Las primeras noches en casa fueron una prueba autoimpuesta de resistencia mental. Judith sabía lo peligroso que era pensar en Hannes, a oscuras, en esas áreas sin protección. Era como hacer entrenamiento de pesas inmediatamente después de una hernia discal. Pues no fue distinto. Cada vez que cerraba los ojos, se activaba la galería de imágenes desagradables de los últimos meses, en las que Hannes siempre había sido su principal motivo intimidatorio. Por eso se obligaba a mantener los ojos abiertos mientras fuera posible. Y cada mañana le faltaban unas horas de sueño.
Pero también había otros pensamientos nuevos, contradictorios, sobre él: de repente, Hannes había cambiado de bando, había salido de su sombra, ya no era su acosador, sino su aliado más cercano. Había ideas bellas, en ocasiones radiantes: hombro con hombro con él, ella se liberaba de sus miedos, se abría a sus amigos, se confiaba a su hermano Ali, buscaba y encontraba la cercanía con sus padres. Hannes asumía el papel de líder, era protector y mediador, su vínculo largamente esperado entre el interior y el exterior, el garante de la armonía, la clave de su felicidad.
Judith se imaginaba que era la interacción de los medicamentos lo que hacía posible esos acrobáticos saltos conceptuales hacia el lado seguro. Con el fin de conservar por más tiempo la nueva sensación de protección, aumentaba la dosis de las tres pastillas (cosa que Jessica Reimann le tenía terminantemente prohibido) y se sumía en estados de éxtasis. A veces dichos estados iban acompañados de ataques de nostalgia de Hannes, durante los cuales no había nada que deseara con más urgencia que tenerlo de vuelta en su vida.
Una vez que remitía el efecto, lo cual solía ocurrir entre la medianoche y el amanecer, no sólo se encontraba de nuevo sola del otro lado, aislada de toda la gente que le importaba, incapaz de acercarse ni un ápice a ellos. También volvía a tener a su enemigo en la sombra, Hannes, el causante de todos los males, el agente de su enfermedad. Le avergonzaba haberse sentido cerca de aquel hombre, haberlo incluso añorado. Y se asombraba de sus ataques de ingenua confianza y sumisión servil.
Pero esos estados de resaca también tenían puntos de quiebre, en los que se sorprendía a sí misma tomando la dirección equivocada, siguiendo un camino que la alejaba de todos los que la querían bien y desembocaba en el callejón sin salida del aislamiento. Entonces recordaba la advertencia de la psiquiatra. Judith estaba a punto de poner rumbo a la isla de las eternas personas una de cada cien con tozudez, obstinación, desconfianza y hostilidad. Para evitarlo, se tomaba otra pastilla y comenzaba el próximo viaje en la montaña rusa de sus neuronas.