En aquel local del Village no había mucho que hacer. Cuatro hombres al extremo de la barra sostenían una tranquila conversación a propósito de caballos. Una pareja joven consumía pausadamente frescos tragos largos, sonriéndose. Un hombre grueso y bajo contemplaba taciturno un vaso de cerveza.
Vanning se volvió hacia su gin rickey. Le dominaba una peculiar sensación de soledad, y sabía que era sencillamente eso y nada más. Quería hablar con alguien. De cualquier cosa. Y de nuevo se vio reflejado en un espejo, esta vez el espejo del otro lado de la barra, y advirtió en sus propios ojos la expresión de un hombre sin un amigo. Sentía apenas un poco de compasión por sí mismo. Un hombre de treinta y tres años debería tener una esposa y dos o tres hijos. Un hombre debería tener un hogar. Un hombre no debería estar solo en un sitio como aquel, sin un sentido, sin un propósito. Debería tener un motivo realmente válido para levantarse por la mañana. Debería tener algún incentivo, debería tener algo.
Nuevamente se escapó de sus labios uno de aquellos suspiros, y él lo reconoció y no le gustó nada. Últimamente suspiraba demasiado. Terminó su bebida, engullendo los últimos sorbos con excesiva rapidez para apreciar realmente su sabor, y en seguida pidió otra. Mientras esperaba, vio que el bajo y corpulento bebedor de cerveza le contemplaba con aspecto vacilante. Era evidente que el gordo quería entablar conversación, que también se sentía solitario. En aquel preciso momento llegó su bebida.
Vanning dirigió al gordo una sonrisa amable, sonrisa que fue agradecida y correspondida. Vanning se desplazó con su bebida a lo largo de la barra, manteniendo la sonrisa, y comentó:
—Bueno, es una forma como otra de combatir el calor.
El gordo asintió.
—Lo que me gusta de la cerveza —explicó— es que aun dentro de uno se mantiene fresca. Con el whisky no ocurre lo mismo.
—Supongo que el whisky es una bebida de invierno —respondió Vanning, comprendiendo de pronto que iba a ser una conversación sumamente aburrida, y que si no cambiaba cuanto antes de tema se pasarían el resto de la velada hablando de licores.
Se preguntó de qué otra cosa podían hablar, y por unos instantes pensó en el béisbol, pero tuvo que descartarlo porque no estaba muy al corriente. Ni siquiera sabía cómo andaba la liga. Desde hacía mucho tiempo, pasaba las páginas deportivas de los periódicos sin mirarlas.
Y entonces, como no había nada que decir ni nada mejor que hacer, Vanning siguió ocupándose de su bebida.
—Está mirándole —le advirtió el gordo.
Vanning tomó otro sorbo y lo hizo bajar. Se volvió hacia el tipo gordo.
—¿Qué? —preguntó.
—Acaba de entrar una chica.
Vanning se inclinó sobre la barra y estudió el vaso y su contenido. Sin saber del todo por qué, respondió con desgana:
—Siempre están entrando chicas.
—Esa no está mal.
—Ninguna está mal —replicó Vanning—. Son todas maravillosas.
—Bueno, yo sólo quería advertírselo.
—Gracias. Gracias por advertírmelo.
El tipo gordo se encogió de hombros y se echó un trago de cerveza al gaznate. Permaneció algún tiempo en silencio, pero finalmente insistió:
—Lástima que no le interese.
—¿Por qué?
—A ella sí que le interesa usted.
—Eso es bueno —concedió Vanning—. Le levanta la moral a uno.
—Ojalá estuviera mirándome a mí.
—A lo mejor estoy estorbándole.
—Oh, no se preocupe por eso —rechazó el gordo.
—No, en serio. —Vanning emitió una breve risa contenida—. Me alejaré un poco. O saldré a dar un paseo. Lo que usted prefiera.
—No lo haga. No me serviría de nada. Yo no estoy en la onda de esa chica.
La desgana de Vanning se desvaneció. Volviendo su mirada hacia el gordo, le dijo, con simpatía:
—Vamos, hombre. ¿Por qué dice estas cosas?
