El año de horror entró en la fase final con unos días de Adviento sin color ni nieve. Judith aún no se había librado del todo de sus temores persecutorios, pero pensaba que les llevaba como mínimo unos cuantos pasos firmes de ventaja. Sin la influencia de las pastillas, andaba todavía con paso vacilante y su sistema nervioso era sumamente delicado, pero sus ideas le parecían mucho más claras y creía sentir que poco a poco el nudo iba aflojándose. Ahora lo único que debía hacer era tirar de los hilos indicados.
Ella misma estaba bastante impresionada de sus dotes de actriz. Sabía por intuición que era mejor seguir haciéndose la demente en casa por un tiempo. Hannes ya la había engañado muchas veces, ahora le tocaba a ella. Además, su presencia ya no le infundía miedo. Aún se sentía un poco débil para llevar las riendas de su vida a solas, como antes. Pero ya disfrutaba pensando en el momento en que le entregaría a él el atiborrado cerdito Specki y le diría: «Gracias, mi querido enfermero. Toma esto como recuerdo de nuestra segunda época juntos. Estoy recuperada de mí misma y, lo siento, pero ya no me sirves de nada aquí».
En las entrañables conversaciones con mamá en la cocina, Hannes ya había anunciado una gran sorpresa navideña. Por supuesto que era para Judith, pero él quería compartirla con la familia y los amigos. De modo que era probable que planeara una pequeña fiesta.
—Se quedará con la boca abierta —lo oyó cuchichear a Hannes.
—¿Pero se enterará de algo en su estado? —preguntó mamá, siempre tan encantadora.
—Claro, claro —contestó Hannes—, aunque no pueda demostrarlo… en su fuero interno siente igual que nosotros.