Ella habría podido salir de la clínica el viernes. Pero aparte de la horripilancia crónica de un café descafeinado por la fuerza —a nadie se le ocurre beber alcohol desalcoholizado—, la unidad de psiquiatría le gustaba cada día más, por lo que extendió al fin de semana su cura medicinal, en el curso de la cual ya había engordado cuatro kilos. Para gran satisfacción de su médico de cabecera de ojos bicolores, que creía que él era la razón de que Judith deseara permanecer en la clínica y reducía drásticamente los intervalos de las visitas. En una palabra, le había echado el ojo. Por desgracia, el equivocado.
Judith siguió la sugerencia de Reimann tan deprisa y tan a pecho que su estancia en la clínica cobró de inmediato un carácter comunitario. Poco a poco fue invitando a todos sus amigos del pasado y recibió múltiples series de cumplidos, por la buena cara que tenía, por lo alegre, distendida y repuesta que se la veía, por lo bonita que era su risa y lo sexy que era su corto camisón blanco. El estímulo del exterior la motivaba, la ponía francamente eufórica. No cualquiera podía jactarse de un proceso de curación tan veloz de la mente en una institución psiquiátrica.
Y de repente también volvía a tener uno o dos oídos abiertos a los problemas de los demás, a sus abrumadoras cosillas de cada día, que tan sólo podían aparcarse de manera provisional, pero nunca quitarse de en medio. Pronto ella también podría volver a alterarse por las maravillosas pequeñeces, por la falta de bolsas de basura, por las brigadas de moscas en el frutero, por los calcetines que después del lavado han cambiado de pareja y ya no hacen juego por el color o la tela.
Quizá aún deba pasar algunas etapas difíciles, pero luego habré superado mi trauma, pensaba. Últimamente hasta había logrado pensar un par de veces en Hannes sin inquietarse. Puesto que él había convencido de sus buenas intenciones a todos sus amigos y ahora incluso a Lukas, era probable que en efecto sólo hubiesen sido figuraciones suyas, que al final Hannes fuera su propio demonio, el lado oscuro de su alma.
Sea como sea, por las noches no oía ruidos ni voces, ni ninguna otra cosa extraña. Y ya no lo esperaba tampoco. Como es natural, al anochecer la química siempre la deprimía un poco y la sumía en un profundo sueño artificial, pero al despertar por la mañana tenía la mente despejada y conseguía mirar el futuro sin temor. Una vez fuera, emprendería su «vida personal» para llegar a crear algún día una familia espantosamente convencional con un hombre apto para el matrimonio, en unos treinta o cuarenta años aproximadamente. Cuando pensaba así, ya era de nuevo una de noventa y nueve.
El domingo por la tarde, antes de su última noche en la clínica, vino a visitarla Bianca y ya desde lejos la miró con ojos radiantes.
—Jefa, está usted supergorda de cara, ya no se le ven los pómulos —opinó—, aunque de todas formas sigue teniendo el cuerpo de Kate Moss. ¡Y eso no es justo! Cuando yo como más de la cuenta, no vea cómo se me va todo a las tetas y al culo.
Aparte de eso, la aprendiza contó que aquella semana, en que había llevado la tienda ella sola, había sido tan estresante que había envejecido por lo menos diez años.
—Apenas oscurece más temprano, todos compran lámparas —se quejó.
—Bianca, estoy muy orgullosa de que te hayas ocupado de todo tú sola —dijo Judith, después de formarse una idea general.
Bianca: —La verdad es que de todos modos fue divertido. Además…
Ella empezó a agitarse nerviosa.
Judith: —¿Además qué?
Bianca: —Además tengo un sorpresón para usted.
Judith: —¡Anda, dilo ya!
Bianca: —No, en la tienda. De todas maneras lo verá en cuanto entre.
Sus labios se curvaron hacia arriba, en un nítido semicírculo color malva.