—No siga, por favor —replicó el gordo, hoscamente—. No soy más que un gordo detestable, y no tengo bastante talento para lograr que la gente lo pase por alto.
—¿Hormonas?
—No, nada de hormonas. Apetito. Hoy he tomado ya seis comidas, y la noche todavía es joven. Tengo tantas posibilidades con esta tía como un esquimal en el Sahara.
—Vamos, vamos —insistió Vanning, divertido—. Nunca hay que perder las esperanzas. Inténtelo. El que no se arriesga…
—Sí, ya conozco esa historia, y si creyera que tengo una probabilidad entre mil de que me dijera «hola», trataría de ligar con ella. Pero es un caso perdido. Yo no juego en esta liga. Mírela bien y verá por qué lo digo.
—No se deje intimidar por las mujeres —le aconsejó Vanning—. No son venenosas.
—Tal vez pudiera convencerme, pero, por la forma en que lo dice, veo que ni usted mismo lo cree. A usted le han hecho daño, hermano. No trate de engañarme. A usted le han hecho mucho daño.
La mano de Vanning se cerró con fuerza en torno a su vaso. Lo dejó en el mostrador. Tamborileó con los diez dedos sobre la superficie de la barra, respiró hondo y clavó su vista al frente.
—De acuerdo —replicó—. ¿Pasa algo?
—Nada —contestó el bebedor de cerveza—. A mí también me han hecho daño.
—Qué lástima. ¿Empezamos a llorar sobre nuestros respectivos hombros o le parece buena idea que dejemos correr todo este asunto? ¿Quiere otra cerveza?
—Todavía sigue mirándole.
—Muy bien —dijo Vanning—; pues no se tome otra cerveza. Y hágame un favor. No siga comentándome lo que ocurre en el otro extremo de la barra.
—Apuesto a que sé cuál es su problema. —El gordo exhibió una sonrisita regocijada y astuta—. Usted es uno de esos tipos tímidos. Apuesto a que tiene miedo.
—¿Miedo?
—Eso he dicho.
—Miedo —musitó Vanning. Se aferró al borde redondeado de la barra—. Miedo. Tengo miedo.
El bebedor de cerveza esperó un poco, y luego añadió:
—No se lo tome a mal, amigo, pero ¿le importaría decirme qué diablos le pasa?
—Tengo miedo —repitió Vanning.
—Saldré a comprarme un bocadillo —anunció el gordo—. La comida resuelve todos mis problemas, pero mi mayor problema es la comida. Así están las cosas, amigo, y le digo que es un buen círculo vicioso. Vaya si lo es.
—Supongo que sí —admitió Vanning.
El gordo pagó su cuenta, se alejó de la barra y, anduvo hacia la puerta. Vanning le contempló, y luego dirigió su mirada a un lado, hacia la parte de la barra donde la chica del vestido amarillo permanecía en pie, sola. Su silueta tendía más bien a llena. Voluptuosa, pero de un modo natural y sin estridencias.
Debía de tener unos veintiséis años, calculó Vanning mientras la miraba y ella le devolvía la mirada. Y el primer pensamiento coherente que pasó entonces por su cabeza fue la idea de que ella no estaba en su ambiente, que tendría que estar en su casa leyendo un buen libro, y por la mañana tendría que caminar por el parque empujando un cochecito de bebé. Y todo esto estaba en sus ojos cuando se levantó, aún mirándola, y los ojos de ella se manifestaban de acuerdo en todo cuando sostuvo su mirada.
Aun desde aquella distancia, Vanning advirtió que no había maquillaje en su cara, salvo un toque de pintura de labios. Pero en su cara había color, bastante color aun sin contar el bronceado playero, y sus mejillas eran de un rosa intenso. Vanning no creyó que se debiera a él. El rosa intenso era probablemente el color natural de su cara, y esta armonizaba con el resto de su persona. Al contemplarla, comprendió por qué el gordo se había retirado de la situación. La brillante cabellera rubia, suelta, tenue y encantadora en torno a los hombros, debía haberle hecho pasar un mal rato al gordo.
Ella seguía mirando a Vanning, y él la miraba. Finalmente, se dijo que era la curiosidad y no otra cosa lo que le hacía asir su vaso y caminar hacia la desconocida.
