El calor llegaba en oleadas, grandes olas de calor que venían rodando desde todas las partes de Manhattan y descendían de un firmamento de asfalto derretido. El calor inundaba el parque de Washington Square, permaneciendo allí a pesar de alguna brisa esporádica. Vanning solamente se quedó unos minutos en el parque. Cuando lo dejó, se encaminó hacia la esquina de la calle Cristopher y Sheridan Square. Había muchas luces en aquella dirección, y fue hacia ellas pensando en una o dos copas y quizá una charla con alguna persona sin importancia que le hablara de cosas sin importancia.
Acababa de cruzar una calle e iba a doblar una esquina cuando un hombre se le acercó y le pidió fuego. En aquel punto en concreto no había farolas, y Vanning no pudo ver bien al hombre. A pesar de todo, distinguió una pequeña figura, un bigote y una cabellera negra pulcramente peinada. Encendió una cerilla y la aplicó al cigarrillo del desconocido. El resplandor le proporcionó una buena visión del rostro. Pero sólo duró unos instantes. No había ningún motivo en especial para estudiar la cara.
—¡Qué calor! —comentó el hombre.
—Espantoso.
—He visto a unos chicos bañándose en los muelles —prosiguió el hombre—. Han tenido una buena idea.
—Si lo hiciéramos nosotros —objetó Vanning—, la gente diría que estábamos locos.
—Lo malo de la gente es que no entiende a la gente.
El hombre tenía una voz agradable y un aire despreocupado, y Vanning se dijo que no había nada de extraño en la situación. El hombre tan sólo quería fuego y pegar la hebra un ratito, y si empezaba a preocuparse por estas pequeñeces, más le valdría ir buscando plaza en un asilo.
El hombre se recostó contra la pared de un edificio. Vanning encendió un cigarrillo. Permanecieron inmóviles como un par de animales en calma dentro de un bosque en calma. Estaban rodeados de noche, las calles estaban en silencio y el calor lo dominaba todo.
—Me gustaría saber cómo pueden soportarlo quienes viven en los trópicos.
—Ya están acostumbrados.
—Creo que yo no podría soportarlo —dijo el hombre—. ¿Ha estado alguna vez cerca del ecuador?
—Algunas veces, sí.
—¿Cómo es aquello?
—Estupendo —respondió Vanning—. Se vuelve uno majara, pero no importa porque todo el mundo está majara.
—Yo nunca he viajado gran cosa.
—No vaya al ecuador —le aconsejó Vanning—. Esto es como el veinte por ciento de lo que hay allí.
—¿Cuándo estuvo usted por esos lugares?
—Durante la guerra.
—Yo no participé —explicó el hombre—. Esposa e hijos.
—A mí me enviaron a la Marina —dijo Vanning, y se oyó decirlo, y pensó que estaba hablando demasiado.
Decidió que ya empezaba a ser hora de moverse, pero el hombre continuó:
—¿Vio mucho movimiento?
—El suficiente.
—¿Dónde?
—Por la parte de Borneo.
Se dijo que no pasaba nada. La conversación se prolongaría tal vez un minuto y luego le diría al hombre que alguien estaba esperándole en el bar de Jimmy Kelly o en cualquier otro sitio, se alejaría y el incidente se desvanecería hasta convertirse en uno de esos pequeños y vagos incidentes que nunca aparecen en las primeras páginas ni en los libros de historia.
—Le envidio —confesó el hombre.
—¿Por qué?
—Lo más lejos que he estado de Nueva York ha sido en Maine. Solía pasar allí los veranos, antes de que las cosas se pusieran mal.
—¿Tiempos duros?
—Últimamente —respondió el hombre.
—¿A qué se dedica?
—Investigaciones.
—¿Negocios?
—Más o menos.
—Yo trabajo en publicidad —dijo Vanning.
—¿En una agencia?
—Ilustrador freelance.
—¿Cómo le van las cosas?
