El 22 de diciembre cayó en domingo. Sobre las diez de la mañana llegó el SMS de Basti desde el vehículo aparcado en la Nisslgasse: Hannes y la mujer que decía ser su suegra habían salido de la casa uno después del otro. Menos de cinco minutos después, Bianca, que estaba lista esperando, recogía a Judith para el previsto paseo de invierno. Pasaron quince minutos más hasta que Basti hurgó con una ganzúa en el bombín de la cerradura del cuarto piso y abrió la puerta. Él y Bianca se encargaron de la seguridad, y Judith pudo entrar en el piso número 21.
—¿Hola? —dijo nada más entrar para darse ánimo a sí misma, y atravesando la galería de fotos y las habitaciones decoradas con pulcritud, revestidas con papel pintado de flores, rodeadas de muebles estilo Biedermeier, donde aún perduraba el aire otoñal, se dirigió directamente hacia la puerta blanca entornada, que rozó dos veces con los nudillos antes de que se abriera sola.
Apenas pudo sofocar el grito. Contaba con casi todo lo que allí podría inspirarle pavor, pero no con una estatua de mármol o porcelana, impávida pero viva, sentada erguida en una cama Art Nouveau, a la luz de un inmenso globo terráqueo que se balanceaba colgado del techo. La estatua viviente no hacía otra cosa que aferrarse con su mirada sombría a los ojos desorbitados de Judith, que, para oír su propia voz y reponerse de la conmoción inicial, murmuró:
—Hola. Perdone usted que me presente así sin más…
Su interlocutora de piel traslúcida y pelo rubio grisáceo, liso, hasta los hombros, bajó los párpados como si fuese a pasar del estado vegetativo al sueño, pero volvió a abrirlos de inmediato para demostrar que estaba consciente.
—Yo… mmm… me llamo Judith, y es probable que usted sea Isabella… ¿Puedo decirle Bella? Pues bien, le diré Bella —Judith hablaba en voz baja, casi en un susurro, para evitar cualquier alteración—. De verdad que no quiero… molestarla, pero ambas tenemos el mismo… —tal vez se equivocaba, pero la mujer muñeca pareció levantar las comisuras de los labios—. Tenemos el mismo… Yo lo conozco bien. Hannes, ¿verdad? Hannes Bergtaler.
Cada pocas palabras, Judith hacía una pausa tratando de adaptarse al ritmo parsimonioso en que transcurría el tiempo en aquella sala de reposo.
—Él y yo, Hannes y yo, estuvimos…, bueno, pues se me atravesó en el camino, prácticamente me di de narices con él. Fue en Semana Santa, en un supermercado. Y entonces… Yo no tenía ni la más remota idea de que él… Nunca me dijo nada. Ni una palabra de usted. ¿Bella? ¿Puede oírme? ¿Entiende lo que estoy diciendo? —la mujer pálida la miraba inmóvil. El segundero de un reloj de pared marrón imitaba el sonido de los latidos ralentizados del corazón—. Yo… mmm… Bella, espero que mi pregunta no sea muy indiscreta, pero para mí es muy importante, sepa usted que aún no me he dado por vencida, me resisto, y por eso mi pregunta: ¿de verdad es usted… de verdad es usted la mujer… quiero decir, la esposa de… él?
Ahora algo se movió en la boca de la mujer, como si sufriera para demostrar que podía sonreír.
—¿Puedo sentarme con usted en la cama?
¡Bah!, daba igual, se sentó sin más y tomó la mano inerte de la paciente. Durante un rato, se miraron en silencio y dejaron que el reloj hiciera su trabajo, hasta que los ojos de Judith se llenaron de lágrimas.
—Es probable que esté usted bajo los efectos de medicamentos muy fuertes, pobre, yo sé cómo es, una está como paralizada, como bloqueada, no sé, como en otro planeta, ¿verdad?
La mujer pálida volvió a pestañear. Debía de haber sido bonita cuando aún vivía con su propia cabeza, y no en contra de ella.
—Es importante para mí decirle una cosa. No sé si usted puede entenderme o… si quiere, pero debo decirle algo: yo no amaba a Hannes, nunca lo he amado, de verdad que no. Pero me he dado cuenta demasiado tarde. Ése fue mi gran error. Ésa fue mi… culpa…
La mujer movió la cabeza, al tratar de girarla bruscamente a la izquierda y a la derecha se le contraían los débiles músculos de la cara. Parecía suponer un gran esfuerzo para ella expresar desacuerdo.
—No sé si tengo derecho, comparada con usted… Sabe Dios lo que habrá sufrido, cómo habrá llegado a… ¿Fueron voces? ¿Voces de al lado? Conozco a Hannes. Se vale de cualquier medio. Tiene ese único objetivo. No puede evitarlo. Su idea del amor es… no tiene nada que ver con el amor. Le pido perdón si me… —balbuceó Judith.
Isabella apretó los párpados, luego su mano derecha se movió, soltó la de Judith, poquito a poco llegó a la mesilla que había junto a su cama y extendió el pulgar para señalar algo. Allí, al lado de una pila de libros ilustrados, había un radiodespertador, delante un vaso de agua, un termómetro junto a cáscaras de plátano y cajas de medicamentos, y en un jarroncito asiático, unas flores de plástico azules. Pero por lo visto la mujer de piel vítrea se refería al cofre de madera clara oculto detrás.
Judith sacó un collar de grandes cuentas de ámbar con destellos ocres.
—Muy bonito, la verdad —dijo—, espero que a usted el ámbar le guste un poco más que a mí.
Una vez más, la mujer trató de sonreír. Cuando Judith iba a guardar de nuevo el collar en el cofre, le saltó a la vista el dibujo en un papel amarillento: un corazón a lápiz, demasiado ancho. En el dorso había unas líneas escritas a mano. Judith leyó el breve texto, lo releyó, volvió a coger la mano de la mujer, la estrechó con fuerza y dijo:
—Bella, quisiera pedirle un favor muy grande. ¿Me presta esta carta? Sólo por un día. Se la devolveré. Voy a volver, no la dejaré aquí sola. Voy a hablar con su madre, muy pronto, le contaré toda la historia. Todo saldrá… todo irá mejor… Yo me ocuparé de usted, se lo prometo.