1.

—¿Pero qué tonterías haces, hija? —preguntó su madre, al borde de la cama.

Judith parpadeó. Sus ojos debían habituarse poco a poco a la luz de neón blanca.

—¿Qué hora es? ¿He dormido? —preguntó.

Una enfermera jefe de sección, de pelo rubio y dientes torcidos, se acercó, examinó la ficha médica, le tomó el pulso y rió con afectación.

Era viernes al mediodía. Judith se enteró de que la habían ingresado la mañana del jueves con el diagnóstico de «psicosis esquizofrénica aguda». Al parecer, antes había estado vagando por la zona, importunando a transeúntes al azar y diciendo disparates. Había cruzado varias veces la calle, sin prestar atención al tráfico. Por último, había sido atropellada por un vehículo. Por fortuna, el accidente no había causado daños, ella había sufrido contusiones leves en brazos y piernas y una herida en la cabeza. El médico de urgencia había ordenado de inmediato su ingreso en la clínica psiquiátrica.

—¿Qué ha pasado, hija? ¿Qué te ocurre?

—Mamá, deja de lamentarte, todo está bien otra vez —contestó Judith.

Se sentía como nueva en un sentido más bien desagradable, consternada y abatida, expuesta al mundo precisamente en el hospital, donde olía a estofado de ternera mezclado con penicilina, cegada por la deslumbrante luz estéril, todavía no del todo consciente y con un cansancio infinito, a pesar de que según decían había dormido casi veinticuatro horas seguidas. Y ya la esperaba uno de los mayores desafíos de la vida: tranquilizar a mamá.

Por desgracia, no encontró apoyo en el joven médico asistente que tenía un ojo de cada color (por cierto, el que mejor le quedaba a la cara era el oscuro). Según él, el probable desencadenante del episodio psicótico había sido el agotamiento físico (el estrés, la falta de sueño, de alimentación, de vitaminas y otras cosas por el estilo).

—Y llega un momento en que la cabeza se pone tonta —dijo el doctor.

—¡Ay, madre de Dios!, ¿se puede saber por qué no comes nada, hija? —le preguntó su madre con voz llorosa.

Judith: —¡Mamá, por favor! Aquí me alimentan a través de tubos, que es mucho más práctico, así no hacen falta cubiertos.

—¿Y por qué no duermes? ¿A qué te dedicas por las noches?

—Al sexo, mamá, ¡sexo y nada más que sexo! —el médico asistente le guiñó el ojo más claro, el menos encantador. Judith le preguntó—: ¿Y cuándo podré salir de aquí?

—¿Acaba de llegar y ya quiere dejarnos? —contestó el médico, haciéndose el ofendido—. No, no. Ahora se quedará un tiempo con nosotros —y dirigiéndose a la madre, que aplaudía en silencio, añadió—: Vamos a mimar y alimentar a su hija como es debido, y ya veremos luego qué está fallando ahí —se refería a la cabeza de Judith, y no era una imagen afortunada ni graciosa. No obstante, mamá asintió satisfecha—. Lo que necesita ahora con urgencia es reposo absoluto.

Cuatro ojos de tres colores miraron a la madre. Pero ella no entendió el mensaje y se quedó otra media hora larga.