—Hay ciclos. No sé de qué depende. Tal vez de las manchas solares.
—Creo que va a haber otra depresión —pronosticó el hombre.
—Es difícil decirlo.
El hombre arrojó su cigarrillo a la acera. Lo pisó.
—Bueno —comenzó—, será mejor que me vaya. Ella siempre me espera despierta.
Vanning iba a dejar correr todo el asunto, pero se encontró preguntando:
—¿Hace mucho que está casado?
—Once años.
—Ojalá estuviera yo casado.
—Lo dice como si verdaderamente lo creyera.
—Y lo creo.
—Tiene sus ventajas —reconoció el hombre—. Al principio, estuvimos a punto de separarnos. A veces, estaba desayunando y la veía al otro lado de la mesa y me preguntaba cómo podría librarme de ella. Pero luego me preguntaba por qué y no se me ocurría ningún motivo válido.
—La cosa de la libertad, tal vez.
—Usted es libre.
—Llega a hacerse monótono. Creo que, si uno es normal, necesita tener a alguien. Una persona especial, que esté siempre al lado de uno.
—¿Y eso no se hace monótono?
—¿A usted qué le parece?
—La monotonía es algo relativo.
—No estará usted bromeando. ¿O sí?
—No —respondió el hombre—. Lo digo en serio. Uno sale en busca de emociones y cuando las obtiene ya no existen. La emoción está en la búsqueda. Cuando se tiene a una persona, se puede buscar emociones junto a ella.
—¿No es eso un poco profundo?
—La conocí en un baile —prosiguió el hombre—. No se imagina los esfuerzos que tuve que hacer para llegar a conocerla verdaderamente. No solía alternar mucho, y ya sabe usted cómo es Nueva York. Apuesto a que hay más vírgenes en Nueva York que en cualquier otra ciudad del país. En proporción, quiero decir. Más incluso que en las pequeñas ciudades del campo. Aquí aprenden a construirse un mecanismo de defensa desde muy pequeñas. Y puede uno agotarse tratando de vencerlo. Pero no me interprete mal. No me casé con ella por eso.
—¿Por qué se casó con ella?
—Llegó a gustarme. Nos lo pasábamos muy bien juntos. No sé quién es usted y no volveremos a vernos ni en cien años, conque no me importa hablarle de esta manera. Creo que es bueno desahogarse con un extraño, de vez en cuando.
—Puede que tenga razón.
—Me encariñé con ella. Quería ponerle las manos encima y al mismo tiempo no quería hacer eso, y empecé a darle vueltas al asunto. La cosa llegó al punto de que le compraba regalos para tener la satisfacción de ver cómo se le iluminaba la cara cuando abría los paquetes. Nunca me había ocurrido nada igual. Estuvimos saliendo juntos poco más de un año, y un día fui y le compré un anillo.
—Siempre sucede así.
—No siempre —replicó el hombre—. Creo que me enamoré realmente de ella un par de años después de casados. Entonces ella estaba en el hospital, iba a dar a luz nuestro primer hijo. Recuerdo que me quedé parado junto a la cama, y ahí estaba ella, y ahí estaba el bebé, y sentí que me atragantaba. Supongo que fue entonces. Ese fue el verdadero comienzo.
—¿Cuántos tiene ahora?
—Tres.
—Tres es el número justo.
—Son unos chicos estupendos —aseguró. Luego, alzó la muñeca hacia sus ojos y escrutó la esfera de un pequeño reloj—. Bueno, tendré que correr. Manténgase en forma.
—Lo haré —respondió Vanning, mientras el hombre echaba a andar—. Buena suerte.
—Gracias —contestó, ya cruzando la calle.
Dobló la esquina y recorrió otra manzana y cruzó otra calle. Por ella bajaba un taxi apáticamente, su conductor indiferente tras el volante, un cigarrillo suspendido como de milagro de sus labios. El hombre alzó un brazo, lo agitó, y el taxi se aproximó al bordillo.
