Cuando la despertó al día siguiente o al otro su mala conciencia, oyó voces que pertenecían a la realidad y provenían de la cocina. Mamá y Hannes estaban hablando de su futuro.
—¿De verdad harías eso por nosotros? —dijo mamá, conmovida, como en la escena final de la suegra en una película costumbrista.
—Por supuesto, ya sabes que la amo y nunca la abandonaré —respondió Hannes, igualito que en El eco de la montaña.
Luego siguieron detalles más bien técnicos y de organización sobre el futuro cuidado y atención de Judith, la paciente a largo plazo, en casa.
En su mesilla, al lado de la cama, junto a una jarra de agua llena hasta la mitad ya la esperaba la próxima serie de pastillas, apeteciblemente dispuestas en fila, tentadoras como los puntos multicolores de un dado prometedor.
Ya tenía las pastillas blancas sobre la lengua cuando su mirada sombría, que vagaba por la habitación, se posó en un frutero repleto que le habían dejado sobre la cómoda, junto a la puerta del dormitorio. Instintivamente se sacó las pastillas de la boca y las cubrió con la manta. Porque de pronto sintió que algo comenzaba a funcionar en su cerebro. Sobre las frutas redondas, rojizas —manzanas, peras, ciruelas— descollaba una mole amarilla, el macizo racimo de al menos ocho plátanos elegantemente arqueados, que ella al principio percibió como un absurdo cuerpo extraño. Es que Judith detestaba los plátanos, los asociaba con enfermedades diarreicas de la edad preescolar, cuando le metían en la boca enormes cucharadas de una escurridiza papilla marrón, hecha de esas cosas mezcladas con cacao en polvo. Aquel sabor aún seguía adherido a su paladar.
Cuanto más fijaba la vista en el racimo de plátanos, más se acercaba una imagen concreta. Una imagen que la retrotrajo al supermercado, a la época de Semana Santa, apenas siete meses atrás, cuando ella aún parecía tener por delante una vida completamente normal, y cuando le llamó la atención un hombre entonces desconocido, un supuesto padre de familia, en cuyo carrito de la compra había un racimo de plátanos exactamente igual al que ahora había venido a parar a su cómoda… Entonces sí que los ojos se le llenaron de lágrimas. Lágrimas auténticas, genuinas, líquidas, que aguzaron su vista y despejaron sus ojos. Para ella, aquel racimo de frutas amarillas encerraba un enigma que le habría encantado resolver. Y con la mayor lucidez posible.