattle. Conocí a una chica. Puede que fuera feliz, no lo recuerdo. De todas formas, mi salud era buena, comía bien, casi no bebía. Luego empecé a ver cosas. Empecé a ver cuántas facilidades da la gente a cualquier vivo que quiera aprovecharse. Incluso la gente importante. Así que ya puedes figurarte qué sucedió. Volví al viejo juego. Algunas naderías, al principio. Algunas gasolineras, una tienda de vez en cuando. Después, un banco pequeño en Spokane. Y un banco más grande en Portland. Finalmente, el trabajo importante de veras, en Seattle. Y tenía que ser el último.

—No te servirá de nada —le advirtió Vanning—. ¿Cómo vas a venderme nada si no estoy en situación de comprar?

John prosiguió como si Vanning no le hubiera interrumpido.

—Tenía que ser el último. Tras el reparto y los gastos, calculé que me quedarían poco más de doscientos grandes. Luego iba a esperar un poco, hasta que se enfriaran las cosas. Pensaba volver a Seattle en busca de esa chica. Mira, quiero enseñarte algo.

Manteniendo empuñado el revólver, John utilizó la otra mano para extraer una billetera del bolsillo de atrás de su pantalón. La abrió y se la tendió a Vanning. Dentro de una funda de celuloide había una foto de la chica. Era muy joven. Parecía tener menos de veinte años. Su cabellera descendía en largos bucles sueltos que jugaban con sus hombros. A juzgar por su expresión, resultaba fácil deducir que era poco más que una niña, y probablemente no demasiado brillante.

Vanning le devolvió la billetera. Se mordió el labio inferior, pensativamente, y dictaminó:

—Es bonita.

—Una buena chica.

John se guardó la billetera de nuevo en el bolsillo.

—¿Lo sabe?

—Lo sabe todo.

—¿Y qué piensa de ello?

—Nada en particular, —replicó John—. Pero no le importa. Está dispuesta a esperarme. Y luego nos iremos juntos. ¿Sabes lo que siempre he querido tener? Una embarcación.

—¿Para pescar?

—Solamente para viajar. Un yate. Conozco muy bien los barcos. He trabajado embarcado en cargueros, yendo y viniendo de la costa Oeste a Sudamérica. Una vez trabajé en el yate de un tipo rico. Siempre he querido ser el dueño de una embarcación. El Pacífico es un charco muy grande. Y está lleno de islas.

—He visto algunas de esas islas.

—¿En serio? —John se inclinó hacia delante, sonriendo con interés.

—Bastantes. Pero no tuve tiempo de prestar atención al paisaje. Había demasiado movimiento, y el humo lo tapaba todo.

—Ya entiendo. —John hizo un gesto de asentimiento—. Pero piensa en un viaje desde la costa Oeste, con toda esa agua para navegar. Todas esas islas ahí esperando. Una embarcación de unos doce metros de eslora, con motor diésel. Y viajar de una isla a otra. Y mirarlas bien todas. Nada de agentes de la propiedad molestándole a uno con su propaganda. Solamente mirarlas, y dejar que sean ellas las que hagan su propaganda. Y elegir yo libremente.

—No te quedarías por mucho tiempo.

—No me conoces.

—No te conoces a ti mismo. Empezarías a pensar en otro banco y en otros trescientos mil dólares. Tú eres así, John. No es culpa tuya.

—¿De quién es la culpa?

—¿Quién sabe? Algo debió ocurrir cuando eras pequeño. Quizá no hubiera los suficientes parques de juego en tu ciudad.

John sonrió con deleite.

—Hablas como un abogado. Es curioso. Me caes bien. Eres valiente. No armas escándalo. Sabes controlarte. Tal vez te deje venir conmigo en mi yate.

—Sería estupendo.

John contrajo el rostro y desvió la mirada más allá de Vanning.

—Apuesto a que verdaderamente podríamos llegar a ser amigos. ¿Cómo te llamo?

—Jim.

—¿Un cigarrillo, Jimmy?

—Muy bien.

Luego, después de encender los cigarrillos, John continuó:

—Eso es lo que tengo en mente. El yate. Y te equivocas si crees que voy a volver. Nunca volvería. Una isla pequeña, esa chica y yo; no necesito más. Tendríamos todo lo necesario. Imagínatelo.

—Eso hago —respondió Vanning—. Pero hay una pieza que no encaja. El dinero. ¿Por qué necesitas tanto dinero?

—El bote. Suministros. Gastos generales. Hay que contarlo todo.

—Pero no llega a doscientos mil dólares, ni de lejos. Si hiciéramos una lista pormenorizada, verías qué poco te hace falta.

—La haremos luego. Cuando tenga el dinero.

Vanning aspiró el humo de su cigarrillo. Le gustaba lo que estaba ocurriendo. Le daba tiempo, y tiempo era lo que más anhelaba. Con tiempo podía pensar, y si pensaba lo bastante quizá se le ocurriera algún plan. Hasta ahora, la atmósfera había sido de absoluta falta de esperanzas. Ahora, en cambio, tenía una razón para pensar que quizá había una manera de seguir con vida.

—Cuando tenga el yate —prosiguió John—, no pienso esperar. Me embarcaré con ella y zarparemos. ¿Te has parado alguna vez a pensar cómo le agobian a uno las ciudades? Se cierran a tu alrededor, como muros de piedra que fueran estrechándose. Le da a uno la sensación de que va a acabar aplastado. Sucede poco a poco, pero te imaginas que sucede rápidamente. Te entran ganas de gritar. Quieres correr. No sabes hacia dónde correr. Crees que si echas a correr, algo va a detenerte.