Ir hacia ella. Parecía más bien que ella se acercara a él, y el efecto que le producía era tremendo. Vanning no podía comprenderlo, porque en todo ello había algo de misterioso, y lo más misterioso era el hecho de que ella nada tenía de misteriosa o difícil de comprender. Se propuso no seguir tratando de entenderlo.
—¿Le parece que nos conocemos?
—No.
—Entonces, ¿por qué me mira?
—¿No puedo mirar?
Frunció el ceño y la observó, inclinando un poco la cabeza. Ella permaneció inmóvil, también mirándole. Vanning tuvo la sensación de que ella le llevaba unos cuantos pasos de ventaja, y no le gustó.
—Supongo que puede mirar, si quiere —respondió—. No sé qué espera ver.
—Yo tampoco lo sé muy bien.
—Si tiene papel y lápiz —propuso Vanning—, con gusto le escribiré una breve autobiografía.
—No es necesario. Pero puede decirme a qué se dedica.
Vanning se echó a reír. Al fin y al cabo, era una forma de pasar el tiempo. No se atrevía a decirse la verdad. Pero la verdad estaba ahí, dentro de él, y esta era que una mujer, en unos pocos instantes, rápidos y sorprendentes, se había apoderado de él y él no sentía el menor deseo de liberarse.
—Pinto.
—¿Casas?
—Casas, caballos, estilográficas, lo que me encargan.
—¡Oh! —exclamó ella—. Entonces es usted un artista.
—Con mis disculpas a Rembrandt.
—No pensaba que fuera un artista. Suponía…
—Camionero, estibador, luchador de peso pesado.
—Algo por el estilo, sí.
—¿Decepcionada?
—¡Oh, no! Los artistas tienen su encanto.
—Soy ilustrador publicitario —explicó Vanning—, lo cual quiere decir que soy también un vendedor. Formo parte de una gran máquina de vender, y en realidad me pagan para que pinte imágenes bonitas.
—Parece una manera interesante de ganarse la vida.
—Tiene sus ventajas —admitió Vanning—. Pero trabajo todo el día en ello, y por la noche prefiero olvidarlo.
—Lo siento.
—No lo sienta. Hábleme. Para eso he venido aquí.
—¿Para ver si encontraba a alguna chica?
—Para ver si encontraba a alguien interesante con quien hablar.
—Eso es muy extraño —observó ella.
—¿Por qué?
—Yo tenía la misma idea.
—No lo creo —dijo Vanning. Apartó su mirada de ella y la fijó en sus propios dedos, que recorrían una y otra vez la lisa curvatura de su vaso—. Creo que ha venido aquí porque se siente desgraciada, desesperadamente desgraciada y desengañada de los hombres, aunque tal vez no tan desilusionada como para rechazarlos a todos en bloque. ¿Voy bien?
—Adelante. Hable.
—Bueno… —Vanning siguió jugueteando con el vaso—. Creo que ha venido aquí un poco inquieta, como si se hubiera concedido un número fijo de oportunidades de conocer a alguien que valga la pena. Quizá este sea el último intento. Y me ha visto ahí, en la barra, y se ha dicho que esta vez había dado en el blanco, si conseguía atraer mi atención.
—¿Son todos los artistas tan buenos conocedores de la naturaleza humana?
—No sabría decirle. No me relaciono con otros artistas. Pero cada cosa a su tiempo. Hablaremos de mí cuando terminemos de hablar de usted. ¿Le parece bien?
—Si no me parece bien lo haremos igualmente —contestó ella—, porque veo que se lo ha propuesto. Le resulta divertido.
—No exactamente lo que se dice divertido. Pero creo que será mejor para los dos que nos dejemos de rodeos. Empezar por el principio, quiero decir, y ponerlo todo encima de la mesa. Así se ahorra mucho tiempo. A veces, también se ahorran lamentaciones más adelante.
—¿Qué le hace pensar que habrá un más adelante?
—No he dicho que lo vaya a haber. Lo que pretendo, en realidad, es ponerme a su nivel. Estoy seguro de que es lo bastante madura como para no ofenderse por ello.
