6.

Cuando se puso boca arriba, se hallaba en la cama de su dormitorio. Quien pensara que la fiesta había acabado subestimaba su agudeza auditiva y su lucidez mental. La ceremonia le era conocida. Primero empezó a oírse un susurro. Luego las vibraciones metálicas se extendieron por la habitación: sonaba el clarín. Había llegado el invitado principal. Al final había llegado. Era como si ella lo hubiera sabido. Con él se podía contar. Él no la dejaría plantada, él nunca. Se lo había prometido.

Era agradable oír su voz. «Con este gentío, este gentío, este gentío». Al principio siempre decía eso. Todo volvía siempre al principio. Aquella vez, en el supermercado, él le había pisado el talón: «Esas cosas pueden hacer un daño tremendo. Esas cosas pueden hacer un daño tremendo. Esas cosas pueden hacer un daño tremendo». Ella sentía dolor. Trató de agarrarse la cabeza, pero no podía mover las manos.

¡Quédate tranquila acostada, Judith, y mantén los ojos cerrados! Te he traído algo, un regalo para ti. Él le había traído algo, un regalo. Estaban sentados a la mesa, estaba oscuro, ya era bien entrada la noche. Los demás se habían ido. Sólo ellos dos, sólo sus dos voces, la voz de él. Adivina qué es. Ella tenía que adivinar.

Era un sonido, ¡y vaya sonido! A ella le era familiar, lo conocía. Lo conoces, Judith, ¿no es así? ¿Estás contenta? Estaba contenta. Aquel juego al viento, aquel delicado tintineo. Varilla con varilla, cristal con cristal. Su pieza más valiosa. De Barcelona. «Espero no molestarla. Espero no molestarla. Espero no molestarla». La primera vez que él estaba en la tienda, de pie junto a ella. ¿Recuerdas? El principio de la historia, la luz radiante, las varillas al viento, como estrellas fugaces que se sacaran a bailar entre sí. La promesa de eternidad, nuestro gran amor. ¿Cómo sonaba? ¿Cómo alumbraba? ¿Cómo suena? ¿Lo oyes? ¿Más fuerte? ¿Aún más fuerte? ¿Aún más brillante?… ¡Su cabeza!

Quédate tranquila acostada, Judith. ¡Mantén los ojos cerrados! ¡No los abras! Si los abres, ahuyentas las luces, disipas el sonido. Si lo abres, estás sola, estás en la sombra, eres la sombra. Todo a tu alrededor está oscuro y silencioso. Quédate aquí. Quédate conmigo. Ella debía quedarse con él.

Se dio un fuerte golpe en el hombro con el borde de la cama. Abrió de golpe los ojos. ¿Hannes? ¿Dónde estaba? Mierda. ¡La cabeza! ¿Dónde estaba la araña de cristal española, quién la había hecho oscilar, de dónde habían venido esos sonidos? Ella buscó a tientas el interruptor. Las bombillas normales de bajo consumo de la lámpara de Praga se encendieron e iluminaron la habitación vacía, muda, silenciosa.

Judith anduvo a tientas hasta el salón. ¿Hannes? No había nadie allí. La mesa estaba recogida. Ya no quedaba nadie. En la cocina había un montón de platos y ollas fregados. Todo estaba limpio. Se secó el sudor de la frente con la camiseta empapada. Le temblaban las piernas. Fue tambaleándose hasta la puerta, la abrió, encendió la luz del pasillo. No había nadie, ningún mensaje, ninguna señal, el señor Schneider muerto, la escalera sin vida. Cerró la puerta y echó el cerrojo, se dirigió lentamente a la cocina, luego al baño, se inclinó sobre el lavabo, se echó agua fría en la nuca, cogió la toalla y se frotó el pelo mojado.

Mierda. Le dolía la cabeza por el alcohol. Tomó un analgésico fuerte y se enjuagó la boca con agua tibia. A continuación, tomó la pastilla que parecía un reloj de arena diminuto, y otra, la amarilla (para lo que le fallaba en la cabeza). Y otra más, la ovalada, para que no le fallaran más cosas (si es que no le fallaban ya). Se preguntó si debía llamar al médico de urgencias. Pero ¿qué urgencia tenía? ¿Le faltaba el hombre para esa voz y la araña para ese tintineo? Contra la falta de argumentos para explicar urgencias, ni los médicos de urgencias podían hacer nada.

Se dio de plazo hasta el amanecer. Ni hablar de irse a la cama. Decidió dedicarse a actividades útiles hasta que se hiciera de día. Guardó los platos en la estantería, lo más despacio que pudo. Se le cayó un plato de la mano, tan sólo uno por desgracia. Tardó como mucho cinco minutos en buscar y recoger los pedazos.

Poco a poco amainaba la tormenta en la cabeza y caían los primeros velos de niebla. Judith regresó lentamente al dormitorio, abrió el enorme armario y comenzó a vaciarlo, con las dos manos arrojó fuera todo su contenido, hizo una pila gigantesca de abrigos, chaquetas, jerséis, camisas, camisetas, blusas, pantalones, calcetines y ropa interior. Luego empezó a doblar y guardar la ropa, prenda por prenda, una encima de otra. Al cabo de un rato, las manos de Judith prescindieron de su colaboración y continuaron solas.