1.

Cuando él se acercó a su cama por la noche, ella se hizo la dormida, pero le temblaban los brazos y las piernas. Había olvidado hacer desaparecer las pastillas en la hucha y, como es natural, él enseguida notó que aún estaban en la mesilla. Le deslizó la mano bajo la nuca húmeda de sudor y le levantó la cabeza. Como una de esas muñecas que duermen cuando están tumbadas y, cuando se las sienta, se despiertan de golpe, ella abrió los ojos y, evitando mirarlo, se quedó con la vista fija en la cómoda con la fuente de plátanos.

—Amor, tenemos que tomar nuestras medicinas tres veces al día, si no, nunca nos curaremos —susurró él, y le llevó a los labios el vaso de agua, donde ya flotaban las pastillas.

En décimas de segundo, ella tuvo que decidir si ponía fin a su actuación y le arrojaba el vaso a la cara. No, era más prudente cerrar los ojos una vez más, abrir la boca, tragar obedientemente, asumir la caída libre y sumergirse a través de la muralla gris de algodón. Se juró que aquélla sería la última vez.

Cuando él se fue, se apretó las sienes con las manos y trató de ahuyentar los primeros indicios de entumecimiento. Mientras pudiera aferrarse a «Bella» con sus pensamientos, se mantendría por encima de la línea de niebla. Entretanto se le cruzó por la mente Jessica Reimann, que tan orgullosa se habría sentido de ella. Y de repente fue el «Domino Day», una ficha tiraba a la otra, cada enigma resuelto desvelaba el siguiente: Bella era la abreviatura de Isabella. Isabella, Isabella, Isabella… Permason, la compradora de la lámpara. Y era cierto que conocía ese nombre, era el primero de la lista. Isabella Permason. La letra de Reimann, inclinada y con los lazos de las eses. Había sido durante su primera cita en la unidad de psiquiatría: Reimann estaba sentada frente al ordenador examinando los resultados de los estudios. Judith había cogido el papel, había recorrido con la vista los datos personales y se había detenido en los nombres desconocidos. «¿Quiénes son los otros?», había preguntado. «Historias clínicas similares de nuestro archivo», había respondido la doctora. Arriba del todo… no, no se equivocaba, seguro que no… arriba del todo: Isabella Permason. Ella y esa mujer en la misma lista. El enlace: Hannes. La misma voz, la misma araña de cristal. El mismo tintineo. La misma luz, y cómo se iba haciendo más y más débil. Tan sólo ruidos apagados. Cayó la niebla. La muralla la rodeó y le tapó la vista. Dormir sólo una vez más. Dormir profundamente una vez, y a ver.