Ella sonrió.
—Me llamo Martha.
—Jim.
—Hola, Jim.
—Hola. ¿Quieres otra copa?
—Ya he tomado suficientes, gracias. Demasiadas para un estómago vacío, me parece.
—Esto tiene arreglo —dijo Vanning—. Ahora que lo pienso, lo único que he comido esta noche ha sido un emparedado y un vaso de leche malteada.
Vanning pagó las consumiciones y salieron juntos del bar. Parecía que el calor era un poco menos agobiante, y del Hudson llegaba una brisa fresca. Cerca ya de la medianoche, las calles empezaban a aquietarse, y todo el movimiento se centraba en los bares y los clubes nocturnos.
Vanning se volvió hacia ella.
—¿Conoces algún sitio en particular?
—Hay un pequeño restaurante en una travesía de la calle Cuatro. No sé si todavía estará abierto.
—Lo comprobaremos.
El restaurante estaba bastante apartado de la calle Cuatro, y la tenue luz amarilla de su ventana era la única iluminación de la angosta calle. Vanning la acompañó al interior y tomaron asiento ante una mesa pequeña junto a la ventana. No había nadie más en el establecimiento. Era muy pequeño. El camarero era el mismo dueño, y el hombre tenía el aspecto de necesitar una de sus propias comidas. Intentaba mostrarse amable, pero el cansancio le impedía conseguirlo. Tomó nota del pedido y se marchó.
—Muy bien —empezó Vanning, inclinándose hacia ella—. Ahora, cuéntame.
—Sí, he estado casada. Divorciada. Sin hijos. Me encargo de las compras en unos grandes almacenes. Sección de cristalería. Vivo sola en un pequeño apartamento aquí en el Village.
—Quiero la dirección. Y el número de teléfono.
—¿Ahora?
—Te lo explico. Hay una ligera posibilidad de que tenga que dejarte precipitadamente. No me preguntes por qué, pero si las cosas se presentan así, quiero poder verte otra vez.
Ella abrió su bolso y extrajo un lápiz y una libreta pequeña. Escribió unas palabras y le tendió la hoja de papel. Sin mirarla, Vanning la dobló y la guardó en su cartera.
—Y ahora —dijo ella—, ¿me hablarás de tu vida?
—No me he casado nunca. Nací en Detroit y estudié ingeniería en Minnesota. Si te interesan los detalles, fui guarda de la All-Western Conference. Luego estuve en Centroamérica, enseñándoles algunos trucos nuevos con la electricidad, energía hidráulica y cosas por el estilo. Fue entonces cuando comencé a pintar. Para distraerme. Alguien me dijo que tenía talento y yo lo creí. Pinté mucho mientras estaba por allí. Al final, la ingeniería pasó a un segundo plano, así que regresé a los Estados Unidos y me matriculé en una escuela de arte en Chicago. Si hubiera sido rico me habría dedicado a las bellas artes. Pero como no lo era, tuve que hacerme ilustrador publicitario. Las cosas me fueron saliendo la mar de bien y tuve suerte durante todos esos años e incluso durante la guerra. No recibí ni un arañazo.
—¿Qué hiciste en la guerra?
—Estuve en la Marina. Oficial de control de daños en un barco de guerra.
Su voz estaba adquiriendo un tono lúgubre que no le gustó en absoluto. Quería mostrarse alegre, divertido. Deseaba hacerle pasar un buen rato. Se dijo que era una buena cosa lo que estaba ocurriéndole. La chica era algo limpio y refrescante; estaba seguro de que esto era lo que había presentido que iba a ocurrir esa noche. Estaba contento, pero al mismo tiempo experimentaba cierta sensación de inquietud que no lograba explicarse.
Llegó la cena, y empezaron a comer en silencio. De vez en cuando, él alzaba la vista y la contemplaba brevemente. Una especie de entusiasmo tranquilo. Ella se movía pausadamente, pero sin perder el tiempo. Sus modales en la mesa eran sueltos y naturales, y convertían su compañía en un placer.
