Pronto él también empezó a pasar a menudo por su casa entre semana. Por lo general reemplazaba a alguno de los amigos, que cada vez podían venir menos y a mediados de noviembre ya invocaban el estrés prenavideño para justificarse por no visitar a Judith con tanta frecuencia. Es probable que los hubiese decepcionado y exasperado sobremanera que la mente de Judith no diera muestras de aclararse, que ya no fuese posible conversar con ella, que soliera pasarse horas con la vista clavada en las paredes y sin abrir la boca. Pero ¿qué podía decirles ella? Si no vivía otra cosa que días vacíos y noches insípidas. Ninguno de ellos tenía idea de lo agotador que era. ¿Y encima iba a hablar de eso?
Hannes era distinto. Él no esperaba nada de ella, se dedicaba a sus propias tareas, decoraba mesas y estanterías, limpiaba la cocina (preferentemente cuando ya estaba limpia), escuchaba música, silbaba melodías pegadizas de la época del colegio, navegaba por los canales de la tele en busca de informativos serios, hojeaba libros de divulgación o —mejor aún— los álbumes de fotos de Judith, tomaba notas, hacía bocetos y pequeños planos. Todo esto, sin perder nunca de vista a Judith. Siempre permanecía cerca de ella, le guiñaba el ojo para darle ánimos, le sonreía. Pero la diferencia más grata respecto a todos los demás era que casi no hablaba una palabra con ella, ahorrándole así el agobio de una continua respuesta a la pregunta de cómo se encontraba. Parecía saberlo mejor que ella misma.
Cuando se quedaba por la noche, Judith no se enteraba. Debía de dormir en el sofá. En todo caso, siempre se despertaba antes que ella, hacía que viniera olor a café de la cocina y borraba todos los rastros de su presencia nocturna.
Tan sólo una de esas noches de noviembre envueltas en una densa bruma mental, ella perdió el control de las cosas. Es posible que antes de dormir hubiera olvidado uno de sus medicamentos o tomado el doble de alguno. Quizá también tuvo una pesadilla que la arrancó de repente de su algodonosa semiinconsciencia y despertó en ella los antiguos miedos de voces y sonidos que la acosaban y la empujaban a salir a la calle. Ya creía estar oyendo la característica vibración de las chapas y el inconfundible tintineo de los cristales de su araña española. Pero antes de que la voz que imitaba a Hannes pudiera decir «este gentío», cesaron los ruidos. La luz de la mesilla se encendió. Judith sintió que una enorme mano fría se posaba en su frente afiebrada. Luego él se inclinó con cautela sobre ella y murmuró:
—Tranquilízate, amor. Todo está bien, yo estoy contigo, no puede pasarte nada.
—¿Tú también lo has oído? —preguntó ella, temblando de miedo.
—No —respondió él—, no he oído nada. Probablemente has tenido un mal sueño.
Judith: —¿Te quedas aquí conmigo hasta que sea de día?
Hannes: —¿Eso es lo que quieres?
Judith: —Sí, quédate, por favor. Sólo hasta que salga el sol.