En primer lugar, seguro que las pastillas no eran compatibles con el alcohol. En segundo lugar, seguro que por la noche bebería alcohol (porque ya había empezado a beber por la tarde). En tercer lugar, no necesitaba más pastillas, porque no tenía miedo. En cuarto lugar, había pasado un excelente sábado de finales de octubre en el Naschmarkt de Viena, en el supermercado Hofer, en la cocina de su piso y, con los auriculares en los oídos, en el sofá de la sala, a la luz de su brillante lámpara de codeso.
Los invitados de las siete llegaron puntuales. Romy era una vivaracha colombiana, con el peinado de Diana Ross después de un aguacero, que enseñaba claqué en Viena. Lo que parecía mucho más exótico todavía: Gerd se había enamorado de ella de golpe, sólo una vez cada diez o quince años se lo veía así. Sorprendentemente, ninguna de las otras dos parejas sacó a relucir un conflicto, y Nina encajó muy bien en el grupo. Eran las condiciones ideales para que Judith, a quien se le notaba de inmediato el entusiasmo, hablara de manera distanciada y autocrítica de su «época loca». Con especial detalle describió la escena en que Chris, el guapo muchacho pescador romano que está a su lado en la cama, comprueba a las cuatro de la mañana que «alguien» le ha dado un buen mordisco. Nina, sobre todo, nunca se cansaba de escuchar los detalles de aquel episodio.
No se mencionó una sola palabra acerca de Hannes. Judith quería sorprenderlos a todos con él, que él fuera su carta de triunfo, triunfar cuando él apareciera. Pero ya llevaba treinta minutos de retraso, y los amigos preguntaban cada vez más impacientes por el estofado de venado. Justo antes de las nueve, él le envió un SMS. Ella lo leyó a escondidas en la cocina: «Querida Judith, lo siento, al final no podré ir. ¡Tengo tanto trabajo! Otra vez será. Dale recuerdos a todos de mi parte, Hannes». El mensaje era tan escueto como seco el coñac posterior.
Por la reacción de sus amigos, se dio cuenta de su gradual decaimiento. ¿Que si todo iba bien?
—Sí, claro que sí.
¿Que por qué comía con tan pocas ganas su magnífico plato de gourmet?
—Debo de haber picado demasiado mientras cocinaba, una fea costumbre.
¿Que si de verdad iba todo bien?
—Que sí, de verdad, puede que me haya pasado un poco con el alcohol —dijo Judith, y bebió una copa de coñac para ir sobre seguro.
Aguantó sentada a la mesa hasta el postre de chocolate, procurando reír con los demás en los momentos indicados de una conversación que no tenía más remedio que dejar pasar a retazos delante de ella. Después pidió que le permitieran tumbarse un rato en el sofá, porque se sentía un poco mareada.
—Judith, si quieres que nos vayamos, nos lo dices, por favor —dijo una de las tres voces masculinas.
—No, no, tenéis que quedaros sin falta —se opuso—, quedaos todo el tiempo que podáis. Soy feliz cuando estáis en casa.
En el sofá llegaba a sus oídos el relajante rumor de una conversación en voz baja. Un par de veces alguien se inclinó sobre ella. En una ocasión, una de las mujeres se sentó a su lado y le preguntó si podía hacer algo por ella. No podía. Más tarde, alguien la tapó con una manta, le levantó la cabeza y dejó que se hundiera en algo fresco y mullido. Poco después, sintió ruido de sillas, platos y agua del fregadero. Hacia el final tan sólo escuchó un débil murmullo y los ruidos apagados de una despedida general. La luz fue haciéndose más y más tenue, hasta que desapareció definitivamente y se llevó consigo los últimos sonidos apacibles de la habitación.