Cuando terminaron, Vanning pidió licor de melocotón para los dos. Lo bebieron a pequeños sorbos, sonriéndose el uno al otro.
—Tendría que sentirme avergonzada —dijo ella—. Quiero decir, dejarme abordar de esta manera. O, mejor dicho, abordarte yo a ti. Pero tenías razón, Jim. Me sentía muy solitaria, desesperada incluso. Espero que volvamos a vernos.
—¿Cuándo?
—Cuando tú quieras.
—No sabes lo bien que me suena eso.
Terminaron sus bebidas, Vanning pagó la cuenta y se dirigieron a la puerta. Tuvieron que bajar unos cuantos escalones, porque la puerta quedaba por debajo del nivel de la calle. Otros peldaños ascendían hasta la acera. Vanning abrió la puerta, empezaron a subir los escalones, y en ese instante supo que algo andaba mal: vio las sombras que se recortaban sobre la luz procedente del restaurante, vio las formas que seguían a las sombras y pensó en echar a correr hacia el restaurante y buscar una puerta posterior. Pero ya era demasiado tarde para eso. Estaba furioso, y la furia pudo más que su discreción. Subía los escalones llevando a la chica consigo, pero como sin percatarse de su proximidad. De pronto, cuando los tres hombres surgieron de las tinieblas y se situaron frente a él, supo que lo habían estado esperando. De eso se trataba, pues. Eso era lo que había imaginado que ocurriría esa noche.
Los tres esperaban allí, en el último peldaño.
Y uno de ellos, de rostro medio negro, medio amarillo anaranjado donde le daba la luz, sonrió y se quitó el cigarrillo de la boca, bajó la vista hacia Vanning y le dijo:
—Vale, colega. El juego ha terminado.
La mano de ella se aferró a su muñeca, y él recordó que estaba a su lado. Esta idea le llevó a otra, y hubo un estallido de truenos que le hizo parpadear y tambalearse sin moverse. Asió la mano que se sujetaba a la suya, la retorció con violencia y la apartó de sí. La chica emitió un jadeo.
Se oyó reír a uno de los hombres de arriba.
Vanning terminó de subir los peldaños hacia él. Los otros se echaron un poco hacia atrás para dejarle sitio, pero rodeándole. Ahora tenía a los tres hombres y a la chica junto a él.
Y entonces uno de ellos miró a Martha y dijo:
—Gracias, preciosa. Ha sido un magnífico trabajo.
—Sí —añadió Vanning—. Impresionante.
—¡Tú —exclamó el hombre que acababa de hablar, sonriendo tranquilamente a Vanning—, tú te callas! Ya hablarás cuando sea el momento. —Luego, apartando la mirada de Vanning, se volvió hacia la chica y prosiguió—: Ya puedes irte a casa, preciosa. —Se echó a reír de puro disfrute—. Te llamaremos cuando te necesitemos.
—Muy bien —respondió ella—. Allí estaré.
Luego terminó de subir los escalones y, pasando ante Vanning, le miró con ojos vacíos, durante un explosivo segundo, y luego se volvió y desapareció en la noche.
Los tres hombres se acercaron más a Vanning. Dos de ellos llevaban las manos en los bolsillos de sendos trajes de oscuro estambre tropical, pero las manos solas no podían abultar tanto en los bolsillos, y Vanning se dijo que debía dejar de pensar en una escapatoria.
—Vamos a dar un paseíto por la calle —propuso uno de ellos.
Los cuatro cruzaron la calle, caminando por la otra acera hasta un sedán grande, color verde brillante, que era lo único que se interponía ante la densa oscuridad de la medianoche.
El hombre que ya había hablado antes anunció:
—Ahora vamos a dar una vuelta en coche.
Subió al asiento delantero. Vanning se sentó en el posterior, con un hombre a cada lado. Su cerebro estaba en blanco. Tenía la boca seca y empezaba a sentirse frío por dentro. Entonces, el automóvil se puso en marcha, avanzó por la calle, dobló una esquina y tomó velocidad. Viraron de nuevo. Iban hacia el centro, pero entonces se desviaron por una calle amplia y enfilaron hacia el puente de Brooklyn.
