Para la noche había prevista una fiesta prenavideña con la familia y los amigos más íntimos, de la que Judith no debía sospechar nada… y de la que tampoco se enteraría mucho llegado el momento, pensaban. Pero no querían quitarle a Hannes la ilusión de la sorpresa.
Al caer la tarde, Judith, Bianca y Basti habían ultimado todos los preparativos necesarios para el éxito de aquella celebración tan especial. Judith se había escondido en su cama por última vez y ahora oía cómo aparecían los primeros invitados, cómo se daban la bienvenida unas o otras sus copas de champán y cómo sus cuerdas vocales realizaban los habituales ejercicios de precalentamiento retórico.
Mientras tanto, sin embargo, también cuchichearon, serios y turbados, en consideración a la incapacitada dueña de la casa. Respecto a su estado mental, Judith supo que estaba «estancado», pero que ya se había «superado el punto crítico», que desde hacía mucho no había «vuelto a haber escándalos», que tenía «un excelente apetito» y que había que ver lo fantástica que es la medicina moderna, con su asombrosa diversidad de sustancias que permitían a los pacientes psiquiátricos llevar «una dignísima vida» en casa. Es más, Hannes sabía que Judith era «una mujer muy alegre y equilibrada» y que podía «llegar así a los cien años como poco».
Al término del debate sanitario, en mérito del abnegado cuidado y atención de su hija, mamá otorgó a Hannes en ambas mejillas, de manera oficial y entre los cerrados aplausos de los invitados, la condecoración rojo cereza o burdeos de sus labios, sin duda pintados con gruesas capas. El sonido de sus besos llegó a la habitación de la paciente.
Ahora la velada se acercaba a su primer apogeo. Judith dejó que la despertaran, la sacaran de la cama y la arreglaran para presentarse ante los invitados… se empeñó en llevar su colección psicópata de invierno: un pijama de franela morado, debajo de un albornoz de rizo negro. Luego, todos sus seres queridos pudieron abrazarla con cariño y darle la bienvenida a este mundo. Sólo guardó las distancias con Lukas, pues delante de él la teatralización le daba un poco de vergüenza. Y a su hermano Ali, que tenía un día particularmente triste, trató de darle ánimos guiñándole un ojo.
Después pidió la palabra el anfitrión.
—Querida Judith, querida familia, queridos amigos, como ya sabéis, no me gustan los discursos largos —dijo Hannes, iniciando su largo discurso.
Habló de los últimos meses, que «bien sabe Dios lo difíciles» que habían sido para todos, de los desafíos que hay que aceptar, de los cambios personales que pueden ocurrir, por así decirlo, de la noche a la mañana, y ante los cuales nos vemos impotentes e indefensos. En ese punto, Judith se atrevió a interrumpirlo con un breve aplauso, que dio lugar a unos gratísimos momentos de embarazoso silencio navideño.
A continuación, Hannes abrevió un poco y pronto arribó a la siguiente conclusión:
—Hoy es un día especial para Judith y para mí —en eso tenía toda la razón—. De hecho, hoy cambiará nuestra… ¿cómo decirlo?, nuestra situación habitacional.
Prolongó de manera significativa las vocales finales y dijo: «situacióóóón habitacionaaaal». Pues bien, aquel día dicha situación iba a cambiar, «por así decirlo, a ampliarse», añadió con una sonrisa de satisfacción. En ese momento, Judith no pudo evitarlo y una vez más aplaudió a rabiar.
Hannes enarboló una llave, la hizo tintinear con aire triunfal y, en el tono de un guardián medieval, dijo:
—¿Queréis hacer el favor de seguirme?
Judith tomó del brazo a Ali y simuló dejar que él la guiara. En realidad era la única que ya sabía adónde conduciría aquel corto camino. Poco antes había conocido un modelo habitacional similar.
Unos instantes más tarde estaban en el piso de al lado, el del difunto pensionista Helmut Schneider, admirando el lujoso diseño de las habitaciones renovadas. En efecto, Hannes había hecho un buen trabajo, y además lo había hecho con una perfeccionista confidencialidad, salvo por algunas operaciones sonoras nocturnas, que casi le habían hecho perder la razón a Judith. Casi.
Por supuesto, en tales momentos de éxtasis no había disputa posible, ni siquiera sobre gustos, a pesar de que en cada centímetro cuadrado de aquella superficie renovada con minuciosidad se advertía a simple vista que el arquitecto responsable normalmente montaba farmacias.
—He anexionado este piso, para que no nos demos de pisotones —dijo Hannes con ceremoniosa modestia.
Al decir «nos», desde luego se refería también a mamá, para la cual parecía avecinarse una tercera primavera. Judith, que se había alejado del grupo y había descubierto la mesa con los bocadillos, declaró abierto el bufet.
—¿Puedo pediros que prestéis atención una vez más?
Podía. Porque tenía preparada una última sorpresa, que aguardaba tras la puerta blanca entornada y por la estrecha rendija ya dejaba entrever su extraordinaria luminosidad.
Y bien, allí estaban todos, en la nueva sala de estar, de dormir, de reposo, de inquietud, de día, de noche y de vida de Judith, en el calabozo cinco estrellas destinado para ella, donde tendría todo aquello que Hannes había pensado para su «dignísima vida», incluido un nuevo frutero, más grande todavía, en el que por cierto había tan sólo tres miserables plátanos, eso había que mejorarlo.
Judith se dirigió directamente hacia la pared que dividía su supuesto nuevo hogar de su antiguo dormitorio y la tanteó con disimulo. Nada le habría gustado más que preguntarle a Hannes cómo había hecho el sonido de las chapas metálicas, si la voz era en directo cada vez o si la tenía grabada, o si quizá incluso había colocado altavoces dentro de las paredes. Pero eso ya no le correspondía a ella.
Por supuesto, las miradas extasiadas de los invitados se detuvieron en el centro de la habitación. Allí pendía majestuosa, sobre la cama, la elegante araña de cristal de Barcelona, con su inconfundible colorido resplandeciente.
—Esta araña, querida familia, queridos amigos, esta araña tiene un significado muy especial para nosotros dos —dijo—. Bajo su luz, Judith y yo casi… —la breve pausa era necesaria para que los presentes pudieran esbozar su sonrisa forzada por la conmovedora situación—. Casi llegamos a querernos —dijo.
Judith, la incorregible, se acercó a la araña por detrás, agitó con ambas manos las sartas de cristales, produjo esa melodía extraña pero tan familiar y estalló en ruidosas carcajadas.
—¡Mirad cómo se alegra! —dijo Hannes.
Poco a poco también lo notaron los demás.