5.

El lunes por la mañana salió de la clínica y fue en taxi a casa, acompañada por la neblina. En la escalera, para romper el silencio, le habría gustado saludar a algún que otro vecino y preguntarle por aquel brumoso octubre, pero, como siempre, no se veía a nadie y como de costumbre olía a moho, cebollas y papel viejo. Al abrir la puerta del piso —ése fue el primer pensamiento angustioso en varios días— le vino a la memoria el señor Schneider, el vecino que había muerto de cáncer y cuya esquela estaba colgada en su puerta.

En su piso, repleto de signos conmemorativos de un periodo espantoso, no se sentía a gusto. Trató de resistirse con una actividad frenética, puso sábanas limpias, cambió los muebles de sitio, redecoró las paredes, ordenó el armario, incluso se desprendió de dos pares de zapatos y luego se vistió de amarillo canario para recomenzar la vida empresarial cotidiana.

A última hora de la tarde fue a su tienda de lámparas y en la entrada misma, donde Bianca la recibió con un gesto ceremonioso, advirtió el cambio: la luz era diferente, más opaca, más suave, faltaba aquel resplandor peculiar. No estaba la araña, la monstruosa araña ovalada de cristal de Barcelona, la que durante quince años todos habían admirado, pero nadie se había llevado, la joya de Judith entre las lámparas, su pieza más cara.

—¡Vendida! —dijo Bianca, cuadrándose en posición militar y dándose unas palmaditas en el pecho.

—Increíble —logró articular a duras penas Judith.

Bianca: —7.580 euros, jefa. ¿No se alegra?

Judith: —Sí, claro que sí. ¡Y tanto! Sólo que… Primero necesito… —Judith se sentó en el escalón y preguntó—: ¿Quién?

Bianca se encogió de hombros.

—Ni idea.

Judith: —¿Qué significa eso?

Bianca: —Significa que no sabría decir quién la compró, porque la mujer no estaba, porque el lunes… ¿o fue el martes?, no, creo que fue el lunes… ¿o era martes?

Judith: —¡Da igual!

Bianca: —Llamó un hombre de la empresa tal y tal, y dijo que la señora fulana de tal quería comprar una araña que había visto en nuestra tienda. Y el hombre que llamó describió la araña gigante con tanta exactitud que enseguida supe que sólo podía ser la araña gigante de Barcelona, la de los cristales que tintinean tan bonito. Y luego, por supuesto, le dije lo que valía. Y el hombre, en vez de caerse de espaldas, dijo que el precio le parecía superbien, porque la mujer quería tener esa araña cueste lo que cueste, y que ya se la podíamos ir descolgando y embalando, que vendría alguien a recogerla. Y el viernes… ¿o fue el mismo jueves?

Judith: —¡Da igual!

—El caso es que realmente vinieron a recogerla y pagaron todo al contado, a tocateja.

Judith: —¿Quién?

Bianca: —Los de la empresa de mensajería. Eran dos hombres jóvenes, pero por desgracia ninguno de los dos guapo.

Pausa.

—¿No se alegra? —preguntó Bianca.

—Claro que sí, desde luego, es sólo que ha sido tan inesperado que primero…

Bianca: —Ya la entiendo, la araña es diez veces más vieja que yo y lleva tanto tiempo ahí colgada que acabas colgada de ella, ¿no es así? Pero 7.580 euros…

Judith: —¿Y no sabes quiénes son los compradores?

Bianca: —Bueno, jefa, desde luego yo también tenía curiosidad y entonces le pregunté a uno de esos hombres, el más alto de los dos, uno rubio que llevaba media melena…

Judith: —¡Da igual!

Bianca: —Le pregunté adónde enviaban la araña. Dijo que aún no lo sabía, que primero tenía que llamar al hombre de la empresa, o sea, que ya lo había llamado varias veces, pero que aún no había podido localizarlo, así que no lo sabía todavía.

Judith: —Ya.

Bianca: —Pero desde luego yo insistí y le pregunté a nombre de quién estaba la lámpara, o sea, cómo se llamaba la mujer que la había comprado.

Judith: —¿Y?

—Entonces uno de los dos hombres, o sea, el otro, dijo que en realidad no les estaba permitido decirlo, porque los compradores a menudo quieren permanecer en el anonimato, porque tal vez la mujer era una rica coleccionista de arte, tal vez tenía un Picasso en su casa, entonces no querían…

Judith: —Ya comprendo.

Bianca: —Pero de todas formas me reveló el nombre, probablemente quería hacerse el importante o ligar, a pesar de que… pfff…, era superfeo —Bianca hizo un mohín y luego tomó una hoja de papel que tenía preparada—. Isabella Permason se llama, con una sola eme, creo. Ya lo he mirado, no es famosa y tampoco está en Facebook.

—Isabella Permason —murmuró Judith, mirando el papel.

—¿La conoce?

—No, no —dijo Judith—, pero ese nombre… ese nombre…

—No importa —dijo Bianca—. Lo principal es que compró la araña, jefa. ¿No le parece?

—Sí, Bianca.

—Pero no se alegra lo más mínimo —se quejó la aprendiza.

—Que sí —dijo Judith—, ya va, ya va.