—Si nos lo dices ahora —propuso el que conducía—, te dejaremos salir y podrás volver a tu casa.
—Eso estaría bien —respondió Vanning.
—¿Por qué no nos lo dices ahora? —insistió el hombre—. Tarde o temprano, terminarás hablando.
—No —rechazó Vanning—. No puedo decir nada.
—No puedes decir nada ahora, porque eres un duro. Pero no por mucho tiempo. Cuando te ablandemos, dirás lo que queremos que digas.
—No es eso —protestó Vanning—. No me gusta que me hagan daño. Si lo supiera, os lo diría.
—Corta ya —replicó el hombre—. Eso es el cuento de la lágrima. ¿Sabes lo que vas a sacar con esta historia? No sacarás nada.
—Mala suerte —dijo Vanning—. Entonces, ninguno sacaremos nada.
—Es un duro —observó el conductor—. Me parece que es demasiado duro. ¿A vosotros qué os parece?
—Yo digo que es demasiado duro —respondió el que se sentaba a la izquierda de Vanning.
Era un hombre corpulento, con gafas. Se quitó las gafas muy lentamente, las guardó en un estuche y se metió este en el bolsillo.
—¿Tú qué dices, Sam?
—Sí, es demasiado duro —respondió el hombre de su derecha, un tipo bajo y delgado, pero fuerte, con muy poco cabello en su cabeza. Tenía los brazos cruzados, pero empezó a descruzarlos lentamente.
—No soy nada duro —objetó Vanning—. Estoy muerto de miedo.
—Además es un bromista —comentó el que conducía. Estaban en el puente de Brooklyn. Las luces pasaban velozmente junto al coche, y otras destellaban en los lados de otros coches, y toda la luz rebotaba a su alrededor como relámpagos capturados en una bóveda negra.
—¿Qué te parece aquí? —preguntó Sam.
—Espera un segundo —replicó el conductor—. Espera a que salgamos del puente.
—Creo que el puente es el mejor sitio —intervino el hombre que antes llevaba gafas.
—Nos esperaremos un poco —decidió el conductor—. Sólo un poco, Pete. En seguida tendrás tu diversión.
—¿Diversión? —repitió Vanning.
—Pues claro —contestó Pete, y se echó a reír—. Cuanto más grandes son, más me divierto.
—Siempre y cuando estén atados de pies y manos, ¿verdad?
—Ya veo que voy a divertirme mucho contigo —dijo Pete.
El sedán verde salió del puente de Brooklyn y se metió en el barrio de Brooklyn a gran velocidad, lo atravesó, salió de la ciudad y llegó a una zona de solares y colinas de escasa altura.
—Creo que ahora sería un buen momento —dijo Pete—. ¿Qué te parece, John?
—Espera un poco —respondió el conductor.
—Ya casi hemos llegado —observó Sam—. ¿Qué te parece, John? Sólo para que vaya haciéndose a la idea.
—Puede que tengas razón —concedió John—. Y luego lo tumbáis en el suelo y lo sujetáis ahí. No quiero que vea el sitio hasta que estemos dentro. O sea que, si queréis, podéis empezar a trabajarlo.
Pete se volvió y lanzó contra Vanning un puñetazo que le alcanzó en un lado de la cabeza, y un instante después Sam le golpeó en la mandíbula con una nudillera de metal. Inclinó la cabeza, observando el dolor y el vértigo, sintiendo otro golpe, y otro, y otro más, y luego cayó al suelo y comenzaron a darle puntapiés. Se preguntó cuánto tardaría en perder el conocimiento. Alzó la mirada y vio la nudillera de metal descender hacia él, se arrojó a un lado, y los nudillos pasaron de largo junto a su cabeza. Entonces, el canto de un zapato le dio en la boca y Vanning comprendió que sólo había una manera de poner fin a aquello. No les interesaba matarle, y si iba a sacar alguna satisfacción de todo el asunto, aquel era el momento de conseguirla.