El hombre subió al automóvil y le dio al conductor una dirección del barrio Este, un poco al norte de la calle Cuarenta y dos, en la zona conocida como Tudor City. El conductor puso la palanca del cambio en segunda y se alejaron.
En poco más de cinco minutos, el hombre estaba en su casa. Tenía un apartamento en el séptimo piso de un edificio antaño de categoría y un tanto venido a menos. En el ascensor encendió un cigarrillo, volvió a consultar su reloj de pulsera al salir del ascensor y vio que las manecillas indicaban las doce menos cuarto. Mientras recorría el corredor, extrajo un llavero del bolsillo del pantalón y, cuando llegó ante la puerta con el número 714, consultó una vez más su reloj de pulsera. Luego insertó la llave, abrió la puerta y entró en el apartamento.
Era un pisito agradable, decididamente pequeño para una familia de cinco miembros, pero amueblado de forma que diera la impresión de más espacio. El principal elemento era una amplia ventana que se abría sobre el río Este. Y había un piano de concierto que le tuvo en números rojos varios meses. Había un escritorio bastante presentable, y una vitrina con libros de aspecto serio. El estante superior estaba ocupado por todos los volúmenes de El libro del conocimiento, pero los de abajo eran de material estrictamente para adultos. Bastante de Freud, Jung, Horney y Menninger, y algunas obras menos conocidas de otros psiquiatras y neurólogos. Los chicos estaban siempre trepando a sillas para alcanzar El libro del conocimiento, y ocasionalmente se entretenían con los otros libros y de vez en cuando rayaban algunas páginas con sus lápices, pero El libro del conocimiento tenía que estar en el estante superior, porque los demás no estaban lo bastante separados. Habían hablado de ello alguna vez, sobre todo cuando la hija de seis años arrancó todas las ilustraciones de una de las obras más profundas y patológicas acerca del sistema nervioso del hombre, pero lo cierto era que no había sitio para otra estantería y no valía la pena hacer un gran problema del asunto.
El hombre entró en la sala de estar y su esposa dejó el libro, se levantó y se acercó a él.
—Hola, señor Fraser.
—Hola, señora Fraser.
La besó en la mejilla. Ella quiso que la besara en la boca. La besó en la boca. Ella era un par de centímetros más alta que él, tirando a flaca, y tenía la clase de cara que utilizan en los anuncios de las revistas de moda cuando la cara no tiene demasiada importancia. Era un rostro interesante, pero nada sensacional. Resultaba interesante porque reflejaba contento, pero no presunción.
La mujer le sujetó la cabeza entre sus manos y le dio masaje en las sienes.
—¿Cansado?
—Sólo un poco.
—¿Quieres beber algo?
—Comería algo, más bien.
—¿Un emparedado?
—Nada de carne. Algo ligero. ¡Qué calor hace!
—No podía conseguir que se durmieran los chicos. Deben de estar nadando, ahí dentro.
—Tú pareces fresca.
—He estado una hora en la bañera. Ven a la cocina. Te prepararé algo.
En la cocina, el hombre tomó asiento ante una mesita blanca, y su esposa empezó a preparar una ensalada. Le pareció que tenía buen aspecto, por lo que añadió más ingredientes y preparó dos raciones. Había un jarro de limonada y echó en su interior más hielo, azúcar y agua y se sentó también a la mesa.
Le contempló mientras él atacaba la ensalada. El hombre alzó la vista y sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.
Le sirvió algo de limonada, y mientras él se llevaba a la boca un tenedor cargado de lechuga y huevo duro, le preguntó:
—¿No habías cenado?
—¿Quién puede comer con este calor?
—Tenía la esperanza de que subiera una brisa fresca desde el río.
—Debí haberte enviado al campo con los niños.
—Ya hemos hablado de eso.
—Aún no es demasiado tarde —insistió.