—A mí no me molestan las ciudades —dijo Vanning.

—Las ciudades me hacen daño a la vista. Y tampoco me gusta el campo. Lo que me gusta es el agua. Sé que una vez esté en el agua, navegando, alejándome, me sentiré bien. Ya no estaré nervioso.

—No pareces una persona nerviosa.

—Tengo los nervios hechos polvo —explicó John—. Me cuesta horrores dormirme. ¿Qué tal duermes tú?

—Estos últimos ocho meses no han sido muy buenos.

—Ya verás qué bien duermes cuando arreglemos este asunto.

—Supongo que sí.

—¿Qué me dices, Jimmy?

Vanning estrujó el cigarrillo, contempló cómo el extremo encendido se separaba del tabaco restante, contempló las briznas de tabaco que caían del envoltorio de papel. La emoción se convirtió en una cosa desconocida, reemplazada ahora por la curiosidad. Quería que John siguiera hablando. Quería una explicación de los acontecimientos de Denver, de aquella peculiar combinación de revólver y cartera y habitación vacía. Pero no podía pedirla. Si preguntaba, y si John le daba una respuesta, quedaría extrañamente obligado con John, y no podía permitírselo. No tenía nada que ofrecer a cambio.

—Lo estoy pensando —respondió.

—Excelente —dijo John, y había un ligero matiz de desesperación en su voz—. Sigue pensándolo. No te preocupes por eso. Piénsalo bien. Ya nos ingeniaremos algo.

Intercambiaron sonrisas, y John siguió hablando del yate. Empezó a hablar de embarcaciones en general. Parecía conocer el tema. Siguieron un rato con las embarcaciones, hasta que poco a poco regresaron al asunto.

—Es curioso —comentó John— cómo hemos dado contigo esta noche.

—Curioso e inteligente.

—¿Por qué inteligente?

—La chica —explicó Vanning.

—¿Qué chica?

—Vamos, hombre —dijo Vanning, y su corazón trepó a lo alto de un trampolín y esperó allí.

—¡Ah! —exclamó John—. Te refieres a esa chica. La chica del restaurante. No me fijé mucho en ella. ¿Qué pasa con la chica?

—Esa es la cuestión —respondió Vanning—. ¿Qué pasa con ella?

—Tú deberías saberlo.

—Lo único que sé es que no habría podido trabajar mejor. No soy el hombre más listo del mundo, ni mucho menos, pero tampoco es normal que me engañen de esta manera.

John se echó a reír.

—Estás muy equivocado —le contradijo—. Esa chica no trabaja para nosotros. No la habíamos visto nunca.

—No sé por qué pretendes hacerla quedar bien.

—Puede que quieras verla de nuevo. Quizá te gusta.

—Estoy loco por ella —afirmó Vanning—. ¿Y por qué no? Fíjate en todo lo que ha hecho por mí. Debería comprarle un ramo de orquídeas.

—Lo dices como si verdaderamente te importara.

—Me importa porque es una de esas cosas que hacen que un hombre desee darse de patadas a sí mismo. Ya estuvo mal que le dirigiera la palabra, para empezar. Pero lo que más me duele es haberle permitido llevarme a un callejón con un solo farol y mortecino.

—Quizá todo haya sido para bien —observó John—. Ahora podremos arreglar este asunto y la vida volverá a ser bella.

—Y agradable. No olvides lo de agradable.

—Bella y agradable —asintió John, y sonrió, y de pronto dejó de sonreír.

Porque Vanning estaba demasiado cerca de él, y Vanning estaba moviéndose, la mano de Vanning se movía, tendiéndose hacia el revólver, apartándose ligeramente del revólver cuando este empezó a desviarse, cerrándose en torno a la muñeca de John. Y Vanning retorció la muñeca de John, la retorció con fuerza, y el revólver escapó de la mano de John mientras Vanning seguía retorciendo. Luego, Vanning lanzó un breve derechazo que alcanzó a John en un lado de la cabeza. Cuando John trató de enderezarse, Vanning le golpeó de nuevo, y una vez más, y John se desplomó, chocó con el borde de la cama plegable e intentó ponerse de nuevo en pie.

Vanning dejó que se incorporase a medias, dejó que comenzara a abrir la boca. Entonces Vanning echó su mano derecha hacia atrás, apretó fuertemente el puño, lo lanzó en línea recta, directo, limpio, explosivo. Los ojos de John se cerraron y John se aflojó, cayó al suelo, rodó sobre él y se quedó inmóvil.

Vanning se dirigió a la ventana y miró al exterior. Un poco más abajo había una cornisa. Salió por la ventana y se situó sobre la cornisa, miró hacia abajo, vio otro reborde y descendió hasta él mientras observaba cómo estaba situado el techo del porche. Seguía descendiendo. Suspendido de las puntas de sus dedos, logró llegar hasta un punto razonablemente próximo al techo del porche, y entonces se soltó. No hizo mucho ruido al caer sobre el techo del porche, pero a él le pareció un trueno. Esperó allí, y el eco del trueno se desvaneció y no se oyeron más ruidos. Saltó desde el techo del porche y comenzó a preguntarse si habrían dejado puestas las llaves en el sedán verde.