Se levantó del suelo, hizo una finta hacia Pete, giró y lanzó ambos puños contra el rostro de Sam. Tuvo la oportunidad de repetir, pero, en lugar de aprovecharla, Vanning giró de nuevo y dedicó su atención a Pete. Se inclinó, apartándose de su brazo extendido, se introdujo por debajo del brazo, situó el codo bajo su barbilla e hizo presión con el codo, enviándole la cabeza hacia atrás. Entonces le golpeó en la boca, repitió el golpe en la boca con la misma mano, y a continuación usó ambas manos sobre su cara. Eso fue todo lo que pudo hacer con Pete, porque Sam había sacado un revólver y estaba echando maldiciones y un buen chorro de sangre fluía de su nariz.
—¿Ya empezamos con las balas? —preguntó Vanning.
—Guarda la pistola —ordenó John.
—Me entran ganas de agujerearlo.
Sam sostenía la pistola a escasos centímetros de la cabeza de Vanning.
—Te he dicho que guardes la pistola —repitió John—. Eres demasiado nervioso con las armas, Sam. Eso no es bueno. Ya sabes que con esas cosas no se juega. Te lo he dicho un montón de veces. Anda, dale la pistola a Pete.
—Sí —farfulló Pete, escupiendo sangre—. Déjame a mí la pistola.
—Ten cuidado —le advirtió John—. Nos espera una noche muy larga. Limítate a cubrirlo y que no se mueva del suelo.
El pie de Pete cayó sobre el pecho de Vanning, aplastándolo contra el suelo del coche y el respaldo del asiento delantero.
—Quédate quieto —le ordenó Pete—. Limítate a quedarte quieto y a lamentar lo que has hecho.
—A mí me ha parecido divertido —contestó Vanning—. ¿No ha sido divertido?
—La verdadera diversión aún no ha empezado.
El coche tomó una curva muy cerrada, haciendo chirriar los neumáticos. Vanning cerró los ojos y se dijo que ya era hora de aceptar la situación tal y como era. Y era muy clara y muy sencilla: aquella noche iba a perder la vida. Resultaba inevitable que sucediera un día u otro, y aunque lo había sabido durante todo el tiempo, trató de postergarlo cuanto pudo. Ese era el modo más natural de tomárselo, y no podía culparse por actuar de un modo natural. En resumidas cuentas, era una de esas circunstancias tan desgraciadas comenzada un día en el que sencillamente no le tocaba sacar buenas cartas. Habría podido morir aquel día, o el siguiente, o una semana después. Habría podido morir un día cualquiera de los varios centenares transcurridos durante los meses que separaban aquel momento del presente, así que todo se reducía a que había pasado aquel tiempo viviendo de prestado y la única cuestión era la de cuándo llegaría la hora de pagar.
El coche tomó una serie de curvas, recorrió largos tramos sin curvas, de nuevo curvas, y finalmente describió un amplio círculo disminuyendo de velocidad.
—Tápale los ojos con algo —pidió John.
—¿Para qué? —objetó Sam—. Esta es su última parada.
—No hables así —intervino Vanning—. Me asustas.
—Pon aquí la mano —ordenó Pete. Estaba manipulando un pañuelo grande, doblándolo y volviéndolo a doblar. Luego lo enrolló en torno a la cabeza de Vanning, ajustándolo firmemente, y lo anudó.
—Está demasiado apretado —dijo Vanning.
—¡Qué lástima!
El automóvil se había detenido. Descendieron. Llevaron a Vanning a través de una especie de campo. Sentía el roce de hierba alta en sus tobillos. Luego, la hierba alta fue sustituida por tierra apisonada, y siguió así unos minutos, hasta que llegaron a unos escalones que debían de ser de madera, a juzgar por los crujidos. Después, los ruidos de una llave en una cerradura y de una puerta al abrirse, la sensación de penetrar en una espaciosa habitación, de atravesarla mientras unas manazas le empujaban, le retenían, volvían a empujarle. En seguida, un largo tramo de escaleras, un corredor, otra puerta que se abría ante él, el sonido de un interruptor de pared, la luz que se filtraba a través del tejido que vendaba sus ojos. Ordenó a sus labios que compusieran una sonrisa. Logró formarla. Había algo de fatalismo en ella, y una pizca de desafío. Por debajo de la sonrisa, estaba terriblemente asustado.