4.

El timbre de la puerta puso fin a la comedia e hizo enmudecer de golpe a los presentes.

—Han llegado mis invitados —anunció Judith, con una voz clara y cristalina, a la que ella misma tendría que volver a acostumbrarse.

Bianca y Basti entraron acompañados por dos hombres desconocidos, que permanecieron en el vestíbulo.

—Perdón, no queremos molestar —dijo el más bajo, cuyas gafas parecían haberse empañado por la vergüenza.

—No molestan ustedes en absoluto, de todos modos estábamos de fiesta —los animó Judith—. Por cierto, disculpen las pintas, pero aún no he tenido tiempo de pensar en una ropa apropiada para la ocasión.

Sin necesidad de mirar a su alrededor, Judith se deleitaba con la certeza de que todos la contemplaban con asombro. A Hannes, sobre todo, seguro que su versatilidad lo había dejado «de piedra».

—Estos señores son de la Kripo, la policía criminal —se apresuró a anunciar Bianca, exaltada—: el inspector Bittner y el inspector jefe Kainreich.

La aprendiza se inclinó hacia ellos como para hacerse una foto de grupo. Basti estaba a su lado, con las mejillas rojas y la boca un poco más abierta que de costumbre.

—¿El señor Bergtaler? —preguntó el inspector jefe al corro perplejo y abochornado.

—Soy yo —dijo Hannes.

Su voz sonó angustiada. Tenía la vista baja y le temblaban las comisuras de la boca como aquel día en el café Rainer, cuando Judith rompió por primera vez con él en vano.

—Necesitaríamos hacerle algunas preguntas, así que le rogamos que…

—¿Preguntas? —preguntó mamá, consternada.

—Por eso le solicitamos que nos acompañe a la jefatura, para que podamos…

—Pero por supuesto, señor inspector —interrumpió Hannes con voz trémula—, si puedo ayudar en algo…

Judith: —Sí que puede.

Mamá: —¿A la jefatura?

—Por desgracia, si es posible, sería necesario, ya que se ha presentado una extensa denuncia, pues en dos casos tenemos graves sospechas… —el inspector sacó una libreta azul, se aclaró la garganta y leyó—: En virtud del artículo 99, privación de libertad. Artículo 107, amenaza grave. Artículo 107 bis, acoso continuado. Artículo 109, allanamiento de morada…

Mamá: —¡Pero por el amor de Dios!, ¿de qué se trata?, ¿qué es lo que ha ocurrido?

—Créeme, mamá, no querrás saberlo —replicó Judith.

Y le hizo una seña a Bianca. Ella le dio un empujón a Basti. Él cerró la boca y abrió la puerta.

—Tenemos otra invitada sorpresa —Judith avanzó hacia una mujer alta y enjuta, de pelo corto canoso, que estaba esperando fuera. La tomó del brazo, la llevó con su madre y dijo en tono formal—: Señora Permason, ésta es mi mamá. Mamá, ésta es la señora Adelheid Permason, la suegra de Hannes.

Los siguientes momentos, durante los cuales surtieron su efecto las palabras, fueron los más placenteros de los últimos meses.

—A título explicativo, para mis queridos y atónitos invitados —recapituló Judith—: durante muchos años, en rigor, hasta el día de hoy, Hannes ha brindado a su esposa Isabella, la hija de la señora Permason… digamos, atención psicológica.

—¿Qué has hecho? —exclamó la mujer enjuta y canosa—, ¿por qué nos has hecho esto? —las miradas se dirigían a Hannes, que estaba acurrucado en una silla, lejos del grupo, cubriéndose la cara con las manos cruzadas y balanceando enérgicamente la cabeza arriba y abajo—. Estás enfermo, Hannes —exclamó la señora Permason—, eres el que está enfermo. ¡Gravemente enfermo de la cabeza!

Judith: —Para que sepáis de qué estamos hablando, he traído unas líneas que Hannes le escribió a Isabella. Acompañaban un precioso collar de ámbar que él le regaló hace trece años —Judith tomó el papel amarillento con el corazón dibujado y leyó—: «Para Isabella, mi ángel en la tierra, en su cumpleaños número 25. El amor nos enlaza. La eternidad nos une. Tú eres mi luz y yo soy tu sombra. Nunca más podremos existir separados. ¡Cuando tú respiras, respiro yo! Siempre tuyo, Hannes».