A partir de ese momento empezó a echar siempre las pastillas por la ancha ranura que tenía en la barriga Specki, su cerdito hucha de plástico rosa que conservaba hacía treinta años y que escondía en el armario, debajo de las camisetas de verano (para los malos tiempos, pues nunca se sabe cuánto tardarán en volver).
En apariencia se mostraba lánguida y desorientada, pasaba la mayor parte del tiempo en la cama o en el sofá, hacía contorsiones raras, en sus paseos de rutina al lavabo o a la ducha se movía como Dustin Hoffman en Rain Man, murmuraba cosas incomprensibles, mantenía animadas conversaciones consigo misma, incluso a menudo entre tres, para evitar el embrutecimiento intelectual, miraba al vacío durante horas para relajarse, luego se ponía a temblar de repente con todo el cuerpo y se metía bajo las mantas: un llamativo y variado programa de la vida cotidiana de una persona con constantes anomalías psíquicas, que a ella, cuanto más segura estaba de que Hannes no se perdía detalle, más divertido le resultaba.
Él era un ejemplar enfermero a domicilio. Incluso por las noches, durante las cuales ahora prestaba servicio turnándose con mamá, siempre tenía como mínimo un oído alerta a ella. Cuando se acercaba a su cama, ella se hacía la dormida. Un par de veces le pasó la mano por el pelo y le acarició la mejilla. De cuando en cuando lo oía murmurar: «Que descanses, mi amor». En varias ocasiones sintió su aliento y escuchó el sonido de un beso lanzado al aire, muy cerca de su cara. Soportó con entereza y paciencia aquellos momentos difíciles. Más que eso no se le acercaba, más que eso no había que temer de él.
A los enfermeros les gustaba pasar las tardes de dos en dos, preferentemente en la cocina. En cierto modo, mamá era la singular alumna de arquitectura de Hannes en el primer semestre, y encima un poco dura de entendederas, cosa que a él lo motivaba más. Le encantaba explicar el mundo a los legos. Durante el día podía aparecer a cualquier hora, aunque sólo fuera para traer y guardar los alimentos que había comprado. Por cierto, siempre había plátanos. Judith celebraba cada una de aquellas entregas y rebosaba de ideas acerca de los sitios más discretos donde tal o cual espécimen podía eliminarse. De vez en cuando, si la cáscara era amarilla sin manchas, hasta comía uno: la verdad es que no sabía tan mal y le sentaba de maravillas al estómago.
Cuando él estaba fuera de casa, ella le pedía a Bianca que viniera a recogerla para estirar las piernas, como lo llamaba oficialmente, y para acostumbrar sus pulmones al invierno. Mamá, que entonces debía encargarse de la tienda ella sola, sólo aceptaba aquellas excursiones entre las protestas. Al aire libre también habría preferido ver a Hannes al lado de la paciente. Cuando Judith y Bianca creían estar fuera del alcance de la vista, iban a la pastelería más cercana, por lo general a tomar un auténtico capuchino con cafeína y una grasienta tarta de turrón. Y después ponían manos a la obra, tal como quería Jessica Reimann.