A Bianca tampoco le gustaban los plátanos.
—Para mí sería la peor tortura del mundo que me encierren en una habitación pequeña, sin ventanas, y con una cáscara de plátano marrón. Creo que me volvería loca —dijo.
Judith le contó lo que recordaba sobre el racimo de plátanos de Pascua del supermercado. Debió de ser durante la primera cita en el café Rainer. Judith le había preguntado a Hannes si tenía familia o si comía él solo todos los plátanos que llevaba en el carrito de la compra el día que se conocieron. Él se había reído y había contestado más o menos lo siguiente: que los plátanos eran para una vecina inválida, una viuda con tres hijos, que una o dos veces por semana él le hacía la compra, y que lo hacía sin recibir nada a cambio, porque a él también le habría gustado tener vecinos que lo ayudaran si estaba mal.
—¿Y? —preguntó Bianca después de una pausa.
—Y nada, eso fue todo —respondió Judith.
Bianca torció el gesto.
—La verdad, me esperaba algo superfuerte, con lo emocionada que usted estaba. ¿Qué tiene de especial esa historia?
Judith: —Lo especial es que nunca volvió a mencionar ni una sola palabra acerca de la vecina.
Bianca: —Vale, es raro. Pero tampoco tendría nada de interesante hacerle la compra a alguien. Quiero decir, si vas a comprar zapatos, eso ya es otro cantar. Pero ¿comida? ¿Qué cosa importante se puede contar de eso? Quizá él mismo no conozca mucho a esa mujer. Quizá sólo le lleva los plátanos y las otras cosas, y se va. O quizá ella se ha mudado. O se ha muerto. Hay muchas posibilidades, jefa. Pero si usted quiere…
Judith: —Tengo una intuición, y es la primera que tengo en mucho tiempo. Tu novio, el Basti, ¿no podría…?
—¡Y tanto!, usted ya sabe que a él le mola eso. Puede decir que es el nuevo mensajero o algo así.