—Olvídalo. La ola de calor ya está a punto de acabar.
—Me daría de golpes.
—Ya iremos el año que viene.
—Eso dijimos el verano pasado.
—¿Es culpa mía?
—No. Es culpa mía. Lo siento, cariño; de veras que lo siento.
—¿Sabes una cosa? —preguntó ella dulcemente—. Eres un tipo muy amable.
—No soy nada amable. Pensaba en el dinero.
—Está todo por las nubes —observó la mujer—. A juzgar por los precios que piden, cualquiera diría que se han vuelto locos. Tendrías que ver lo que están pidiendo en Long Island.
—Yo pensaba en el campo.
—Te preocupan los chicos.
—Los chicos y tú.
—¡Oh, basta ya! Ganas lo suficiente.
—Estoy ganando una fortuna. La semana que viene me compraré un yate.
Ella echó mayonesa en su ensalada, la revolvió, comió un rato y, mientras se concentraba en la comida, preguntó:
—¿Alguna novedad?
—Sigo investigando. —Bebió un poco de limonada—. Es difícil.
—¿Todavía sigue allí?
—Todavía. Esta noche he hablado con él.
Ella dejó de comer. Alzó la vista.
—¿Qué ha ocurrido?
—He hablado con él, eso es todo. Nada fenomenal. Salió sobre las once. Fue andando al parque. Le seguí. Se marchó del parque, me acerqué a él y le pedí una cerilla. Nada más.
—¿No te ha dicho nada?
—Nada que me sea útil. Es un caso difícil. Si hay algo criminal en esta dirección, yo no soy capaz de verlo.
—Vamos, vamos…
—Lo digo en serio, cariño. Me tiene loco. Por menos de dos centavos, iría al cuartel general y les diría que están siguiendo una pista falsa.
—¿Y si te diera yo los dos centavos?
—Retiraría lo que he dicho.
Ella le sirvió más limonada.
—He llevado tu traje marrón a la lavandería y necesitas otro par de zapatos.
—Esperaré hasta el otoño.
Ella estudió la mirada de su marido y comentó:
—Nunca compras nada para ti.
—Tengo todo lo que necesito.
—Lo tienes todo —repitió la esposa. Se puso en pie y se acercó a él. Sus dedos le desordenaron los cabellos—. Algún día serás importante.
Él le dirigió una sonrisa.
—Nunca seré importante, pero siempre seré feliz. —Le tomó una mano, la besó y volvió a levantar la vista hacia su rostro—: ¿No seremos felices siempre?
—Claro que sí.
—Siéntate sobre mis rodillas.
—Estoy engordando.
—Eres una pluma.
Se sentó sobre sus rodillas. Él bebió más limonada y se la ofreció a ella, que a su vez le dio a comer un poco más de ensalada y también comió algo. Se miraron a los ojos y rieron suavemente.
—¿Te gusta mi pelo?
Él asintió. Tendió una mano hacia la cabeza de la mujer y jugó con sus cabellos.
—Las mujeres lo tenéis mal en verano, con tanto pelo.
—En invierno va la mar de bien.
—Ojalá estuviéramos ya en invierno. Ojalá hubiera terminado ya este caso.
—Tú terminarás con él.
—Es un problema.
—Y tú te comes los problemas —le dijo ella dirigiéndole una sonrisa de soslayo.
—Este no. Este es distinto. Tiene algo que me deprime. La forma en que hablaba. Su tono. No sé…
Ella se levantó.
—Voy a ver si los chicos se han dormido ya.
Fraser encendió un cigarrillo, y se echó un poco hacia atrás para ver a su mujer mientras cruzaba la sala. Cuando el tabique le impidió la visión, se inclinó hacia delante, aspiró intensamente el humo y contempló el vaso vacío frente a él. En su frente apareció una arruga que fue convirtiéndose en un ceño fruncido. El vaso vacío se veía muy vacío.